Tras contemplarla de la mano de aquel tipo alto, con pelo rapado al estilo militar, y de haber mesado su propia melena, deseó que la piel de tan raudo hombre fuese la suya. Su chica dejó de hablarle. Ella firmó la guerra con el restallido de una bofetada, que sonó como una salva de cañones, y él, antes de girar la cabeza por el golpe, vio un resplandor del pelo rojizo y leonino de ella, y cobardemente, cedió al asedio, y así pasaron dos días sin hablarse. Al tercero, sin apartarla de su pensamiento, tampoco secundó el final, y sólo hizo un hueco para la joven novia del soldado, cuya instantánea todavía bombardeaba su memoria mientras caminaba por un parque de Madrid al atardecer, cuando los edificios en el horizonte se asemejan a una gran mandíbula a punto de devorar la cúpula celeste. Entre las colinas de los jardines y los árboles en la decadencia del otoño, oyó a una joven llamando a su perro. Insistía en un nombre demasiado humano. Se le antojaba desagradable. Él recorría un sendero con la cabeza gacha, se dejaba empujar por el viento sin elegir dirección alguna. De nuevo le sobresaltó el nombre en el aire, esta vez a pocos metros de él, y alzó la cabeza y reconoció a la joven que había visto la otra tarde con el vestido de flores y las medias negras. De pie, uno frente a otro, con la tenue luz eléctrica de la ciudad, ambos perplejos: él, por la expectación ante una desconocida que ya había condenado a la ausencia que alimenta el deseo; ella, con una mueca conciliadora y tímida, arrepentida se mordía el labio y una lágrima goteo desde su barbilla. Anduvo lentamente hacia él, alargó la mano para tocarle la cara, volvió a pronunciar aquel nombre y lo abrazó como nadie lo había hecho, salvo una chica que conocía de aquí a un tiempo. Ella intentó desahogarse entre el llanto espasmódico y la risa floja, símbolo siempre de insumisión ante la fatalidad. Perdona, dijo ella, y añadió algo como "nunca más te dejaré ir, fue mi culpa, fueron mis celos, jamás te haré sentir mal". El joven entendió la equivocación, pero no dijo nada, y la apretó contra su pecho tan atónito como alborozado. La noche entonces era cerrada. Sugirió que fueran a su casa, donde podrían reconciliarse. Él únicamente asintió con la cabeza, se dieron la mano y lo condujo a través de un barrio de calles antiguas y estrechas que nunca había visto. Sus pasos eran erráticos y débiles, ella lo guiaba, como la muerte en un mural de Albertus Pictor. En más de una ocasión pensó en dar la vuelta y volver a su pequeña habitación alquilada y no tentar más al destino. "No se puede jugar una celada como esta y pretender salir ileso", se dijo, a la par que sucumbía a la inercia del engaño, acosado por las sombras de los callejones que le invitaban a sumergirse más y más en el sueño, y por el encanto y determinación de la joven cuyo nombre no sabía y que, sin embargo, fingía conocer. No halló su propia voluntad, laberíntica como aquel arrabal. Pero, al fin, se detuvieron delante de una casa rústica, con una fachada de adornos de piedra gastados por el tiempo, en la cual aún se podía reconocer las vegetaciones moriscas. Un escalofrío le recorrió la espalda. Cruzaron una puerta de madera con grandes goznes y una aldaba que había erosionado la superficie. Dentro, un patio interior con balconada cuadrangular de corte árabe, una fachada y columnas cubiertas por una retorcida hiedra. En las sombras de los soportales apenas podía percibirse la figura de un hombre, que al ver a la pareja entrar, se levantó y con paso magnánimo se dejó iluminar por la luna que se vertía en el centro del patio; dejó ver su barba canosa, sus párpados cansados de esperar, una guayabera grisácea y unos pantalones de trabajo, y sus ojos hostiles que no apartó del rostro del chico en ningún momento. Y silencio. Hasta que la chica intervino, como las mujeres de Picasso, implorando una tregua informe y forzosa, y lo llamó padre; y el anciano, hija; y del joven no hubo palabra. Dentro de la casa los muebles viejos y estanterías rebosaban de artículos de recuerdo de Madrid, y fotos de su hija con un joven con el pelo muy corto, de hombros anchos. Aunque, luego pensó, tampoco parecía demasiado grande, era muy posible que se pareciera a él, lo que le recordaba, por otro lado, que hacía tiempo que no se cortaba el pelo y, estaba claro, que a ella le gustaba así. La madre, una señora hirsuta y con una inaudita jovialidad, no dejaba de traer bandeja tras bandeja de pescado, aderezado, horneado, frito y sometido a otras tantas técnicas culinarias que ocultase la evidencia de que todos los platos estaban hechos con los mismos ingredientes y prácticamente de la misma manera. La madre se equivocó como hizo su hija, se dirigió a él con un nombre que no era el suyo, aunque la firmeza con la que lo pronunciaba, así como el comportamiento del resto de comensales, que reaccionaban escrutándole el rostro, buscando una respuesta fática, le hizo creer que podía estar él equivocado y que no le hubieran llamado por otro término que no fuese su nombre, que quizás el que pensaba que tenía no lo era, o tal vez lo era y no sabía decir que lo era. Él asintió con una sonrisa, sin saber el motivo de la alusión, y se llevó otro trozo de pescado a la boca. Y volvió a pasar desapercibido. En cuanto regresó a casa, tan eufórico como confuso, no tardó en coger una antigua máquina cortapelos que tenía guardada en casa desde no sabía cuándo y no sabía por qué y se rasuró el pelo hasta que pudo notar la raíz tirando del cuero cabelludo al pasarse la mano por la cabeza. Y se vieron aquella misma tarde, y la siguiente a esa, y muchos días más. Se prometieron no volver a enfadarse, estar siempre juntos ocurriera lo que ocurriera, él la miró a los ojos, la besó, y bajaron por la calle hasta la zona comercial. Cogidos de la mano, jugaban con sus dedos y se hacían muecas para hacer reír al otro. Y cuando nada podía ser más perfecto, él giró la cabeza y comprendió que no podía fingir quien no era, que la definición del amor es hambre, y la de perfección, previsibilidad; y durante mucho sabía que en sus brazos no habría vida posible. Disimuló ver a aquella chica pelirroja, de cintura de avispa y mirada inteligente, aferrado al brazo de un joven de pelo largo, menos formal que él, pero apuesto a su manera. Y vio cómo los miraban, y pasaron de largo. La felicidad era para otro, siempre para otro. Su mano quedó descolgada, su novia lo miró con rabia y tristeza, gritó que nunca había sido suficiente, lo maldijo y corrió, rota en llanto, entre la multitud hasta perderse; y él caminó despacio hacia la periferia. Su pensamiento era una hebra rojiza que se desenvolvía como las calles se van desplegando por el plano de la ciudad; se desplegaban como se reducía el futuro sobre su horizonte. O así lo creía entonces, antes de saber que al tercer día el infierno volvería a llamar a su puerta. Y lo acogió con dulzura, su hastío desapareció, su mente volvió a ser vacía y sus dedos se mezclaron en el fuego del tiempo. Recordó, en sus labios, aquello que dijo cierto poeta: ...Y me acuerdo de lo eterno, y de las estaciones muertas, y de la presente y viva, y de su música. Así que, entre esta inmensidad, mi pensamiento anego, y naufragar me es dulce en este mar.