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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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El último vampiro

Me puse un poco triste cuando vi morir al último vampiro.

Yo tenía doce años. Apenas comenzaba a despuntarme el bozo y nadie me había besado aún. Pasaba todo mi tiempo libre conectado a alguna red y por eso llegué a ver en directo aquella retransmisión, que no se divulgó demasiado, sencillamente porque en aquel entonces los vampiros ya no interesaban a casi nadie. A mí me llamó la atención porque unos años antes había visto un vampiro en el circo, tal vez por eso fue que seguí el enlace.

El último vampiro no era fotogénico. De estatura mediana y rasgos vulgares, lo único que destacaba en su rostro era la extrema palidez, semejante a la de un enfermo terminal.  Vestía ropas pasadas de moda, de mediados de siglo XXI. No daba miedo, fuera del miedo a convertirse en algo como él, a estar en sus zapatos en aquel momento, cuando un comando lo tenía acorralado para exterminarlo.

Las tres cámaras que, montadas en pequeños cohetes, documentaban su huida por diversos túneles, se esforzaban por mostrarlo en ángulos que resultasen amenazadores, pero en general, su comportamiento parecía el de una alimaña horrorizada. Sabía que iba a morir en los próximos minutos. La expresión de su cara dejaba pocas dudas al respecto. Ahora me pregunto si esa conciencia de la muerte será peor para un vampiro o para un humano.

La conductora del programa hablaba y hablaba, dando gran cantidad de datos sobre aquel ridículo ser. Su intención era dejar perfectamente claro por qué debíamos odiarlo. Nadie debía tener dudas de que aquella cosa de aspecto humanoide era terriblemente maligna y debía ser exterminada, erradicada de la tierra. Y la causa principal de ese odio que todos debíamos tener era la Guerra. Porque antes de esta risible persecución había habido una guerra, una verdadera guerra entre los humanos y los vampiros.

Comenzó recordando cosas que nos habían dicho muchas veces en las clases de historia. El vampirismo era una enfermedad causada por un prión que reestructuraba el genoma humano y lo convertía en algo diferente, que compartía características atribuidas tradicionalmente a la vida y a la muerte. Una de las últimas teorías sobre los vampiros afirmaba que éstos no eran sino gigantescas colonias de priones. El hecho de que muchos de ellos pudieran actuar de manera consciente y autónoma se consideraba una curiosa superveniencia de esa agrupación y era estudiado con gran interés por psicólogos y neurofisiólogos. Pero la presunta inmortalidad de los vampiros era similar a la de algunas colonias de microorganismos. Y digo 'presunta' porque los vampiros eran muy capaces de morir.

El prión podía contagiarse, aunque las probabilidades de que tal cosa sucediera eran muy bajas. Posiblemente la causa última de la Guerra fuese alguna ligera modificación en los patrones de contagio, que provocó un aumento en la cantidad de vampiros. Al principio, el aumento fue imperceptible, debido a lo escaso de la población de base. Pero en unos meses se convirtieron en una amenaza claramente visible y la Humanidad, de repente, se vio obligada a reconocer que aquellas criaturas, pertenecientes hasta ese entonces al folklore o las películas de Hollywood, estaban en sus ciudades y mataban a mucha gente. La Guerra había comenzado.

Los soldados cercaron al último vampiro con sus focos, encerrándolo en un área del tamaño de medio campo de baloncesto. Últimamente, los focos ultravioleta eran de baja potencia y se utilizaban sólo para intimidar a los vampiros y provocarles quemaduras. El último vampiro se achicharró la cara, las manos, con la luz. Parecía muy doloroso. Siempre impresiona ver salir humo de la piel, aunque sea una piel tan blanca que no parezca humana.

A comienzos de la Guerra se probó a matarlos con pequeños soles capaces de pulverizarlos en instantes. Era una forma más piadosa, pero precisaba mucha energía. Un segundo de incineración gastaba más o menos la misma electricidad que un hospital funcionando durante toda una semana. Semejante consumo de energía era intolerable y por ello se buscaron formas más económicas y que dañaran menos al planeta.

Así, apoyándose en la idea de que unos seres tan despreciables no merecían piedad alguna, se regresó  a métodos como quemarlos vivos o envenenarlos. Una estrategia muy utilizada durante los años más duros de la Guerra fue el ataque aéreo con bombas termobáricas, seguido de oleadas de infantería armadas con lanzallamas. Como es fácil de imaginar, pocos de los pueblos convertidos en refugios permanentes de los vampiros fueron capaces de sobrevivir.

Por su parte, las empresas químicas comenzaron a destilar venenos derivados del ajo, cada vez más tóxicos para aquellos seres tan profundamente alérgicos a este vegetal. Uno de los momentos más famosos de la Guerra fue, precisamente, el primer ataque con gas de ajo a una de las gigantescas granjas donde se criaban humanos. Creo que no hay una sola persona de la generación de mis abuelos que haya olvidado esos ataques. La gente brindaba con cerveza y champán en sus casas, viendo cómo los vampiros morían entre horribles dolores, con partes de su cuerpo que se disolvían convertidas en efervescentes burbujas de sangre.

Los humanos, que habían pasado su entera vida en aislamiento, como productores de sangre, sólo miraban a su alrededor sin percatarse de gran cosa. Veían su libertad con una expresión desubicada en la cual los locutores trataban de hallar agradecimiento y esperanza. Recuerdo bien aquellas caras, que el gobierno mundial había puesto una y otra vez en todos los medios de comunicación y que, a fuerza de repetirse, se han convertido en una representación de la alegría.

Esas imágenes no podían faltar en la retransmisión de la muerte del último vampiro. Mientras la pantalla se llenaba de rostros vacíos, de cuerpos llenos de picotazos, la conductora guardó un silencioso respeto. Y cuando volvió a hablar, lo hizo con la voz quebrada por la emoción.

Sí. Aquellas nubes de gas habían dado mucha felicidad a la generación de mis abuelos. Ellos tuvieron que pelear contra unos vampiros que dominaban casi una sexta parte del planeta. Mi padre, en cambio, perteneció a la generación que fue limpiando de nidos vampíricos su ciudad, su país, su mundo. A mi generación, como en tantos otros aspectos, le tocó observar lánguidamente todos los esfuerzos del pasado y preguntarse si tenían algún sentido.

Los vampiros peleaban de un modo muy similar al de la Antigüedad, lanzándose a la carga contra objetivos humanos (generalmente civiles, lo cual enojaba especialmente a los gobiernos y provocaba fortísimas represalias) o bien a través de una guerra de guerrillas para la que se hallaban especialmente dotados. Siempre les había ido bien así, porque eran más poderosos que los humanos, a quienes superaban por mucho en velocidad, en fuerza y en el alcance y precisión de sus sentidos. Antiguamente, un solo vampiro sin armas podía vencer con facilidad a veinte o treinta hombres completamente pertrechados. Las crónicas medievales hablan de uno que aniquiló en una sola noche a un grupo de cien templarios, cerca de las Puertas de Hierro. Pero en nuestros tiempos, cuando un par de marines podrían derrotar a todo un portaaviones de la Guerra Fría, con cazas y armas nucleares incluidas, las cosas han cambiado mucho.

Cuando los vampiros comprendieron que iban perdiendo y comenzaron a copiar e incluso a mejorar algunas de las estrategias y de las propias armas empleadas por los humanos, ya era demasiado tarde. Las guerras no se ganan solamente siendo fuertes o brutales, también se necesita una buena dosis de creatividad, y los vampiros demostraron no estar preparados para ello, pues nunca hasta entonces habían necesitado innovar. Uno tiende a preguntarse si ser tan poderosos habría sido más un inconveniente que un punto a su favor. Otras deficiencias de su naturaleza se hicieron evidentes durante la Guerra, como su incapacidad para trabajar en equipo, para ponerse de acuerdo. Era prácticamente imposible que unos seres tan solitarios e individualistas pudieran organizar un ejército mínimamente competente.

Más allá de estas cuestiones, había algunas ventajas fundamentales para los humanos. La primera, que tanto nos habían repetido nuestros profesores de Historia, es que el sol juega a nuestro favor. Los vampiros no soportaban la luz solar, de hecho se quedaban como muertos durante el día, incapaces de moverse. Ningún ejército, por bien que lo hiciese durante las noches, podría resistir esta cotidiana indefensión diurna. Otra ventaja era difícil de sobreestimar y podría considerarse como determinante. Los humanos siempre fuimos muchos, muchísimos más. Esta aplastante superioridad numérica fue en última instancia el elemento que decidió la victoria.

En su perorata, la conductora de la retransmisión no dijo que los vampiros presentaban grandes disparidades en cuanto a su inteligencia. Algunos eran genios, pero la mayoría, como sucede con los propios humanos, eran bastante mediocres, cuando no unos completos pendejos. Un gran número de ellos desarrollaban lo que los libros llaman un síndrome rabioso y no eran capaces siquiera de hablar o de pensar mínimamente las consecuencias de sus actos (como haría, por ejemplo, cualquier animal doméstico), lanzándose como bestias histéricas contra lo que se les pusiera por delante. Al parecer, esta clase de vampiros era eliminada por sus propios congéneres en el mismo momento de su creación. Esa había sido la práctica habitual durante siglos. Sin embargo, fueron muy utilizados durante la Guerra.

Tales diferencias de inteligencia me llevaban a preguntarme si en verdad habrían sido tan perversos como nos han contado, tan malvados como decía la conductora. Desde luego, los líderes eran unos genocidas. Planearon la esclavitud y la muerte de millones de personas, con una descarada indiferencia ante la vida de lo que consideraban una especie inferior. Pero la mayor parte de quienes llevaron a la práctica lo planeado por aquellos estrategas malignos eran unos seres relativamente inconscientes, que se limitaban a buscar sus intereses, a seguir sus instintos o, más comúnmente,  a obedecer órdenes, cuando no bestias que se lanzaban al ataque como robots en cuanto los soltaban de sus cadenas.

Ahora tenemos un gobierno total y perfectamente democrático, por supuesto, pero he podido leer que antes existieron numerosos regímenes diferentes, muchos de los cuales resultaron perniciosos para sus gobernados y para el mundo. Creo que estas consideraciones históricas convertirían a los vampiros en algo un poco más cercano a nosotros. Pero sé que no debo pensar eso. Es una idea tan estúpida como quienes dicen que todo fue un invento, y los vampiros fueron diseñados en laboratorios humanos. Lo cierto es que existieron, y que por su culpa murió mucha gente. Lo cierto es que eran unos seres despreciables.

De niño vi uno en cautividad, traído a mi pueblo por un circo. Era un ser miserable y desaliñado que se alimentaba de animales. Todo un espectáculo. Los niños nos empujábamos para verlo beber la sangre de un toro. Era muy alto. Estaba arrodillado al lado del enorme animal, sujetándolo sin esfuerzo de uno de sus cuernos, a pesar de que el toro hacía fuerza para escapar de la presa. Un par de veces saltó desde el fondo de la jaula para chocar violentamente contra los cristales en que nos apoyábamos. Recuerdo que, en uno de esos prodigiosos brincos, el vampiro se quedó pegado en la gruesa pared de cristal, como un extraño insecto rebosante de sangre, y me miró. Los instantes en que noté sus ojos sobre mi cuello fueron aterradores. Imaginé cómo debieron sentirse sus víctimas, los miles de humanos que, según decía el maestro de ceremonias del evento, había hecho morir antes de ser capturado. Me escalofrié.

Esos espectáculos se prohibieron poco tiempo después. Los escasos vampiros que había en cautividad fueron ejecutados. Y se comenzó a perseguir a los últimos vampiros en libertad, con la intención de exterminarlos por completo, debido al peligro que representaba una nueva oleada de contagios. Semejante política, orquestada desde los más altos organismos internacionales, había tenido un enorme éxito. En los últimos años esta persecución había acabado con todos, menos con éste que sin duda iba a morir en la pantalla, frente a mí.

Durante muchos años, contaba la presentadora, el último vampiro tuvo que disimular y tratar de parecer humano. Se maquillaba con colores oscuros para encubrir su palidez. Conseguía trabajos nocturnos. Aparentaba llevar una vida normal, como cualquier humano. Y sobre todo era muy cauteloso al alimentarse. Eso le hacía pasar hambre, mucha hambre. Años de hambre. Nadie se preguntó qué habría sentido el último vampiro, mucho menos yo, Benny Cortman, un niño de doce años que veía este espectáculo como podría haber visto cualquier otra muestra de crueldad, para demostrarme a mí mismo que era capaz de verlo. Ahora me pregunto si después de esos momentos  de miedo no habrá sentido una cierta liberación. Al menos se acababa el hambre.

Cuatro soldados equipados como superhéroes rodeaban al último vampiro, un grupo de caballeros con exoesqueletos y largas picas de madera untadas en un derivado del ajo cuyo olor resultaba totalmente insufrible para los vampiros. Sus ojos miraban con terror hacia uno y otro lado mientras los soldados lo acechaban, cerrando cada vez más el círculo. Un equivalente vampírico de morir entre la mierda, lleno de mierda, envenenado por la mierda.

Pobre sujeto. Ni siquiera trató de defenderse.

Supongo que cuando, terminada la ejecución, cambié de canal o desconecté el equipo para no tener que escuchar las declaraciones pomposas de los militares, o simplemente para ir a tomar la cena, no me di cuenta de la tragedia que acababa de contemplar. Al pensar en aquel lastimoso ser, que en el pasado fue considerado un dios y que ahora era sólo el último y miserable representante de otra especie extinguida por la humana, como los tigres o los lobos, sólo me sentí un poco triste, sin saber bien por qué.

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