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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 13 de diciembre de 2024

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Crónicas de las Lunas

2483

-¿Quién coño es esta mujer?

Volvían alborotados, riéndose, empujándose unos a otros, atropellándose para entrar en la nave. Rose dejó el cuerpo que llevaba en sus brazos en uno de los primeros asientos, con cuidado. Su nueva pasajera no se movía: su cabeza ladeada caía sobre su hombro  izquierdo como un  peso muerto,  sus brazos colgaban inertes y tenía una expresión de derrota cubriendo su rostro inconsciente.

-No tengo ni idea, pero no está bien.

-¿Qué ha pasado, Rose? ¿Por qué subís a esta extraña a mi nave?

Rose  sonreía, como casi siempre, una sonrisa suave, apenas marcada, tranquila de una forma preconcebida y artificial, mientras trataba de asegurar a la mujer sobre su asiento, intentando que no acabara desnucada contra el suelo, arrastrada por su falta absoluta de tono muscular.

-Nuestra nave, Ada, nuestra.

-¿Estás loca?

-¿Por qué?

-Por subirla a bordo, aquí, a mi nave. -Hizo hincapié en esas dos palabras, de nuevo-. ¿Sabéis quién es, de dónde viene, por qué está así?

-No tengo ni idea de quién es, pero supongo que si está así es cosa de quien la tenía detenida.

-¿Detenida? Y vosotros, ¿a qué vienen esas risitas?

-¿Qué risitas? -interrumpió Mei, su cliente principal en este su encargo más especial y peligroso a partes iguales, sin dejar de reírse, dando a entender que era ella quien se encargaba de todo, quien hablaba siempre en nombre de todos.

Habían subido a la nave detrás de Rose, los siete, corriendo como si huyeran de algo, aunque con las mismas sonrisas y la misma calma displicente de la que habían hecho gala durante casi todo el viaje. La mayoría de ellos seguían borrachos o colocados, o las dos cosas, pero les daba igual, su cuerpo no tardaría en limpiar cualquier tipo de bebida o sustancia de su organismo, no tenían más que pretenderlo; para gente de su nivel tomar drogas es el placer absoluto, una cuestión voluntaria con poco o ningún riesgo, por eso lo hacen sin ningún control ni cuidado, lo que no quiere decir que no les afecten, porque les afectan, pero solo hasta donde ellos decidan. Por eso de las risitas cómplices habían pasado a las carcajadas, y algunos apenas podían sostenerse en pie. Incluso Julio, el más timorato de todos ellos, tomaba parte en el cachondeo general.

El viaje iba a costarle aún más de lo que había previsto, incluso en sus estimaciones más altas: no había calculado bien el aguante que llegaban a tener esos cuerpos precocinados; el desapego de algunos con sus límites físicos era asombroso y rayano con el suicidio. Unos días más y acabarían con todas sus provisiones, hasta la última gota de licor, hasta la última sustancia que llevaba a bordo. Por suerte, no tenían que estar unos días más. Se libraría de ellos en unas horas, si nada se torcía... Ese había sido su pensamiento desde el principio: que no hubiera errores o imprevistos. Y tan cerca del final, se veía de bruces con uno de ellos.

-¿Detenida por quién? -repitió Ada, nerviosa, levantando la voz.

Las carcajadas cedieron poco a poco, aunque estaba claro que no podrían contenerlas por mucho tiempo. Micah y Lifen, las dos adláteres, siempre fieles, siempre prestas a secundar a su líder y amiga, seguían cuchicheando por detrás, divertidas ante el pasmo de su anfitriona.

-¿Rose?

-Por los milicianos.

-¿Cómo?

-Lo que oyes.

-¿Qué coño ha pasado?

-Nada, tranquila, no ha pasado nada -Mei habló con una calma estudiada, casi con dulzura, intentando suavizar un poco el ambiente, pero su falso encanto no funcionaba con Ada, por muy bien camuflados que tuviese su condescendencia y ese desprecio innato por el resto del mundo.

-¿Nada? Todo lo que tenga que ver con esas bestias es algo.

¿Puedo saber, al menos, de quién se trata?

Lanzó una mirada de odio a Rose. Tú estabas con ellos para evitar este tipo de cosas, le dijo sin abrir la boca, solo con sus ojos. Ella asintió sin hablar, aunque no hubo ningún cambio perceptible en su rostro o actitud, salvo, quizás, una de esas ligeras inclinaciones de cabeza, apenas perceptibles, que solía esbozar como único gesto de asentimiento. Me has entendido, Rose, pensó, me has entendido perfectamente, no te hagas la tonta.

-No sabemos quién es, pero no está bien, tenemos que ayudarla. -Micah se atrevió a hablar por encima del hombro de su amiga, pero enseguida volvió a sumirse en su establecido segundo plano tras una nueva mirada de Mei, que sentenció en silencio quién era la que mandaba y hablaba por todos.

«Como si vosotros hubierais ayudado a nadie de forma desinteresada en vuestra puta vida», estuvo tentada de responder, pero se reprimió y dejó que la rabia se diluyera en su cuerpo llegando hasta el último rincón, como siempre, como acostumbraba, escondiendo como podía sus verdaderas emociones. Su cuerpo asimiló la subida de tensión y su corazón reprimió un poco sus estallidos.

-¿Y por qué teníais que ayudarla?

-¿No la ves? -respondió de nuevo Mei, señalando el cuerpo de la mujer al fondo de la cabina de pasajeros, deshecho sobre uno de los asientos de conexión sináptica de la nave destinados a los pasajeros.

-¿Está muerta?

-Creo que no, pero no está bien, puede que no le quede mucho...

-¡Mierda! -gritó Ada, dando a la pared de la nave un golpe que propagó un ruido metálico por toda la cabina, como el de un gong; Mei dio un respingo que hizo aparecer, por primera vez, un gesto de desagrado en su rostro perfecto-. Me vais a decir de una maldita vez qué es lo que ha pasado.

Nadie dijo nada, ni siquiera Rose. Se miraban unos a otros, entre la duda y la risa. La que no seguía colocada y disfrutaba con ello simplemente pasaba de ella; qué les importaba una mujer como ella, una mujer que no era nadie, una mota de polvo, a unos seres excelsos e irrepetibles como ellos. ¿Qué más daba lo que hubieran hecho? No habían recogido a esa chica por caridad o solidaridad, lo habían hecho porque les había parecido divertido y por joder a esos cabrones que se habían atrevido a detenerles. A Ada le preocupaba quién o qué podía ser aquella mujer, pero le inquietaba más, mucho más, lo que habían hecho para subirla a bordo. Miró a la mujer, derrotada, desmadejada como una muñeca; su mano caía inerme, casi rozando el suelo con la punta de sus dedos. Si no estaba muerta había estado cerca de estarlo, o lo estaría pronto, lo que podría complicar mucho más el asunto. Un hilillo de sangre comenzó a brotar de su boca y rodó por su mejilla hasta alcanzar el extremo de su rostro. La delgada línea roja pastosa goteó sobre su mano antes de caer al suelo y comenzar a formar un charco rojizo. Acto seguido, un espasmo sacudió su cuerpo inerte y una convulsión brutal levantó su pecho y la hizo vomitar una manta de sangre negruzca sobre su pecho. Abrió los ojos un momento, sin ver nada, y volvió a deshacerse sobre el asiento, como un fardo, sin que nadie alcanzara a mover un músculo para ayudarla.

-Rose, por favor, haz algo útil para variar, llévala abajo y mira a ver si puedes estabilizarla, o evitar que se muera aquí dentro, al menos.

Sonriente y con un movimiento suave de su cabeza, esta vez más perceptible, totalmente real, Rose recogió a la moribunda entre sus brazos sin el menor esfuerzo, como si recogiera  el cuerpo de un niño, y se dirigió a la puerta del extremo opuesto de la cabina, caminando entre el grupo de jóvenes con esos andares etéreos y ondulantes que amortiguaban el sonido de sus pies, dando la impresión de que flotara en vez de andar. Todo parecía diseñado para confundir sobre su verdadera naturaleza, y ella se empeñaba en acentuarlo siempre que podía. Todavía conservaba cierto orgullo por su forma humana, a pesar de todo su pasado. Ada sintió un arrebato de rabia ante la calma de su empleada, o compañera, o amiga, o lo que coño fueran ellas dos.

-¿Y vosotros, no tenéis nada más que decir?

Miró con rabia a sus clientes, sus exclusivísimos clientes, el encargo de su vida, como lo había llamado Zhang. Solo ahora llegaba a percatarse del riesgo real que suponía una carga como aquella. Poco le importaba quiénes fueran: si aquello no podía resolverse por las buenas lo resolvería por las malas, y no le importaría lo que ocurriera con ellos y su nueva amiga inconsciente. Si esa mujer estaba buscada por la Milicia Exterior, el asunto era muy serio. Podía perderlo todo, incluso su vida o su negocio, lo que, en realidad, sería como perder su vida, la vida que tanto le había costado reconstruir; no le importaría llevarse a quien fuera por delante con tal de salvar lo poco que tenía, había dado ya demasiado por intereses e ideales que no eran los suyos, demasiado por ese mundo o mundos que no habían hecho más que expulsarla al vacío espacial, como a una radiación sobrante.

Ella la miró curiosa, como queriendo decir algo, pero no llegó a abrir la boca. Ella era Mei Wallace, la más rica de entre los ricos, la gran heredera del imperio que su familia forjara a través de los últimos doscientos o trescientos años y que su madre llevara a los confines de los dominios terrestres en la galaxia, no solo geográficamente sino también en lo que a política se refiere. A pesar de su historia de riquezas y fortuna, nunca antes se habían encontrado en una posición como aquella, tan cerca del poder último, lo único que siempre se le había resistido. Su mirada perfecta, sus ojos azules, tornasolados, casi grises, verdes a veces cuando quería, violetas, cambiantes, daban la sensación de no tener fondo, de ser una galaxia, un universo en sí mismos. Sabía que estaban diseñados para dar esa impresión, pero no podía evitar quedarse prendada durante unos segundos cada vez que los miraba, era inevitable. Ella lo sabía, por eso seguía allí, impertérrita, mirándola, en la mueca perfecta de una sonrisa que iluminaba todo su cuerpo, sin decir una sola palabra. El resto de sus amigos había perdido interés en la conversación y seguía con su rutina de viaje, vaciando aún más sus reservas de bebidas o conectados, de nuevo, a las unidades sinápticas de sus asientos. Era una pena que no pudiera conservar los datos de aquel viaje, le encantaría saber qué clase de barbaridades conjurarían en su interior aquellos niños ricos, hartos de tenerlo todo, hastiados de todo tipo de vicios y caprichos. La única que parecía interesada en aquel conato de enfrentamiento era Lima, arrellanada en su asiento, pero atenta, observándolas con esa mirada y esa pose de desinterés fingido que había mantenido desde que salieran, como un velo protector, enmascarando lo que se cocía detrás, oculto en parte, en la relación no expresada de una personalidad inquisitiva.

-¿Y bien? -insistió Ada, mirando a Mei fijamente a los ojos. Esta pareció imitar el gesto de Rose y asintió con una leve inclinación de cabeza, pero no dijo nada más, solo sonrió. Ada sintió cómo la rabia se iba apoderando de ella.

 

Mei era todo menos una estúpida. No era tan ingenua como quería aparentar, su belleza era solo una fachada: sus rasgos perfectos, sus formas moldeadas al detalle para aparentar unos eternos veintipocos años, la mezcla exacta de sus sangres oriental y occidental, todo estaba pensado para facilitarle la vida, para desgastar a sus posibles opositores, hacerles zozobrar, confiarse, bajar la guardia; la definición perfecta de un animal político, alguien destinado a regir los destinos de la Liga. Era la imagen ideal de todo a lo que en la Tierra se aspiraba: su lado asiático evidente, preeminente, en un cuerpo alto y esbelto, y un pelo largo y negro que, sin embargo, cambiaba de tonalidad según el entorno, los colores, la temperatura, la hora del día o incluso su estado de ánimo, como un camaleón que adaptara su piel, incansable. Las variaciones que percibía en sus ojos tampoco eran casuales, y todo tomaba una consistencia que la hacía tener el reflejo exacto en cada situación, desde cada ángulo o distancia aparente, en cada centímetro de su cuerpo. Era guapa, terriblemente guapa; no guapa, bella, eso es lo que había pensado Ada nada más verla, de una belleza que dañaba la vista y el ánimo, demasiado artificial para ella, demasiado excelsa cuando se la había contemplado durante un rato, pero una constante de moda, un paradigma de ser superior y predestinado en toda la galaxia terrestre. Todas y todos querían parecerse a ella. En lo físico y en lo modal. Iba vestida con una blusa de un tejido ligero que dejaba uno de sus hombros al descubierto y unos pantalones ceñidos, de cintura baja, que no llegan a tocar sus tobillos, pero que se adaptan en cada situación a los gustos de su usuaria. Eran de un tejido flexible, inteligente, y podía moldearlos a su antojo dependiendo de la situación; probablemente la blusa fuera igual de cara y maleable. Había dejado la estola de piel artificial que apoyaba sobre sus hombros en el respaldo del asiento; por su aspecto y los brillos eléctricos que recorrían su superficie era posible que costara más que su nave y todo lo que lleva dentro, pero a Mei no parecía importarle dejarla tirada de mala manera, retorcida y casi rozando el suelo. Todo lo que llevaba puesto, repleta y recargada a la moda de los que más tienen, las pulseras y anillos de piedras de todo tipo, sus enormes pendientes, su collar dorado, todo en ella cambiaba y evolucionaba en sus tonos al ritmo que lo hacían su pelo y sus ojos. Esa composición flotante provocaba que su aspecto bailara sutilmente en colores y tonalidades de arriba abajo, dando la sensación de que todo fluía, como si un río de color la estuviera atravesando, desde la coronilla a las uñas de los pies. Sus amigas la imitaban en casi todo, pero no eran ella. Ella era hija de quien era, la Princesa de la Tierra, como la conocían todos su admiradores, miles de millones de ingenuos que solo eran capaces de ver esa imagen pública artificial, ese ídolo prometido que les hacían tragar. La Princesa de la Tierra, a Mei Wallace le encantaba que la llamasen así, y lucía su título oficioso y anacrónico con orgullo.

A pesar de toda esa muestra cuidadosamente diseñada, de ese cuerpo perfecto radicado de forma artificial en  una perfección cambiante aunque de una permanencia imperativa, Ada era perfectamente capaz de ver toda la altivez y el desprecio que ocultaba, era más consciente que nunca de la indiferencia ladina con la que Mei contemplaba al resto del mundo, incluida ella misma. Le producía una sensación de repulsión que añadía un gradiente más a la rabia que iba acumulándose por momentos. Y a pesar de ello debía reprimirse, porque era su clienta, la clienta más importante, y porque bajo aquellas capas de dulzura y suavidad habitaba algo más, algo que levantaba una pequeña porción de miedo, que emitía un aviso, velado, pero evidente para quien sabía cómo verlo. Por debajo de toda esa eficiente perfección, Ada podía ver una sombra muy densa, una oscuridad profunda en la que se bañaban, agitando sus colas y sus mil ojos, los monstruos de la maldad y la muerte. A Mei Wallace solo le importaba Mei Wallace, y haría cualquier cosa para mantener esa realidad, costara lo que costase, por encima de cuantos y quienes fueran necesarios.

La mente de Ada se agitaba y su piel se aceleraba al observar a esa mujer que le mantenía la mirada con una calma insultante, feliz en su iniquidad absoluta y absurda; la misma mujer que, según todos los rumores, gobernaría pronto los destinos de la Liga de Planetas.

-No  tengo nada que decir -respondió por fin la Princesa mientras se acomodaba con desidia en uno de los sillones, dejando caer sus piernas perfectas y blancas por el lateral, pareciera que consciente del diálogo que se acababa de producir en la mente de su interlocutora-, hicimos lo que teníamos que hacer. Aunque si quieres agradecérselo a alguien, agradéceselo a Rose.

-Ah, ¿sí? ¿A Rose?

-Sí.

-¿Y qué coño hago yo ahora?

-Nada, no te preocupes, estás protegida.

-¿Protegida por quién?

-Por mí. Por nosotros.

Hizo un gesto con la mano señalando a su grupo de amigos de forma algo teatral.

«Gracias, Zhang», pensó, «un encargo muy especial». Mei, la gran heredera, la hija de la mujer más rica de toda la galaxia humana y posiblemente de toda la historia de la humanidad, la hija de la ministra, de la más apreciada consejera de la Tríada sagrada que gobernaba la Liga de Planetas, sería consagrada, al fin, tras el veredicto positivo del Oráculo. Era la noticia más comentada, dentro y fuera de la Liga, y la habían escogido a ella para, en total secretismo y discreción, celebrar una última fiesta de despedida con sus amigos íntimos, sus siete amigos, siete de los más influyentes herederos de los poderes de la Tierra. Una cuestión política, había dicho Zhang:

«No te engañes, esto tiene poco que ver con la amistad, está tendiendo redes, dejando claro quién va a gobernar en el futuro; los asistentes a esta fiesta que tú vas a preparar han sido escogidos con muchísimo cuidado, más te vale no cagarla».

-No tienes ni puta idea.

-¿De qué? -Mei se irguió levemente, sorprendida; no estaba acostumbrada a que le hablasen así. Ninguno allí lo estaba, menos viniendo de quien venía.

Lima levantó un poco más su sonrisa de ardilla al oír levantar el tono a su supuesta amiga. La misma Windy, afanada en terminar con todas las existencias de vino y cerveza junto a Sergiy, giró la cabeza y volvió a tomar interés en la escena, curiosa de cómo reaccionaría la Wallace.

-De cómo funcionan las cosas por aquí. Ya no estamos en la

Tierra, ni siquiera podemos decir que esto sea territorio de la Liga.

-¿Cómo que no? -intervino Julio, indignado por el comentario, desde el otro lado de la sala, tirado de mala manera en los sofás del fondo.

-Esto es territorio en disputa, diga lo que diga vuestro Gobierno, lleva siéndolo desde la guerra, ¿a qué si no la presencia de la Milicia Exterior? Me extraña que seáis tan ingenuos como para creeros las mentiras nacionalistas de vuestro Gobierno. -Dijo esto en tono de desafío para el señorito Julio Salas, que había salido de su sopor en plena efusión de patriotismo.

-Eso es normal en zonas de frontera con las Lunas; no nos podemos fiar de ellos -respondió Julio, titubeando, mordiéndose la rabia.

-¿Y ellos de vosotros? -se le escapó el vosotros, debió haber dicho nosotros, pero nadie pareció darle importancia.

-¿Por qué no? Nosotros somos civilizados, sabemos lo que es el honor y la palabra, no como esos... ¡Tenemos que protegernos!

-¡Qué bonito! Esto no es solo frontera con la República. Más allá, poco más allá, un par de sistemas más, algo de vacío y entras técnicamente en territorio krasy'ek. -No  era del todo verdad, nadie sabía hasta dónde llegaba el territorio krasy'ek, es más, nadie sabía a ciencia cierta si existían tales seres, pero su sola mención valía para hacer zozobrar al más pintado.

-¿Cómo? -Julio no pudo esconder una mueca de miedo.

-Lo que has oído.

-Los krasy'ek no existen -replicó, con voz entrecortada.

-¿Eso es lo que te han contado tus padres?

Julio no dijo nada más, una nueva réplica murió en su garganta y enterró su cara entre las sombras  de su pecho, sabiendo que los demás estarían mirándole otra vez con desprecio.

 

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