Aún recuerdo el momento en que descubrí a Ursula K. Le Guin al coger uno de sus libros en la biblioteca pública. Por aquel entonces tenía reciente El Señor de los anillos y cualquier cosa que tuviera pinta de fantasía que caía en mis manos la devoraba con ansia. Y, de repente, encuentro un libro que se llama "Un mago de Terramar". Tenía que llevármelo a casa. En ese momento no esperaba mucho más que la enésima colección de novelas derivativas del universo de Tolkien. Y lo que encontré fue un libro que rompió todos mis esquemas sobre el género. Le Guin me abrió los ojos a un nuevo modo de escribir fantasía y me hizo experimentar, de nuevo, el sentido de la maravilla.
La obra de Le Guin es extensa y abarca (casi) todos los géneros imaginables y en todos ellos se desenvolvía con estilo y soltura. En cualquiera de sus novelas encontramos momentos de genio, fragmentos de una belleza delicada que solo ella sabía crear y pasajes tocados por una sutil nostalgia por algo que no somos capaces de explicar. Y hasta en el sitio más inesperado podemos encontrar palabras que resuenan. Como en la introducción a su colección de relatos "Un pescador del mar interior". En este pequeño texto Le Guin hace una sincera apología de la ciencia ficción. Y es una pena que esta defensa de la ciencia ficción esté en este volumen. Al fin y al cabo quien tenga ese libro en las manos no necesita ser convencido, está predicando al converso. En apenas unas páginas Le Guin traza los principios que han sostenido su obra. Evitar la ciencia ficción como "literatura de ideas", alejarla de los libros de texto o manuales de instrucciones y devolverla a su justo lugar dentro de la narrativa, de la literatura: "No son las invenciones de un satanás matemático, problemas disfrazados de historias. Son historias".
Le Guin irrumpió con fuerza en una época en la que la ciencia ficción vivía un éxtasis tecnológico. La carrera espacial avanzaba cada vez más rápido y más lejos y Estados Unidos aún parecía la Arcadia próspera y pacífica que Norman Rockwell pintaba en sus cuadros. En una época donde los escritores centraban sus novelas en torno a su optimismo científico y tecnológico, ella apostó por preocuparse por lo más importante: las personas (o alienígenas) que vivían sus historias: "No acepto el juicio de que la utilización de imágenes y metáforas tecnológicas o de otros mundos, de viajes espaciales, del futuro, de sociedades o seres imaginarios, impide que la ciencia ficción tenga en cuenta la experiencia humana".
La narrativa es una manera de abrir una ventana a otros mundos. Algunos escritores tratan de hacer mundos lo más parecido posible al nuestro, otros buscan llegar a los límites de la imaginación. Pero, al final, todo son mundos de ficción que solo son accesibles a través de la lectura. La lectura nos permite visitar otras épocas, otros planetas o el modo de pensar de otras personas. El realismo nos ata a los límites conocidos de nuestro mundo y nuestra sociedad. Para poder ir más allá y trascender esos márgenes es necesario deshacerse de esas ataduras.
La magia de Le Guin es la magia de Terramar. La magia nos permite moldear la realidad, que deje de obedecer las inquebrantables leyes físicas para que obedezca a nuestra voluntad. Y en Terramar la manera de dominar a la naturaleza es a través de los nombres verdaderos de las cosas, su nombre en el lenguaje primordial de la creación. Le Guin teje nuevas realidades con sus palabras y en la urdimbre asoma la belleza que ha sido la fuente de su inspiración: La belleza de una historia puede ser intelectual [...]; puede ser estética [...]; puede ser humana, emocional, moral; es posible encontrarlas todas en la misma historia. Y sin embargo, los críticos y comentaristas de ciencia ficción tratan con frecuencia la historia como si no fuera más que una exposición de ideas, como si el "mensaje" intelectual lo fuera todo. [...] Eso es mera ingenuidad. Y deja de lado por completo aquello que me es más querido en la ciencia ficción, su belleza.