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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Asuntos pendientes

Notó la sombra del niño que corría en círculos, a lo mejor volaba un avión de juguete. Lo seguía en un frenesí, bordeaba las paredes, se acercaba, se alejaba. Antonio se sentó a la mesa y puso sobre ella el plato de fideos. El pequeño se ubicó frente a él, su figura había crecido, no jugaba más; ahora era el hijo que se acercaba a la hombría. Antonio estiró la mano para alcanzar la suya, pero el hijo-sombra se desvaneció.

Comió con desgano. Se puso su ropa de calle y salió de casa arrastrando los pies, las arrugas, por el camino limpio de su barrio campestre. Notaba el movimiento pendular del paisaje que resultaba del balanceo de su cuerpo, de su cabeza en equilibrio sobre un cuello débil. Patos a la derecha, el lago, un ganso altivo y agresivo al lado de un árbol. La parada de bus estaba adelante, en ella esperaba una señora de cabello gris apoyada en un caminador junto a un perro de pelo dorado.

-Buenas tardes -dijo la mujer con los ojos entrecerrados.

-Buenas tardes. -Antonio hizo una leve venia, luego miró al can. Era viejo, el pelo y el cuero estaban maltratados, se marcaba el cuerpo plástico debajo. Cuando se movía con rapidez para mirar algo o seguir un sonido, la piel se tardaba en ajustarse a su nueva posición, el hocico se deformaba y la boca quedaba torcida por un momento.

-Se llama Pinto -dijo la señora- Lo mandé a hacer hace más de treinta años, igual a un perro que yo tenía. Pinto, se llamaba también. Se parece bastante.

-Sí señora, se ve muy real.

-No, en la forma de ser, es igual a como era el Pinto de carne y hueso.

Por la esquina salió un autobús, "A 98". No era la ruta que necesitaba. El perro se puso alerta, ladró, e hizo una señal erguido en sus patas traseras. La anciana se despidió y el transporte se fue en un zumbido. Pasó ahora la ruta "E5". Encontró asientos vacíos. En las filas, hombres y mujeres dormían sostenidos por sus enfermeros. Se miró las manos al asirse al asiento, la piel era como tinta que se desteñía para dejar músculos decolorados que colgaban de los huesos. «No falta mucho para que me toque andar con un enfermero», pensó. No le gustaban, por sus ojos estáticos y su superficie fría, hechos del mismo cuero y  la misma carne plástica que el perro. Y la renta, claro, que era tan costosa; toda la pensión se le iría en pagar uno.

Cada vez que se bajaba de un bus el cuerpo le pesaba más. Pero disimulaba la fatiga, buscaba componerse para que Carmensita lo viera de buena energía. Carmensita, con ella nada, ella no quería nada con nadie, pero ambos disfrutaban pasando tiempo juntos. No había combinación, ella apenas por los cincuenta y él que le doblaba la edad. Era una joven hermosa, era un privilegio compartir su tiempo mientras que otros jóvenes buscaban acercársele por tan solo un minuto, eso sí, para metérsele bajo la falda.

Tocó el timbre. El perro abrió la puerta, un gran danés que todavía le producía miedo. El animal se hizo a un lado y Antonio entró a la casa en la que brillaba un aroma de flores. Se detuvo después de algunos pasos.

-¿Hola? -dijo, tras no ver a nadie.

-Ya... ya voy Toñito, esperame me arreglo un poco. -Se oyó una voz en el piso de arriba.

Antonio se sentó. Carmen comenzó a bajar por las escaleras. Con una mano se echó el cabello hacia atrás y con la manga del suéter se limpió los mocos. Tenía los ojos rojos e inflamados. Se le sentó en frente y se puso el anverso de la mano en la boca. No habló, no lo miró.

-¿Todo bien, Carmensita?

Ella alzó la vista y sacudió la cabeza.

-¿Qué te pasó?

Los ojos se le pusieron más rojos, mojados.

-Tengo... tengo un problema. -Se selló los labios con el puño.

-Te escucho.

No hubo respuesta. La mirada de ella estaba clavada en el piso, su pecho se amplió en un gran suspiro. Lo miró a los ojos, movió los labios pero se detuvo. Inhaló profundo y habló:

-Estoy... estoy embarazada.

Antonio se recostó, pensó en la sombra del niño-hombre corriendo en círculos por su cocina para después sentarse en la mesa con forma de sombra de madurez. Ahogó la imagen.

-Bueno, Carmen, pero eso se soluciona, puedes llamar a la clínica y ellos te mandan un enfermero que te hace el legrado aquí mismo.

-Yo sé, pero es que me da mucho miedo.

-Pero los legrados son cosa de todos los ...

-No, no. Me da una cosa en el pecho, una angustia que no te imaginás, honda.

-¿Tú nunca te has hecho un legrado?

-No. Siempre, toda la vida, tomé anticonceptivos. No me hice operar, sabés, porque me dan terror las cirugías, terror, terror. Y dejé de tomarlos porque ya no estaba en edad de quedar embarazada, y mirá no más.

-¿Y el individuo?

-¿Qué? No, no lo puede saber, imaginate qué vergüenza yo salirle a un tipo con que quedé embarazada de él, en estas épocas.

Antonio se imaginó al desconocido compartiendo sudor con Carmensita, recorriéndole la piel, besándola en el cuello, donde se mezclaba el olor de su piel y de su cabello; uniéndose con ella. Todo eso para lo que él ya no servía a pesar de la medicina y los implantes. Observó el contorno de su rostro, de sus hombros.

Su mente retornó a la noticia.

-¿Qué piensas hacer entonces?

-No sé, pero no me voy a hacer un legrado.

-¿Entonces, lo vas a tener?

-¿Tenerlo?

-Sí. Si no te haces el legrado, esa es la única alternativa.

-No. Tiene que haber otra forma, Toño, en esta era en que todo se puede. Pero a mí que no me toquen con una cuchilla porque me muero, no soy capaz. Que me den una pastilla para que se desaparezca y ya.

Le miró el abdomen buscando que ella no lo notara. Él, en sus años de frescura, había considerado tener un hijo, mandarlo hacer sano en una incubadora de renombre. Pero entonces era muy complicado: la empresa, los viajes, las oportunidades de destacarse, de salir, de mujeres. Muy complicado.

-Sabes que eso no existe, Carmensita. Legrado, o vendré a visitarte para mirar cómo cambias pañales.

-Mirá, yo que nunca busqué tener hijos, Antonio. Una vez sí pensé en tener uno, casi me voy para una incubadora a encargarlo, pero pensé en todo lo que acarreaba, y eso que de la incubadora te lo entregan ya grandecito y te evitás la parte de los pañales y los desvelos. Pero así, ni loca, parirlo yo misma y tenerlo desde bebé, como si estuviera en el tiempo de mi bisabuela.

-Pero, no hay legrado... - Antonio sonrió suavemente. La conversación había llegado hasta allí. Ella seguiría con su terquedad nerviosa a sabiendas de lo único que podía hacerse. Ahora le cambiaría el tema, para que se distrajera y se relajara. Otro día, hablarían de eso, cuando ella, más calmada, pudiera ver lo obvio.

Se sacó el holoparqués, una botella de vino y los puso sobre la mesa de centro.

-¿Jugamos?

Hicieron varias partidas sin hablar del tema. Antonio veía el escote de Carmen ampliarse cuando ella se inclinaba para mover la ficha. Pensaba en el sujeto con el que había estado, qué afortunado, aunque nunca llegaría a saber del embarazo. Si él fuera el padre no dudaría en hacerse cargo de todo, de acompañarla, de darle un apellido al infante, así como sucedía generaciones atrás, sin importar lo complicado que fuese. Pero ella no quería. Y entonces pensó. No. Ella no pasaría por todo eso para...

-Ya no puedo más, estoy rendida de sueño.

-Sí, ya es tarde, voy a pedir un taxi.

Apagaron el parqués y sonó el timbre. Antonio se despidió con un abrazo, como siempre aplastando su cara contra el cabello de ella. Se subió a un vehículo con forma de huevo, dictó la dirección al aire y ésta apareció en el panel.

«Dirección confirmada», sonó la voz del automóvil y se puso en marcha. Antonio volvió la vista hacia la ventana. Carmen seguía allí, en su mente, aunque a través del cristal pasaran arbustos y casas. Observó el espacio que quedaba entre él y la pared del auto. Allí cabría un niño, dos en un transporte para uno, serían inseparables. Se lo llevaba del hogar de ella para el suyo, un hijo adoptivo que reemplazara la sombra de todos los días. Esa sombra... ahora lo acosaban al tiempo todos los remordimientos. Se había deshecho de la mayoría, menos de ese que estaba en donde no lo podía atrapar con las manos y sacarlo de un tirón, como la imagen en lo profundo de un lago congelado. Lo iba a perseguir hasta su día último, que no estaba lejos. Nada iba a quedar que hubiera crecido bajo sus manos, temblorosas como ramas secas.

La mañana le cobró las copas de la noche anterior. Había tomado por él y por Carmen, que había decidido no beber hasta solucionar lo del embarazo. Jaqueca, fotofobia, náuseas. Aunque recordaba haber regresado a casa sin sentir en lo más mínimo los efectos del licor.

Se levantó, sirvió jugo. Tomó pastillas para el dolor y esperó un rato en la mecedora. Cuando fue capaz de resistir la luz fue a la cocina y se puso a preparar el desayuno. La sombra se tardó un poco en aparecer, pero llegó. Corría a su alrededor, saltaba y él la seguía viendo cuando las punciones del dolor de cabeza le hacían cerrar los ojos. Pensó en comprar un perro, de una vez por todas, a ver si le espantaba un poco esa soledad de décadas y borraba esa figura sin rostro que cada vez se volvía más densa.

Pasó el día viviendo su rutina. Al final de la tarde tomó un bus y volvió a visitar a Carmen. Ella lucía tranquila, ocupada aún con documentos del trabajo. En medio de la charla, Antonio se inquietó por retomar la conversación de la víspera:

-¿Qué has pensado?

El interrogante no se relacionaba con nada de lo que habían platicado en ese momento, pero ella comprendió.

-Nada, no he decidido.

-Ten el niño y me lo das a mí. -Cortó la respiración. No había planeado esa frase, se le había salido. No había hablado él sino la sombra. Cuando intentó disimular la idea como una broma se encontró la mirada fija de Carmen. Notó que sus manos sudaban, soltó el aire.

-¿Querés un hijo, Toño?

Esperó un poco, luego dijo:

-Son sólo pesares que vienen a esta edad, cuando me he vuelto lento de mente y corazón. El pasado me alcanzó, muchas cosas siguieron delante mío y se perdieron, pero otras se quedaron.

-¿Por qué nunca tuviste hijos si los querías?

-Por la misma razón que todos. Era complicado, con el trabajo, los viajes, las ocupaciones. Siempre lo aplacé hasta que me volví tan viejo. Ahora no puedo ir a una incubadora, obviamente no soy elegible como padre por mi edad. Imagínate, tener un hijo para dejarlo huérfano a los dos años. Pero son jugarretas de la vejez, así como los achaques y las lagunas en la memoria, llegan en el último tramo del camino y se los lleva uno a la tumba.

-Nunca me habías dicho que te sentías solo, Toño.

-En estas semanas he sentido la soledad, no sé porqué, siempre he vivido solo.

-¿Por qué no te comprás un perro o alquilás un enfermero? Yo sé que no te gustan los robots, pero creeme que hacen buena compañía. Uno hasta habla con ellos por horas. Además, no te matés la cabeza por hijos, mirá que nadie volvió a las incubadoras desde hace años, yo misma soy la persona más joven que conozco.

-Sí, eso lo sé. Lo del perro lo pensé hoy, a lo mejor me ayude. El enfermero, nunca, aborrezco esos aparatos.

-¿Entonces, Antonio, qué vas a hacer cuando necesités asistencia?

-No sé, eutanasia antes de que me vuelva un vejete inválido...  no falta mucho. Aunque te confieso que le tengo a la eutanasia el mismo miedo que tú le tienes a las cirugías. Me da miedo sentir cómo me muero, miedo de lo que pueda ver, miedo de no quedar muerto del todo y que así me pongan en un horno y me hagan cenizas.

-Ahora me entendés, entonces.

-Sí, te entiendo en el fondo. Hay pocas alternativas.

-Sí... Respecto a lo mío, voy a averiguar si es posible una cirugía en la que me duerman antes de entrar al quirófano, que no me toque verme vestida en esa bata verde, ni ver las cuchillas y las cosas esas, ni la lámpara que le ponen encima a uno, que es como la luz que la gente ve en la muerte.

-¿Quieres que te acompañe?

-Sí. Pienso ir el sábado.

Carmen comenzaba a tomar decisiones. Él tal vez evitaba las suyas o sentía que aún tenía tiempo antes de ocuparse de ellas. Puso sobre la mesa de la sala una botella de vino, como era la costumbre, aunque había recordado, al sacarla de la alacena, que ella no bebería.

En la mañana sintió el veneno del licor. Dolor de cabeza y náuseas, peores que las del día anterior. El cuerpo pesaba más que de costumbre. Se sentía como sobre un puente colgante, la luz se le venía encima. Apoyado en los muros y haciéndose sombra en la cara con una mano, llegó a la cocina. Sirvió un vaso de jugo y lo puso sobre el mesón. Antes del primer sorbo apareció la sombra, más temprano que antes, más difusa, mezclada con los rayos de sol que se le filtraban por entre los dedos. Estaba inquieta, le daba vueltas y vueltas y vueltas. Acercó la mano al vaso y lo derramó, el jugo cayó en sus pies. La sombra lo rodeaba más rápido, más cerca, hasta que tropezó con él, los pies se resbalaron en el piso mojado, se deslizaron en un solo impulso del que se dio cuenta cuando sintió en el estómago el vacío de la caída. El brazo y la pelvis chocaron contra el piso, crujieron; escuchó desde dentro de su cabeza el golpe del cráneo contra la baldosa.

Sintió como si tuviera una plancha de metal al rojo vivo sobre la carne. El dolor no le dejaba gritar, el cuerpo no respondía. Logró a susurrar el comando de voz para llamar a emergencias.

 

###

 

No identificó la figura borrosa que tenía enfrente, pero sí su voz: Carmen. No entendía bien lo que decía... se iba y volvía, no podía abrir los ojos, no encontraba la boca, la lengua, las manos, eco, luz. Saltó entre lagunas de conciencia, unas brillantes, otras oscuras, con olores a antiséptico, a limpiador de pisos, sonidos de pasos y voces que no conocía. Volvió la voz de Carmen y la siguió, encontró un párpado, estaba pegado, encontró los pulmones, la garganta, emitió un gemido que le ayudó a encontrar la boca y llamó: "Car..me..n"

-...fuerces Toño, no te esfuerces, aquí estoy. ¿Ya me podés oír, Toño?

-Sss...iii. -Respondió desde la garganta.

-Estate tranquilo, que todo está bien y bajo control...

La voz se evaporó.

Abrió los ojos. No se sorprendió de ver las paredes blancas y los aparatos médicos. Los habría visto ya en algún momento durante su estadía en esa cama, se los habría imaginado a partir de los ecos del subconsciente. Pensaba entre una nebulosa. El dolor aumentaba en punciones que le cubrían todo el lado derecho del cuerpo, sabía que aumentaría a la par con la lucidez. Pasó un rato hasta que los sonidos se hicieron distinguibles, las sondas intravenosas, los timbres, el aroma a tela limpia. Las paredes de la habitación se veían oblicuas hacia afuera y luego se inclinaban hacia adentro. Afuera, adentro. Náuseas. Pudo girar un poco la cabeza para ver el brazo envuelto en plástico blanco.

La puerta se abrió, ondeó y una figura gelatinosa se acercó hasta que tomó consistencia, junto con sus alrededores.

-Señor Castaño, soy el doctor Edgar Kafarela. ¿Cómo se siente?

Se tomó un momento para observar la cara morena y mejillas infladas, aradas de arrugas profundas; una papada contenida por el cuello de la bata blanca. Hablar le tomó toda la fuerza que tenía:

-Dolor.

-¿Sabe por qué está aquí, señor Castaño?

-... Caí.

-¿Recuerda algo desde entonces?

-... No

-Bueno. Está fuera de peligro, se va a poner mejor. Está en la clínica Antury, lleva aquí tres días. Se resbaló en su casa, se fracturó la articulación del codo y el húmero del brazo derecho. También la cadera. Tuvo una contusión en la cabeza que le hizo perder la conciencia pero que por suerte no representa ningún peligro. Fue afortunado. Debe estar tranquilo, está en buenas manos.

Antonio soltó un suspiro de resignación. Sabía esperar, era una cualidad alcanzada desde su centenario. El doctor revisó sus pupilas, la boca, la lengua, las pantallas junto a la cama. Le puso una mano en el hombro izquierdo y le dijo que volvería en un rato.

Intentó dormir un poco, pero el dolor no se lo permitía. Pasaron horas, tal vez en realidad un momento corto, y por la puerta entró un enfermero, cabeza redonda, brillante, ojos azules.

-Buenas tardes señor Castaño, ¿cómo se encuentra usted? Me alegra que haya desp ...

La voz era tan natural, pero ese rostro inexpresivo la tornaba artificiosa. ¿Cómo dejarse tocar de esas manos huesudas, sin temperatura? Deseó que el aparato hiciera rápido lo que debía hacer y que se fuera, quería descansar.

-... ésico.

-¿Eh?

-El medicamento que estoy poniendo en su suero es un analgésico, señor Castaño. ¿Se encuentra usted cómodo? ¿Necesita ajustar su posición?

-No, gracias.

«Gracias», formalidad inmerecida. El robot asintió

-Ha sido un gusto, señor Castaño, nos veremos más tarde para la inspección de rutina. Recuerde, mi nombre es Eugenio.

El esqueleto plástico se marchó. Carmensita, ¿dónde estaría? Ella se había enterado de su accidente, había estado ahí, pero no sabía cuándo, si en la mañana o hace dos días. Estaba seguro de que pronto se comunicaría o vendría a visitarlo.

Durmió. Le despertó de nuevo el sonido del enfermero al abrir la puerta y su voz impostada:

-Hola, señor Castaño. Vengo a hacer la inspección de rutina, puede seguir descansando si lo desea.

El aparato se paró frente a él y lo miró fijamente. Antonio supo que estaba registrando cada detalle de sus movimientos, su frecuencia cardíaca, respiración, la reacción de los músculos de su cara, sus párpados.

-Señor Castaño, su buzón aún tiene mensajes pendientes. ¿Quisiera verlos ahora?

¿Tenía buzón allí en el cuarto? No lo sabía, tal vez el robot lo había mencionado cuando él lo ignoró en la visita anterior.

-Sí.

Sobre su abdomen se proyectó un holograma de Carmen con mensajes de aliento. Decía que había ido a visitarlo pero todavía no estaba despierto, que estaba pendiente de él, que tenía que atender unos asuntos de los cuales le hablaría luego. El último mensaje le hizo sentir mejor:

«Hola Toñito, sé que ya te despertaste, la clínica me lo informó. Qué bueno, Toñito, qué bueno. Yo estaba muy preocupada por vos pero me tranquiliza saber que despertaste. Perdoname que no vaya hoy, tengo una situación... bueno, después te la cuento. Pero mañana llego temprano a la clínica, Toño, me voy a volar del trabajo un rato. Sí, así como oís, Yo, Carmen Linares, me voy a volar del trabajo, pero vos lo valés. Hasta mañana, un beso.»

La jornada se sintió igual que cualquier día solo en la casa, salvo que estaba el dolor y la presencia desagradable del robot. Había música, holovideo, el doctor vino sólo una vez pero no dio espacio para una conversación. Las sombras que se proyectaban bajo la puerta de la habitación le recordaron a aquella que lo seguía, esa sombra que no se había hecho presente en toda su estancia en el hospital. A lo mejor se había marchado del todo después de su venganza por no haberla engendrado. Esperó que apareciera en la noche, como a veces lo hacía en casa, marcándose contra las luces del pasillo. Pero no lo hizo.

 

###

 

-Señor Castaño, tiene visita. Señor Castaño...

Entreabrió los ojos y distinguió la silueta azulada del enfermero y, tras ella, la silueta cuya contorno de cabello era inconfundible.

-Hola Toño. -Carmen se acercó y lo besó en la frente. Posó una mano tibia en su cabello. Antonio deseó que ese beso hubiera durado más, la calidez y humedad se enfriaron rápidamente.

-Carmensita. -Sonrió. Con la mano que tenía libre buscó la de ella y la apretó.

-¿Cómo te sentís, Toñito?

-Como una mierda. -La risa brotó y sus ondas alejaron el dolor. Carmen también rió y se borró toda la historia de la zancadilla etérea, los huesos rotos, el olor antiséptico, el enfermero aborrecible. El momento pareció durar lo mismo que un día de sol. Ella lo abrazó.

-Sos un amor.

-No hacía falta sino que vinieras para aliviarme. De haberte visto antes estaríamos jugando parqués y bebiéndonos un buen vino.

-Tenés que tomártelo con calma y darle tiempo a la recuperación. ¿El doctor te ha dicho algo?

-No, a mí nada. ¿A ti te ha dicho algo?

Ella lo miró fijo y respiró profundo. Estaba pálida, pero no por la luz blanca de la habitación. Notó sus ojeras profundas, su semblante enfermo.

-Uhm... sí, vengo de hablar con él. Me dice que la recuperación del brazo va a ser muy lenta, que por tu edad es difícil. El trauma de la cabeza no es de consideración, tuviste mucha suerte. También... -se aclaró la garganta -que no hay nada que hacer respecto a la fractura en la cadera. Que lo más recomendable es... -Comenzó a sollozar

-Pero, ¿y con cirugía? ¿Hay prótesis o algo que se pueda hacer?

-No. El doctor dice que la cirugía no es viable, si te la hacen lo más posible es que no la podás resistir y no salgás de ella. Y si salís, el hueso no va a soportar tu propio peso incluso si suelda del todo.

Buscó mantenerse tranquilo, analizó brevemente en busca de alternativas. Ninguna en lo inmediato, sólo la silla de ruedas y... La proyección del odiado futuro próximo, con su cuerpo inutilizado, alimentado por una mano plástica, se deslizó hacia el presente y se acostó sobre él, le hizo peso, le gritó que se iba a quedar pegado a una silla, desde hoy, con Carmen sosteniéndole la mano.

No habló. Ella pareció respetar su momento de aceptación y le acarició el cabello. El llanto había acentuado el marfil en su piel y las bolsas en sus ojos.

-Tú, ¿qué tienes, Carmen? ¿Todo bien?

De nuevo se quedó observándolo, había más. ¡Más! No imaginó qué otro estrago le habría traído su caída.

-Mejor luego hablamos de eso.

-¿De qué se trata? ¿Qué otros daños hay?

-No hay nada más con vos, Antonio, ya te lo dije todo. Queda lo mío, pero no es serio, después te lo cuento.

-No, yo quiero saber ya.

Ella guardó silencio unos minutos. En su malestar, bajo ese dolor que la emblanquecía, la tranquilidad brotaba y derretía como a cera la capa de sufrimiento de su rostro.

-En la mañana siguiente a tu caída me desperté manchada en sangre. Me fui corriendo para el médico y me dijo que era un aborto espontáneo. Me dijo que debía realizarme un legrado cuanto antes. No sé de donde saqué fuerzas, Toño, y le pedí que me durmiera allí, antes de que me vistieran de bata y me ingresaran al quirófano. Ahí en el consultorio me dieron una pastilla y después me desperté con un dolor en las entrañas que no te imaginás, un hielo afilado en el vientre. Cuando caí en cuenta de que me encontraba en una sala de recuperación, supe que ya estaba. Lloré de tranquilidad, sé que suena absurdo, pero eso hice. Si me ves pálida es por eso, pero por dentro estoy bien, tranquila.

La puerta se abrió y entró el médico de la gran papada. Después de saludar se paró junto a la cama.

-Señor Castaño, supongo que su compañera le habrá informado los detalles de su actual condición médica.

Antonio miró a Carmen y luego al médico.

-Sí, me dijo que... que no hay nada que hacer con la cadera.

-Así es, señor Castaño. Dado que usted tendrá condiciones reducidas de movilidad mi recomendación sería acceder a un servicio de enfermería en casa, las veinticuatro horas.

Antonio exhaló. Nada más que manos plásticas para cuidarle. El doctor aguardó un momento, luego prosiguió:

-Tómese su tiempo para tomar la decisión, pero yo le recomiendo que rente un enfermero. En la sala de información le darán los datos de agencias de excelente calidad. Mientras tanto, usted deberá permanecer en el hospital al menos seis días más antes de darle de alta. ¿Tiene usted alguna pregunta?

Antonio sacudió la cabeza. El doctor se marchó.

Los ojos de Carmen brillaban. Sabía que ella se abstenía de ese «¿qué vas a hacer?», pero ahí estaba la pregunta, contenida en sus pupilas.

-Necesito pensarlo. -Dijo.

-Los robots no son así de terribles como pensás. Te van a servir de ayuda.

-No voy a poder ni siquiera lavarme el cuerpo. No quiero que un robot lo haga, ni que esté en mi cuarto por las noches. No quiero comer de la comida insípida que hacen, no tienen sazón los juguetes esos.

-Podés buscarte uno con apariencia más humana, una linda chica.

-No, quiero terminar mi ciclo dignamente, no con una máquina dándome de beber. He durado más de la cuenta.

-No digás bobadas, Antonio, ¿porque si no con quién voy a jugar al parqués? Ya me tengo que ir para el trabajo, pero prometeme que lo vas a pensar, lo del robot. Hacelo por mí y no te apresurés. ¿Vale?

-Está bien. -Respondió sin creérselo.

Carmen salió del cuarto.

Pensó si tenía sentido alargarse el sufrimiento si justo detrás suyo venían todas las demás personas hacia el mismo fin. Notó la sombra del niño-hombre a la cabecera de su cama. De haber recordado cómo lucían unas facciones juveniles, a lo mejor la sombra asumiría un rostro, a lo mejor lo perdonaría por nunca haberle hecho real. Pero la última vez que vio la cara de un chico fue décadas atrás, el recuerdo se encontraba refundido en los rincones de su memoria que estaban más llenos de imaginaciones que de vivencias.

-¿Y tú qué piensas?

La sombra no respondió. Seguía inmóvil, guardándolo.

-Mira lo que hiciste de mí, niño. Ahora soy un viejo inútil. ¿Eso era lo que querías? ¿Adelantar mi muerte?

El niño-hombre insistió en su silencio. Se disolvió y reapareció a un lado de la cama, junto a su pecho. Antonio no se giró, creyó oírlo respirar pero se dio cuenta de que oía su propia respiración. La sombra se desplazó hacia la puerta y se evaporó. Además del futuro también se le iba el pasado. Quedaba el filo del presente, rodeado de vacío. Inestable, Antonio se sostenía sin ganas. Carmensita pensaría en él y luego se ocuparía en su trabajo, encontraría qué hacer en las horas del parqués.

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