-¿Nicolás?
-El sol está a 149,6 millones de kilómetros de la Tierra.
-Gracias, Nicolás. Te lo acaba de decir tu madre, ¿verdad?
Nicolás dudó por un momento. Luego negó enérgicamente con la cabeza.
La profe suspiró profundamente. Se le ocurrió preguntar al niño qué era un kilómetro, qué era ciento cuarenta y nueve, o qué era coma. Se le ocurrió preguntarle cómo un niño vestido con un baby podía saber esas cosas. Pero la culpa no era suya.
Ensimismada, recordó la conversación que había tenido con una madre durante una tutoría, la semana anterior. "Ya sé que no podéis quitarle el cacharrito, que se lo incrustasteis dentro de la cabeza. Pero, ¿no puedes al menos no usarlo cuando ponga un control?". La madre se quedó ahí, sonriendo, sin responder, ante lo cual la profe no pudo contenerse más. "¡¿Es que acaso seguirás ahí, chivándole todo lo que tiene que hacer, cuando sea un adulto y esté trabajando?!". Y la madre siguió sonriendo, sin responder.
La profe volvió a suspirar profundamente. Normalmente, eran sus compañeras de más de cincuenta años las que se dedicaban a contar periódicamente el tiempo que les faltaba para jubilarse. Lo que no era normal era que hubiera empezado a hacerlo ella. "¡Nadie debería estar contando diariamente el número de días que le faltan para jubilarse, cuando todavía le faltan más de diez mil! ¡Nadie!" pensó amargamente. Y la culpa de todo la tenían aquellos malditos implantes.
Entonces se dio cuenta de que Mateo estaba hablando muy bajito con su madre. Como el niño estaba ensimismado en la conversación, no vio cómo ella se acercaba para escuchar.
-¡Mamá, se me han desatado los zapatos! -susurraba Mateo sin mirar a nadie en particular- ¿Puedes atármelos tú? ¿Pasas a control remoto, entonces?
Entonces Mateo puso los ojos en blanco y, con la destreza de un adulto, comenzó a atarse los zapatos rápidamente.
Eso era lo que la profe detestaba más profundamente. El control remoto. Si dar clase a veinte niños con asistente permanente invisible era triste, dar clase a zombis ya era lamentable. ¿Por qué seguían compitiendo las madres para ver quién hacía mejor un barco con macarrones de colores? ¿Por qué seguían compitiendo para ver cuál de ellas componía mejor los macarrones? En el fondo, sabía que siempre había sido así con las manualidades mandadas para casa, pero ¿también en las tareas hechas en el cole?
Qué depresión.
Llegó la hora del recreo. Los niños comenzaron a formar la fila para salir del aula.
Al sumarse a la fila, Aarón tropezó y empujó a Felipe. Entonces Felipe reaccionó instintivamente, dando un manotazo a Aarón. Molesto, Aarón volvió a empujar a Felipe, esta vez a propósito.
La profe oyó a Felipe susurrar: "No mamá... que no me estoy dejando pisotear ni nada, si no ha sido para tanto...". Entonces Aarón susurró para sí mismo: "Que no, mamá, vamos a dejarlo así, que luego se nos pasará y...".
Entonces Felipe puso los ojos en blanco y dio un puñetazo en la cara a Aarón. Aarón, incrédulo, se llevó la mano a la nariz. Poco después, los ojos de Aarón también se pusieron en blanco, y le dio una patada en la espinilla a Felipe.
La profe se echó las manos a la cabeza. Se le escapaban lágrimas por los ojos.
-¡Madre de Felipe! ¡Madre de Aaron! -gritó desesperada mientras Aaron y Felipe, en trance, seguían repartiéndose mamporros-. ¿No os dais cuenta de que os estáis pegando entre vosotras, usando a vuestros hijos como muñecos? ¡Basta! ¡¿O acaso... lo estáis haciendo precisamente porque lo sabéis?! ¡¿No os dais cuenta de que va a ser a ellos a quienes les duela?! ¿¿Es que estáis locas??
La profe intentaba separar a los dos niños pero, ante los diestros golpes teledirigidos que estaban intercambiando ambos niños vestidos en sus babys, ella misma también empezó a recibir involuntariamente algunos de los golpes.
Mientras los niños no paraban de pegarse, la profe empezó a llorar desconsoladamente.
-¡Aaaahhh! ¡Aaaahh! -sollozó-. ¡No lo aguanto más! ¡Ma...! ¡Mamá, ayúdame! ¡Mamá!
Pero sabía que su madre sí haría en aquel momento lo mejor para ella.
Su madre no respondería.