Me había enamorado y sentía que estaría con ella para siempre.
-Tengo que contarte algo -me dijo ella al poco tiempo.
Podría haberme dicho que estaba casada y tenía cuatro hijos. Podría haberme dicho que era la líder de un grupo terrorista. Podría haberme dicho que tenía una parafilia rara con los Pokémon. Lo que no me esperaba es que me dijera:
-Soy inmortal. Bueno, no literalmente... Si me cae un piano encima, moriría, claro. O podría morir de algo infeccioso, supongo. Quiero decir que no puedo morirme de vieja, no envejezco.
No, eso no me lo esperaba. Le pedí que, para demostrarlo, me contase algún hecho muy antiguo, algo del siglo xii por ejemplo.
-Soy inmortal, pero mi memoria no es infinita.
Eso no lo entendía.
-Pues no, ni siquiera recuerdo ningún hecho concreto de aquella época que pueda contarte. No recuerdo nada de entonces. De hecho, puede que ni siquiera haya vivido esa época. Que sea inmortal no significa que lleve aquí desde el big bang, o desde la época del primer ser humano, o algo así, qué tontería. Pude haber nacido hace solo cincuenta o cien años, por ejemplo. Podría ser así, pues de hecho no recuerdo cuando nací.
Pero entonces, ¿cómo podía saber que era inmortal?
-Simplemente lo sé. Sé lo suficiente como para poder afirmar que no envejezco. Y si sigues conmigo más tiempo, tú también podrías llegar a saberlo por ti mismo, pues tú también podrías volverte inmortal a mi misma manera.
¿Así que aquello era contagioso? Bueno, no parecía una mala cosa de la que contagiarse.
-De hecho, también podría funcionar en la dirección contraria, pues otra posibilidad sería que tú me volvieras mortal a mí. Si estamos juntos suficiente tiempo, necesariamente tendrá que ocurrir una de las dos cosas.
Vaya, qué mitológico: la diosa que podría convertirse en mortal como castigo por unirse a un simple mortal. ¡Épico! ¡Maravilloso!
-Pero tampoco lo veas como que me arriesgo a una pérdida inconmensurable por estar contigo. No pienses que dicha eventualidad me privaría de sentir yo misma la vivencia de unos hipotéticos infinitos años por delante. No funciona así exactamente.
Aquello no lo entendía. Pero bueno, sí que entendía que, o bien ambos acabábamos siendo mortales, o bien siendo inmortales. Vale. Lo importante era que la segunda posibilidad no hacía falsa la frase con la que comencé este relato, y de hecho le daba una nueva dimensión que excedía lo cuantitativo por definición: mi enamoramiento era tal que sentía que deseaba estar con ella para siempre, incluso aunque aquello no acabase siendo simplemente una forma de hablar.
-Eso no será posible, no podremos estar juntos para siempre.
Conocía y comprendía aquello que se dice de que la pasión se acaba antes o después, no era un ingenuo. Pero sentía que nuestro amor, el nuestro en particular, sí podría ser eterno. ¿Por qué no? Nos idolatraríamos siempre, nos admiraríamos siempre y nos sorprenderíamos siempre. Sin ir más lejos, que tu pareja te diga que es inmortal dejaba el listón muy alto en eso de sorprendernos, sin duda aquello prometía.
-Lo que dices es muy bonito y yo también lo siento así, pero no funciona así. Aunque pongamos todo de nuestra parte... simplemente tendrá que acabarse. Ya lo entenderás.
Pero no lo entendía.
Los meses siguientes fueron maravillosos. No parábamos de conocernos y de conocer el mundo a través de los ojos del otro, de compartir rutinas que no resultaban tales y de hacer el amor. Llegué a preguntarme si podríamos llegar a tener hijos.
-Si acabásemos siendo ambos inmortales, no. Si finalmente fuéramos mortales, sí.
Sin saber muy bien qué mecanismo regía esa regla, veía que aquello tenía sentido después de todo: los inmortales no deberían poder reproducirse, so pena de poder acabar convirtiendo todo el planeta antes o después en una grotesca manta continua de inmortales, una amalgama caótica de cuerpos inmortales aplastados unos contra otros. No era difícil imaginarlo.
Un día me miré al espejo y me extrañé muchísimo. Tenía los ojos azules. Recuerdo que me habían dolido durante los días anteriores. ¿Dónde estaban mis ojos marrones de toda la vida?
-Ya ha comenzado.
¿El qué? ¿Lo de que yo me vuelva inmortal? ¿O lo de que tú te vuelvas mortal?
-Todavía no se sabe, pero ya ha comenzado.
Otro día, noté que ella se había puesto morena, pero no había tomado el sol. ¿Cómo era posible?
-Es porque tú eres más moreno de piel.
¿Cómo?
Luego, tras notar durante unos días una inexplicable inflamación en mis orejas, éstas se separaron ligeramente, volviéndose como las de ella. Después, las manos de ella se hicieron un poco más grandes, como las mías. ¿Qué significaba aquello?
-Ser inmortal no significa no cambiar. Piénsalo, no cambiar resultaría mortal en un mundo donde todo lo demás cambia. Digamos que los mortales, como grupo, cambiáis de manera discreta: muere una generación y es reemplazada por la de sus hijos, que es diferente, y así sucesivamente. Pero los inmortales cambiamos de manera continua: somos los propios individuos los que cambiamos poco a poco. Los mortales tenéis el instinto del sexo para premiar la reproducción y así poder crear a la generación siguiente, la del cambio. Vuestros nuevos individuos son mezcla de otros dos, sus progenitores. Así la especie se mezcla y cambia. Pero los inmortales tenemos el instinto del sexo para premiar la mezcla directamente, para cambiar en vida. Con el contacto físico y el sexo, nos mezclamos.
¿Cómo? ¿Cómo había llegado la naturaleza a crear un mecanismo tan sorprendente?
-En realidad no es tan raro, todo el mundo sabe que hay bacterias que siguen funcionando así. De hecho, dicha forma de cambiar es más antigua, es previa a la invención del sexo: una bacteria introduce un cilio en otra y, como si fuera un virus, cambia algunos genes en el núcleo de la segunda bacteria, todo ello en vida. Así logra que en adelante ésta se parezca más a aquélla. Si lo comparamos con dicho mecanismo, la única diferencia de mi forma de cambiar, de la de todos los inmortales como yo, es la presencia del sexo, que compartimos con vosotros. De hecho, no debería hablar de nosotros y vosotros, pues somos la misma especie y nos mezclamos entre nosotros, a vuestro estilo discreto o a nuestro estilo continuo. La única diferencia está en algunos genes.
Pero, ¿cómo puede cambiar un órgano en vida?
-No soy bióloga, pero digamos que es como un cáncer controlado. Además, durante varias oleadas, las células pierden su diferenciación y vuelven al estado de células madre, para después volver a poder reprogramarse con su nueva forma, con su nueva genética cambiada. Creo que es algo así.
Todo aquello continuó: adopté su complexión, ella mis labios, yo su color de pelo, ella mis dientes. Todos los cambios iban acompañados de algunos días de inflamación en las zonas afectadas. También me dolía el cuerpo por dentro, pues obviamente muchas de mis vísceras estaban convirtiéndose en copias de las de ella, o mezclas de las de ambos, o lo que fuera que implicasen esos genes suyos que estaba adoptando mi cuerpo.
Entonces empezó la fase borrosa. Mi mente empezó a tener lagunas, empecé a olvidar hechos de mi infancia, perdí habilidad al volante. Para mi decepción, esto no iba acompañado de recibir alguna de las habilidades o conocimientos de ella, no aprendí a tocar la guitarra ni heredé sus conocimientos de arte. Tampoco ella heredó ningún conocimiento o habilidad míos, simplemente olvidaba cosas y se hacía más torpe como yo.
-El proceso de adoptar algunos aspectos del sistema neurológico del otro, y en particular de su cerebro, tiene ese efecto que estás observando. Se desencadena al morir unas neuronas y nacer otras nuevas en su lugar. De hecho, debes saber que dicha pérdida de información en tu cerebro es irreversible. Volverás a conducir bien si vuelves a practicar, pero no porque lo recuerdes, sino porque vuelvas a aprenderlo con nueva práctica. No volverás a recordar las fases de tu infancia que olvides, pues no volverás a vivirlas. En algún momento empezarás a perder vocabulario o habilidad gramatical al expresarte, y sólo podremos seguir hablando porque seguiremos practicando el habla cada día. No se nos olvidarán a ambos las mismas palabras a la vez, así que cada uno aprenderá las palabras olvidadas del otro.
Todo esto me resultó inquietante. De hecho, aquel efecto colateral me parecía un grave fallo de todo ese mágico proceso de mezcla mutua. ¿Por qué no mantener la memoria propia? O al menos, ¿por qué no recibir recuerdos del otro?
-No sería bueno. Tienes otro esqueleto, así que tienes que aprender a andar de otra forma que armonice con él. Tienes otro estómago, así que tienes que aprender a comer conforme a lo que te pide tu nueva forma de digerir. Tienes que reaprenderlo todo para manejar bien este nuevo cuerpo que ahora tienes. Tampoco sería bueno que, por ejemplo, adoptases en tu mente la manera de andar que yo tenía antes, pues no te estás convirtiendo en mí, sino en una mezcla de ambos, algo nuevo. Tu sistema nervioso y tu cerebro tienen que adaptarse a ello reseteándose por partes, función a función, borrando un recuerdo tras otro, una habilidad tras otra, y creándolas de nuevo con el uso, con vivencias nuevas.
Olvidé las películas que me gustaban, y mis nuevas películas preferidas pasaron a ser las que vimos juntos, que no sabía si había visto antes o no pues las había olvidado. Olvidamos cómo se cocina y volvimos a aprenderlo juntos. Olvidé a mis padres y mi única familia pasó a ser ella. Aprendimos juntos a tocar el piano y a hacer ganchillo. Tras resetearse, nuestra percepción del mundo pasó a basarse totalmente en las mismas experiencias compartidas, y a ser interpretada por los mismos ojos, oídos, y cerebros moldeados por los mismos genes convergentes. No era de extrañar que desarrollásemos los mismos gustos, incluyendo por ejemplo las mismas opiniones políticas o el mismo estilo musical preferido.
Le vi gracia poética a todo aquello: nuestra fusión llegó a tal punto que estábamos convergiendo literalmente, nos estábamos convirtiendo en uno solo. El objetivo metafórico de cualquier amor idealizado se estaba convirtiendo para nosotros en una realidad literal.
A medida que seguíamos mezclando nuestros genes, nuestro parecido físico se fue haciendo más y más evidente. Éramos la versión en chico y en chica de la misma persona, es como si fuéramos gemelos monocigóticos pero con distinto sexo. Solo el natural dimorfismo sexual humano nos diferenciaba.
Pero, paradójicamente, aquel sumun de fusión física, emocional y mental de dos personas empezó a desencadenar una alarmante carencia de complementariedad. Llegado cierto punto, ninguno de los dos podía conocer una vivencia radicalmente distinta de las del otro, ni ningún punto de vista radicalmente distinto de los del otro. No había nada que aprender uno de otro, ninguna habilidad ni rasgo de carácter que admirar en el otro porque se careciera de él. Aquella fusión entre dos personas, aquella supuesta perfección de unión amorosa por definición, estaba muriendo de éxito. Aunque la compenetración en el sexo era fácil de lograr, ver todos los rasgos propios en la pareja acabó dándonos la extraña sensación de que los coitos eran para ambos una manera retorcida de masturbarse. Aquella falta de exotismo ajeno era como un incesto rutinario, un sexo sin tabú, un jugar a ser Edipo o Electra pero sin morbo alguno. Dos que duermen en el mismo colchón, y además mezclan sus genes, y además olvidan todas las vivencias que los diferencian, se vuelven de la misma condición, y de la misma apariencia, y de la misma opinión, y en definitiva se convierten en espejos de literalidad sin osadía alguna para deformar o inventarse nada nuevo.
Nuestra compenetración como pareja era tan precisa que no necesitamos hablar.
-Sí, esto ha terminado.
Así que ella había tenido razón durante todo este tiempo, lo nuestro no podría ser para siempre. Recordé aquella conversación entre ambos que narré al principio de este relato, pero solo pude recordarla porque habíamos vuelto a hablar de ella varias veces después. De hecho, no recordaba nada anterior a nuestra convergencia de lo que no hubiéramos hablado repetidas veces durante la misma.
Así que ahora éramos dos inmortales que deberíamos seguir nuestros propios caminos. Sí, por lo visto yo me había vuelto inmortal, y no ella mortal, y la prueba de ello era que nuestra convergencia se había completado. Ella solo podía contagiarme sus genes y ser contagiada por los míos mientras mantuviera sus propios genes de inmortalidad, pues eran dichos genes los que le permitían mantener activo tal intercambio. Si algunos de los genes que recibió de mí hubieran reemplazado a los que a ella le daban su inmortalidad, entonces la convergencia se habría detenido, y habríamos podido ser una pareja que disfrutase de sus diferencias, con suerte hasta que la muerte nos separase. Pero ella siempre había tenido razón: en ambos casos posibles, con convergencia o sin ella, nuestra relación estaba condenada a terminar algún día de una forma u otra, a no ser eterna.
Sabía que nuestra relación había muerto, pero seguía recordando lo buena que había sido mientras seguimos siendo nosotros mismos. ¿Y si ambos teníamos relaciones con otras personas, lo justo para divergir un poco, y luego volvíamos a buscarnos?
Ella no tuvo que responderme, yo sabía la respuesta tanto como ella (qué tiempos aquellos en los que tenía sentido preguntar algo al otro). Para volver a sentirnos atraídos el uno por el otro, nuestra divergencia tendría que volver a hacernos significativamente diferentes, y en cualquier caso dicha divergencia nos convertiría en otras dos nuevas personas con otro aspecto y otras formas de ver el mundo, en ningún caso en las que fuimos y de las que respectivamente nos enamoramos locamente. Algún día, tampoco recordaríamos ya que esta relación que acabábamos de terminar había sido un día tan maravillosa, pues ya no habría nadie para recordárnoslo. Si seguíamos siendo inmortales, seguiríamos muriendo en cada nueva relación, en cada nueva mezcla, convirtiéndonos sucesivamente en nuevas personas.
Y así terminó aquel amor que un día fue el más maravilloso de todos.
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No sé cuántos años han pasado desde que escribí todo el relato anterior. Solo sé que, por algún motivo, relación tras relación, mezcla tras mezcla, siempre guardo estas páginas conmigo. No recuerdo detalle alguno de todo aquello pues fui otra persona cuando lo escribí, así que solo conozco esa historia por lo que narran sus palabras. Y sin embargo, añoro sentir aquello de lo que hablo, aquello que no puedo recordar porque soy otro.
Si ella ha seguido siendo inmortal igual que yo desde aquellos días, entonces tiene que estar ahí fuera en algún lugar, aunque no sea ella, igual que yo no soy yo. Sé que ella también debió decidir escribir su propio relato, pues yo lo hice. Es probable que ahora también conserve dicho relato suyo con ella, pues si la historia que les he narrado antes resultó lo suficientemente convincente como para que yo mismo la conservara a pesar de las veces que habré cambiado desde que lo escribí (imposible saber cuántas), su propio relato de aquella historia, que debe ser esencialmente el mismo, probablemente le haya cautivado de la misma manera. Por eso veo probable que ella añore, igual que yo, aquel amor que tuvimos juntos, del que tampoco podrá recordar nada y que solo podrá imaginar leyéndose a sí misma, igual que yo.
Si ambos seguimos siendo inmortales, algún día encontraré a la chica que escribió su propia versión de esta misma historia.
Y sospecho que, igual que yo ahora, cuando nos encontremos, seamos como seamos, desearemos estar juntos.