Ochoa corrió por un túnel que no conocía el sol. Los aullidos de los zombis resonaban en la garganta de hormigón como un canto gregoriano en una iglesia; mordían el aire, ciegos por la falta de luz, guiados por el chapoteo en los charcos de sangre y vísceras. El aire del túnel, estancado durante años por la falta de ventilación, había absorbido el aroma de quilos y quilos de carne en descomposición. Esas paredes de techo abovedado habían olvidado el sabor de la pulcritud o el canto de la brisa. Ochoa tenía el cuello rígido allí donde un zombi le había mordido el día anterior. La herida no tardó en curarse y dejar una cicatriz azul en la que se distinguían a la perfección los dientes de su agresor. Habría preferido la muerte.
Las piernas palpitaban impulsadas por un corazón desbocado. Allí abajo era difícil respirar y orientarse, no sabía cuán lejos estaba la salida. Corría con los brazos por delante, apartando todo lo que se interponía en su camino, sacando fuerzas de donde no las tenía a cada zancada que daba. Cada vez que bajaba el ritmo los pasos de sus perseguidores se hacían audibles a su espalda. Oía sus pies en los charcos, sus palos en los cráneos, sus gritos en las paredes.
Ochoa apartó un zombi que se cruzó en su camino y se estampó contra otro. Los dos cayeron en un charco sanguinolento. Ochoa tenía la cabeza sobre el viscoso pecho del no muerto. El zombi agitó los brazos como un escarabajo panza arriba y olfateó a Ochoa sin identificarle como una presa. El hombre se incorporó tan rápido como pudo y pasó por encima del zombi. Los pies le resbalaron por la vía del metro; avanzó impulsándose con brazos y piernas hasta erguirse por completo. Escuchaba a sus perseguidores cada vez más cerca, sus risas, sus golpes, sus pasos.
Algo le cogió del tobillo, detuvo su carrera en seco y lo zarandeó como un muñeco de trapo. El estómago se le subió a la garganta y sus brazos colgaron sobre su cabeza. Al colgar del techo en la más absoluta oscuridad, comprendió que había caído en uno de los lazos trampa. Los aullidos, las zancadas y lo golpes de sus perseguidores se convirtieron en un murmullo que llegó acompañado de agitadas respiraciones. Los chapoteos le rodearon y de las tinieblas surgió una lluvia de palos que no remitió ni siquiera cuando quedó inconsciente.
-Las vacantes se adjudicarán a aquellos que sean los primeros en llegar y superen el examen médico -la voz sonaba mecánica. Era un mensaje grabado, emitido en un bucle por la radio-. Se han establecido treinta vacantes en el refugio de Nueva Barcelona. Las vacantes se adjudicarán a aquellos que sean los primeros en llegar y superen el examen médico.
El mensaje caló en cada refugio de la vieja ciudad condal. Diecisiete años habían pasado desde el día de la primera infección. La civilización quedó reducida a refugios desperdigados por todo el globo. Aquellos controlados por los antiguos gobiernos eran los más parecidos a la civilización extinta. Tras sus muros aún había medicinas, industria, democracia, economía y todos los buenos valores del pasado. No obstante en ellos no había espacio para todos los supervivientes y los rechazados vivían en las ruinas de la civilización. Sobrevivían en refugios que, en el mejor de los casos, eran madrigueras.
El refugio de Nueva Barcelona era uno de los lugares donde se conservaba la sociedad civilizada y el anuncio de vacantes entre sus muros cayó en los demás refugios como azúcar en un hormiguero. Por toda la ciudad aquellos que anhelaban volver a una vida más sencilla y segura salieron de sus escondites; de barcos varados, de edificios de oficinas, de monumentos históricos, de estaciones de metro, de las alcantarillas. Salieron y volaron por la ciudad como perdices tras el primer disparo.
Eva y Pablo salieron de unos escaparates. Ella era una anciana, coja de una pierna, con pelo grisáceo y pobre; vivió años en el mundo anterior y soñaba con volver al pasado. Él era un muchacho de pelo negro rasurado y la piel bronceada; creció en el interior de un refugio rodeado de manos muertas; el tiempo en que todas las amenazas estaban vivas le resultaba lejano, confuso, como un breve sueño que precedió a la realidad de muertos hambrientos. Ambos abandonaron Refugio Diagonal queriendo llegar a Nueva Barcelona. Ella armada con una lanza y él con un hacha; ambos con mochilas donde cargaban unos pocos alimentos.
Salieron del refugio y caminaron por la carretera, a un lado la playa se fundía con un mar tranquilo, abandonado por los bañistas. En la luz del amanecer el horizonte se difuminaba en ascuas y turquesas. Al otro lado la ciudad se extendía más allá de la vista. Los edificios amenazaban con caerse tras años de saqueos y abandonos, la yedra trepaba por las fachadas y las ventanas, escaparates y porterías eran bocas desdentadas. Las calles estaban desquebrajadas por la vegetación que se abrió paso gracias a la sangre que la regó.
Anduvieron con precaución, entre los cuerpos que servían de alimento a gaviotas inmutables, alejados de las bocas de los edificios, por mitad de las calles, girándose a cada paso para vigilar la retaguardia.
-Tener siempre una vía de escape -Uno de los dogmas del Refugio Diagonal, Eva lo repetía como un rezo.
El viento aullaba acrecentado por los huecos edificios que se comportaban como un trombón a su paso. A medida que Eva y Pablo se adentraban en la ciudad la brisa marina desaparecía en pos de las moscas y la descomposición. El sol estaba cada vez más alto y proyectaba las sombras de los edificios como mantos negros sobre las calles.
Cruzaron varias manzanas antes de encontrar los primeros zombis. Eran tres, estaban quietos y en pie. Esperando ve a saber qué en la calma de la ciudad.
-Un zombi muerto es una preocupación menos -murmuró Pablo, otro dogma de Refugio Diagonal.
Empuñó su hacha y se acercó con pasos que apenas rozaron el asfalto. El primer zombi se giró a tiempo para que la hoja se le incrustara en la frente. Se desplomó arrastrando el hacha clavada en su cráneo. El ruido que hizo alertó a los otros dos que se giraron y avanzaron hacía Pablo con pasos erráticos. El chico se agazapó nervioso, las manos trémulas, intentaba arrancar su arma de la cabeza del difunto, pero era incapaz. Ambos zombis abrieron las bocas en un gemido hambriento, cada vez más cerca de su presa. Eva retrocedió asustada, mirando constantemente atrás.
-Tener siempre una vía de escape. Tener siempre una vía de escape. Tener siempre una vía de escape.
Los zombis ya estaban sobre Pablo cuando liberó su arma, trazó un arco frente a él y derribó al segundo de un golpe en la sien. Pablo retrocedió, aún armado, el tercer zombi tropezó con el cuerpo del segundo y cayó al suelo, a los pies de Pablo. El muchacho se movió por puro instinto y lanzó un golpe descendente partiendo la tercera cabeza en dos.
Contempló los tres cuerpos inertes en el suelo, le temblaban las piernas y el corazón le agitaba los brazos en violentas sacudidas. Eva se acercó con la cojera incrementada por el miedo, observó el entorno como un cervatillo observa la maleza.
-¿El Nueva Barcelona está muy lejos? -dijo Pablo.
-Al otro lado de la ciudad -respondió la anciana señalando calle arriba, allí donde los tejados de los edificios eran superados por el verde en la cima de las montañas.
Pararon un momento para reponer el aliento y un siseo les abordó. Empuñaron sus armas. Eva miró los alrededores, Pablo escuchó el viento aullando, las moscas zumbando en los cadáveres y el siseo. Supo que venía de una de las porterías que les rodeaban.
-Un zombi muerto es una preocupación menos -dijo yendo a la fuente del sonido.
Eva le siguió rezagada, escudriñando los alrededores con la lanza trémula apuntando a la nada.
-Tener siempre una vía de escape -decía.
Pablo llegó a la portería, la puerta había desaparecido y dentro las paredes y el suelo estaban ennegrecidos por un viejo incendio. En mitad de la portería había un cuerpo ensangrentado, sus extremidades trazaban ángulos imposibles y de su torso brotaban lanzas y saetas. Era una mujer joven que respiraba con dificultad, miró a Pablo con grandes ojos verdes cuando entró en la portería. Pablo contempló su rostro precioso, cubierto de sangre seca y cicatrices azules. El pecho de la mujer bombeaba con dificultad; arriba, abajo, arriba, abajo; las saetas y lanzas de su torso oscilaban con el ritmo de la respiración. Eva llegó a su lado y al ver la mujer apartó a Pablo y apuntó su lanza contra ella.
-¿Estás bien? -dijo nerviosa-. ¿Te ha tocado?
-¿Qué? No. ¿Qué haces? -Pablo quiso acercarse a la mujer, pero Eva le cogió del brazo-. Está herida.
-Déjala, es un zombi.
-No lo es.
-Tú no lo recuerdas -dijo Eva mirándole a los ojos-. Ellos surgieron con la infección, como los zombis.
-¿Ellos?
-Los costrázules -Eva señaló a la mujer con la lanza-. Son inmunes a los zombis, pero son infecciosos.
Pablo retrocedió asustado y miró la mujer en el suelo.
-Cuando todo empezó los persiguieron y quemaron con el resto de cuerpos infectados -Eva retrocedió y arrastró a Pablo con ella-. Déjala, tenemos que seguir.
Pablo le dio la espalda a la mujer y junto a Eva abandonó la portería. Apenas se habían alejado cuando volvió a escuchar aquel siseo.
-Aaaa...yuuu...aaaa.
Caminaron.
-Aaaa...yuuu...aaaa.
No se detuvieron.
-Aaaa...yuuu...aaaa.
Y el siseo se desvaneció.
Caminaron tan concentrados en seguir el camino que por un momento olvidaron dónde estaban y dónde iban.
Los edificios les vigilaban con ojos negros. "No queda nada", "Cuidado zombis", "No hay salida"; decían las pintadas en las fachadas de las tiendas. En los cruces los coches destartalados yacían amontonados en desastrosas barricadas que impedían tomar desvíos. Pablo y Eva avanzaban en la dirección correcta, pero sin poder elegir la ruta, como corderos al matadero.
-Mira -La anciana se detuvo y miró atrás.
Pablo la imitó y juntos contemplaron la decena de zombis que les seguían a mucha distancia con paso lento y constante. Se despertaban con el sonido de las zancadas, con el jaleo de las presas, con el olor de la carne y se unían a la persecución. Salían de los portales abandonados, de las tiendas saqueadas, se levantaban del suelo tras una nube de gaviotas.
-Tener siempre una vía de escape.
Eva empuñó su arma, pero Pablo le cogió del brazo y le obligó a dar la espalda a los zombis.
-Nuestra vía de escape es Nueva Barcelona -dijo señalando más allá de los edificios.
Anduvieron deprisa, ganando terreno a sus perseguidores. Eva arrastraba la pierna, sin pensar en las consecuencias de un tropiezo, sintiendo cada paso como un mordisco en el muslo. Los edificios eran cada vez más altos y ellos más y más insignificantes. Cruzaron junto a un autobús estrellado en una fachada y salieron a una plaza en la que los zombis se sucedían como árboles en un bosque, todos mirando al infinito, chocando unos con otros como ramas descerebradas. Palomas y gaviotas los picoteaban en un banquete sin fin. Eva giró, con el rostro desencajado por el pánico, y corrió a la pata coja deshaciendo el camino. Había olvidado qué había detrás.
-¡No lo conseguiremos! -gritó-. Es imposible.
Los gritos cayeron en la plaza como una roca en un estanque, las ondas agitaron la superficie y las cabezas muertas tomaron conciencia de los intrusos. Los zombis se movieron con pasos torpes, volviéndose hacía los vivos. Un sonido gutural surgió al unísono de un centenar de gargantas y un millar de aves emprendió el vuelo entre graznidos y plumas.
Pablo empuñó el hacha y corrió tras Eva. La anciana le llevaba ventaja y al cruzar junto al autobús se sumergió en el río de bocas pútridas que les seguía. Pablo se quedó quieto en tierra de nadie. Frente a él, la calle estaba repleta de estómagos vacios, a su espalda la plaza era un hervidero de dientes muertos y a los lados todo eran edificios tapiados. "No hay salida", decía la pintada de una de las fachadas.
Junto al autobús, Eva clavó la lanza en la frente de un zombi que cayó desplomado, retrocedió y lanzó otra estocada desesperada. El arma se clavó en un pecho picoteado y el mango se partió. Eva perdió el equilibrio y cayó. Una oleada de bocas la sepultaron y le arrancaron la carne y las vísceras sin que los gritos las detuvieran.
Pablo retrocedió al ver como Eva era reducida a una mancha cárnica en el asfalto. Sintió a su espalda el aliento putrefacto y volvió a girarse, con el hacha extendida, lanzó golpes sin control, retrocedió sitiado por una tormenta de manos ansiosas y bocas hambrientas. Lentamente el cerco se cerró en torno a él. Pablo pegó la espalda al autobús, rodeado por más zombis de los que podía contar. Una infinidad de miradas huecas, una oleada de gemidos, un manto de carne en descomposición.
Estaban cada vez más cerca. Pablo los mantenía a distancia con el hacha, empujándolos con ella, incapaz de pensar en que debía golpear. Por cada paso que daban los pies muertos, Pablo retrocedía dos. Deslizando la espalda por la chapa del autobús, yendo a la fachada; hasta que ésta le impidió seguir huyendo. El vehículo yacía empotrado contra una tienda sin dejar espacio para pasar y el portal estaba tapiado; frente a él, los zombis mantenían un ritmo incesante. Pablo forzó la puerta del autobús y unos dedos viscosos le rozaron la nuca cuando se coló en el vehículo. Cerró la puerta tras él justo a tiempo para que una boca de dientes amarillentos se estrellara contra el cristal. Pablo buscó por dónde seguir huyendo, pero estaba atrapado. La luna delantera estaba bloqueada por un montón de escombros y alrededor del autobús las manos golpeaban los cristales; manos ensangrentadas, manos pútridas, manos huesudas y muñones cercenados. El autobús se balanceaba como una barca en una tormenta. Pablo supo que estaba atrapado y se sentó en un asiento sabiendo que iba a morir allí.
Los zombis se agolpaban alrededor de un viejo autobús. A sus quejidos y golpes acudían otros no muertos, movidos por la inercia de su lógica de estímulos. El vagabundo observó la horda desde el otro lado de la plaza. Un pañuelo negro le cubría la mitad derecha de la cara y un poncho de cuero ensangrentado el cuerpo. El vagabundo observó cómo los zombis acecharon y acorralaron a un joven en el autobús. Sin plantearse el porqué, el vagabundo decidió salvarlo. Cogió su arma, una larga tubería de plomo terminada en codo, y se adentró en la horda por la retaguardia. Avanzó sin que los zombis advirtieran su presencia; los empujaba, esquivaba y apartaba con la tubería como quien pasea entre inofensiva maleza. Al llegar, los cristales del autobús estaban agrietados y ensangrentados. El aullido de ultratumba hacía temblar el suelo y se alzaba con el aroma de los muertos.
El vagabundo blandió la tubería y de un golpe aplastó la cabeza de un zombi contra la carrocería; luego apartó a los zombis de alrededor con empujones y patadas y de un nuevo golpe convirtió una ventana en una lluvia de esquirlas. De un elegante salto se coló en el interior del autobús. Pablo le recibió con el hacha en alto. A ojos del vagabundo Pablo era un crio inexperto, un cachorrito que solo sobreviviría bajo la custodia de una madre preocupada.
-Baja eso, chaval. Harás daño a alguien.
Pablo obedeció.
El vagabundo se situó bajo la claraboya de emergencia del techo y la golpeó repetidas veces con la tubería. Los brazos muertos entraron por la ventana rota moviéndose como algas arrastradas por la corriente. La claraboya cedió mostrando el cielo. Pablo no necesitó indicaciones, con torpeza elefantiásica se encaramó a la claraboya y salió al techo del autobús. Alrededor el mar de muerte embestía el vehículo con olas de manos sanguinolentas. El vagabundo salió al tejado. Pablo tanteó el borde del autobús, mirando la sucesión de cráneos fragmentados y cabezas podridas, sin ver lugar dónde huir.
-No te distraigas, chico -El vagabundo hablaba como si adiestrara un perro. Anduvo con tranquilidad hacía la fachada donde estaba empotrado el autobús, rompió una ventana del primer piso y se coló en el edificio.
Pablo reaccionó cuando el vagabundo ya había desaparecido tras el manto de tinieblas. Siguió sus pasos y se adentró en el negro ojo. El otro lado era un hogar abandonado hacía tiempo.
El vagabundo se movió con naturalidad por el entorno desconocido seguido de Pablo. Salieron a un pasillo estrecho donde se acumulaba el aroma a podredumbre y el zumbido de los moscardones surgía de cada rincón, y ascendieron sin problemas a la azotea.
Desde la cima se divisaban las ruinas de la ciudad: edificios en decadencia, ríos de zombis ocupando calles abandonadas, lejanos rascacielos convertidos en refugios. Sobre ellos estaban las montañas, enfrentadas al mar. En sus lomas nacían grandes casas, factorías y edificios de aspecto institucional. A los pies de las colinas tres gruesas murallas aislaban el refugio de Nueva Barcelona del resto de la ciudad. En cada torreta de vigilancia, al igual que en la cima de los edificios más altos, ondeaba la bandera de la ONU.
Pablo observó el refugio y la interminable sucesión de ruinas y calles que lo separaban de él.
-Gracias -dijo.
-No deberías haber salido a la ciudad -El vagabundo caminó con confianza por la cornisa que separaba el tejado del vacío, escudriñó las calles con su ojo.
-Hay plazas en Nueva Barcelona. Yo solo quería... -Pablo se calló, el vagabundo ni siquiera le miraba y tampoco estaba seguro de qué decir.
-Si quieres ir a Nueva Barcelona hay que ponerse ya en marcha -El vagabundo bajó de la cornisa y caminó con calma hacía el lugar donde el tejado lindaba con otro edificio-. El camino parece corto, pero hay muchos obstáculos, hordas en constante movimiento, saqueadores, murallas, fosos, empalizadas, trampas. No quieres que se te haga de noche por el camino, así que espabila.
El vagabundo pasó al tejado del edificio colindante. Pablo corrió tras él sintiéndose como un lastre.
-Gracias por ayudarme -dijo-. Me llamo Pablo.
-Qué bien.
Descendieron por el edificio colindante hasta una calle desierta. Pablo debía esforzarse para mantener el ritmo del vagabundo. Siguieron la calle unos metros antes de desviarse a través de un edificio. Tomaron una senda a través de tabiques agujereados y puertas reventadas y salieron a un parquecito de arboles tupidos y caminos que rodeaban un estanque verdoso. La maleza se había apoderado de los lindes del camino, los bancos estaban destrozados, en el campo de petanca se congregaban las gaviotas sobre los cadáveres y la hiedra abrazaba el tobogán y los columpios. Pablo y el vagabundo tomaron uno de los caminos que cruzaba el parque, la grava rechinaba con sus pasos. Tras ellos llevaban una procesión de no muertos y cuanto más avanzaban más se les unían; se levantaban de los arbustos con el cuerpo lleno de ramas y hojas, y salían de la charca con la piel pútrida y peces en las cuencas de los ojos.
Salieron del parque y se dirigieron a una boca de metro. Los pies muertos sonaban contra el asfalto descascarillado y la grava como una orquesta de panderetas y maracas. Los viajeros bajaron por las escaleras del metro hasta la reja que separaba el exterior de las tinieblas del subsuelo. El vagabundo abrió la reja sin problemas.
-El metro. Antes lo usábamos para movernos por toda la ciudad -dijo el vagabundo. Pablo le escuchaba abstraído, hipnotizado por el pesado aire que se deslizaba desde el interior
-Aquí viven los saqueadores -dijo Pablo.
-Sí, lo usan para moverse de forma segura. El metro llega junto a Nueva Barcelona así que también lo usaremos.
-¿Hay otra manera?
El vagabundo no respondió. De lo alto de las escaleras llegaron las dentaduras muertas y las manos hambrientas. Pablo entró primero, le siguió el vagabundo y cerró la reja tras él justo cuando el primer zombi bajaba rodando las escaleras. Ambos se sumergieron en la oscuridad camino de los túneles.
Pablo siguió a su guía todo lo cerca que pudo, bajó larguísimas escaleras y pasillos hasta llegar donde sentía las vías del metro bajo los pies. Llevaba rato sin poder ver qué tenía más allá de la nariz, pero se guiaba manteniendo una mano sobre el hombro del vagabundo. Los pies chapoteaban en un mejunje cálido y viscoso, el eco les devolvía cada uno de sus movimientos y extrañas presencias acechaban ocultas tras las tinieblas. Escuchaba gargantas que emitían suaves silbidos a su alrededor como fugas de gas. Se oía el ¡CLOCK! de dentaduras afiladas, el roce de cuerpos blandos y el crujir de articulaciones muertas. Pablo sabía que estaba rodeado de zombis, pero no se detenía. Andaba siguiendo el chapoteo del vagabundo, el sonido de su poncho de cuero oscilando con cada movimiento y el quejido que emitía cada vez que apartaba un obstáculo de un golpe; siempre cogido a su hombro.
Era difícil avanzar por el suelo irregular sin poder verlo. Había obstáculos duros y también blandos, hoyos llenos de caldo y baches y más baches. Las moscas se acumulaban alrededor de la cabeza, zumbaban en las orejas, tanteando boca y nariz, atraídas por una respiración viva. Pablo tropezó con algo y perdió contacto con el hombro; trastabillo en la oscuridad y un áspero tentáculo le atrapó el tobillo y lo lanzó contra el techo. El hacha le cayó cuando quedó colgado boca abajo, mecido por la inercia de la sacudida.
-¡Ayuda! -dijo, intentó añadir algo más, pero las palabras y el estómago se le acumularon en la garganta. Pasos se acercaron, picaban con furia contra el pavimento irregular. Pablo escuchó un latigazo, el quejido del vagabundo y el sonido de la tubería al caer al suelo se extendió por todo el túnel-. ¿Estás bien? -No hubo respuestas, solo el leve sonido de un forcejeo, el poncho de cuero cayendo al suelo, el murmullo de los zombis acumulándose bajo él, lejanas zancadas, tímidas risas, risas ansiosas.
Pablo se revolvió contra la cuerda que lo sostenía del techo, pero solo consiguió apretar más el lazo. Pasaron unos minutos, un silencio lo invadió todo antes de que se encendieran las luces. Había al menos seis focos, todos alineados frente a él. El resplandor amarillo iluminó una decena de rostros en descomposición y cuerpos hechos jirones; estaban debajo de Pablo, miraban al techo con los brazos extendidos. Pablo vio a los hombres que sostenían los focos, llevaban armaduras de cuero y chatarra, así como escopetas, hondas, espadas, hachas, ballestas y arcos. Los zombis perdieron el interés en Pablo y avanzaron con torpeza hacia la guerrilla. Junto a Pablo colgaba otra cuerda, balanceándose con la punta cortada. Al verla el chico comprendió que le habían abandonado.
-Nos ha tocado el gordo -exclamó la aguda voz de un saqueador.
Los zombis ya estaban sobre ellos cuando las escopetas rugieron, las hondas silbaron y las ballestas y arcos cacarearon. Cabezas pútridas se desintegraron en una nube sanguinolenta, de las frentes muertas surgieron saetas y los cráneos fueron aplastados por pedruscos.
En menos de un minuto los zombis fueron reducidos a una alfombra cárnica. Los saqueadores se acercaron a Pablo con muecas perversas. El saqueador de la voz aguda, con un casco de chapa y cuero, adornado con huesos puntiagudos y una barba rojiza de cinco puntas, se plantó bajo Pablo para examinarlo bien.
-Gracias por salvarme -dijo el chico.
-Ha sido un placer, princesa -respondió con voz de hiena. Luego empuñó su escopeta y le golpeó con la culata en la cara.
Pablo quedó colgado, inerte.
Las luces tintinearon con el zumbido de un enjambre. Las paredes de cemento estaban arañadas y cubiertas por cables y tuberías. A Pablo le pesaba la cabeza y tenía la visión borrosa; estaba atado a una camilla de hospital. La sala estaba adornada con largas mesas repletas de material médico, así como miembros y órganos en descomposición: brazos, piernas, corazones y cerebros.
Un carnicero con traje de médico paseaba por la sala. Junto a una de las mesas había un hombre atado a otra camilla. Estaba desnudo, lleno de cicatrices azules de las que supuraba sangre negra como alquitrán; le habían extirpado recuadros de la caja torácica abriendo así ventanas a sus órganos internos. El carnicero se acercó a él, le clavó una jeringuilla y le extrajo sangre. El hombre contrajo los dedos de los pies y soltó un quejido.
-Ya pasó, Ochoa -dijo el carnicero con dulzura. Luego fue junto a Pablo y le extrajo sangre con otra jeringuilla.
El carnicero fue al microscopio, preparó placas con cada muestra de sangre y las examinó usando distintas lentes. Después vació las jeringuillas en una probeta, mezcló la sangre con otro suero y la examinó al microscopio.
-Qué suerte la mía -El carnicero miró a Pablo-. Eres un puto afortunado, ¿lo sabías?
El carnicero fue junto a Ochoa y le extrajo más sangre, comprobó el fluido rojo a contra luz y se acercó a Pablo.
-Veamos cómo reaccionas a esto -El carnicero clavó la jeringuilla en el brazo de Pablo e inyectó la sangre de Ochoa.
Pablo se revolvió en sus ataduras. La sangre extraña recorrió las venas; la sentía deslizándose por su interior, extendiéndose como aceite derramado, fluyendo en él con largos tentáculos que ocupaban todo su cuerpo con un cosquilleo; y luego nada. Su cuerpo volvió a la normalidad. El carnicero le miró intrigado, ladeando la cabeza a uno y otro lado.
-¿Bien? ¿Notas diferencias? ¿Tienes ganas de comerme?
Pablo abrió la boca, la lengua seca y la garganta cerrada le impidieron hablar pero pudo esbozar una mueca de suplica. El carnicero tomó un bisturí y le hizo un tajo en el brazo. Pablo se revolvió, pero las ataduras hicieron que apenas se moviera. Junto a él, el carnicero miró como el tajo sangraba en abundancia y, de pronto, se cerró en una costra. En el brazo quedó el rojo de la sangre derramada y el azul de la cicatriz. El carnicero rió entusiasmado.
-Excelente, excelente. Tenemos un gran futuro por delante, puto afortunado.
El carnicero fue a una de las mesas y el saqueador de la barba roja atravesó la puerta de un salto, empuñaba una escopeta. Con él se colaron los disparos de los vivos, los aullidos de los muertos y los gritos de los devorados.
-Hay que irse -dijo el saqueador-. Una horda ha entrado en el túnel.
-¿Qué pasa con las trampas?
-Las esquivaron no sé cómo. Han llegado a la estación y siguen avanzando. Están cayendo todos. Coge lo imprescindible y vámonos.
-¡Cuidado! -El carnicero señaló a la puerta.
El saqueador se giró y vio a los zombis agolpándose en el quicio, luchando por entrar en la sala. El saqueador apuntó y disparó, una cabeza estalló, amartilló y disparó, otra cabeza menos. En mitad de los zombis, el vagabundo esperaba paciente, empujaba a los zombis que le rodeaban y los dirigía a través de la puerta a medida que llegaban. El saqueador disparó hasta agotar la munición, luego empuñó la escopeta por el cañón candente y la usó para golpear cráneos.
Cuando los disparos cesaron, el vagabundo se coló en la sala. El saqueador y el carnicero estaban acorralados en una esquina, los zombis se apretujaban a su alrededor, sobre los cuerpos de los que lo intentaron antes que ellos. El saqueador con la escopeta y el carnicero con un palo mantenían la distancia con los muertos, pero cada golpe que daban y cada boca que cerraban les mermaba las fuerzas y sus armas estaban cada vez más bajas. Mientras tanto, la puerta escupía más y más muertos. Al entrar ignoraban al chico y al vagabundo e iban directamente con sus hermanos, a la esquina en la que el saqueador y el carnicero no tardarían en exhalar su última fuerza.
El vagabundo se acercó a Pablo. Con su único ojo vio la cicatriz azul en el brazo del chico, sin decir nada le desató, pero Pablo no se movió.
-No tengas miedo -dijo el vagabundo apartando el pañuelo de su cara.
-Tú... -dijo Pablo mirando al vagabundo.
El rostro bajo el pañuelo carecía de ojo izquierdo, en su lugar había una reluciente cicatriz azul que explotaba por los bordes y se ramificada con delgadísimos capilares por el contorno hasta desaparecer bajo el cabello y tras la oreja.
-No puedes ir a Nueva Barcelona. Nunca te dejarán entrar. Tú y yo estamos atrapados entre dos mundos -El vagabundo tendió su mano. Pablo la tomó y se levantó de la camilla-. Ya no puedes ir a la civilización, pero sus ruinas te pertenecen.
Pablo y el vagabundo abandonaron las líneas de metro y salieron a un mundo en el que solo tenían que temer a los civilizados.