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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 12 de diciembre de 2024

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Mátese y viva para contarlo

Tom Porta iba a matarse.

 

Tom Porta iba a morir.

 

Tom Porta iba a verse morir.

 

Cuando salió de su casa y se despidió de su mujer no dejó de invadirle cierta preocupación, aunque todo fuera a mejorar tras su muerte.

Llovía y el tráfico era lento. En cada semáforo le invadía más su inquietud, y cuanto más pensaba en ello, su ansiedad crecía, su corazón se desbocaba, frenético, y el poco desayuno que había tomado aquella mañana se revolvía en su estómago.

Recordó las clases de yoga, la terapia; soltaba entonces el volante, cogía aire con fuerza en un esfuerzo por relajarse moviendo dos bolas chinas en la mano.  No pienses los motivos, le dijo el doctor Ferdinand, pues resolver un problema no pasa por conocer su causa, sino su conclusión... olvidó a Suxi, la lluvia, el seguro a punto de caducar, las veces que dijo no queriendo decir sí y todo lo contrario... y ante todo se olvidó de Tom Porta. Envuelto por luces de neón que atravesaba el parabrisas empapado, simulaba estar muerto en un sueño psicodélico; un cuerpo frágil y doliente que seguía el ritmo mecánico de la circulación a golpe de bocina.

 

La recepcionista le guio hasta una sala de espera a través de estériles pasillos recubiertos de anuncios interactivos, de colores brillantes, con Su hijastro: el domingo en la tumba y el lunes en el cole y ¡Circuncide a su vecino ateo!

- Hoy llevamos algo de retraso -le advirtió-. No tardaremos en llamarle.

El fuerte contraste de la sala era molesto. La música clásica de fondo no lograba encubrir el silencio reinante, que acentuaba cada mínimo sonido: el golpeteo de la lluvia en las ventanas se unía al viento cortado de un ventilador.

Una mujer, que repasaba con insistencia la comisura de su boca con un lápiz de labios, lanzaba miradas furtivas a un hombre de mediana edad. Por encima de una revista, éste escrutaba las piernas de la mujer sin perder detalle. Tom, en cambio, se esforzó por disimular, revolviéndose en su asiento; no podía eludir cuanto ocurría. Intolerable, cenizo, angosto, demasiado limpio. Cada impresión la sentía como si volviera a nacer... incomprensible que todo estuviera tan viciado.

Dejó hace mucho de ser un novato. Su mujer le invitó a hacerlo hacía ya dos años; y, entonces, no se había mostrado tan inquieto. El doctor Ferdinand insistió, pues los programas de terapia, física y psicológica y virtual, no habían tenido ningún efecto sobre él.

Pero Tom sabía que lo suyo no era una enfermedad, tal y como lo creían el doctor y Suxi. Por lo pronto, los temblores, los escalofríos y el tartamudeo inseguro, eran propiamente suyos. Convencido estaba en ello. Y a su vez, no aceptaba ninguna culpa. Pero eso no quitaba para que se persiguiese con insistencia, que en las esquinas de su mente se hiciese amagos y fintas para huir en cavidades inexploradas, las cloacas donde se guarecían alimañas reprimidas. Siempre había restos de lo desconocido en su rostro por las mañanas: granos, heridas, una irritación de piel, las arrugas de la edad. Algo dentro de él luchaba por salir a la luz, le resquebrajaba y surgía por las juntas.

Había una sensación; ser una crisálida, un mutante, un tumor consciente de serlo. Perdía lentamente su inmortalidad. Lo mejor que podía hace era matarse, y por fin se encontró y no dudó. Era lo más seguro y certero que había logrado hacer en su vida. Cualquiera lo reconocería en su primera vez... y ahora giraba la cabeza con cierto recelo, como si todo aquello tuviese algo de antiestético.

Y ahora, la rutina encubría cuanto misterio y temor pudiera haber. Morir; uno se acostumbra incluso a algo así.

Y ahora de nada vale rendirse cuentas a uno mismo, o eso pensó. Como la sombra que le había acompañado desde su casa amenazante desde algún lugar. Se recluyó en su asiento, aferrado a él como el ataúd encoge al difunto en sus paredes. Recostado, perdió unos instantes la conciencia hasta que una voz ronca le hizo volver a la sala de espera.

- Seguro que va a matar a su marido.

El hombre había dejado la revista y señalaba con el pulgar donde la mujer del maquillaje estuvo sentada. Tom abrió los ojos y se estiró.

- Ya sabe -prosiguió ignorando el sopor de Tom-. Mujer se casa por dinero, marido resulta insoportable, ella lo mata todas las semanas a su espalda. No es tan raro. Se pasa de esto -metió el índice en un OK con la otra mano- a esto -y apuñaló el aire.

- No, bueno... no, supongo que no es tan raro -dijo Tom apretando los párpados con los dedos.

Había dejado de llover y el sueño le había embotado. Se recolocó las gafas y volvió a sentarse correctamente. El hombre revisó los panfletos que había sobre la mesa y resopló lanzándose con violencia contra el respaldo. Se rascó la calva y observó a Tom con curiosidad.

- ¿Y usted, se encuentra bien? -Preguntó al rato-. Entró hace un rato algo nervioso. ¿Es su primera vez?

- No.

- Pues relájese. No suele darse mal. Antes era peor. Cuando intentaban pulir los rostros salían verdaderas chapuzas. Por eso yo solía pedirlos sin cara. Pero ahora lo peor que puede pasar es que se programe mal y no reaccione o haga algo incoherente. Molesta, pero no es el infierno. Además que eso se arregla. Hay muy buenos programadores.

- ¿Alguna vez le ha pasado?

- No, pero conozco a gente que sí -respondió el hombre con tranquilidad -. También depende de lo que se pida. Yo no soy ambicioso. Hay gente muy rara por ahí. ¿Tú qué categoría has pedido?

- Propio.

- Vaya -el hombre hizo un ademán de disculpa-. Yo voy a matar a mi hermano. Si se lo cuento no me va a creer -el hombre lanzó una risotada enloquecida al techo. Tom permanecía absorto en tal comportamiento, por excéntrico y carente de decoro. En su fuero interno, hubiera sido incapaz de lanzar una risa semejante. Cierto patetismo poseía a quien se entregaba de aquel modo a lo irracional del buen humor. El hombre se limpió las lágrimas que había provocado la risa-. Somos gemelos. Podría haberme pasado los últimos años matándome y no lo sabría. Pero no, me han confirmado que era él. Tiene sus mismos gestos, no puedo ser yo. Uno puede ver en esos ojos el alcohol y la malicia. El realismo a veces es extremo. El otro día juraría que estaba borracho.

Tom Porta no tenía hermanos gemelos. Dio gracias por ello; no quería matar a nadie que no fuese él.

 

Destruirse se había vuelto la obsesión de Tom Porta. Su salud mental pendía de sus talones cortados, de miembros que colgaban de un hiño de carne, de hemorragias internas convertidas en vómitos rojizos. En un éxtasis místico, la carne se pudría entre sus dedos mientras la mente se disipaba, se deshacía en claridad. No pensaba que una terapia debiera estimular tanto el inconsciente como aquello. La utilidad y el placer no pueden asociarse más que en la mente enferma, y dañada, y vacía, y agonizante, y desesperada, y que revivía con una inyección de adrenalina para volver a morir.

 

Tom Porta estaba allí, en el centro de un cubo uniforme de paredes sin recovecos ocultos. Podía perder la orientación moviendo la cabeza de una cara a otra, si no fuera por una mesa que le servía de punto de referencia.

La silla estaba atornillada al suelo, él atado a la silla por las esposas de plástico patentadas por el proyecto/programa Inherent Blood (¡Mátese y viva para contarlo!). Sus manos agarrotadas retenían la sangre, parecían globos macabros y deformes. Con curiosidad alzaba la cabeza para comprobar los objetos metálicos que había sobre la mesa. Pero no distinguía forma alguna.

 Un ángulo muerto en la sala chascó... Mientras Tom Porta agitaba la cabeza para identificar al intruso, él mismo avanzó hasta su espalda con lentitud, dejando el eco de sus pasos contra los muros. El preso gritó cuanto pudo, muchas preguntas, y ninguna respuesta salió de los labios del verdugo. En su mente no tartamudeaba, cuando hablaba consigo tampoco. Tom dio dos palmadas en su espalda y se encaminó hacia la mesa.

El reflejo tenía un bisturí en la mano

el reflejo tenía las manos atadas a la espalda.

- ¿Cómo puedes matar a alguien más cercano a ti que un hermano?

Tenía memoria y recordaba cuanto no había hecho antes. Pero no era lo que pensaba, y sabía que le tocaba el papel de víctima porque otro era más genuino que él, más real, a pesar de que su dolor, sus recuerdos, el temperamento, era el mismo. Podía revivir como él las noches con Suxi, las tardes de juego con la pequeña Caroline, con la sonrisa de su madre y la seriedad de su padre, y a la vez tan jocosa. El otro las cuidaría bien, aunque eso no le consolaba.

No había razones por las que uno nace para morir. Tom no pudo menos que contarse un chiste a sí mismo.

- ¿Te imaginas que la aristocracia se diferenciase por la muerte, en lugar del nacimiento? Todos acabamos muertos, pero no todos morimos igual. Es extraño si lo piensas

El otro no pudo contestar... No había lengua que agitar, dientes que presionar.

Al final, como al principio, no habría nadie. Un brazo, una pierna, sangre, bilis, saliva, una oreja y el estertor constante de una vida que se aleja como la pintura fresca se disuelve del lienzo. Alguna vez, todo junto, fue alguien; alguien llamado Tom Porta... O eso imaginaba.  Bien podía ser aquel un él concreto, mañana sería otro yo distinto de otros tantos iguales a él.

Se entretenía apuntando los puntos delicados de su cuerpo otro con la hoja pulida del escarpelo, señalaba donde no iba a cortar. Y donde iba a hacerlo, no señaló, sino que hundió hasta que la sangre y el metal se fundieron con el jeme de la mano...

y sus manos temblaban entre las cuerdas...

y sus manos frotaban su pene a punto de eyacular

y cuando extrajo la afilada hoja rio,

y lloró

y tragó un gemido de placer.

Lo hizo ocultando la agonía de su mente que disfrutaba de aberraciones que recaían sobre sí mismo. Volver después a la vida real le parecía una utopía de mal gusto... Mirar con ojo tranquilo, remarcar su debilidad con el tartamudeo, que sus pasos fuesen flojos y compasivos con el suelo que pisaba. El cuerpo frustrado de Suxi no podía superar las palpitaciones de las venas en su miembro,

las palpitaciones de las venas chorreando sangre en su muslo...

las palpitaciones de su corazón desbocado al torturarse.

Era cuerpo... que se deshacía. En eso consistía. Verse en primera y tercera y segunda persona, matar su propia naturaleza, desmenuzarla como quien busca un fallo, la infección en la herida. Bisturís, taladradoras y sierras quirúrgicas; todo un camino de metal hacia la perdición... Los impulsos morían para la víctima al perder toda esperanza; se saciaban en el torturador cuando hería; sus sentidos alcanzaban una ataraxia que se recuperaba en cada envite genital. Él era todo cuanto tenía, y poco a poco tenía menos.

 

Ya no había copia alguna. Su vida se había esfumado sin tocar ningún punto vital. El sufrimiento debía haber sido demasiado para él.

En cambio, allí había sido ese ese otro preparado para lo inconcebible. La sangre y trozos de cuerpo esparcida a su alrededor parecían ir a recomponerse en cualquier momento, como una película en la que estalla un jarrón roto y se recompone al rebobinar.

Dejó caer el solplete, que restalló contra el suelo.

Todo había acabado y seguiría la semana que viene. Se quitó el plástico que protegía su traje y las gafas de protección. Se puso las suyas, no sin antes limpiarlas pulcramente.

¿Tan frágil había sido? Cayó en toda clase de súplicas. Intentó sobornarle con todo cuanto ambos tenían.

Finalmente, la puerta se abrió. Pero no era el doctor Ferdinand. Reconoció sus facciones,

as del hombre que acababa de matar.

Él se apuntaba con una pistola, con el cinturón sin abrochar. Con un traje exactamente igual que el suyo, las gafas puestas y sobradamente relajado. Sonriente. Esa mueca desconocida, de la que hacía mucho que dejó de ser consciente. Allí estaba, detrás de un cañón.

- Esto... es... es poco usual -se dijo.

- Pero sabes las reglas.

- Yo nunca contrataría a un clon para matarme.

- Pero sí para disfrutar de ver cómo me mato a mí mismo sin ser yo ninguno de los dos.

- ¿Tienes miedo al remordimiento?

- Tienes miedo al remordimiento.

No podía engañarse. Aquel trozo de carne se pudriría de no ser reciclado. Le producía cierta lástima. Pero esa emoción era el que daba fuerza a la terapia. Si no sintiese culpa, no sería matarse, no sería un verdadero acontecimiento. ¿Cómo matarse uno mismo a sangre fría? El placer reside en que no sea así. Y ahora aquel original buscaba saciarse con él. Original si es que era verdad lo que decía.

- Has progresado más que yo -se dijo-. Dime una cosa antes de morir. ¿Realmente tu vida es tan miserable?

- Tú lo sabes tanto como yo.

- Recuerdo haber venido de la calle.

- La programación debe ser lejana. No se puede programar la memoria cinco minutos antes de que pase nada. Tú has dormido esta noche en casa. Has sentido la misma frustración que yo. Eres la copia que más cerca ha estado de vivir una vida real.

- Y todo era horrible.

- Mi vida es horrible. Las facturas, ese capullo de la oficina. Sabes a quién me refiero. Y luego la puta de Suxi, siempre mirándonos por encima del hombro. Y Caroline, que se parece tanto a nosotros. Quizás la mate un día de estos. Aunque es mayor el odio que sientes por ti mismo, ¿verdad?

- La terapia no funciona. No me siento mejor ahora que te veo. No sé quién ha pensado esto. Al doctor no se le ocurriría, debe ser cosa de Suxi.

- ¿A qué te refieres? -la pistola le tembló en la mano.

- No tengo ninguna hija.

- Yo tengo una hija. Tú eres una copia.

- Yo no tengo ninguna hija. Tú eres la copia.

Hubo un silencio.

- Piénsalo. ¿Desde cuándo la quisiste? Seguro que puedes decirme muchos datos de ella, todos creados por un... error de programación. Eres demasiado racional. Odias tú mismo esperma. Lo sé porque no he tenido valor de pedirle a este yo que me haga una felación. A pesar de que lo pensaste.

- Sí, lo pensé.

- Esta sala es nueva. Nunca habíamos estado aquí. Odias el sexo. Tu hija no es más que una proyección.

- Tú eres una copia.

- Has venido a matarme. O eso piensas. Y sigues empeñado en ello, a pesar de que has venido aquí a matarte a ti mismo.

- ¿Cómo dices?

- Me odio, pero también me compadezco de mí. Nos gusta ser las víctimas en el fondo, más que los verdugos. Soy cobarde para llegar a esos límites. Algo genuino hay en mí que me ata a la vida. Por eso tengo que conformarme con estos peleles biológicos -se humedeció los labios mientras notaba un atisbo de duda en la mirada de su copia-. Tú no has perdido nada. De hecho has ganado una hija que odias. Es tan despreciable, un error tan imbécil. No hubiéramos sido capaces de haber engendrado nada. Estás aquí para demostrármelo.

El clon bajó el arma y permaneció sin parpadear, en silencio, escuchando a aquella víctima, o antigua víctima, de traje impoluto, zafio y prepotente, que le habla sin tartamudear.

- ¿Qué... qué se supo... ne que demmmmuestro?

- Que soy capaz de matarme. He tenido que hacer más insoportable tu vida para ver que tengo valor para hacer aquello que ambos queremos. Coger la pistola, poner sobre nuestra cabeza y apretar el gatillo. Será la primera decisión libre que tomemos.

- Eso no tiene sentido.

- ¿Y a qué tener una hija? No te das cuenta de que nuestra terapia se basa en aferrarnos a la cordura a nosotros mismos. Ella se parece a nosotros, según dices. ¿Necesitas más pruebas de que no eres nada? Eres una copia de mí, un reverso más mediocre. Pero yo no voy a morir, porque mi vida no está empañada por la sombra de una hija. En cambio tú... eres peor que digno de compasión. Tú lo has dicho antes. Te odias. Hazlo. Vamos. Sabes que sólo querías decírtelo sin ser tú.

Fue casi instantáneo. Una lágrima... un arranque de tos. Un fogonazo después, el cuerpo se derrumba, media cabeza al aire, en una neblina sanguinolenta al suelo.

Tom Porta pudo sentir el suelo recogiendo el golpe del cuerpo. Se asombró ante su arrojo. Nunca había pensado que fuera a hacerlo.

Todo había acabado.

 

Ya era tarde, la hora de comer se le echó encima. Tom Porta conducía por las calles casi tan saturadas como en la mañana. Sin embargo, los neones ya estaban apagados y la luz del sol resplandecía entre cirrocúmulos esporádicos.

No se sentía bien consigo mismo por haber comprometido al doctor Ferdinand.

- Espero que sea la última vez -le dijo. Bajo su bigote asomaba un cigarro; bajo sus cejas, su nariz aguileña-. Debemos respetar la integridad de la gente. No podemos permitir que este tipo de confusiones conduzcan a que muera un paciente.

Y después, Tom Porta agachó la cabeza, humillado. Pidió disculpas mientras se llevaban los dos cuerpos a la morgue de VDeath. No podía negar la valentía de su copia suicida. Él se había librado ya del nudo sexual que le ligaba a Suxi, de aquel compañero de oficina, del seguro. Todo para él había sido un sueño. Vivió el sufrimiento del mundo y tomó el camino más rápido y eficaz. Le valor de atajar a través de su propio cuerpo era lo que le faltaba a él, que no hacía más que cruzar un bosque de frustración a través del cuerpo de los demás él.

- No defendemos la muerte asistida -imitó Tom la voz del doctor Ferdinand.

- Exacto. No lo hacemos. Aquí no puede morir nadie. Uno debe salir como ha entrado. Solo.

Cuando llegó, la hierba húmeda se mezclaba con el olor a pollo asado que acompañó a Tom hasta la cocina.

Suxi limpiaba los platos. Se saludaron. Había algo resplandeciente en ella, que ocultaba la fealdad de su ánimo. La frialdad de su saludo le hizo comprender que había algo que debía haber hecho y que no hizo. Fachada, un mural enfermizo e inmoral era todo cuanto ella poseía. Por ello pagaba la terapia, el sufrimiento. Se aferraba a ello. No había nada mejor.

Ella dijo:

- Ve a la mesa, ahora llevaré tu plato.

La alegría de alejarse de su fría mujer se cortó en un suspiro ahogado.

Rompió a llorar.

Ojalá hubiera muerto en vez de convencer a otro de que lo hiciera. No hubiera hablado tan firmemente de haber tenido en su memoria el nombre de aquella voz aguda, de esos tiernos ojos de niña que le esperaban en la mesa.

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