Aunque generalmente se trate de un fenómeno que pase desapercibido, la producción de relatos y novelas de ciencia ficción que exhiben algún ingrediente serio de naturaleza matemática (real, distorsionada o completamente ficticia) es más numerosa de lo que pueda parecer a primera vista.[1] Mientras algunas de estas creaciones son meritorias por combinar ideas más o menos complejas, ajenas a la intuición, con desarrollos propios de la literatura de anticipación, en otras el mensaje científico queda reducido a un mínimo (o el vacío), al ser su función mera utilería decorativa. Queda enmarcada en esta categoría una cantidad inmensa de novelas y relatos cuya trama menciona alguna teoría matemática de forma superficial, así como otras obras que hacen alusión a alguna destreza aritmética perdida, usualmente como consecuencia de una dependencia tecnológica extrema o una regresión debida a alguna catástrofe natural o guerra. El objeto de estas líneas no es detenerse en estos numerosos ejemplos, que podríamos calificar como triviales, sino analizar obras de ciencia ficción cuyo contenido matemático sea más ambicioso que las normas del manejo adecuado de una regla de cálculo o unas tablas de logaritmos, y donde el elemento analítico, geométrico o aritmético sea fundamental para la coherencia (o, en ocasiones, la incoherencia) de la historia. Las cuestiones relativas a la teoría de la probabilidad, así como a los métodos estadísticos, pueden verse como una clase aparte, algunos de cuyos aspectos ya hemos comentado con anterioridad. Tan sólo citaremos La gigantesca fluctuación (1973), que figura entre las obras breves menos conocidas de los hermanos Strugatskii'. El protagonista de la historia es un hombre que, por causas desconocidas, se convierte en el foco central de fenómenos cuya probabilidad, siendo despreciable, no excluye que puedan darse. De este modo, es capaz de obtener noventa y ocho caras al lanzar cien veces una moneda, o verse sorprendido por una tormenta tropical en el desierto del Gobi. Además, en su cercanía se generan campos magnéticos en condiciones nunca observadas pero teóricamente posibles, así como fenómenos atmosféricos locales que provocan que personas situadas cerca de él sean absorbidas por un torbellino y vuelen a su alrededor. Lejos de sentirse acomplejado por ser el atractor de manifestaciones tan exóticas, el protagonista asume filosóficamente su condición y se define a sí mismo como la "gigantesca fluctuación''. Aunque el trasfondo de la historia son las leyes de la probabilidad, los autores enumeran también la dinámica de gases, la termodinámica de procesos reversibles y la entropía, todas éstas nociones para cuya descripción son precisos métodos estadísticos, y que dejan la puerta abierta a posibilidades nunca observadas totalmente ajenas a nuestra experiencia, pero no descartables desde el punto de vista formal.
El ejemplo clásico de ciencia ficción de vertiente matemática que suele presentarse como canónico es la novela Planilandia de E. A. Abbott, aparecida en 1884, donde unos seres bidimensionales narran con estupor sus impresiones al ser visitados por habitantes del espacio tridimensional. Este texto no es propiamente ciencia ficción, sino que se trata de un ensayo seriamente planteado con fines pedagógicos y posiblemente, teológicos. Apoya esta hipótesis que el protagonista de la historia, un cuadrado, enfoca la visita de los seres de la tercera dimensión desde el punto de vista sobrenatural, como una especie de experiencia mística. No obstante, el texto de Abbott es un referente histórico que merece ser mencionado, y que ha inspirado secuelas o generalizaciones más próximas al género, tales como Sphereland de Dionys Burger, donde se trata de forma bastante amena la noción de curvatura espacial y de un universo en expansión, o la novela Spaceland de Rudy Rucker, en la que se relatan las peripecias de un ingeniero de Silicon Valley involucrado en una guerra con un trasfondo comercial entre seres tetradimensionales, que tienen la absurda pretensión de extender su negocio de telefonía móvil entre los seres humanos. A pesar de la originalidad en su planteamiento, ciertos elementos propios de la opereta espacial hacen la lectura algo pesada, de modo que se trata probablemente de un texto apreciable sólo por los incondicionales al género.
Precisamente el desplazamiento hacia la cuarta dimensión o la interacción con la misma ha sido uno de los temas favoritos y recurrentes de los autores, claramente motivado por el impacto de la Teoría de la Relatividad. Al margen de las obras que se refieren específicamente a los viajes en el tiempo, que constituyen una categoría aparte que analizaremos en otra ocasión, la calidad de una mayoría de los relatos sobre interacciones multidimensionales es cuestionable, bien por la mediocridad del argumento, o a causa de la poca pericia geométrica del autor. Afortunadamente, hay ejemplos diametralmente opuestos que muestran cómo debe estar estructurada una genuina narración de ciencia ficción. Destacamos dos títulos que tanto por su calidad literaria como por la solidez de su argumentación debieran ser conocidos. En primer lugar, una notoria aportación debida a Herbert G. Wells, quien escribe El caso Plattner en 1896.[2] El infortunado protagonista del relato descubre cómo debe rotarse un objeto tridimensional en el espacio tetradimensional, de modo que el objeto se trasforme en su imagen especular, lo que tiene como consecuencia que la disposición interna de sus órganos cambien de sitio inesperadamente. La anécdota curiosa es que este texto fue duramente criticado por un comentarista literario como mera superchería pseudocientífica, cuando los hechos geométricos presentados por Wells son absolutamente impecables. El principal mérito de dicha reseña es haber dejado constancia escrita de la completa futilidad de cierto tipo de pedante crítica académica, que ratifica el sabio corolario de que sólo se debiera opinar sobre aquello que se conoce con fundamento.[3] Una historia igualmente entretenida, a la vez que osada, es ... Y construyó una casa torcida (1941) de Robert Heinlein, donde se narra como un arquitecto se empeña en diseñar una moderna casa formada por ocho cubos acoplados de tal forma que correspondan a las 3-caras de un cubo tetradimensional (llamado teseracto o hipercubo). Aunque tal construcción no es posible en tres dimensiones, el arquitecto trata de imitar lo mejor posible esta disposición. Sin embargo, antes de ser estrenada la casa, un temblor de tierra cambia la disposición geométrica interna de la misma, con lo cual los compradores y el arquitecto se ven sumergidos en una extraña geometría (el lector puede hacerse una idea concisa recordando el famoso cuadro Relatividad de M. C. Escher) que les impide abandonar la casa una vez que han accedido a ella. Finalmente, logran evadirse por una ventana antes de que el exótico edificio sea completamente absorbido por la cuarta dimensión. El resultado de la singular experiencia es un espléndido solar vacío, unos clientes que seguramente no han disfrutado con el paseo interdimensional, y un arquitecto entusiasmado con las observaciones realizadas, que ya está proyectando una segunda y revolucionaria versión de su casa de ensueño tetradimensional. Sin que en ningún momento la narración pierda fluidez, Heinlein pone especial cuidado en no introducir errores de interpretación relativas a las propiedades de los tales hipercubos, indicando acertadamente que los hechos aparentemente paradójicos son consecuencia de que sólo puede observarse un hipercubo a través de una proyección.
Sin duda alguna, concebir un relato de ciencia ficción que tenga como argumento un concepto matemático y procurar que sea simultáneamente un texto ameno, es una tarea difícil, tanto desde el punto de vista técnico como literario. Por un lado, la trama debe ser hasta cierto punto independiente del formalismo matemático que se use, sin que éste resulte superfluo, mientras que, por otro lado, debe tratarse de una noción que, al menos en el plano informal, le resulte medianamente conocida al lector, con el fin de evitar que éste interrumpa la lectura como resultado de un tedio insoportable o una justificada incomprensión. En este marco, y aunque pudiese constituir un interesante ejercicio para el intelecto, no tendría sentido enfocar un relato hacia teorías o resultados muy rebuscados que puedan resultar ajenos incluso a quienes hayan cursado estudios universitarios con un fuerte contenido matemático. El efecto contraproducente de una tal elección puede ilustrarse adecuadamente mediante el siguiente ejemplo. Supongamos que una expedición descubre, entre los restos de una base espacial localizada en un asteroide del cinturón de Kuiper, documentos relativos a una civilización extinta. Los restos arquitectónicos y técnicos hacen suponer una civilización de gran nivel científico, así como de una cultura matemática muy avanzada. Los expedicionarios se vuelcan en tratar de descodificar los documentos hallados, que suponen encriptados mediante un sofisticado procedimiento matemático. Aunque el lector no sea un experto versado en criptografía, le resultará mucho más ameno y comprensible que el autor haga alusión a la factorización de números enteros mediante números primos o a los códigos de base algebraica, que de algún modo le puedan resultar familiares por haber sido objeto, en alguna ocasión, de noticias en la prensa u otros medios de difusión, que tratar de asimilar las sutilezas de un código basado en la tabla de caracteres racionales del llamado monstruo de Fischer--Griess, el grupo simple esporádico de mayor orden. Aunque este último se presta indudablemente a cautivadoras y fructíferas manipulaciones literarias, es prácticamente seguro que una mayoría del lectorado desechará el relato por suponer (erróneamente) que las nociones que se manejan, empezando por el nombre, han sido burdamente inventadas con el fin de conferirle a la historia una pátina científica. Incluso suponiendo que el lector paciente le diese credibilidad a la nomenclatura, las características inherentes a la elección de la clave subyacente al código restarían ocultas a cualquiera que no haya manejado explícitamente los grupos esporádicos y sus representaciones, lo cual arruinaría sin remedio el efecto sorpresa deseado por el autor. Por otra parte, es conocido que determinados números, tales como la proporción áurea, el número pi o los enteros de Fibonacci aparecen de forma reiterada en multitud de fenómenos naturales de forma inesperada, o son empleados en determinadas expresiones culturales o artísticas, motivo por el cual pueden asociarse con el progreso de una determinada civilización. En otras palabras, cuanto más sofisticada sea la noción elegida, menor será su asimilación e impacto entre los lectores, así como su credibilidad.[4] Existen, no obstante, algunos ejemplos en la literatura de ciencia ficción que utilizan precisamente las sutilezas matemáticas como base de la trama. En relación directa con el ejemplo planteado, el relato Monster de Alex Kasman, aparecido en 2005, versa sobre el grupo de Fischer-Griess, aunque en un contexto completamente distinto. Si bien el autor emplea la historia para proporcionar una introducción intuitiva a la teoría de grupos, y al grupo de Fischer-Griess en particular, un lector no interesado en problemas matemáticos encontrará ameno el relato, ambientado en un marco universitario futurista, donde los métodos comerciales han devaluado la filosofía académica hasta límites insospechados, institucionalizando la corrupción y la trampa.
Un ejemplo similar, pero desarrollado de un modo más dinámico, es el relato de G. Egan The infinite assassin (1991), en la que el método adecuado para neutralizar a un asesino que puede actuar simultáneamente en una infinidad de universos paralelos es enviarle, mediante una aplicación no especificada, al llamado discontinuo de Cantor, el ejemplo paradigmático de conjunto infinito no numerable, de interior vacío, medida cero y dimensión logarítmica. Precisamente estas singulares propiedades son las que implican que cualquier acción por parte del asesino quede sin efecto en el espacio-tiempo correspondiente. Sin duda se trata de una historia bien planteada y formulada, llena de detalles meritorios, pero probablemente pierde efecto al parecer excesivamente esotérica. El mérito de Egan, plasmado en sus otros muchos relatos de contenido matemático, es apartarse de los repetitivos clichés con los cuales han sido tratados literariamente los objetos, en este caso, los fractales. En este contexto, posiblemente el primer autor (o de los primeros) en tratar estos extraños objetos de forma amena en la ciencia ficción sea Arthur C. Clarke. En El espectro del Titanic (1990), el autor nos describe a Ada Craig, una niña con una asombrosa intuición geométrica que le permite reconocer y descubrir propiedades del llamado conjunto M de Mandelbrot de forma casi inmediata. Lamentablemente, Clarke simplifica hasta tal punto la descripción de dicho conjunto, dejando de lado el hecho de que está definido en el plano complejo, que incurre inevitablemente en errores de bulto.[5] Al margen de esto, las atractivas propiedades gráficas del célebre "hombrecillo" de Mandelbrot finalmente no tienen relevancia en la disposición interna de la novela, siendo un añadido cuya exclusión no hubiese disminuido el valor del libro en su conjunto.[6] El conjunto M, por otro lado, sí juega un papel destacado en el desarrollo de Modo fractal, novela debida a Piers Anthony, en la que, una vez más, se reproducen errores debidos a una incorrecta interpretación de hechos ocasionalmente presentados con poco rigor en algunos textos de naturaleza divulgativa.
Concebida de forma mucho más sutil y concienzuda, en la conocida y aclamada novela de C. Sagan Contacto (1985) encontramos el mensaje de una civilización extraterrestre codificado, no mediante una rebuscada estructura (bien) conocida solamente por un puñado de especialistas, sino a través de la irregularidad observable en el desarrollo decimal del número pi. Al margen de que la noción de irracionalidad y trascendencia de un número no es en absoluto una trivialidad, cualquiera que lea la novela no tiene dificultad alguna en asumir que los decimales de pi son inabarcables en su totalidad, y que su desarrollo decimal no está sujeto aparentemente a ninguna pauta periódica o de regularidad.[7]
Una variante satírica de esta idea, no desprovista de interpretaciones paranoicas, aparece en El efecto Müller-Fokker (1970), novela escrita por de J. T. Sladek en su característico estilo irónico, donde se utiliza también el número pi como clave para descifrar un código, aunque en este caso se trata de un plan maestro, infalible y definitivo de las potencias comunistas para derrotar a los Estados Unidos. La posesión y control de dicho código desencadenará una lucha entre diversas facciones, entre las que se encuentran militares, financieros, radicales políticos y medioambientales, e incluso grupos evangelistas.
Diversos autores exploran otras posibilidades, tales como incluir nociones matemáticas reales como telón de fondo en el argumento, empleándolas para justificar la coherencia y verosimilitud de la narración. Las novelas La Nube negra y El quinto planeta de Fred Hoyle (la segunda escrita en colaboración con su hijo) son un buen ejemplo de esta práctica. En algunas notas a pie de página, o intercaladas en el texto, pueden encontrarse razonamientos matemáticos genuinos acompañados de fórmulas reales que ilustran los métodos (mayoritariamente astronómicos) que los protagonistas manejan. Otro conocido autor propenso a esta tendencia es Alexander Kazantsev, que suele incluir largas anotaciones de contenido científico para legitimar su narrativa. Siguiendo esta línea de expositiva, David Duncan explora en su novela La navaja de Occam (1957) el impacto de la llegada de dos seres procedentes de un universo paralelo. El autor baraja la posibilidad de un espacio-tiempo discontinuo inmerso en un extraño objeto denominado "meta-tiempo", de modo que nuestra realidad se compone de cadenas discontinuas que evolucionan en el meta-tiempo. Esta estructura permite la existencia de infinitas cadenas correspondientes a realidades alternativas, así como la transición de una realidad a otra. La idea verdaderamente interesante del libro es el mecanismo de transición empleado, basado en las propiedades de las llamadas superficies mínimas, que actúan como portales que interconectan las distintas realidades.[8] En relación al título de la novela, Duncan extrapola el principio de parsimonia ontológica (es decir, la navaja de Occam en su formulación moderna) para incluir los principios minimales, argumentando que los fenómenos naturales tienden a minimizar ciertas acciones (piénsese en la trayectoria, la energía, la tensión superficial, etc.). Aunque la trama de la novela no es muy brillante, sí debe destacarse que la argumentación presentada, en la que se discuten varios conceptos del cálculo de variaciones, es coherente y entretenida, y supone uno de los pocos ejemplos donde un texto de ficción se adentra en estas arduas cuestiones con cierto grado de seriedad.
En su obra conjunta El último teorema (2008), A. C. Clarke y F. Pohl retoman el último teorema de Fermat como decorado de una historia algo rocambolesca e irregular que combina elementos de espionaje industrial, filosofía de las religiones, una expedición de castigo enviada por una civilización extraterrestre, alarmada por el mal uso humano de la energía nuclear, o la construcción de un ascensor orbital en Sri Lanka. El protagonista de la historia es Ranjit Subramanian, un estudiante inconformista que rechaza la demostración publicada en 1993 del teorema de Fermat por su extrema complicación y longitud, y cuya obsesión es encontrar una demostración breve y concisa, basada en hechos elementales, que supuestamente Fermat habría encontrado. La atormentada existencia de Subramanian, consecuencia de su obsesión, así como del enfrentamiento con su padre por cuestiones religiosas, se ve gravemente afectada cuando, a raíz de un infortunado incidente, es considerado como un terrorista por un servicio de inteligencia no especificado, siendo internado y torturado. Pese a todo, durante este período de detención, el equilibrio mental del protagonista se ve reforzado, y en su delirio vislumbra la ansiada solución al teorema de Fermat. Una vez liberado, la publicación del resultado le hará saltar a la fama, lo que le permitirá asimismo reconciliarse con su pasado. Fiel a sus principios pacifistas, Subramanian rechaza con vehemencia los intentos de las agencias de inteligencia para incorporarle a sus departamentos de criptografía. Sin embargo, el protagonista jugará un papel relevante para evitar que la raza extraterrestre que ha condenado a la humanidad finalmente la extermine, consiguiendo de hecho que absuelva a la humanidad y la inicie en los verdaderos misterios del cosmos. Publicada después del deceso de Clarke, esta ambiciosa novela, compleja y más profunda de lo que aparenta tras una primera lectura, no fue sin embargo apreciada en todo su valor por la crítica.
El teorema de Fermat es también protagonista del relato corto de Arthur Porges titulado El demonio y Simon Flagg (1954), donde un estudioso invoca al diablo para obtener finalmente una respuesta sobre la veracidad del teorema. El demonio, sorprendido por la candidez del protagonista, acepta el reto planteado, ante lo que cree ser una fácil victoria. No obstante, las dificultades se amontonan y el amo del averno, finalmente, debe darse por vencido y declarar que no conoce la respuesta. En lugar de exigir el pago acordado, el profesor se muestra intrigado por los resultados parciales deducidos por el demonio, con lo que comienza una singular colaboración para tratar de demostrar el teorema. Se trata, en suma, de una simpática narración a la que sólo puede objetarse el haber quedado desfasada, una vez que el teorema de Fermat ya no es una conjetura.
Al margen de extrapolaciones de estructuras o teorías existentes, multitud de escritores simplemente inventan nuevas teorías que supuestamente reflejan el progreso científico de la época o la sociedad que se describe en la obra.[9] Este es el caso de las llamadas "matemáticas bipolares" a las que alude Iván Efremov en su novela La Nebulosa de Andrómeda (1957), y que fueron el origen de agrias críticas por parte de los recensores oficiales, a quienes el uso de teorías imaginarias les parecía intolerable. No obstante, la intención filosófica de Efremov era insinuar que estas nuevas estructuras matemáticas estaban basadas en una lógica construida a partir de la dialéctica, como una escala más avanzada y evolucionada de la lógica formal usual. Haber postulado abiertamente que incluso el materialismo dialéctico está sujeto a una evolución hubiese sido, probablemente, una indiscreción potencialmente peligrosa para la reputación del autor, incluso siendo una verdad filosófica indiscutible.
Lamentablemente, en muchos otros casos, los autores cometen desafortunados deslices o simplemente hablan sin conocimiento de causa, mezclando conceptos de forma arbitraria y sin ninguna consistencia, lo que destruye el contenido científico de la obra, al margen de su amenidad o calidad literaria.[10] Tal es el caso del famoso relato de A. Deutsch Un metropolitano llamado Möbius (1950), en el que una ampliación del sistema suburbano en Boston transforma éste en una cinta de Möbius, lo que ocasiona que un convoy se pierda en un bucle espacio-temporal. La misión de un topólogo de la universidad es idear un procedimiento mediante el cual rescatar a los infortunados pasajeros del tren. Aunque la historia no carece de atractivo, Deutsch confunde las propiedades topológicas de la cinta de Möbius con la existencia de singularidades, de las que este objeto carece, por lo que el bucle espacio-temporal no podría darse bajo ninguna circunstancia. A pesar de sus manifiestas carencias, este relato se ha considerado como uno de los referentes de la llamada "ficción topológica". Sería inexacto deducir que Deutsch es de los primeros autores en abordar el tema. Varios años antes, el conocido divulgador M. Gardner escribe El profesor no-lateral y La isla de los cinco colores, textos formalmente bien ejecutados aunque algo pueriles. Ambas historias se centran en la figura de un extravagante y pomposo topólogo llamado Slapenarski y los problemas que le ocasiona a un colega norteamericano llamado Martin. El primer relato se basa en extrapolaciones ficticias de la banda de Möbius. Vista por primera vez, puede resultar sorprendente que dicha cinta, uno de los más sencillos ejemplos de superficie no orientable con una única cara, se obtenga plegando y pegando una hoja de papel, que tiene dos caras. Generalizando esta idea, Slapenarki desarrolla un método para ir plegando e identificando los lados de un objeto hasta que finalmente, se obtenga un ente extraño sin cara alguna.[11] De visita profesional en Chicago, el profesor realiza una sensacional demostración pública durante un banquete en su honor, aplicándole el procedimiento al profesor Simpson, una eminencia local, que se desmaterializa súbitamente ante una audiencia atónita, dejando detrás de sí únicamente su ropa.[12] Arrepentido por haber enviado a Simpson a las "dimensiones superiores", Slapenarski se aplica el método a sí mismo para buscar al desaparecido. En medio del desconcierto ocasionado por tan extravagante fenómeno, Simpson reaparece en la misma sala, mientras Slapenarski tiene el infortunio de materializarse en el escenario de un club nocturno anejo, provocando de esta forma un escándalo público por exhibición indecorosa. Poco después de este calamitoso episodio, Slapenarski vuelve a su país, donde fallece como consecuencia de una crisis cardíaca, probablemente ocasionada por la irreparable afrenta que su orgullo ha sufrido.
En el segundo relato, Gardner trata el famoso problema de los cuatro colores, no demostrado en la fecha de su publicación.[13] En esta ocasión, el infortunado Martin se desplaza a una remota isla africana para comprobar la existencia de una subdivisión geográfica de la misma cuya estructura implicaría la falsedad de la conjetura. Después de unas peripecias abocadas al fracaso, que le impiden comprobar si realmente la subdivisión insular refuta la conjetura, Martin se reencuentra con el polémico Slapenarski, al que creía muerto. El profesor le comunica que, en efecto, la conjetura es falsa, y que ha estado boicoteando el trabajo de Simpson para no ser interrumpido en el progreso de su último logro, una conexión directa con la cuarta dimensión a través de una botella de Klein. No obstante, antes de que Slapenarski pueda ofrecer una explicación del fenómeno, un extraño ser surgido de dicha botella arrastra al sabio hacia lo desconocido, en lo que presumiblemente es su final definitivo. Es destacable que la figura del profesor Slapenarski de estos dos relatos tiene cierta semejanza, en lo que se refiere a sus bruscos modales y su arrogancia, con la del controvertido profesor Challenger de la novela El mundo perdido, de A. Conan Doyle, aparecida en 1912.
Si bien las implicaciones descritas en estas dos historias son totalmente ficticias, no incurren en ningún momento en los errores en ocasiones vergonzosos que tantos escritores plasmaron en sus historias. Como botón de muestra vale la pena citar La dimensión peligrosa (1938) de Ron L. Hubbard, olvidable relato donde un sabio, reflexionando sobre dimensiones negativas, encuentra una "fórmula C" cuya mera visualización permite desplazarse instantáneamente en el espacio, sin que se requiera más que pensar en el punto de destino. Sin entrar a discutir la impericia matemática de la trama, observamos que reemplazar la "fórmula C" por "minerales diamagnéticos rigelianos" tendría el mismo efecto. Una desidia similar en el tratamiento de las nociones geométricas puede observarse ocasionalmente en los relatos de Miles J. Breuer dedicados al hiperespacio y la cuarta dimensión aparecidos entre 1927 y 1932 en diversas revistas, si bien hay que conceder que este autor, médico de profesión, al menos se esforzaba en presentar una narración entretenida. Es razonable suponer que el hastío ocasionado por tales interpretaciones absurdas fuese la motivación para que J. G. Hocking, un topólogo profesional, escribiese un artículo divulgativo sobre topología, aparecido en 1954 en la revista Astounding,[14] en el que explica, de forma gráfica e intuitiva, algunas propiedades y curiosidades relativas a objetos como la cinta de Möbius o la botella de Klein. Este ensayo está asimismo concebido como una respuesta al relato de Deutsch mencionado, en el que se indican las inconsistencias en las que incurre este último, excusa que Hocking aprovecha para divagar sobre otros aspectos generales de la topología elemental. Pese a los esfuerzos didácticos de su autor, no está claro que este ensayo tuviese un impacto directo entre los autores, dado que las incongruencias topológicas han seguido reproduciéndose en muchas narraciones hasta nuestros días.
Un relato algo desconcertante en su planteamiento es Mathenauts, escrito por Norman Kagan y aparecido en 1964. En un futuro indeterminado, los matemáticos pueden realizar viajes a través de un espacio multidimensional abstracto "Mathenaut" usando un sofisticado (y algo esotérico) procedimiento llamado "vuelo de Brill-Cohen". Pese a que la narración es una enumeración continua (incluso tediosa) de conceptos y nombres de matemáticos ilustres, el autor no resulta convincente en sus afirmaciones, al tratar de ser en exceso ambicioso en su despliegue científico. Al final, el lector no deja de tener la impresión de que el citado vuelo de Brill-Cohen no deja de ser una especie de ilusión colectiva, semejante al método autohipnótico empleado por Jack Finney en Ahora y siempre para desplazarse al pasado (salvando las abismales diferencias cualitativas existentes entre el relato de Kagan y la deslumbrante novela de Finney)
Neal Stephenson nos ofrece una grandiosa apología de la criptografía en su monumental novela Criptonomicón (1998), donde se relatan paralelamente dos historias, la de un brillante matemático involucrado en el análisis criptográfico durante la II Guerra Mundial, así como la de su nieto, un experto programador cuya compañía trata de desarrollar un dominio en la red libre de las injerencias estatales. Ambas historias están hábilmente conectadas, combinando hechos históricos con plausibles desarrollos que podrían darse en criptografía. El autor despliega una considerable artillería matemática para dar consistencia al argumento, en las que aparecen algunas figuras históricas de la criptografía tales como Alan Turing o Abraham Sinkov, y mencionando cuestiones fundamentales de la aritmética modular o la teoría de la información. Se incluye además un algoritmo criptográfico real diseñado por el conocido experto en seguridad Bruce Schneier, basado en el grupo de permutaciones de 54 letras. Pese a la gran cantidad de nociones técnicas que se manejan, éstas juegan tan sólo un papel secundario en la novela. Al margen de ciertos pasajes detallados, cuya intención es conferir credibilidad a la historia, las nociones matemáticas están intercaladas de forma ingeniosa en los diálogos de los personajes. Dejando de lado alguna pequeña inconsistencia formal, la novela es sin duda una de las más sólidas y meritorias contribuciones a la ciencia ficción matemática.
Como hemos visto, los objetos matemáticos de naturaleza exótica suelen tener preferencia entre los diversos autores, aunque existen algunos interesantes y meritorios referentes a la geometría sintética clásica. En este sentido, recordamos la breve narración con trazos humorísticos The Geometrics of Johnny Day (1941), de Nelson Bond, en la que un profesor de geometría aburrido de su profesión decide probar suerte en la industria metalúrgica, en la que, pese a su manifiesta incapacidad comercial, logra impresionar a sus superiores con sus ingeniosas y algo extravagantes propuestas geométricas, que permiten a la compañía ahorrar (algún) dinero en su departamento de logística. Más interesante y ambicioso es el curioso relato Quod erat demonstratum (1984) de B. S. Burdick, en la que un ingenioso representante de la raza humana nos salva de ser eliminados por una especie alienígena altamente tecnológica mediante una brillante exhortación sobre la belleza y estética de los postulados de la geometría euclídea.[15] Impresionados por la elegancia de la argumentación sintética, así como por las implicaciones filosóficas del razonamiento, los alienígenas deciden que los humanos, poseedores de un arte desconocido por ellos, son merecedores, después de todo, de ser tratados con respeto. Kim S. Robinson combina geometría (en este caso, el teorema de Desargues) y la transferencia de energía en una narración de intriga titulada El geómetra ciego, en la que Carlos, un matemático invidente, cuenta como un colega trata de sonsacarle información clasificada para transferirla a un grupo gubernamental involucrado en una conspiración cuya finalidad es el diseño y la construcción de un arma de partículas. Destacamos finalmente Euclid Alone (1975) de William F. Orr, historia que narra como el fortuito descubrimiento de la inconsistencia lógica de la geometría euclídea, cuyas consecuencias son supuestamente socialmente nocivas, mueven al director de una institución científica a planear y ejecutar una campaña cuyo objetivo es desacreditar científicamente al brillante matemático que ha desarrollado la demostración. Aislado y difamado, éste finalmente abandona la investigación. La sensación de victoria del mezquino burócrata instigador es, sin embargo, efímera, al descubrir con horror que el hallazgo que se ha tratado de negar y ocultar ha sido redescubierto y publicado poco tiempo después por un lógico húngaro. Al margen de la novedosa idea de extrapolar el hallazgo de las geometrías no euclídeas y combinarlo con los famosos teoremas de incompletitud para sugerir una (afortunadamente inexistente) inconsistencia de los fundamentos axiomáticos de la geometría, el relato es también un vehículo para denunciar ciertas prácticas malsanas existentes en el submundo académico.
En la última obra de Stanley Weinbaum, The brink of infinity, publicada después de su muerte, un químico desfigurado a causa de unos cálculos imprecisos realizados por un matemático descuidado decide vengarse de estos, al menos simbólicamente, secuestrando a un matemático y planteándole un reto que éste deberá descifrar en cinco días, y para cuya resolución podrá hacer diez preguntas. El infortunado protagonista, un especialista en métodos estadísticos, irá acotando meticulosamente el problema mediante cuestiones hábilmente planteadas, hasta dar finalmente con la respuesta correcta. Aprovechando el desconcierto del secuestrador, el protagonista escapa y logra denunciar al químico, que es detenido y encerrado en una institución mental. Aunque el problema matemático en sí es bastante banal (el secuestrador pensaba en el infinito, cuyas propiedades aritméticas son distintas a las de los escalares usuales), la narración es meritoria. Su valor es más psicológico que técnico, ya que plantea como un accidente o un revés serio puede distorsionar la percepción de una persona hasta tal punto, que se trate absurdamente de planear una venganza colectiva, particularizando en un individuo.
Aunque no se trata de un relato aparecido en una revista o colección de relatos de ciencia ficción, sino de un texto publicado en un libro introductorio sobre la teoría de conjuntos, el académico soviético Naum Ya. Vilenkin nos deleita con un entretenido cuento titulado El hotel extraordinario o el milésimo primer viaje de Ion Tichy (1965). En él, el autor juega de forma experta con las propiedades, contrarias a la intuición, de los conjuntos infinitos numerables. En un hotel intergaláctico con capacidad infinita (tiene tantas habitaciones como números naturales), el viajero llega al hotel para encontrarse con que no hay habitaciones disponibles, pese a la reserva que se había realizado. La eficiente administración del hotel resuelve el problema desplazando a los huéspedes una habitación, con lo cual la primera queda libre para ser ocupada por el protagonista. En días sucesivos, se plantea un problema mayor, el de alojar a una cantidad infinita de nuevos huéspedes que acuden a un congreso, aunque el hotel sigue lleno. Nuevamente, los gerentes del establecimiento resuelven satisfactoriamente el problema, albergando a los huéspedes en habitaciones pares, para que de este modo los recién llegados puedan ocupar las impares. Se plantea un par más de situaciones en la redistribución de huéspedes, que requieren soluciones basadas en otras propiedades de descomposición de los enteros, y en la que Tichy pone a prueba su ingenio. El autor ironiza incluso con la pesadumbre del director del hotel, que se lamenta de que la mitad de los huéspedes, pasada una semana, haya abandonado el hotel, lo que repercutirá negativamente en las ganancias. Ion Tichy, por su parte, deduce que el beneficio ha permanecido inalterado, dado que la mitad de infinito sigue teniendo la misma cualidad. No habrá escapado a la perspicacia del lector que el personaje de Ion Tichy es el conocido viajero de la obra de Lem, que Vilenkin toma prestado para amenizar su narración. Debe observarse que este relato, a causa de esto, fue atribuido erróneamente al escritor polaco en lugar de a Vilenkin.[16] Ian Stewart retoma la misma cuestión en Hilbert's Hotel (1999), un relato cuya primera mitad repite en esencia las nociones comentadas por Vilenkin. Pero Stewart añade una variante que ilustra el llamado proceso diagonal de Cantor, del cual se deduce que el cardinal del continuo es infinito y no es numerable. En esta ocasión, los gerentes del hotel, pese a sus esfuerzos, son incapaces de albergar a todos los miembros de la Sociedad Cantoriana que solicitan alojamiento en el hotel. Acabamos esta discusión sobre conjuntos infinitos mencionando White Light, novela de Rudy Rucker aparecida en 1980, donde se proporciona una esclarecedora visión sobre la hipótesis del continuo, basada parcialmente en la amarga experiencia de su autor al tratar de resolver este célebre problema.
Aunque menos centrado en cuestiones matemáticas específicas, y más en reflexiones éticas y filosóficas, las narraciones compiladas en la Ciberíada de Stanislaw Lem también proporcionan algunos ejemplos interesantes que merecen ser tenidos en consideración. Los dos constructores protagonistas del libro, Trurl y Clapaucio, son consumados especialistas en diseñar y construir máquinas que refutan algunas de las leyes naturales más importantes, y que frecuentemente tienen consecuencias no deseadas. En el marco que nos ocupa, mencionamos una máquina de probabilidad que genera una plaga de dragones, así como un ingenio bautizado como "demonio de segundo orden", en clara alusión al conocido demonio de Maxwell y la segunda ley de la termodinámica. Muchas otras obras de Lem mencionan nociones matemáticas, aunque generalmente éstas están contenidas en los monólogos de algunos personajes (Retorno de las estrellas) o son discutidas de un modo formal (De Impossibilitate Vitae and De Impossibilitate Prognoscendi). Este mismo recurso de presentar una discusión (académica) ficticia es empleado por Alfred Rényi en Dialogues on Mathematics (1967). Pese a que no se trate en absoluto de un texto de ciencia ficción, es sin duda alguna una valiosa reflexión, así como una potencial fuente de ideas que podrían traducirse en interesantes narraciones futuristas.
Los ejemplos que hemos considerado no son más que una pequeña y modesta selección que difícilmente puede abarcar todas las novelas y narraciones de ciencia ficción que incluyen elementos matemáticos como ingrediente esencial del hilo narrativo. Por cuestiones de brevedad, hemos omitido a otros autores cuya obra presenta ejemplos adicionales o complementarios a las cuestiones aquí discutidas, tales como Gregory Benford, Anatoly Dneprov, Herbert W. Franke, Robert L. Forward o Ursula K. Le Guin. Aún así, la selección realizada ilustra de modo fehaciente como conceptos puramente formales y tradicionalmente indigestos pueden ser hábilmente desarrollados para dar lugar a una especulación interesante, en ocasiones con intenciones didácticas, siendo ésta una de las características de los autores con formación académica puramente matemática. En este sentido, puede parecer sorprendente como John Taine (pseudónimo utilizado por el eminente matemático Eric Temple Bell, especialista en la teoría de números analítica), un conocido autor de ciencia ficción en las décadas de 1930 y 1940, nunca incluyese explícitamente contenidos matemáticos en su obra. No obstante, como el hecho de emplear un pseudónimo indica parcialmente, Bell distinguía categóricamente entre su obra científica y su obra literaria, actividad que ostensiblemente nunca consideró complementaria a la ciencia, en oposición a otros autores como Hoyle, Sagan, Kazantsev o Efremov, para los cuales la ciencia ficción constituía una correa de transmisión óptima para la extrapolación y especulación científica. Confiemos en que esta tendencia prosiga y se incremente en el futuro, de modo que la ciencia ficción recupere el papel anticipador que tuvo en su época de mayor apogeo. Compartamos por tanto el optimismo expresado por J. Taine,[17] al declarar que hasta la historia más inverosímil contiene siempre un gránulo de verdad, y que finalmente sólo una sana cultura científica puede evitar un retroceso al oscurantismo.
REFERENCIAS
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[1]En su página web http://kasmana.people.cofc.edu/MATHFICT/search.php?go=yes&genre=sf&orderby=title, Alex Kasman ha recopilado un gran número de estas obras, que recogen un amplio espectro de problemas, que varían de cuestiones triviales a conceptos de gran sofisticación y actualidad, tratadas con mayor o menor rigor.
[2] Recogido en el volumen editado por J. L. Borges citado en la bibliografía.
[3] Este tipo de condenas enfocadas desde la ignorancia son desgraciadamente una tendencia bastante frecuente en las "críticas literarias" de la ciencia ficción.
[4] Existe asimismo la opinión de que las matemáticas son una expresión característica de la creatividad humana, que constituye una hipótesis indemostrable, en tanto no pueda contrastarse con otra inteligencia de origen no terrestre.
[5] Del proceso iterativo descrito se deduciría un conjunto con un centro de simetría, lo cual es falso.
[6] Una visión más comercial, pero matemáticamente decepcionante y no propiamente adscrita a la ciencia ficción, es la novela Parque jurásico de M. Crichton, también aparecida en 1990.
[7] Suponiendo que el lector no pertenezca a la llamada escuela constructivista, en cuyo caso el conflicto filosófico está servido, y la propia existencia de pi podría cuestionarse.
[8] Estas son, en esencia, las superficies cuya curvatura media es nula. Físicamente puede pensarse en películas de jabón, que proporcionan interesantes ejemplos de tales superficies.
[9] El ejemplo más notorio es la psicohistoria de Asimov, cuyo análisis pormenorizado ya se ha tratado con detalle en una ocasión anterior. Véase la bibliografía.
[10] La mayoría de estos relatos, aparecidos antes de 1962, pueden encontrarse en las compilaciones Fantasia Mathematica y The Mathematical Magpie, ambas editadas por G. Fadiman.
[11] Puesto que la cinta de Möbius tiene borde, sólo tiene sentido plegarla identificando puntos de éste. Dependiendo de la dirección que se tome, se obtiene la botella de Klein o el plano proyectivo real, que son superficies cerradas, compactas y sin borde. De modo que la secuencia de pliegues de este tipo acaba aquí, salvo que se permitan operaciones e identificaciones más generales.
[12] La misma idea de plegar superficies hasta supuestamente desaparecer (es decir, trasladarse a una dimensión superior) la emplea Ian McEwan en Solid Geometry (1976).
[13] La demostración sería obtenida por Appel y Haken en 1976 mediante el uso de un ordenador (véase por ejemplo Scientific American 237 (4), 1977, 108-121).
[14] Algunas de estas ideas fueron posteriormente incorporadas a un libro de texto sobre topología, escrito en colaboración con Gail S. Young, que fue durante muchos años uno de los textos canónicos universitarios.
[15] De modo más preciso, el resultado mencionado es aquel que establece que las rectas bisectrices de los ángulos de un triángulo intersecan en un punto (correspondiente a la proposición 4 en el libro IV de los Elementos de Euclides).
[16] En la edición soviética original, Vilenkin añade en una nota a pie de página sus disculpas por manejar el personaje sin la elegancia literaria de Lem. Esta nota, no obstante, fue suprimida en la traducción del libro, lo que posiblemente explique el origen de la confusión.
[17] Editorial publicado en marzo de 1939, poco antes de la debacle bélica.