El Sol de los hombres, menguante,
Había puesto sus miras
En conocidas y antiguas estrellas.
Reinos sin reclamar que eran
Por derecho y en riqueza,
Herméticos y abundantes
Como piedras.
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Callaron no solo los pájaros
Viendo la inmolación de toda una estirpe,
Preñada y colmada
De bendiciones y porvenir.
Una brisa que era, que parecía al menos,
Envidiable.
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Invierno se lleva con él
A todas nuestras flores.
Hacia las grutas de sus palacios,
Esos que son consagrados
A la primavera de los meses de mayo,
A su primitiva legitimidad.
Pero eran angostos sus pórticos,
Y sus escalinatas enrejadas
Estaban colmadas de remates,
Y filigranas
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Emprendieron aquel viaje por segunda vez
A tan célebre santuario de piedra de crisolita,
En donde contemplaban la belleza,
Los reyes dueños de las estrellas.
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Inducidos por el ámbar, el opio y el ébano,
Perpetraron desembarcos, raptos y secuestros.
Y una vez diseminados sobre sus descendientes,
Cubrieron más tarde de lúpulo y azabache
Sus sepulturas y estelas
De difuntos.
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Eran oriundos de un Dios
Que en su sobriedad y veracidad,
Se había excedido con ellos.
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Sus tesoros, asombrosos y brillantes
A la deriva y fragmentados,
Terminaron por transformarse
En el litoral de las costas,
Alcanzando a muchos astros.
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Navegantes conscientes
De sacrificios desfavorables.
Sus restos fueron depositados
Para descansar junto a los metales.
Sobre los que a partir de esos días,
Triste, el cielo precipitó
Valiosos diluvios que besaron
Al último de los hombres
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