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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 2 de noviembre de 2024

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Parusía

Me han encargado que escriba la historia de cómo Gordon W. Illustratti compró al señor Argile Lien, y lo que ocurrió después de eso. No es tan sencillo como suena, de hecho, el señor Illustratti negociaba múltiples proyectos basados en gente como nuestro protagonista. Aunque, en realidad, no fue él quien lo hizo sino la empresa para la que trabajaba. Pero estoy adelantando acontecimientos, y dado que el viaje es largo, les voy a relatar todo desde el principio y tal como los mismos involucrados me lo contaron, y como yo en persona presencié.

La mañana en que se podría ubicar el principio de todo, el señor Argile salía del vagón en la parada de metro en la que bajaba a diario en dirección a su trabajo en una imprenta de las afueras. Arrastrado por las hordas impacientes, vislumbró más que vio una figura de pie en uno de los bancos metálicos del andén. Fue la mancha de roja sangre lo que primero le saltó a los ojos, luego sus oídos fueron asaltados por una arenga que sonaba más o menos así:

 

¡La historia nos reclama para la confrontación definitiva!

¡Exhortemos a los soldados obreros, a los oprimidos!

¡En nosotros descansa la verdadera soberanía!

¡Guiemos nuestros pasos hacia el socialismo!

 

Al ser un discurso oído de viva voz ─o más bien a grito pelado─, tanto la cursiva como la distribución en versos es mía. Pero tal y como me ha sido explicado, debía sonar más a declamación que a discurso real. Desde las escaleras mecánicas, a empujones siempre por el agusanado y masivo fluir humano, el señor Argile apenas acertó a asomarse por la barandilla y otear la figura de una persona vestida con mono de trabajo, morena de piel y cabello y apresada de brazos y piernas por tres guardias de seguridad. Un destello bermellón manaba de su frente abollada como un géiser, encharcando ropas, ensuciando suelos e irritando guardias.

El señor Argile jamás había experimentado la más mínima simpatía por los agitadores sociales ni por las causas que representaban. Se consideraba un ciudadano apolítico y ateo, demasiado cínico para creer en soluciones sociales verdaderas. Sin embargo, aquella vez una luz se encendió dentro de él. Esa noche fue incapaz de dormir. La cama quedó hecha, el pijama doblado bajo la almohada y él tomando una taza de café detrás de otra hasta que de tanto dar vueltas por su pequeño piso de soltero, tuvo ganas de gritar. "Es muy poco conveniente", imagino que pensó, "con todo lo que tengo que trabajar mañana".

Finalmente concilió el sueño, su cabeza girando en torno a Marx y Engels, a la revolución del Che y a los derechos de los trabajadores. Durmió poco y se despertó más cansado que el día anterior.

Una noche, en una cita con una chica que había conocido por internet, su acompañante se presentó con una camiseta con el símbolo de un famoso sindicato y su mente emitió un ruidito misterioso que lo paralizó en la cola del cine. Respondió al resto de estímulos del día sin mucho énfasis. Prestó poca atención a la película. Descubrió su misión verdadera, su propósito último: el combate social contra los totalitarismos. De pronto parecía una decisión totalmente lógica. Aunque fuera desde un punto de vista individual, siempre había abominado de las injusticias; cuando castigaban a un niño sin motivo en la escuela, cuando en un examen recibía una calificación incorrecta o cuando veía a un indigente pedir en la calle. 

Voluntarioso, el señor Argile investigó cuál era el mejor posible sindicato al que afiliarse. Se documentó sobre todos los habidos, halló sus luces y sombras, sus verdades y posibles mentiras y revisó el papel de cada uno en la historia del país. Tras mucho pensarlo, se decidió por uno de ellos, lo bastante grande e influyente como para que sus decisiones tuvieran peso en la política social, pero con un mínimo de rigor en sus convicciones. Se sintió bastante satisfecho con su elección y notó un cosquilleo de orgullo al recibir su carnet de socio, que guardó en la cartera entre sus tarjetas.

Se sucedieron en los siguientes días una serie de actos que llevaron su actividad reivindicativa a un clímax. De participar en manifestaciones y abonarse a los periódicos más revolucionarios y marginales pasó a entrar en mítines, a realizar cursos en el sindicato, a tomar parte en la vida sindical más básica, como ayudante en elecciones y otros procesos. La confianza que producía estar a su lado permitió que los responsables directos de la organización lo incluyeran en las listas electorales. Dejó el trabajo, reconociendo lo miserable que había sido su situación laboral y olfateando el aroma de un puesto más afín a sus principios en la rama pública.

Pese a tal escalada de poder, el señor Argile no olvidó sus raíces y continuó con lo que él llamaba "la lucha a pie de acera", encadenando diez manifestaciones en dos frenéticas semanas. Hasta que llegó la del cuatro de abril. En esa fecha los tres sindicatos más poderosos unieron fuerzas para demostrar su descontento al poder establecido. Resolvió que no podía perderse tal acontecimiento y acudió como siempre a la plaza más céntrica de la ciudad, desde la que partían casi todas, para lanzar consignas y enarbolar banderas. El fervor obrero caldeaba los ánimos de los asistentes junto a los primeros rayos del sol primaveral. Pero aunque la sensación solidaria templaba su pecho con un ardor que no mermaba, presentía que algo malo estaba a punto de ocurrir: había demasiadas personas en la plaza. Las calles no podrían contenerlas. Los medios de comunicación, y los propios recursos propagandísticos de los sindicatos habían bombardeado a la población con sus mensajes de llamada a la libertad y la exigencia de responsabilidades. Por toda respuesta, el gobierno había enviado un grupo de furgonetas de policía. 

Con desconfianza el señor Argile vio ocurrir el suceso a más velocidad de la que hubiera preferido. De las frases de protesta coreadas por la multitud se llegó a los empujones y codazos, y antes de que nadie lo previera una botella de vino volaba por los aires para aterrizar en el casco de uno de los antidisturbios. La carga comenzó sin saber muy bien el motivo detonante. Una lluvia de pelotas de goma le obligó a buscar cobijo bajo un portal, en cuyo vano se resguardó hasta que pasó toda la guardia ecuestre. Sentado en cuclillas vio dispersarse el gas lacrimógeno y distinguió al menos una docena de alaridos de manifestantes. Siempre recordaría el instante preciso en que se le grabó en la mente la imagen que le hizo desmayarse.

La respuesta armada parecía terminar, así que optó por incorporarse e investigar con cautela el balance del violento encontronazo. Tras un pandemonium de heridos en el suelo, estudiantes encarados a la autoridad y más de un periodista capturando la batalla, el señor Argile juraría siempre que vio al exaltado revolucionario de la estación de metro, el mismo con el que se cruzó aquel día, empapado en sangre lanzando las consignas políticas que despertaron la conciencia en su interior. Pero esta vez su cara era apenas una fina tela de carne, colgando de un único punto de su barbilla como un trapo y dejando a la vista una placa metálica en la que brillaban dos bombillas de bajo consumo.

Azuzado por la batahola de gritos y colores, un rapto de terror le atravesó la garganta. Trató de no perder a la histriónica figura, que seguía gritando sus mensajes con una mandíbula por cuya brillante superficie resbalaban la sangre y un líquido espeso que no logró identificar. A empujones quiso perseguirlo, pero la marea se empeñó en llevarlo por otro lado y terminó en una esquina de la calle, que danzaba para él a un ritmo frenético. Vomitó y perdió la consciencia.

Después de una serie de estadios de diversa profundidad y sueños confusos en los que no recordaba ni quién era, el señor Argile se sorprendió al despertarse tumbado en una cama de una habitación blanca y vacía. Un hospital, columbró alejando todavía la sombra de un mareo. Frente a él tomaba café en un vaso de plástico un caballero más bien bajo y de ojos aburridos, colocados en la cima de unas inmensas ojeras. Su incipiente calvicie arrasaba como un desierto la debilucha vegetación de su escasa pelambrera.

─Te debo una disculpa, setecientos uno.

─¿Cómo me ha llamado?

─Eso me recuerda que también te debo una explicación. Voy a por más café, no te vayas.

El señor bajito se presentó como Gordon W. Illustratti, dueño de las empresas de comunicación Compromise, Zenabril y Ubucom. También había invertido en cadenas de menaje, alimentación y otros pequeños negocios del sector servicios y de investigación y desarrollo. Illustratti no se anduvo con rodeos y extrajo de un cajón una carpeta azul con varios papeles, incluido un contrato.

─Estas son las facturas y contratos de una de mis empresas de investigación y desarrollo privado. Aquí figuras tú, setecientos uno, en la segunda remesa de androides del mes de septiembre. Puedes comprobarlo en tu tatuaje del tobillo, si quieres.

Destapó Argile las sábanas, con la intención de reírse del señor Illustratti. No había ningún tatuaje en su cuerpo. Su interlocutor señaló con una sonrisa entre divertida y orgullosa un pequeño lunar que siempre había tenido entre el tobillo y el empeine.

─¿Nunca lo has mirado con lupa? A veces se puede distinguir el número de serie. Pedí a unos ingenieros japoneses que lo diseñaran pequeñito, pequeñito. 

A tenor de los papeles, su vida había estado conducida por las corporaciones del extraño personaje. Su ingreso en una escuela determinada, la universidad y su trabajo en la imprenta. Todo formaba parte del vasto proyecto que Illustratti llamaba "La torre de Hermes", protegido por el respaldo corporativo asociado por una contrata al gobierno. Una granja genética para tiempos de baja natalidad. Sus padres nunca existieron. En realidad, el señor Argile nació a los veinte años, la edad más común para la mayoría de unidades.

─Cada modelo se orienta a una necesidad básica determinada en su creación. Muchos quedan a su libre albedrío como parte de una célula durmiente hasta llegar la necesidad. Entonces los despertamos en un acto que llamamos "madurar". El término se me ocurrió a mí.

Para el señor Argile, el destino fue la lucha social. Un poco de agitación mantiene entretenidos a los ciudadanos, que, simpaticen o no con los motivos de las manifestaciones, encarrilan sus amores y odios de manera más recreativa que involucrada.

─En tu caso no nos ha ido muy bien, debo admitir. Los llamamos "maduros" no sólo porque despierten a la realidad sino porque alcanzan un grado de estabilidad emocional suficiente como para no inmutarse por la noticia. Tú has reconocido demasiado pronto a otro de los maduros, lo cual suele suponer problemas. Un descubrimiento prematuro y traumático de la propia condición siempre sale mal. 

─¿Y qué sucede con los que no asumen esa condición?

Trató Illustratti de ocultar sus palabras tras una nube de tos, que calmó tapándose la boca con ambas manos.

─No son muchos, pero nos vemos obligados a la desconexión. Pero, ¿para qué pensar en eso? Céntrate mejor en tu brillante futuro; con una salud de hierro durante años, asistencia técnica por nuestra parte de por vida, un trabajo nuevo que ya te hemos asignado...

Arrastrando una banqueta hacia la cama, Illustratti buscó uno de los papeles y lo plantó en las manos del convaleciente. Le explicó que, en un intento de encauzar su trabajo a un territorio menos conflictivo, se le destinaría como operario en una fábrica de refrescos.

─¿Está usted loco? No pienso renunciar a mis creencias, mis sueños... mi vida entera, porque venga a decirme que soy una máquina que puede enchufar y desenchufar donde le plazca.

─¡Setecientos uno, cálmate o me veré obligado a reiniciarte! Tus sueños son los que la junta general decide que sean. Nos perteneces, ¿no lo ves? Ahora descansa y mañana te despertarás con tantas ganas de trabajar en la fábrica como las que tienes hoy de volver a las barricadas. Sé una buena máquina y no molestes más.

Aferrado a las sábanas, presa de incontenibles espasmos, el señor Argile conoció el insomnio por segunda vez en su vida. No sentía hambre ni cansancio: quizá en el fondo sí era un androide. Pensó en clavarse un objeto afilado en la muñeca y ver qué sucedía, pero no encontró ningún cubierto a su alcance y agradeció el no verse en tal encrucijada. Notó que la falta de sueño le iba trastornando. Pero si algo tenía claro era que no se encadenaría a una fábrica de chucherías por un puro capricho corporativo.

Fue entonces cuando trazó el plan.

Recorrió la habitación a largas zancadas. Era amplia y diáfana, pero no había mucho que ver: una cama, una ventana cerrada herméticamente y un taburete de plástico blando. Al mirar hacia arriba encontró lo que necesitaba. Subido al colchón y haciendo acopio de maña y paciencia, destapó y desenroscó la única bombilla del techo. Contempló su forma chata y la superficie opaca con satisfacción. Era pequeña: la guardó en el bolsillo del pijama.

Barajó todas las opciones de lo que podía esperarle fuera. Había leído suficiente sobre política e historia revolucionaria como para ponerse en lo peor: como mínimo, un guardia armado. Era muy probable que las reacciones de alguien que descubría de la noche a la mañana que era un ser artificial no fueran siempre pacíficas. Repasó mentalmente un par de excusas y giró el pomo de la puerta, que no se resistió.

Como suponía, la cara perruna de un vigilante de facciones rectangulares y piel correosa le recibió con un gruñido. Iba provisto de al menos un rifle y en su uniforme contó al menos cuatro bolsillos amplios, con a saber qué otros instrumentos. A derecha e izquierda, un corredor se perdía por el infinito.

─Disculpe, me ha parecido oír disparos cerca de mi ventana. Preferiría no asomarme, podría ser peligroso.

La faz del gorila cambió a un gesto intrigado y sin llegar a entrar en el cuarto oteó por encima del hombro del señor Argile en busca de cualquier elemento irregular. Éste echó mano del bolsillo y estampó la bombilla en su cara. Antes de que pudiera responder le arrebató el arma y le arrastró dentro. Obediente, puso las manos sobre la cabeza y se mantuvo a raya, desconfiado pero tranquilo. A una orden suya se desembarazó de sus otras armas; un revólver, un cuchillo atado a la pierna y el resto de su equipo; una radio y unas llaves.

─Ahora coge las sábanas y véndate los ojos. 

El guardia lo acató con un bufido de protesta, siempre encañonado por el rifle. 

─Llama al señor Illustratti. Dile que no me encuentro bien. Y pon el altavoz para que pueda oír lo que te responde.

Nuevamente hizo lo que le ordenaba. Illustratti no pareció tener problema ni sonó extrañado. Al acabar la conversación ató al fortachón a una silla con el resto de las sábanas hechas jirones. Ninguno habló en la eterna hora que transcurrió hasta que unos golpes sonaron en la puerta. Abrió con una mano sin dejar nunca el rifle y tiró con fuerza de Illustratti para arrojarlo a la habitación y volver a cerrar en un pestañeo.

Illustratti trastabilló y tuvo que asirse a la cama para no caer al suelo. Cuando recuperó el equilibrio miró al guardia atado, luego al señor Argile y de nuevo al guardia maniatado.

─¡Setecientos uno, te has portado muy mal!

─¡Ha hablado el profesor de ética! Venga, "padre", vamos a salir fuera, cerraré con llave a este guardia y no quiero ningún movimiento brusco ni nada raro o me obligará a hacerle un segundo ombligo en esa barriga enorme que tiene.

Vestido con el uniforme del guardia, que le quedaba dos tallas más grande y manteniendo siempre a raya a Illustratti, accedió de nuevo al largo pasillo. Neones en el techo los bañaron con una suave luz color miel.  Cada diez metros, a ambos lados, una puerta metálica con un panel numérico a su derecha. Ninguna ventana. Tampoco divisó signos de vida. Un aire cerrado y frío, como de sala de máquinas, le convenció de que no se encontraba en un hospital.

Acompañado de su creador no debería resultarle muy difícil abandonar aquel sombrío complejo, y esa fue su primera intención, pero supuso que siempre estaría a su merced. Meneó la cabeza con lástima. Aquel hombrecillo calvo y de modos infantiles podría pulsar un botón, teclear un código en una pantalla y su mente se desvanecería. Una huída era fútil. Él les pertenecía. 

Sólo había una solución posible.

─Así que "madurar", ¿eh? ¿Cómo pensaban cambiar mi programación para rendir como un empleado de fábrica?

─El procedimiento estándar es modificando tu código desde un ordenador. Tengo una serie de informáticos trabajando siempre en ello.

─¿Hay otras maneras?

Illustratti lo miró con rencor y llenó de aire su boca, antes de dejarlo salir con un bufido.

─En realidad no. No sé por qué lo he dicho así.

El señor Argile acercó su cara a la de su dueño hasta que notó su respiración débil. Apretó el cañón del rifle contra su cuerpo. Estaba seguro de que había cámaras de seguridad en alguna parte, pero ya no había marcha atrás.

─Creo que no es consciente de lo desesperado de su situación. Soy una máquina. Mi vida no tiene mucho sentido. No tengo derecho a cielo o infierno porque ni siquiera existe el pecado para mí. Cuando termine mi ciclo de vida me convertirán en otra cosa, me reciclarán en un abrelatas o algo peor. Pero nada me impide apretar el gatillo ahora mismo. 

─Está bien, baja el arma. Sígueme.

Resultó que la galería sí tenía fin, y tras varias hileras de puertas, todas idénticas, encontraron un ascensor con un único botón y doble hoja metálica. Illustratti, muy despacio y con la mirada siempre puesta en su captor, presionó la tecla, y un perezoso zumbido les permitió el acceso. El interior era un excéntrico decorado con espejos enmarcados en plata en la pared opuesta y el techo y el resto de paredes y el suelo forrados en moqueta rojo oscura. Una sensual voz femenina, que el señor Argile identificó como la de una famosa actriz francesa preguntó el destino de los pasajeros.

─Sala de emancipados, Louise, por favor.

Con un tímido empujón, el ascensor comenzó a moverse, aunque el señor Argile era incapaz de decidir si arriba o abajo. Pensó divertido en lo estrafalario de la escena, él, vestido de militar, y un empresario al que acababa de secuestrar, juntos en un ascensor de hotel barato en el que sonaba muy de fondo una insulsa melodía de bossanova.

─¿Ves? Louise parece muy conforme con su situación.

─Quizá algún día hable con ella de sus derechos como empleada.

Al detenerse el ascensor, y despedidos por la inmutable azafata, llegaron a una sala de espera decorada parcamente con dos macetas en las que se marchitaban dos helechos. Al traspasar el siguiente umbral encontraron una inmensa red de oficinas divida en cubículos, todos del mismo tamaño. Como siempre, ni un alma trabajaba en las mesas y despachos. El señor Argile recordó que debían ser las cinco de la mañana. 

Illustratti parecía resignado y le guió hasta una habitación cerrada, la única del piso aislada por completo. Un enorme salón, presidido por una mesa y una silla de ébano sobre la que descansaba una piel de tigre, dominaba el espacio, en el que también se podía ver una chimenea con un juego de atizadores y sifones al lado, dos muebles estilo art noveau y un perchero, del que su acompañante cogió dos trajes aislantes amarillos claros. Le tendió uno de ellos.

─Póntelo y ciérralo entero. Incluso por la cabeza.

Vestidos, sus respiraciones filtradas con un ruido metálico, caminaron, ahora a paso más lento, hacia una puerta situada a la derecha. Mientras avanzaban, el señor Argile desvió la vista hacia la mesa de ébano, en la que vio una foto enmarcada de Illustratti con su mujer y dos hijos, un día de pesca junto a un lago. Al llegar a la puerta, el hombrecillo se detuvo y señaló el panel numérico.

─¿Estás seguro de que quieres hacer esto, setecientos uno?

─No. Pero vamos a seguir igualmente.

─Como quieras.

A pesar de lo difícil que era manejar objetos pequeños con los gruesos guantes restándole movilidad en los dedos, Illustratti tecleó ágilmente una serie de números, luego oprimió un botón rojo. El ruido de una alarma ensordeció los oídos de los dos hombres, llenándolo todo. El señor Argile lo agarró de las solapas y lo apartó del panel, furioso, su respiración distorsionada en ascenso.

─¿Qué ha hecho? ¿Ha llamado a seguridad?

─No tenía elección, setecientos uno. Me lo has puesto muy difícil.

─Abra la cámara o le juro que se le acabaron las vacaciones en el yate.

A regañadientes, el hombrecillo volvió a teclear en el panel, esta vez con el cañón del rifle pegado al cristal de su escafandra. La puerta se abrió, expeliendo aire con sonoridad y dando paso a una sala acolchada y veteada de finos cables, sin más ornamentación. Al señor Argile le pareció algún tipo de cámara intermedia. Aún con los oídos embotados por el casco pudo oír el ruido de pasos que se precipitaban en el piso. Empujó dentro a su creador y fue tras él.

─Ahora cierre. Y como compruebe que no lo ha hecho voy a enfadarme mucho.

Illustratti obedeció, y pudo asegurar que no podía abrirse sin introducir la clave. La habitación daba acceso a otra puerta, esta vez un monstruoso aparato mecánico y acorazado, con un manillar giratorio y tres series de números. Era tan alta como dos hombres y apostó a que pesaba como diez. Los aburridos gabinetes se habían metamorfoseado en un entorno de alta seguridad.

─¿Esto es la sala de emancipados?

Asintió, y le hizo señas de continuar. Fuera el ruido de pasos llegaba más amortiguado, pero intuía que se le acababa el tiempo. Illustratti introdujo la clave con rapidez y tan suave como la mantequilla derretida, el manillar dio tres giros completos y el portón se abrió, cubriendo casi la mitad de la sala con su arco. 

La sala de emancipados era una cámara refrigerada llena de abajo a arriba de minúsculos compartimentos en las paredes, como pequeños apartados de correos. Una luz violácea y cenital salpicaba el limpio suelo con sus sombras.

El señor Argile se acercó a los compartimentos. Cada uno tenía un panel con una pantalla líquida en la que se leía un código alfanumérico. Iba a preguntar a Illustratti cómo revisar el interior de cada uno, pero con un roce involuntario la superficie de uno de ellos se deslizó hacia él en silencio, dejando a la vista una caja metálica no más grande que un mechero Zippo. La sopesó en su mano libre bajo el escrutado impaciente de su rehén. En un rótulo microscópico se leía: "ingeniero aeronáutico, diez años de experiencia". 

─¡Premio para el caballero! ¿No se suponía que sus informáticos reprogramaban a sus esclavos?

─No sois esclavos. Y esto que ves aquí no es más que un experimento. Siempre puede hacer falta que un maduro tome la iniciativa del cambio. En viajes espaciales, por ejemplo, la conexión de nuestros equipos podría fallar.

Mientras escuchaba, el señor Argile abrió la caja, que resultó contener una pastilla de apariencia inocua e inofensiva, de color verde y blanco. Decidió que siempre había querido ser ingeniero, así que se quitó la escafandra y engulló la pastilla.

─¡Insensato, no te expongas al aire! Estamos a bajo cero y puede sentarte mal. Y no tomes ninguna; no sabemos aún el efecto que causan.

Pero lo ignoró y siguió examinando compartimentos, mientras atendía al ruido de varios guardias tratando de abrir la primera puerta de acceso a la sala. Engulló pastillas entre risas: profesor de inglés de tercero de filología, piloto de astronave de pasajeros, físico cuántico, técnico de sonido... La sensación era eufórica, victoriosa. 

O al menos al principio.

Tras pasar por su garganta el último comprimido, el señor Argile comenzó a notar una fuerte náusea. Las orejas le ardían y cuando tragó para refrescar su reseca garganta notó cómo la perspectiva de la habitación se deformaba a sus ojos. Los objetos parecían indistintamente lejanos y próximos, y su consistencia más blanda de lo normal. Decidió hacer caso omiso.

─¡Un asesino a sueldo! ¡Qué conveniente!

Otra pastilla más. Y otra, y otra. Illustratti se mantenía a distancia prudencial, gesticulaba con intención de calmarle, pero su voz sonaba como bajo el agua y sus ojos de lenguado compungido le inspiraban más sorna que respeto.

Los guardias irrumpieron en la sala cuando el señor Argile descubría el último compartimento de la tercera fila de la pared frontal. Eran siete, negras máscaras antigás ocultaban sus rostros y le encañonaban con lo que ahora sabía que eran fusiles SAKO TRG41. Uno de ellos alzó la mano, la palma abierta en señal tranquilizadora. Estaba seguro de que le hablaba, pero un ruido de olas del mar le impedía seguir su conversación.

Sin dejar de apuntar a Illustratti, con la espalda contra la pared, continuó probando compartimentos y tomando píldoras. Ya apenas podía leer lo que indicaba cada nota. Una de ellas le entumeció los músculos de las piernas. Al tragar otra, pedazos de paisaje se entremezclaron frente a él, como decorados de teatro. En primer término creció un árbol frondoso ─repleto de frutas de inusual tornasolado─ que de algún modo evitó el techo para seguir creciendo sin fin. A la altura de los guardias la imagen parpadeaba y perdía definición, soltando chispazos blancos. Más al fondo, en la antesala, se tostaban al sol de la campiña italiana un macizo montañoso y un río de gran caudal. 

─... nadie saldrá herido!

Las palabras volvían a llegar dentro del espectro audible para el que estaba programado, en unos 256 Herzios, según sus sensores, mientras continuaba repasando con obsesión cada compartimento. Uno de ellos brilló con una luz verdosa al expulsar su caja. No podía ser cierto lo que rezaba la nota. Tuvo que leerlo hasta tres veces.

─¿"Jesús de Nazareth"? Tiene que estar de broma.

─.... sólo una prueba... materiales experimentales... cedidos por el Vaticano... no sabemos qué...

La gragea parecía igual que el resto, tan pesada y blanda, tan parpadeante y amorfa como el resto de la realidad. Se preguntó por qué aquella gente tan molesta le gritaba con tan malos modos cuando sólo quería bañarse en la playa y quizá comer un melocotón. Tenía hambre. Quizá el comprimido le aliviara. Pudo notar cómo caía a su estómago y los ácidos daban cuenta de él.

Sensaciones. Cosquilleo. Unas. De.

Abrió la boca para dejar salir un fulgor cálido y con su aliento las imágenes y sonidos ganaron foco. El señor Illustratti, expectante, había detenido a los siete militares que aún permanecían en su sitio, sus brazos tensos y miradas de incredulidad por el gesto.

─Dejadlo. Será un buen conejillo de indias.

Sintió arrepentimiento por haber causado tal desorden y un inmenso afecto por aquellas personas. Lo miraban con odio, terror o rabia, pero los perdonó. Comprendía sus sentimientos, pero ahora el asunto estaba mucho más claro para él. La contrición y el amor a Dios y al prójimo eran la única manera de salvarse. Qué equivocación el consumirse de ira y deseos de venganza que sólo abocaban al pecado.

─Bajad vuestros instrumentos de guerra y seguidme en el Señor. Sed mis discípulos y caminaréis a la luz de la vida eterna.

Todo pasó muy rápido. Los guardias vieron al señor Argile acercarse a Illustratti, todavía con el rifle en la mano. Éste se encogió por puro instinto, protegiéndose la cabeza con los brazos, cuando los guardias aprovecharon que el secuestrador bajaba la guardia y lo acribillaron con una ráfaga de medio minuto. El torso de Argile reventó como un globo lleno de líquido rojo. El de mayor gradación se acercó a comprobar el estado de Illustratti, que temblaba y carraspeaba por la humareda de los disparos, pero que se encontraba en perfecto estado.

─Señor, sentimos haber intervenido, pero nuestras órdenes eran proteger su vida a toda costa.

─Está bien, sargento, ayúdeme a retirar el cuerpo.

Al tocar la masa acribillada y sanguinolenta sobre la que habían hecho fuego, constataron con sobresalto que aún respiraba. Tosía un líquido pardo y su carne chamuscada, a la vista bajo el traje, despedía un olor nauseabundo, pero cuando el sargento desenfundó su revolver para darle el tiro de gracia, aún pudo murmurar, esgrimiendo media sonrisa:

─Habéis rechazado la vía de la paz. Me reúno con el Padre pero sabed que detrás de mí marchan los ejércitos. Temeréis nuestro regreso y desesperaréis contando los minutos hasta el Juicio Final.

Cayó su cabeza ya sin vida sobre las pálidas baldosas y sus extremidades se relajaron. La última advertencia del señor Argile, cuyas heridas abiertas supuraban tejidos humanos, cables y circuitería a partes iguales los dejó mudos mientras lo envolvían en una bolsa de plástico y llegaba el servicio técnico de la empresa para deshacerse de él. 

Ninguno nos atrevimos a cerrarle los ojos, cuya viveza era tal que parecía observarnos aún desde la negrura. Yo, como sargento, tuve la obligación de redactar el informe de lo acontecido, procurando no obviar detalles importantes. Las conclusiones que se extraigan de esta situación influirán en los protocolos de seguridad y defensa de cara a maduros pero también a las futuras investigaciones de tecnología, humanidad y determinación laboral de los mismos.

Desde esa mañana he vuelto a ver al señor Illustratti en un par de ocasiones, siempre en nombramientos y ceremonias solemnes en las que el cuerpo hemos acudido como custodia de honor. Ha envejecido notablemente y acusa incontrolables tics nerviosos, que se agudizan cuando alguien se acerca a él. Nadie podría reprochárselo, habida cuenta de que el comportamiento de los maduros se ha vuelto extrañamente anormal ─díscolo, podríamos decir─. Ha aumentado la violencia contra los seres humanos y entre ellos, y los no maduros llevan en su actitud, por muy subconsciente que sea, un ominoso gesto que promete malas noticias.

Lo más enigmático, empero, fue cuando la anciana me detuvo por la calle, al tercer día del incidente. Vestía harapos y su peste a sudor y alcohol intoxicó mis sentidos. Pretendí desembarazarme de ella con unas monedas, pero las rechazó dignamente con un gesto imperial, y trató de convencerme de que era una de las hijas de Lien, cosa que físicamente era imposible y daba pie a conjeturas que me hicieron sentir enfermo. Para ocultar mi nerviosismo me reí y quise marcharme, pero me agarró de la manga y me escupió la parte de la historia que no pude presenciar y que aquí he relatado como antecedente a la noche en que ejecutamos al maduro señor Argile Lien.

Con esto termina la historia hasta donde yo sé. Este periódico me ha pedido una opinión personal pero he declinado la sugerencia. No quiero hablar hasta que pase mi revisión médica de la semana que viene. Tengo muchas preguntas que hacer a mi doctor sobre mi otrora incontestable fidelidad a las fuerzas armadas, que últimamente se tambalea por las dudas.

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