Por la noche ponían velas para atraer a las mariposas.
Casi siempre llegaban desordenadas, en nubes de hasta treinta y cuarenta ejemplares, y daban tres vueltas a la residencia antes de decidirse a entrar. Pero cuando lo hacían, cuando consideraban que nada más peligroso que los ojos de un grupo ecléctico de naturalistas las amenazaba, lo decidían a la vez. No una y después otra y tras esa otra más. Todas a la vez, entrando por las ventanas, atraídas por una luz rutilante.
Era ese extraño fenómeno de decisión colectiva lo que fascinaba a Ruth Sánchez, no el hecho de que los insectos recorriesen cientos de metros (kilómetros a su escala) movidos por la añoranza de la llama, de su falso calor. La imprevisible habilidad de los sistemas caóticos para generar orden de forma espontánea. Mariposas en vuelo.
Los alumnos de telecomunicaciones aún luchaban con la emisora del campus. La disertación iba a ser retransmitida a los edificios departamentales y a la ciudad universitaria, mediante una antena improvisada con la tapa de un cubo de basura. Los afanados aprendices de técnicos podían ganarse al fin su graduación... si lograban que la señal saliese limpia de los dibujos de la tapa.
Ruth los sorteó en silencio para no molestarles, mientras repasaba mentalmente el discurso. Desde luego, iba a levantar ampollas. Los Decanos no estaban acostumbrados a las teorías fascinantes: querían hechos aburridos y demostrables, preferiblemente sacados de los libros. Se arriesgaría a desatar sus iras si empezaba a hablar de efectos de campo en inteligencia artificial y sistemas organizativos complejos, pero... qué diantre, para eso estaba allí, ¿no? Para aprender, demonios, no para estudiar.
—Hola, Ruth.
La joven doctoranda se volvió y descubrió a su más directo competidor, Sakoru, un japonés que ya había recomenzado tres veces su tesis por motivos demasiado rebuscados como para resumirlos en dos líneas. Además, le tiraba los tejos, y eso le gustaba.
—¿Vas a luchar por el doctus?
—¿Para qué crees que estoy aquí? —replicó ella, imitando su acento—. A veces pareces tonto.
—Tonto no —sonrió—. Precavido. Esta vez quiero el grado para mí solo. No pienso compartir la gloria con nadie, guapa.
Cerca, los técnicos rezongaron, midiendo las fluctuaciones de la antena. Una molesta interferencia, débil pero constante, arrugaba con insolencia sus limpios perfiles de onda. Por sus expresiones, Ruth dedujo que no tenían ni idea de qué la provocaba.
El paseo los acercó a la fuente del inmenso jardín. Como era tradición en la Universidad, se había erigido una carpa para que los Decanos escuchasen los parlamentos de sus alumnos y pudiesen valorarlos bajo la agradable brisa nocturna. Varios aspirantes paseaban nerviosos consumiendo tazas y tazas de café, hablando en voz baja, disertando, discutiendo, rebatiéndose los argumentos a sí mismos. Un patio de locos, en eso se había convertido el día más importante de sus vidas.
—¿Sigues con tus ideas fantásticas sobre la inteligencia? —Sakoru abandonó sus manos en los bolsillos de la chaqueta. Ruth se sacudió un flequillo rebelde de la cara.
—Por supuesto. Sobre eso versará mi tesis. Estoy segura de poder demostrar que la inteligencia humana es una función inalámbrica del cerebro. Ya lo avanzó gente como McFadden o Dicks hace diez años.
—Sin poder demostrarlo. Lanzaron teorías atrevidas, pero no lograron explicar sus fundamentos. ¿Has descubierto algo que se les escapó a ellos?
La joven hizo un piñón con los labios. Demostrar... claro, el talón de Aquiles de la investigación. Los cognitivistas no deberían tener que demostrar nada, para eso estaban los experimentos de otra gente. La teoría era tan fascinante por sí misma que debería bastar para abrir nuevos caminos de pensamiento.
Ruth lo había estudiado en aquellas aulas: era posible que la conciencia humana, el sentido del yo, no fuese más que un efecto de interferencia. El campo electromagnético del cerebro interactuando con su circuitería. Las neuronas se disparaban en secuencias determinadas para formar una tormenta de estímulos que excitaba otras neuronas, construyendo el pensamiento dentro de la mecánica de ondas del cerebro. En su nube eléctrica, no en sus dendritas.
Fascinante, pero aún no demostrable.
—Mi aportación a la teoría del efecto campo es la dinámica de los sistemas complejos. En eso no habían pensado estos venerables doctores —dijo Ruth, bajando la voz mientras pasaban junto a una tribuna. Sus ojos despedían un brillo especial—. ¡Piénsalo! Un océano de pulsos eléctricos flotando en la nada, ¿qué es sino un sistema complejo? Las neuronas se activan e inducen ondas en el campo electroestático, ¡pero eso no forma el pensamiento!
—¿Ah, no? —su compañero frunció el ceño. Ella le agarró emocionada de la mano.
—¡No! El pensamiento surge cuando esas ondas generan al azar un orden dentro de la nube, por la simple dinámica del caos. Es como cualquier sistema autocatalítico, solo que formado por electricidad. —Sus pestañas revolotearon—. Cualquier teórico del caos te lo puede demostrar. El cerebro tan sólo tiene que activar regiones de neuronas para inducir un cierto orden probabilístico en la estructura. Eso probaría que la geometría del cerebro es tan importante como su composición química.
—Estás loca —gruñó Sakoru—. Anda, te invito a un té caliente, a ver si se te pasa ese ataque de megalomanía investigadora.
Ruth suspiró, volviendo a la realidad. Sí, eso era lo que siempre le habían dicho. Y probablemente lo que echaría por tierra su discurso de esa noche. Nadie quería creer en teorías revolucionarias, porque suponían un montón de trabajo nuevo. Por norma general, los sabios estaban demasiado cómodos con sus fórmulas notables para levantar sus egregios culos del sillón.
De camino al bar, volvieron a pasar junto a los técnicos que reparaban la antena. Aún luchaban contra unos ruidos de estática muy extraños.
Sakoru se rascó la barbilla en un gesto muy suyo.
—Si esa teoría fuera cierta, se podría buscar conciencia en sistemas muy grandes, ¿verdad? —elucubró, sólo por combatir el aburrimiento—. No sólo en los densos, sino también en los extensos.
—¿A qué te refieres?
—A esto. —Señaló el cielo, donde cristalizaban lentamente las estrellas. Parecían nodos neuronales en un gigantesco éter cósmico—. Si seguimos las bases de tu teoría, no es una conclusión descabellada. El campo electromagnético de la Tierra podría interferir con todos los cerebros humanos y animales hasta que éstos fueran lo suficientemente numerosos como para disparar una... ¿cómo la llamáis?
—Reacción de inteligencia —dijo Ruth. De repente cayó en la cuenta: sí, no era ninguna tontería. A ella no se le había ocurrido porque estaba demasiado sumergida en los conceptos clave de la tesis, pero...
Si en China nacían suficientes niños, y la población mundial se distribuía uniformemente en torno al Ecuador...
—¿Crees que la conciencia global podría haber despertado ya y estar generando pensamientos caóticos espontáneos?
Miró a los técnicos. Uno chasqueó la lengua, enfadado. No podía identificar el origen de aquellas extrañas señales que enturbiaban el espectro. Era un sonido lánguido y cadencioso, como el llanto de un niño pequeño escuchado desde muy lejos.
Ruth reprimió un escalofrío. Tomó la mano de Sakoru y sugirió:
—Vamos a tomar ese té, anda. ¿No notas que hace más frío de repente?