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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Qualiorama

Había algo grotesco en los ojos de aquel libro. Le miraban desde el otro lado del banco, cercados por un centenar de diminutas líneas negras en cuyas irregularidades se adivinaban las letras que las conformaban. Alguien los había dibujado, pestañas incluidas, con un rotulador indeleble.

Era la página de un periódico. Cortada, doblada y pegada a las tapas para evitar que otros supiesen lo que estaba leyendo.

Los ojos de Felipe saltaron a las manos de su dueño, y de ahí a las mangas, a la chaqueta azul, al mentón cuadrado y perfectamente afeitado de su cara. Todo en él le identificaba como un Hombre de Oficina. Anodino. Meticuloso. Sin aspiraciones artísticas. Así pues, ¿Quién había hecho el dibujo? ¿Su hijo? ¿Su mujer? ¿Su amante?...

Le delató el traqueteo de las vías. Al levantar la vista del libro y darse de bruces con la mirada de Felipe, el oficinista hizo una mueca y se alejó a toda prisa.

El cofundador de Qualiorama intentó pedirle disculpas, pero el ruido del vagón al ir frenando conforme se acercaba a ellos hizo que ni él mismo pudiese oír lo que decía. Entonces se subió al tranvía, buscó un asiento que estuviese próximo a la compuerta y comprobó la hora.

A su alrededor, otros dos hombres leían libros envueltos en papel.

Esta vez, sin dibujos a la vista.

 

***

 

El Ministro de Comunicaciones y Letras, conocido por todos como El Editor gracias a los esfuerzos de la prensa, dejó caer el ejemplar sobre la mesa e inconscientemente se restregó las palmas de las manos contra el pantalón.

-Aquí está el problema -escupió entre dientes-. Esta cosa va a acabar con todos nosotros.

Felipe recogió el librito, tan fino que a duras penas podría considerarse una novela. Se sorprendió al ver que, en la portada, un dedo metálico disparaba un rayo naranja contra la Tierra.

Sobre la ilustración estaba el título de la obra: "El Robot Psíquico del Doctor Espacio".

-¿Qué te parece? -preguntó El Editor, expectante.

-No soy muy dado a esta clase de lecturas... Ciencia ficción, digo -Al ver que sus palabras no le satisfacían, añadió-: Soy más de novela negra, ¿Sabe? Detectives y esas cosas.

-¡Y a mí qué me importa! -gritó-. ¿Pero qué más? ¿De verdad no ves nada raro?

-El Sello parece bueno.

Felipe señaló el círculo dorado de la contraportada donde una V negra y blanca, los colores del ministerio, refulgía bajo la luz de la lámpara. Era la V de Válido. La V de Verificado para su consumo.

El ministro lanzó un bufido.

-Ábrelo al azar y lee en voz alta.

Sin hacer preguntas, eligió una de las páginas centrales.

-"Su brazo grande y fuerte se cerró en torno a la cintura de la joven al tiempo que apuntaba con su Propulsor de Rayos a la cabeza del Robot. 'Cariño', dijo entonces, 'por cada arañazo de tu cuerpo te juro que le haré un boquete del tamaño de mi puño'. Entonces la soltó y abrió fuego".

Las últimas palabras no fueron más que ininteligibles murmullos en la boca de Felipe. La impresión le impedía continuar.

-Pero... Pero... ¡Es horrible! -farfulló.

El Editor recibió sus palabras con un gesto de triunfo.

-¡Se lo dije! Y horrible se queda corto: Es una abominación.

-¿Es de verdad?

-Totalmente. Sale mañana, así que si quiere un ejemplar solo tiene que ir a su librería más cercana.

Felipe seguía pasando las páginas, leyendo al vuelo algunas frases sueltas, incapaz de creer lo que veían sus ojos.

-Alguien se ha saltado el procedimiento -afirmó-. Qualiorama...

-Ya lo he investigado. Todos los canales oficiales cubiertos. No ha sido intencionado ni tampoco producto de la incompetencia humana -El Editor sonrió con amargura-. Su bebé ha dado el visto bueno ayer por la mañana.

-Supongo -respondió Felipe no muy convencido- que los caminos de Qualiorama son inescrutables. 

-¡Eso no se lo cree ni usted! -saltó el ministro-. ¿Descartar "Aquí yace el Wub" y aprobar "El Robot nosequé del Doctor Espanto"? ¡Vamos, hombre!

-¿Entonces qué sugiere? ¿Que somos nosotros los que no sabemos apreciar la belleza intrínseca de esta obra?

El tono irónico del Doctor hizo que el ministro se levantase de un salto de su silla.

-Se cree muy listo, ¿Verdad? ¡Venga conmigo y se lo mostraré!

 

En cuanto bajaron al sótano y se vio una vez más ante la doble puerta de la máquina, Felipe no pudo evitar sentir un hormigueo en el estómago. El soldado encargado de la vigilancia se puso en pie e hizo una reverencia que el ministro ignoró por completo.

-¿Cuánto tiempo desde la última vez? -preguntó El Editor mientras pasaba la tarjeta de acceso por la ranura.

-Cinco años.

-¡Vaya! Pues entonces salude.

Y dicho esto ambos accedieron a la primera de las tres cámaras que formaban el corazón de Qualiorama. Una docena de chasquidos les dieron la bienvenida. Los paneles del techo se iluminaron.

-Idéntica a la que usted y el Doctor Estrada diseñaron en Cuvier -anunció El Editor.

La disposición de los relés y tableros era tal que solo podían moverse por las plataformas construidas a tal efecto. Anduvieron hasta la pared del fondo, donde se alineaban varios abrigos sintéticos de color blanco, y nada más ponérselos las punzadas causadas por el frío remitieron.

-¿Cuál es esta? -preguntó Felipe.

-Poesía. Nosotros queríamos Ensayo en primer lugar, pero eso hubiera significado modificar los planos originales...

-Al Doctor Estrada le encanta la poesía -explicó Felipe. Acababa de meter la cabeza entre dos rodillos y se deleitaba viendo cómo vibraban las fibras a su alrededor.

-El problema no es generalizado. Hemos hecho los mismos experimentos en las tres salas y solo Novela se ha mostrado ineficaz.

-Entiendo.

Sin necesidad de dirigirle, el Doctor pasó de un módulo a otro a través de una de las portezuelas laterales. El ministro llegó algo después: La lividez de sus manos indicaba que había hecho todo el trayecto sujeto a la baranda. Tenía vértigo.

A diferencia de Poesía, en Novela los apliques despedían luz azul. Felipe se volvió hacia su acompañante con las cejas arqueadas.

-Es por los periodistas -respondió el ministro-. Hoy en día la opinión pública parece estar formada por niños: ¡Se vuelven locos con los colores!

-Pues vaya -Se detuvo en mitad de la sala y miró a su alrededor antes de continuar-: Le agradezco el reencuentro pero, ¿Me puede decir ya qué es lo que quería enseñarme?

-Está justo aquí.

El Editor le tomó la delantera y cruzó hasta una pasarela en la que habían instalado una mesa y dos sillas. Detrás estaba la terminal que servía de contacto con la máquina. A petición suya, Felipe la encendió y accedió al procesador de textos.

-Escriba lo que quiera -le instó El Editor.

-¿Cualquier cosa?

-Que sea pésima.

Felipe se lo pensó un instante y a continuación tecleó algo en la pantalla.

-¿Es lo suficientemente pésimo?

El ministro echó un vistazo y asintió. La pantalla se puso en blanco. Ambos sintieron un aumento de las vibraciones bajo sus pies.

-¡Listo! Evaluación completada.

Ambos se inclinaron sobre la terminal.

-Increíble -Felipe pegó el dedo al cristal, boquiabierto-. ¡Ha pasado la prueba!

-Y así con medio centenar de textos, los más horribles que puedas imaginarte. Pero ese no es el único problema.

-¿Hay más?

-Ve a la base de datos y carga en su sistema un libro ya aprobado.

Felipe repitió el proceso y esperó la respuesta de Qualiorama. Un cartel emergió ante ellos: Suspenso. Requerida su prohibición inmediata.

El ministro lanzó una mirada de reproche al Doctor cuando este soltó una carcajada nerviosa.

-¿No se da cuenta de la gravedad de la situación? Si la dejamos actuar, solo saldrán al mercado cosas como las que le he enseñado antes. Sufriríamos una debacle cultural.

-Hay que desconectarla de inmediato -Anunció, repentinamente serio, el Doctor-. Empezaré revisando los sistemas de flujo de datos y después...

-Tiene dos días -le cortó. Aquello fue como un jarro de agua fría en la cabeza del científico.

-¡Dos días! ¡¿Pero cómo que dos días?!

El ministro, a pesar de tener fama de hombre estricto, no pudo evitar sentir vergüenza ante la mirada fulminante de Felipe.

-Lo siento.

-¡Pero es imposible! Tardaré semanas solo en localizar la causa.

El Editor meneó la cabeza. Miró a su alrededor antes de hablar para asegurarse de que seguían solos.

-En dos días renovamos por diez años más el contrato con Qualiorama.

-Pues retrásenlo -respondió Felipe.

-Eso no es posible. Imagínese, ¿Después de tan solo dos años de prueba? ¿Y con toda la publicidad que ha dado el gobierno al proyecto? ¡Seríamos el hazmerreír del mundo entero!

El Doctor se encogió de hombros.

-No importa, porque lo que me pide es una locura. Bucear en su código es como llegar a Marte, ¿Sabe? Requiere su tiempo.

-Quizá no sea tan sutil como un fallo de programación -sugirió el ministro, desesperado por despertar en los ojos del Doctor otro sentimiento distinto al de la resignación y el enfado-. Un fallo a dos días de la votación es demasiada casualidad. Mis hombres están investigando varias posibilidades, sabotaje incluido.

-¿La oposición? -preguntó Felipe.

-¡Quién sabe! Competidores comerciales, luditas, terroristas, libertarios... ¡La lista es increíblemente larga!

Felipe se recostó en la silla. Al tener ruedas, esta se desplazó hacia atrás, lo que le permitió mirar por encima de las torres de datos, hacia los millones de microplacas que cubrían las paredes.

-No le prometo nada.

Una sonrisa afloró a los labios del ministro.

-Tiene todos nuestros recursos a su disposición... ¡Pídame cualquier cosa que necesite!

El Doctor fingió pensárselo.

-Entonces -respondió mientras giraba la silla para poder encararse con su interlocutor-, ¿Eso significa que esta vez el gobierno me pagará las horas extra?

 

***

 

Desde la ventana podía verse el antiguo cauce del río donde infinidad de malas hierbas poblaban su cieno. Le flanqueaban unos cuantos chopos raquíticos, de apariencia enfermiza, que día tras día eran azotados sin piedad por el viento. Podían verse las hojas cayendo una a una sobre los bancos, cubriendo la tierra del sendero, pudriéndose al Sol.

Rodeadas por un erial de grietas negras y raíces convertidas en polvo.

Felipe dio un sorbo a la taza antes de colocarla junto a las otras en el alféizar. El café estaba ya frío, pero no se dio cuenta. Su mente seguía allí abajo, en el sótano, bañada por el azul de los focos, y tan solo parecía volver cuando los ojos se le cerraban y se golpeaba con la frente en el cristal: Entonces volvía en sí, daba una vuelta por el área de descanso, miraba por la ventana y se repetía una y mil veces su mantra personal.

"No te duermas. No te duermas. No te duermas".

Tan efectivo como la cafeína, y mucho más barato.

Antes de darse cuenta llegó la tarde y con ella las hordas de hombres y mujeres que cada día tenían que caminar a la sombra del ministerio para volver a casa. La mayoría eran obreros (las manchas en la cara y las manos les delataban), pero también había algunos oficinistas y funcionarios entre sus filas. Todos sin excepción provenían de las Plantas de Procesado desde donde más de un centenar de chimeneas todavía escupían densas columnas de humo al cielo.

No pasó mucho tiempo antes de que uno de ellos llamara de inmediato su atención. En concreto, no pudo dejar de fijarse en lo que llevaba entre las manos.

Un libro.

Y lo feo de su encuadernación no dejaba lugar a dudas: Tenía la tapa cubierta con papel de periódico. De forma ilógica, el hecho de que cada vez hubiese más libros así forrados le perturbaba. No podía evitarlo. Hacía un mes no se podía ver ni uno, y ahora se contaban por docenas... ¿Pero qué se le escapaba? ¿Qué era lo que hacía a tanta gente en un periodo tan corto de tiempo adoptar la misma costumbre?

Sin avisar a nadie salió a la calle, justo a tiempo para ver cómo aquel hombre dejaba el descampado a sus espaldas y se dirigía completamente solo hacia los edificios grises del fondo. Mientras le seguía intentaba pensar en una estrategia, algo para intimidarle, pero al ver que ya sacaba las llaves y se acercaba a uno de los portales primó su instinto y de golpe le gritó que se detuviese.

-¡¿Y quién demonios eres tú?! -preguntó él dándose la vuelta. Con sus músculos en tensión y el sudor corriéndole por el cuello parecía estar a punto de abalanzarse sobre su perseguidor.

-Necesito confiscar ese libro.

El hombre abrió mucho los ojos. Dejó que el macuto resbalase desde su hombro hasta el suelo y avanzó hacia él.

-¡Ni en broma! ¿Es que acaba de salir de un manicomio o qué?

Felipe rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar lo que buscaba. Al ver el pase oficial del ministerio, una sombra de miedo cruzó por delante de sus ojos.

-Soy ayudante especial del Ministro de Comunicaciones y Letras y le exijo que me dé el libro -Nunca había amenazado a nadie, por lo que dudó antes de continuar-: Sé dónde vive. Si no colabora, el próximo que se lo pida será un agente de policía.

La respuesta fue inmediata. Siempre lo era cuando se mencionaba a la policía.

-Si se lo doy, ¿Me dejará marchar?

Felipe asintió.

El obrero no dijo nada más. Se limitó a dejar el libro en el suelo y acto seguido entró a toda prisa en el edificio.

El Doctor, sin creerse todavía que su plan hubiese funcionado, cogió el tomo y se ocultó en una de las sombras que empezaba a traer consigo la noche.

Lo abrió y leyó el título.

"El planeta de los fantasmas". No le sonaba de nada.

Tiró del celo que unía el papel a la tapa y de golpe este cayó al suelo. Tras él, la portada mostraba un fantasma clásico, de sábana blanca y contornos difuminados, erguido en mitad de un desierto. Sin el nombre del autor por ninguna parte.

Tampoco tenía Sello. En su lugar habían puesto una estampa de color rojo con las palabras "Ocultar a la vista de los demás" escritas debajo y, en el centro mismo, la letra lambda mayúscula.

Buscó cualquier dirección, nombre o número de contacto, pero no había nada. Después empezó a leer el comienzo y, antes de llegar al final de la primera frase, se dio cuenta de que, exceptuando estos dos últimos días, nunca hubiera pasado el filtro de Qualiorama.

Lo más probable era que ni lo hubiese intentado.

Ya de camino al ministerio una idea le vino a la mente. Dio la vuelta al libro y volvió a mirar el sello. Ahogó una exclamación: ¡Lo tenía!

 

***

 

La pantalla que había instalada en los asientos de atrás se iluminó y la cara del taxista apareció ante los ojos de Felipe.

-Señor, no sé cómo lo ha hecho, pero le llaman desde mi línea.

-¿Quién? -preguntó Felipe, incorporándose.

-Ni idea, pero parecen cabreados -el taxista frunció el ceño-. ¿Se los paso?

-Sí, claro -respondió sin mucha convicción.

-Como quiera, pero esto se lo voy a cobrar luego.

La pantalla vibró y se cubrió de estática. Para cuando hubo vuelto la señal, el taxista había sido sustituido por los ojos del ministro. De fondo podía verse la cabecera de una cama.

-¡Pero dónde estás! -gritó.

-Verá, yo...

-¡Vuelva ahora mismo o le acuso de traición!

-No -Se limitó a decir Felipe.

-¡¿Cómo que no?!

El coche cogió un bache y el Doctor saltó en su sitio. Por la ventanilla las abigarradas torres del Centro dieron paso al bosque y a los campos de cultivo.

-Creo que he encontrado al culpable.

La enorme boca de El Editor se cerró de tal forma que Felipe pudo escuchar a través de los altavoces el entrechocar de sus dientes.

-¡Es una broma!... ¿Pero quién es?

-Eso no tiene importancia. Lo que necesito ahora es algo de tiempo, y cuando le llame su problema se habrá resuelto.

-¿Cuánto tiempo? -Podía ver claramente el debate interno del ministro entre seguir gritándole o, por el contrario, bajar la voz para que nadie les escuchase.

-Una hora. Hora y media como mucho.

-La votación es a primera hora de la mañana.

Felipe asintió, comprensivo.

-No se preocupe. Le llamaré.

Y antes de tener que dar más explicaciones apagó el televisor. Bajó unos centímetros la ventanilla. Hacía frío. Olía a excrementos.

A lo lejos, iluminando las tinieblas como un grupo de luciérnagas en formación de ataque, las ventanas de una casa emergieron de la nada y poco a poco fueron acercándose.

 

***

 

Un coro de grillos le dio la bienvenida nada más abrir la puerta del taxi. Los focos de la entrada iluminaban con luz tenue el sendero de grava.

Llamó y el intercomunicador respondió con un zumbido.

-¿Sí?

-Daniel, soy yo.

No hubo respuesta. En lugar de eso las cortinas del piso de arriba se agitaron y la cara del Doctor Estrada apareció tras el cristal. No sonreía.

Al abrirle la puerta, ambos dudaron antes de estrecharse la mano. Seguía igual que siempre, un anciano pequeño, gris, de nariz roma y cubierto de lunares. Tan vivo por dentro como débil y agrietado por fuera.

Daniel fingió alegrarse y le dio unas palmadas en la espalda.

-¡Pero pasa, hombre! -exclamó-. ¡Pasa que hay lobos por esta zona!

Felipe entró al salón, una sala diáfana con las paredes de cristal y apenas tres o cuatro muebles diseminados por su superficie. Una balaustrada próxima al techo dejaba entrever las puertas del piso de arriba.

-Siempre me ha encantado esta casa -reconoció Felipe.

-Un sitio perfecto para pensar... ¿Vino? ¿Jerez?

-Cerveza

Estrada salió un momento y volvió con un par de cervezas en la mano. Le tendió una y se sentó a su lado en el sofá.

-Cinco años desde la última vez -suspiró el anciano.

-No acabamos muy bien, ¿Verdad?

Estrada meneó la cabeza. Seguía sonriendo, pero su mirada se había endurecido.

-¿Y a qué debo este honor? -preguntó-. ¿Vienes a recordar viejos tiempos o qué?

Se escuchó un chapoteo. Felipe dirigió su atención hacia la espuma encerrada tras la botella: Le temblaban las manos.

-¿No echas de menos Qualiorama? -preguntó en voz baja.

-Ya sabes qué... -empezó a protestar Estrada.

-Lo sé, lo sé. Pero no me digas que en el fondo no te sientes orgulloso. Mañana hacemos historia.

-Creí que ya la habíamos hecho.

Felipe se bebió la mitad de la cerveza antes de atreverse a levantar la vista hacia el otro gran fundador del proyecto.

-Ayer he estado trabajando en el modelo final.

-¿Has estado en el ministerio?

-Se han producido algunos problemas con los algoritmos base de calidad -explicó.

-¡Ja! -el Doctor Estrada alzó la botella-. ¡Brindo por eso!

Felipe no hizo un solo movimiento.

-Bueno -continuó el anciano-, así que es por eso. Necesitas mi ayuda... Después de mi declaración ante la prensa deberías saber que por nada en el mundo movería un dedo por ese engendro -Hizo una pausa-. No os lo han pervertido, amigo mío.

-¿El qué han pervertido?

-Nuestro mensaje. Lo que buscábamos. ¿Es que no lo ves?

Felipe cogió aire y lo soltó lentamente por la boca. Estaba cansado de discutir lo mismo, una y otra vez, a sabiendas de que ninguno de los dos iba a ceder un ápice en su postura, y así se lo dijo.

-Como quieras -musitó Estrada, y desvió la mirada hacia otro lado.

Felipe aprovechó el silencio que se hizo después para sacarse el libro del bolsillo y dejarlo con suavidad sobre el cristal de la mesa.

-Vengo por esto -Se limitó a decir cuando el anciano se puso las gafas que le colgaban del cuello y se inclinó sobre la portada.

-Ya veo.

Parecía sereno.

-El Sello de la contraportada. Lo diseñaste tú, ¿No es cierto? -Estrada no respondió-. Al verlo recordé lo que decías siempre en el laboratorio, ¿Te acuerdas? Te entusiasmaste con ese documental sobre el satanismo y decidiste que los informes divergentes había que ponerlos del revés, al igual que los diseños que presentaban algún problema de implementación -Una sonrisa inconsciente afloró a sus labios-. Una vez llegué y estabas bocabajo en el sofá, como los murciélagos, gritando que todas tus ideas estaban contaminadas y debías marcarte como científico defectuoso.

Estrada chasqueó la lengua.

-¿Y eso que tiene que ver?

-El Sello es la letra lambda. En sí no tiene sentido, pero si le das la vuelta... ¿Qué tenemos? ¡Una V, V de Válido! ¿Qué mejor broma que esa para tu floreciente editorial ilegal? Y teniendo en cuenta que tú eres, con diferencia, el mayor detractor de Qualiorama, todo encaja a la perfección...

Estrada se puso en pie con tal brusquedad que casi tiró la mesa y el libro con él.

-¿Pero de qué me hablas? ¡¿El qué encaja?!

-El sabotaje. A partir de mañana ningún escritor que se precie de serlo podría pasar los controles de calidad y las editoriales oficiales no tardarán en caer. ¡Entonces proliferará el mercado negro, gente como tú, publicando lo que sea y a quien sea!

-¡Y la Literatura será libre una vez más! -aulló Daniel de improviso. Los ojos muy abiertos y la boca desencajada de la excitación.

-Entonces no lo niegas.

-Estaría insultando tu inteligencia si lo hiciera, ¿No? -preguntó el Doctor Estrada con una sonrisa. Se encogió de hombros-. Pero voy a tener que desilusionarte: Estás equivocado. La editorial es mía, eso te lo concedo, pero... ese problema del que me hablas en Qualiorama... para mí solo ha sido un golpe de suerte.

-Mientes.

-Ojalá hubiera sido yo, de verdad -Le enseñó los dientes-. Sea quien sea el que buscáis, ¡Le aplaudo!

Felipe iba a contestar, pero cambió de idea y a grandes zancadas se dirigió a la puerta de entrada. Salió al porche y escuchó los pasos de Estrada detrás.

-Para cuando venga la policía, yo ya me habré ido -le advirtió.

Sin volverse, Felipe recorrió la distancia que le separaba del taxi. Se subió a él y activó la pantalla del conductor.

-Arranca y ponme con el ministerio -le ordenó.

El coche cobró vida. La casa quedó atrás. El anciano doctor, de pie en su jardín, le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Después subió a su dormitorio y sacó la maleta del armario.

Estaba amaneciendo.

 

***

 

A las diez de la mañana, la nueva Ley de Protección de la Calidad Artística y Cultural fue aprobada y El Editor compareció ante las cámaras para dar una rueda de prensa.

Felipe, a horcajadas sobre uno de los terminales que acababa de destripar, fue el único funcionario del ministerio que no subió a verlo.

Tenía que encontrar el fallo.

Debía hacerlo.

Puede que tardara meses, o años, pero finalmente vencería...

¡Vencería!

 

EPÍLOGO

 

A Ramón le encantaban las historias del espacio. Los marcianos. Los viajes en el tiempo. Las guerras nucleares entre potencias intergalácticas. Pero lo que más le interesaba, lo que de verdad lograba quitarle el sueño, eran los relatos de robots. Aquellos en los que se hablaba de su funcionamiento interno, de los pros y los contras de la Inteligencia Artificial.

Eran su pasión.

Algo parecido le sucedía en la vida real. De pequeño su padre, consciente del talento de su hijo, le regaló una tostadora estropeada y este, en lugar de repararla, la modificó con piezas del taller para que enfriase en lugar de calentar. Entonces había visto la mirada de satisfacción de su padre y se había prometido a sí mismo que eso sería lo que iba a hacer el resto de su existencia.

Aquello había sido antes de que el ejército sacase su nombre en un estúpido concurso para formar parte del ejército regular. Desde entonces su frustración solo se había visto liberada una vez, cuando un pequeño error del sistema le permitió acceder a la primera de las tres cámaras que vigilaba. El zumbido, la vibración, la estática de los puntos Omega: Todos ellos le susurraban, le llamaban. Con voz sensual le exigían que les hiciese cosas con las manos.

Y él las hacía porque era el mejor. El más sutil.

Solo pudo estar dentro de ella veinte minutos, pero fue suficiente para hacerla suya. Suya por siempre.

Había logrado domar a Qualiorama.

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