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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 31 de octubre de 2024

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Custodia compartida

Cuando gané la lotería era un joven de veinte años, estaba casado y tenía un hijo de tres años. Sí, han hecho bien las cuentas, Sonia y yo fuimos padres adolescentes. En aquella época todavía nos pasaban cosas así a los que creíamos que éramos adultos aunque realmente éramos solo unos chavales desorientados. Ahora bien, aquel descuido que me pareció el mayor error de mi vida acabó siendo mi mayor fuente de satisfacciones: David.

Al descubrir el embarazo, decidimos seguir adelante con él, casarnos y dedicar todos nuestros esfuerzos a criarlo lo mejor que pudiéramos. Al fin y al cabo, como buenos adolescentes enamorados, nos creíamos capaces de comernos el mundo sin despeinarnos. Pero como pueden suponer, las cosas no fueron tan bien como hubiéramos querido. A pesar de hacer horas como tontos, ganábamos una miseria que apenas nos servía para llegar a fin de mes. Si no hubiera sido por un préstamo de mis suegros, no creo que hubiéramos sido capaces de salir adelante sin acabar cometiendo algún delito. En fin, como les decía, las cosas no marchaban demasiado bien económicamente, pero lo peor es que el amor adolescente pronto terminó y empezaron las continuas discusiones, malas caras y peores palabras. Solo seguíamos juntos porque no nos quedaba más remedio. Y entonces llegó la lotería. El mayor premio que se había concedido hasta entonces nos tocó enterito para nosotros. Ya no teníamos que seguir trabajando por una miseria y tampoco teníamos que seguir aguantándonos por no poder permitirnos dos viviendas. Así, el divorcio resultó ser bastante civilizado, teniendo en cuenta cómo solían ser las disputas por aquella época. El único punto delicado que teníamos que tratar era David, pero por suerte era lo único en lo que siempre estuvimos de acuerdo, e incluso estuvimos de acuerdo en criarlo como si no fuéramos multimillonarios. Así que acordamos una custodia compartida en la que David alternaba pasar dos semanas con Sonia con pasar otras dos semanas conmigo.

Al principio todo fue bien, o al menos eso me hacía creer a mí mismo. Durante la quincena en la que estaba con David, me dedicaba por completo a él. Incluso mientras él estaba en el colegio yo me dedicaba a preparar no solo la comida, también todo tipo de juegos y actividades para cuando saliera de clase, o incluso para que llevara al colegio al día siguiente. No creo que la profesora de David hubiera tenido nunca un padre que colaborara tanto con todos los proyectos que ella proponía... aunque solo fuera durante la mitad de las semanas. Porque durante las otras dos semanas, en las que David estaba con Sonia, me dedicaba, por decirlo de forma educada, a dar rienda suelta a mis hormonas juveniles.

Como les decía, mi primer año de divorciado parecía marchar bien, pero empezaban a aburrirme mis quincenas de desenfreno. Cada vez me costaba más despedirme de David y cada vez me parecía más vacía mi vida cuando él no estaba. Ninguna de las muchísimas mujeres con las que me acostaba tenía el más mínimo amor hacia mí, aunque sí lo pudieran tener por mi cartera. De todas formas, para ser justos debo reconocer que yo tampoco tenía el más mínimo interés sentimental por ellas, eran simplemente un entretenimiento mientras volvía mi quincena preferida.

Así que el tiempo fue pasando y mi vida de desenfreno también. Ya solo vivía pendiente de que me tocaran mis días de custodia. Las otras semanas se me hacían eternas e insufribles. Simplemente, no quería hacer nada durante mis semanas de soledad. Me encerraba en casa y mi único contacto con el exterior consistía en ver la televisión o navegar por internet, principalmente para encargar comida a domicilio.

Y entonces descubrí la noticia que cambiaría mi vida. Unos científicos estaban probando con chimpancés un sistema de hibernación que parecía funcionar bien para cortos periodos de tiempo. Así que no me lo pensé dos veces y me puse en contacto con ellos. Supongo que debieron pensar que estaba loco cuando les dije que quería hibernar durante dos de cada cuatro semanas, pero cualquier consideración sobre mi locura pasó a ser superflua cuando les extendí un suculento cheque para financiar su investigación. Por no aburrirles con detalles técnicos y mucho menos con la tediosa burocracia que fue necesaria para conseguir los permisos de experimentación con humanos, simplemente les diré que poco más de un año después de ponerme en contacto con ellos conseguí hibernar por primera vez. Me durmieron al día siguiente de que se fuera David y me despertaron solo dos días después, para hacer una primera prueba corta. Bueno, corta desde el punto de vista de la hibernación, porque después estuvieron más de una semana haciéndome todo tipo de pruebas, que supongo que salieron bien, porque a partir de entonces las hibernaciones empezaron a durar lo que yo quería, es decir, pasaba dos semanas hibernando y otras dos semanas cuidando de David.

Me sentía completo. Desde mi punto de vista era como si estuviera con David todos los días de mi vida. Seguía siendo consciente de que teníamos custodia compartida y que solo pasaba con él la mitad de su tiempo, pero realmente era todo mi tiempo. Para alguien como yo que se había criado en un orfanato y tenía idealizado cómo debería ser un padre, no se me ocurría nada más importante que dedicar todos mis esfuerzos a cuidar de mi hijo, así que esta situación me parecía ideal.

El tiempo fue pasando y David fue creciendo, hasta que llegó el momento que llevaba temiendo últimamente: David se emancipó. Realmente fue una emancipación a tiempo parcial, porque se marchó a estudiar a una universidad cercana, así que volvía a casa muchos fines de semana y también en los distintos periodos de vacaciones que tenía. Eso sí, solo pasaba conmigo la mitad de esos fines de semana y vacaciones, porque el resto de las veces iba a visitar a su madre.

Afrontar la emancipación de David supuso un importante punto de inflexión en mi tipo de vida. ¿Qué sentido tenía hibernar dos semanas de cada cuatro si ahora no iba a poder pasar las otras dos semanas con mi hijo? Podría parecer que lo más lógico en este punto sería haber vuelto a una situación normal sin hibernación y rehacer mi vida con nuevos objetivos vitales. Pero mi comportamiento nunca ha sido demasiado lógico, y además había un inconveniente adicional. A pesar de que les he dicho que la hibernación funcionaba bien, la verdad es que solo funcionaba bien para gente suficientemente rara como yo. ¿A qué me refiero? Resulta que después del primer año de experimentación con el sistema de hibernación, los científicos trataron de comercializar el producto, para lo cual necesitaban experimentar con al menos tres humanos más antes de poder comercializarlo. A veces me sorprende la cantidad de bichos raros que vivimos en este planeta: ¡Decenas de personas se presentaron voluntarias para el experimento! Como los científicos eran mucho más sensatos que ellos, utilizaron un método muy inteligente para elegir a los tres sujetos de experimentación: se quedaron con los que más dinero estuvieron dispuestos a donar a su investigación. La experimentación con estos tres nuevos individuos fue mucho más variada que conmigo, pues como saben yo iba a piñón fijo: dos semanas sí, dos semanas no. Con los nuevos hibernantes se probaron otros periodos temporales y entonces se detectó el problema: la hibernación generaba dependencia. En cuanto se comenzaban las hibernaciones, el cerebro humano no era capaz de permanecer más de un mes consecutivo sin hibernar. Curiosamente este efecto no se producía en ningún otro animal de los usados en los experimentos, pero los humanos parecían enloquecer si trataban de permanecer más de un mes sin hibernar. Los científicos intentaron distintas técnicas para tratar de prolongar los periodos de no hibernación, pero nada funcionaba. Así que cuando se hicieron públicos los resultados, no solo se prohibió comercializar la técnica de hibernación, también se redujo a cero la financiación que obtenían a través de usuarios potencialmente interesados. La consecuencia natural fue el final del estudio. Por fortuna, la legislación fue bastante benévola para con los afectados por el proyecto, y dado que teníamos dependencia de la hibernación, se nos garantizó acceso a la misma de por vida.

Así pues, retomando mi argumentación anterior, aunque podría parecer que lo natural sería retomar una vida normal y afrontar nuevos retos vitales y todas esas cosas que se suelen decir, en mi caso no era viable. Y como ya he dicho que no soy demasiado racional, decidí que el giro que daría a mi vida iría en el sentido contrario al que haría una persona normal: en vez de no-hibernar la mayor parte del tiempo, decidí hibernar casi de continuo. Había dedicado mi vida a David, y quería seguir ayudándole en el futuro con todo lo que necesitara. Así que decidí que solo me despertaría cada vez que mi hijo me llamara. Por fortuna, mi sistema de hibernación estaba preparado desde hacía tiempo para ello, pues siempre quise poder despertar en cualquier momento que me necesitara, aunque solo fuera para hablar por teléfono.

Dicho y hecho: pasé a modo hibernación casi continua. Mi vida consistía en continuas llamadas y visitas de David, que me contaba cómo le iba la vida, me pedía consejos o simplemente hablábamos sobre cualquier trivialidad. A veces me visitaba para presentarme a alguna nueva amiga, otras me contaba que había roto con la amiga que me acababa de presentar. Así, hasta que un día me visitó para invitarme a su boda con Lucía, una mujer estupenda con la que tuvo dos hijos, Juan y Ana. Me encantaban sus visitas y, sobre todo, me encantaba ir a su casa a cuidar de los niños. Y lo que es mejor: a los niños les encantaba jugar conmigo. Les vi crecer, casarse e incluso tener hijos. ¿Cuántas personas pueden tener el privilegio de ver nacer a sus bisnietos? ¿Y cuántas les pueden ver crecer e incluso conocer a sus hijos? Desde luego, yo he sido una de ellas. Al hibernar durante la mayor parte de mi vida, apenas envejecía. Solo vivía los momentos realmente importantes para mí, que en mi caso eran los momentos importantes de mi familia. He estado en cumpleaños, graduaciones y bodas, pero también he estado junto a los míos en sus peores momentos. Cuando los chicos enfermaban, iba a leerles cuentos. Cuando rompían con sus parejas en la adolescencia, me llamaban para contármelo. Supongo que por motivos de edad se sentían más próximos a mí que a sus propios padres, o simplemente pensaban que yo no se lo contaría a nadie, quién sabe...

La muerte de Lucía fue un gran golpe tanto para los chicos como para David. Como debe esperarse de un buen padre, yo estuve con ellos en esos momentos todo lo que pude, dándoles todo mi apoyo. Ahora bien, el momento más duro para mí fue cuando Ana me despertó para decirme que David se estaba muriendo. Hacía tiempo que arrastraba problemas respiratorios, pero parecía que esta vez era la definitiva. Debido a su avanzada edad, los médicos pensaban que podría aguantar a lo sumo dos días más de vida. Curiosamente, en el momento de su muerte, le vi feliz. Es curioso cómo cambiamos nuestra percepción de la vida y de la muerte según vamos envejeciendo. Él había tenido una vida plena, tanto personal como profesionalmente, había sido querido por amigos y familia, y en el momento de su muerte estaban junto a él sus hijos y sus padres, ¿qué más podía pedir? Sí, me han entendido bien, estábamos junto a él sus padres. Resulta que Sonia quiso copiar mi modo de vida y fue una de las tres cobayas que probaron el sistema de hibernación después de mí. Al principio pensé que el único motivo por el que se apuntó fue que no podría aguantar ver cómo yo me mantendría joven mientras ella envejecía, pero más tarde descubrí que realmente sentía envidia de mi modo de vida. Le gustaba sentir que pasaba todo su tiempo con su hijo. En el fondo nos parecíamos más de lo que nos gustaría admitir.

Como les decía, la muerte de David fue un duro golpe para mí, pero también para Sonia. Para Ana y Juan era una situación dolorosa, pero al fin y al cabo era ley de vida: su padre ya era anciano, arrastraba problemas de salud desde hacía tiempo y, aunque es duro perder a un padre, se acaba asumiendo con cierta naturalidad. Para nosotros era mucho más trágico: no hay nada peor en esta vida que ver morir a tu hijo. Éramos conscientes de que había tenido una larga vida y de que había sido feliz incluso en su muerte, pero para nosotros, que aún éramos bastante jóvenes, no dejaba de ser aquel niño al que habíamos dedicado toda nuestra vida. Pregúntele a cualquier padre de 40 años si le costaría trabajo superar la muerte de un hijo. Para nosotros, esa era nuestra realidad, aunque seguramente nadie más que nosotros podía entenderlo completamente. Quizá fue por eso que nos sentimos más unidos que nunca, unidos en el dolor por la pérdida de un hijo, que es algo mucho más fuerte que el simple amor adolescente que nos había unido hacía tanto tiempo.

Permanecimos un mes entero sin hibernar. Tratamos de apoyar a Ana y Juan tras la muerte de David, pero lo cierto es que fueron ellos quienes nos ayudaron a nosotros a seguir adelante. Pasar tiempo con mis bisnietos me hacía sentir bien, hacía que todo tuviera sentido. Me sentía útil y, sobre todo, me ayudaba a olvidar el dolor por la muerte de David. Supongo que a Sonia le pasaba lo mismo. Cuando llegó el momento de hibernar, Sonia y yo acordamos que nos despertaríamos a la vez. Como es lógico, durante los años anteriores habíamos coincidido en diversos acontecimientos familiares, pero siempre habíamos mantenido ciertas distancias. Esta vez nos necesitábamos. Nuestra principal razón de vivir ya no existía y nadie más que nosotros nos podía comprender, así que como mejor nos sentíamos era hablando entre nosotros, compartiendo con el otro las vivencias que cada uno había tenido con nuestro hijo. Así, poco a poco, fuimos contándonos todo, completando con el otro la información parcial que teníamos de la vida de David. Son curiosas las vueltas que da la vida, pero aquellas mismas dos personas que no se soportaban y que tuvieron que divorciarse, al final acabaron enamorándose. Bueno, realmente no es justo decir que eran "las mismas personas", todos cambiamos con nuestra experiencia, y en nuestro caso nuestras vidas fueron muy especiales.

Sonia y yo nos despertábamos juntos, visitábamos juntos a la familia, todo lo hacíamos juntos. Pero no queríamos cambiar nuestro modo de vida, así que decidimos seguir despertándonos solo para los momentos importantes de nuestra familia. Estuvimos con nuestros nietos y bisnietos en todos sus momentos importantes, hasta la muerte de todos ellos. Ahora bien, para nuestros tataranietos (¡y no digamos ya sus hijos!) éramos simplemente unos frikis a los que había que aguantar porque sus padres lo decían. No podían entendernos y desde luego no nos consideraban parte de su familia. No les puedo culpar, al fin y al cabo éramos unos bichos raros, que tenían costumbres antediluvianas, hablaban con un tono antiguo, contaban historias sobre gente muerta a la que ellos nunca habían conocido y, sobre todo, les hacían sentir incómodos ante sus amistades. Así, tras la cuarta generación perdimos el contacto directo con la familia. Nos despertábamos para celebrar acontecimientos y aprovechábamos para indagar por cómo les iba a nuestros descendientes, pero sin entrar en contacto con ellos.

Nos convertimos en una pareja sin hijos que viven volcados el uno en el otro, compartiendo todas las experiencias, siendo espectadores de los cambios de la humanidad, viendo nacer y morir nuevas tecnologías, religiones, modelos sociales y económicos, regímenes políticos, incluso imperios completos. Ya nada nos sorprende ni nos interesa, vivimos casi aislados del mundo. Es curioso, en nuestra adolescencia nos prometimos amor eterno sin entender realmente lo que significaba. Cuando maduramos rompimos nuestra promesa. Pero cuando alcanzamos la madurez real, retomamos nuestro amor con una intensidad mayor de la que nunca pude pensar. Aunque parecemos una pareja, realmente ya somos una única persona con dos cuerpos que no saben estar el uno sin el otro. Ahora, ya ancianos, habíamos sincronizado nuestros sistemas para despertarnos el día de nuestro 300 aniversario de bodas. Sonia se ha despertado muy débil. Apenas ha podido moverse. Me ha mirado con sus preciosos ojos verdes, me ha dado un beso y he visto cómo se iba apagando poco a poco. En su último aliento he podido oír un último "te quiero" mientras mis lágrimas corrían por mis mejillas. Ya no tiene sentido seguir, no quiero volver a despertar, pero no me siento con fuerzas para suicidarme. Programo el sistema para despertar dentro de un millón de años, con la esperanza cierta de que nunca despertaré. Me despido.

Adiós Sonia.

Te quiero.

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