Bendita tecnología que, tras tantos años entre tinieblas e imágenes borrosas, me permitió por primera vez ver con claridad las calles, los árboles, las flores, las tiendas, la gente, el sol y la luna de mi ciudad.
Recuerdo lejanamente que, de niña, veía bien todo lo que me rodeaba. Recuerdo las casas, las montañas, las nubes, el cielo azul. Por aquel entonces vivía en mi pueblo natal.
Dejé de ver bien más o menos cuando me casé. Apenas unos meses después de casarme, Jamal y yo nos mudamos a esta gran ciudad que desconocía. Ésta siempre me ofreció una imagen difuminada y oscura, entrelazada e ininteligible. Jamás pude ver lo bonita y lo viva que está. Sólo pude oír su bullicio, sólo pude oler los aromas del mercado. Pero ayer la bendita tecnología me devolvió la vista.
Unas gafas especiales me muestran constantemente, justo delante de mis ojos, la belleza del mundo que me rodea. Sobre las dos pantallas que en verdad son sus aparentes lentes, proyectan la imagen de lo que ven dos cámaras que llevo puestas por fuera de mis ropajes, justo delante de mis ojos cegados. Las gafas y la cámara están conectadas de forma inalámbrica, así que el sistema completo es muy cómodo. Veo todo muy nítido, es maravilloso.
Yo, que pensaba que estaría por siempre condenada a ver nítidamente sólo el interior de mi casa, que creía que seguiría viendo con claridad sólo cuando me quitase, en la privacidad de mi hogar, este burka que ciega mi visión fuera de ella, he recibido este maravilloso regalo de cumpleaños de mi amado Jamal.
Bendita sea esta tecnología que me ha traído la libertad.