Un monje contempla la aurora de un futuro fantástico.
Aquel en el que la tierra se ahoga, pero resplandece
con el último aliento de a los que les quedan cien años de vida.
Siente el viento fresco de una mañana nueva y antigua,
el soplo cristalino de un arroyo, aún sin flujo estático.
Siente el rumor de los tallos que crecen,
de la selva perdida y la floración enajenada y agreste
que repuebla las cáscaras de las ciudades metálicas.
Enfrente, un cíborg se emociona en su primer amanecer en Marte.
Rojas las dunas y naranja el tono de la tierra,
como la túnica del yogui que reza de forma consciente.
Sus engranajes giran, congestionándose tímidamente,
sus receptores se agrandan, se hinchan, dejando fluir aceite.
La calma invade sus regurgitaciones mecánicas, sus falsos pulmones.
Erguido, y a la vez empañado y seducido, en medio del caos
y de la estampida del hombre al cielo, del polvo de lava y cráteres abiertos.
Una calma neutra, insondable, cósmica, sideral.
Ellos en mí y yo en el todo.
Amando el universo, las estrellas, en donde el cíborg está.
En donde todos nos hallamos, incluso las volutas de los que se fueron,
que rondan y se compactan, haciendo círculos, asteroides...
Planetas nuevos donde resurge la vida y sus engendros articulados.