A M... que me dio las manos.
Te prometo el silencio, dijo la Bestia
como quien ha olvidado echar los remos contra el agua.
Encima de nosotros, las estrellas
guardaban sus mordidas de niebla;
en mi mano la Rosa
abría un agujero
para recordarnos a ambos que los sueños
pertenecen a las grietas de los sueños,
que la vida suele escurrirse a cucharadas
por no saber amar bajo los domos
que protegieron lo aparentemente obvio del pasado.
También entonces juramos prometernos otras cosas
que parecían imposibles,
solo por el placer de ignorar las quimeras de la jaula
que él había tejido para salvarme
en el último campo de rosas de la Tierra.
Me decía bella, y era su mentira.
Ambos sabíamos que no.
Tan Bestia yo como él.
Las radiaciones en mi carne
eran un preludio más de esa otra muerte
que no llega entre aullidos.
Me había prometido la palabra,
la última torre que nos protegería
del pistilo de las mutaciones al avanzar sobre nosotros,
y a un hijo que criaríamos desnudos
como los primeros hombres del planeta;
pero ese hijo se me hizo sal en las entrañas
y no supe llorarlo.
Había prometido tantas cosas que creí:
sabía mentir con inocencia
y al final quizás la culpa era un agujero negro
donde íbamos a estrellarnos día a día,
sin saber cómo ni cuándo.
Quizás sí sea este el lugar exacto que nos corresponde
cuando todo lo demás acaba
como un árbol escaldado en sus raíces.
Al menos han quedado las promesas
y esta ingenuidad mía que no ha sabido morir,
temblorosa como un pez de lluvia.
Te prometo el silencio, dijo mi Bestia
mientras caminamos, siempre juntos,
hacia el largo exilio de la vida.