Teodoreto de Ciro
En la nave también viajaban idealistas. Cosmonautas jóvenes que soñaban con mundos distantes. Formas de vida misteriosas como corazones dorados enterrados bajo una tierra lejana. Había uno especialmente comunicativo que quería saber algo más de Simeón, el reservado.
- ¿No te ilusiona la idea del planeta cercano a Lira?
- Visto uno, vistos todos. No son más que desiertos fríos y peligrosos. Puedes perderte y puede que nunca te encuentren.
- Pero en alguno tal vez haya vida. O incluso alguna forma inteligente ¡Qué fabuloso podría ser encontrar otros seres con los que comunicarnos!
- Eso es precisamente lo último que busco –respondió Simeón-. Si me metí en la Marina del Espacio era porque sabía que nunca encontraría una babosa de color verde saludándome en plan bienvenida.
- Eso es muy extraño –replicó el joven- todos los cosmonautas viajan al espacio por la ilusión de encontrar algo nuevo y desconocido, aun a riesgo de sus vidas.
- La gente hace cosas tontas todos los días.
- Dime Simeón, ¿Por qué no te quedaste en la Tierra entonces?
- Porque la madre Tierra está superpoblada. Porque las guerras no han cesado y nunca lo harán. Porque hay mucho ruido y yo adoro el silencio.
Dicho esto, el joven comprendió que no había nada más que comentar. La expresión severa de su interlocutor no daba duda al respecto.
Los días pasaron con sueños de tabletas de viajes. Pastillas blancas y edulcoradas que ayudaban a los cosmonautas a tener dulces sueños y visiones relajantes. Simeón las tomaba como maná. Mucho más de la dosis reglamentaria. Pero un viejo marinero espacial tiene sus privilegios.
Al fin la ultracomputadora de abordo emitió la señal de ordenanza indicando la proximidad del planeta. El comandante dio las instrucciones pertinentes. Todo pura rutina. Había que preparar la nave de descenso desde la bahía de despegue y todo el equipo necesario para una primera visita planetaria.
Simeón fue asignado al grupo de exploración, cosa que no le gustó. Tal vez el comandante se estaba vengando, a su manera rastrera, por haber tomado demasiadas tabletas de viajes. Ahora tendría que compartir varias jornadas con un grupo de mequetrefes que no sabían donde tenían la cabeza.
Subieron a la nave de descenso y pronto se alejaron de la bahía para iniciar la toma atmosférica. Esos descensos con tanta inercia y fuerzas g le revolvían las tripas al más experimentado. La nave se volvía un horno y durante unos segundos era una bola de fuego que surcaba el techo del cielo del planeta cercano a la nebulosa de Lira.
Tras un aterrizaje un tanto bronco, los ánimos no estaban para mucha euforia. Simeón parecía una figura de cera, lívido y sudoroso con esa barba salida de un piadoso retablo renacentista.
Comandaba el grupo la teniente. Una mujer joven, de pequeña estatura y muy fuerte gracias a interminables horas en la sala de musculación. La teniente era un auténtico marino de carrera. Se preparaba a conciencia y algún día sería capitán de navío. Eso seguro.
Lo primero era tomar datos del aire externo.
- Tenue, con mucho CO2 y algo de CH4.
- Excelente -dijo la teniente- abran compuerta externa. Todos atentos para contacto con atmósfera extraña.
Salieron al exterior y la extraña luz deslumbrante les desorientó. Era como el reflejo de delgados panes de oro que flotaban ligeramente como virutas. Esa luz no era terrestre, era algo ajeno, extraño, como el oro, no como el sol. Las sensaciones alienígenas deprimían mucho a Simeón. Sabía que los contactos con planetas lejanos acababan minando a muchos cosmonautas. Se volvían melancólicos. Añoraban la Tierra, como los hijos a su madre.
Simeón se prometió darse un descanso. “Este es el último planeta por mucho tiempo” se dijo. Tenía pendiente un año sabático por horas de navegación acumuladas, y esta vez lo tomaría.
La teniente señaló los puntos a investigar en el mapa cartográfico trazado por los sensores de la ultracomputadora cuando se acercaban al planeta.
- Vosotros dos iréis al punto P21, bautizado como Maris Telanisos.
- Simeón y yo nos acercaremos a P33, Amanus.
La teniente añadió:
- Estaremos de vuelta en cuatro horas. No me fío de las condiciones meteorológicas. Ultracomputadora predijo una tormenta dentro de 400 minutos con una fiabilidad del 80%.
Dadas la órdenes, los marineros espaciales se movieron, lentamente, muy lentamente cegados por el resplandor del falso oro planetario.
Simeón iba rezagado, portando el telémetro y la baliza permanente de señales. El equipo pesaba a pesar de una gravedad más baja que g.
- Vamos Simeón, no te quedes atrás- gritó la teniente con voz muy marinera
Simeón sudaba. Y el sudor dentro de la escafandra convertía su entorno vital en una experiencia desagradable, llena de humedad y mal olor.
- Me pregunto cómo esa puta puede estar tan fresca –masculló
- Te he oído- dijo la teniente. Te recuerdo que con los intercomunicadores se oye todo. Esto te costará un parte de incidencias.
Un parte no era lo conveniente. Pondría en peligro el año sabático. Ya tenía acumuladas demasiadas amonestaciones. Necesitaba ese descanso. Las pastillas blancas ya no le ayudaban. Si no conseguía parar por un año tendría la locura del viajero. Él había visto compañeros con el síndrome. Llorando y con una angustia indescriptible. No señor, eso no le iba a ocurrir.
Se paró en seco, asqueado por la falta de tacto de su superiora. Ella quería una carrera militar y él olvidarse de la humanidad. Incompatibilidad de caracteres. Tenemos un conflicto mi teniente, no voy a aguantarla tres horas seguidas en este mundo perdido de la mano de Dios.
Así que cambió el rumbo y dejó de seguir las huellas de su oficial. Al fondo, a su derecha, se veía un pequeño abrigo de rocas rojizas. Se encaminó hacia allí, con la alegría de saber que no seguiría subiendo por más tiempo la pendiente arenosa con todo el pesado equipo.
Para cuando la teniente se había dado cuenta, su subordinado no estaba a la vista. Se encontraba plácidamente oculto por una cavidad dentro del abrigo rocoso. Una guarida modelada por la erosión caprichosa de agentes geológicos aún no bien conocidos por la ciencia. Un cubil pequeño y oscuro con formas reconocibles que asemejaban columnas calizas de las cuevas terrestres. A Simeón le pareció un santuario sostenido por aquellas rocas alargadas, como una catedral levantada por antiguos pobladores desparecidos para siempre.
- ¡Navegante de reconocimiento Simeón, informe de su posición!
La voz de la teniente resonaba en el intercomunicador como el trueno. Siempre se oía todo. Estaban permanentemente abiertos, eran las ordenanzas. Pero un tripulante experimentado sabía algunos trucos. Podía apagarlo manipulando ligeramente el panel frontal. Al fin y al cabo un marinero viejo sabe hacer buen uso de algunas prerrogativas. Ya no se oía a la teniente. Podía descansar en paz. El sueño le invadió suave y sigilosamente. Esta vez sin pastillas.
Algo lejano le despertó lentamente. Era como el aullido distante de un animal blando y viscoso. Abrió súbitamente los ojos. De golpe tomó conciencia de todo, como un relámpago de clarividencia. Se había quedado dormido en un planeta maldito. Solo y aislado. Y aquello que rugía afuera era la tormenta predicha ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Cómo era posible? Si te pierdes y no te encuentran, tus huesos blanquearán la maldita arena roja.
Salió fuera del refugio. Era peor de lo que había imaginado. Un huracán violento le zarandeó como un muñeco. Tenía que pensar rápido. Conectar la señal de socorro y esperar que la detectaran. El animal de cuerpo blando lanzó uno de sus tentáculos sobre el cosmonauta. Giraba por la ladera. La arena chirriaba en la escafandra, el ruido se le hacía más mortal e insoportable que toda la soledad que había acumulado en años de aislamiento. Solo esperaba el final. Que ese molusco de viento y tempestad lo estrellara contra algún cuerpo sólido y todo acabaría finalmente. Se dejó ir.
Desde un lugar lejano de su conciencia sintió estar boca abajo. El dolor y las magulladuras le abrazaron con dulce ternura. Estaba vivo. Silencio. Oía su respiración angosta dentro del entorno vital. Silencio.
- No he muerto – se dijo
- ¡No he muerto!- repitió
Se incorporó lentamente. Muy despacio. Ahora todo estaba oscuro. El cielo entero ribeteado de diminutas estrellas. Brillantes, melancólicas, como dándole guiños. Se sintió seguro. Extrañamente reconfortado y acogido por aquel cielo titilante. Vio justo encima las hermosas e iridiscentes formas de la nebulosa de Lira. Estaba en el lugar más bello de todos los lugares posibles y protegido por miríadas de ángeles.
Giró lentamente, e imaginó dónde debería estar la nave de rescate. Caminó en calma, con la entereza de un gigante tranquilo.
Había un ligero destello en su mirada.