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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 2 de noviembre de 2024

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Para restaurar el universo

I

La gloria y el lujo del museo vivían en el recuerdo de décadas pasadas, y la falta de presupuesto y personal, así como la desidia del Estado que se presentaba como el guardián y el garante de toda cultura, habían causado estragos en la estructura edilicia. A pesar de que Sara Gould, última descendiente del Doctor Gould a quien homenajeaba el museo, implorara en la alta sociedad, de la que también formaba parte, para que nada de lo que allí se encontraba se perdiera, todo continuaba igual. Sabido es que entre los deseos, las palabras y los hechos median los intereses de los implicados. Y si nada cambió, no fue más que para mantener las apariencias; la falta de donaciones y del dinero necesario se lloraban en secreto.

Primero se habían perdido los grandes jardines, de los fondos de la propiedad. El terreno se dividió en lotes y, en menos de seis meses, se construyeron altos edificios de departamentos y oficinas que opacaron al museo en su pequeñez y sobriedad, incapaz de competir con la soberbia de la iniciativa privada. La antigua mansión estilo fines del siglo xxi apenas se comparaba con la practicidad y la despersonalización del espacio de las nuevas construcciones.

La humedad y las grietas en cada sala hicieron imposible mantenerlas abiertas al público; la ausencia del sol, que apenas llega a iluminar el frente de la construcción, resaltaba el frío y la soledad del interior. El público cada vez más escaso, porque pocos recordaban quién había sido el Dr. Gould aun cuando la sociedad en su conjunto seguía disfrutando de sus descubrimientos médicos, poco invitaba a realizar arreglos. La ausencia de propaganda, por falta de presupuesto, facilitaba el olvido. Por último, el descolorido cartel de la entrada anunciando la existencia de un museo no era rival para las grandes marquesinas luminosas que lo rodeaban.

El tiempo pasó y los arreglos urgentes y necesarios nunca se concretaron, la mansión fue perdiendo su gloria, oculta detrás del verde humedad que cubría su fachada. El pequeño y descuidado jardín del frente se pobló de malezas que nadie quería podar, solamente la sala principal permanecía abierta, por encontrarse en el centro del edificio y conservarse en mejor estado.

Esa sala principal, junto a algunas pequeñas dependencias a las que el público no tenía acceso, era cuanto quedaba. Pero a los pocos visitantes sólo les importaba esa sala principal para cerciorarse de que allí, protegido por una caja de cristal de doce pulgadas de espesor y sostenido por un marco de titanio, se conservaba en perfecto estado, sin el menor signo de deterioro y sin que ninguna técnica conocida de conservación le hubiera sido aplicada, el cuerpo del Dr. Gould. Parecía dormir abrazando a una pequeña rama de olivo; aún hoy a quien lo mirara sorprendía lo pacífico de su expresión, a más de cien años de su muerte.

Aquel había sido el último de sus triunfos: la conservación del cuerpo humano tras la muerte, y era, también, su secreto. La fórmula para lograr aquel milagro se había perdido junto con su vida. Nunca la confió por escrito en ninguno de sus extensos diarios y cuadernos de notas, nunca mencionó su último descubrimiento a sus colaboradores más cercanos. El silencio y el secreto eran totales, tanto que ni siquiera las investigaciones posteriores pudieron quebrar la capa de misterio que lo rodeaba.

El museo se había construido para contemplar tan morboso espectáculo, porque la curiosidad sobre la muerte es el motor más eficaz para la motivación del hombre. Lo fue al principio y lo será también al final.

 

El señor Grand, director del museo, nombrado por la Secretaría de Cultura e Idiosincrasia del Pueblo, caminaba lentamente acercándose al viejo edificio que sería su lugar de trabajo durante varios años más; sentía el aire frío de aquel otoño tan raro en lo climatológico entumeciéndole los dedos. Era tarde, pero el museo podía abrir sus puertas sin que él estuviera allí. Lo sabía, porque él lo había establecido de ese modo; su falta de apuro estaba, pues, plenamente justificada. Nada, hasta ese momento, lo había llevado a pensar que aquel podía ser un día diferente a los anteriores.

Sabía que como cada mañana los tres empleados con los que contaba en la nómina estarían haciendo su trabajo. Seguramente Galad, la exuberante guía y secretaria personal, había impartido las órdenes con su penetrante y molesto tono de voz, para que Grum, el deficiente guardia de seguridad, abriera las puertas una vez que Gimil hubiera terminado de limpiar el cristal de la caja y darle brillo a las junturas del titanio, para que la imagen del Dr. Gould fuera lo más nítida posible. Limpio el cristal y abiertas las cortinas del ventanal, el museo estaba preparado para comenzar el día. Solamente él era prescindible, lo sabía; pero hasta que alguien superior nombrara a Galad ama y señora del museo o decidieran trasladar el cuerpo a otro sitio, debía continuar ocupando su oficina, enterrándose entre legajos y carpetas, pedidos y facturas, que debía ordenar y archivar correctamente. Trabajo que le llevaba apenas unas horas, pudiendo dormitar en su sillón o dedicarse a cualquier otro asunto hasta cumplir con su horario, en la medida en que a la obstinada y eficiente Galad no se le ocurriera aparecerse con cualquier nimia excusa.

Cruzó el portón de rejas oxidadas, pasando junto al destartalado cartel que anunciaba los fondos destinados por la Secretaría de Transporte para el mantenimiento del edificio -fondos que nunca habían llegado- y caminó las viejas baldosas hasta la gran puerta de madera de la entrada, cuatro peldaños más arriba. Allí, perdido en los avatares de su minusválida mente, Grum cuidaba la puerta atravesándose delante de ella, con los brazos cruzados y la mirada hacia el infinito del otro lado de la calle. El gris original de su uniforme se había perdido en el tiempo, la gorra no formaba parte del mismo sino que parecía la de un viejo capitán de fragata y apenas disimulaba su calvicie; del atuendo de Grum, solamente los zapatos de charol relucían aparentando buen estado.

Grand se detuvo junto al enorme cuerpo de Grum, quien se mantuvo en su lugar sin percatarse de la llegada del director.

-Buenos días, Grum.

-Buenos Días, Señor -respondió el guardia que, sólo al escuchar su nombre, se percató de que allí había alguien más.

-¿Qué te he dicho ya varias veces, Grum?

El portero pensó en silencio, un minuto le tomó responder.

-¿Buenos días?

-Sí -dijo Grand-. Además de eso, ¿qué otra cosa te he dicho? -Ante la vacua mirada de incomprensión que recibió, continuó-: ¿Dónde no debes pararte?

-¿Delante de la puerta?

-Así es, muy bien. Entonces, ¿qué estás haciendo?

-Cuidando la entrada, Señor, como todos los días. La señorita Galad dijo que viniera y lo hiciera.

-Y dime, Grum, ¿qué pasa si alguien quiere entrar al museo?

-Debo abrirle la puerta.

-¿No crees que sería mejor, para hacer lo que dices, estar de pie un poco más allá? -Grand señaló hacia uno de los lados-. De ese modo, no le cierras el paso a quien quiera salir.

-Sí -respondió Grum sin moverse.

-¿Y bien?

Grum, carente de expresión, miró al director del museo.

-Hazte a un lado, Grum -dijo Grand con fastidio-, y abre la puerta.

-¡Sí, Señor! -exclamó antes de dar dos pasos al costado, extender el brazo y abrir la puerta hacia adentro-. Bienvenido, Señor. Que disfrute del Museo.

Grand entró en el edificio con una mueca de resignación. Cada vez le costaba más lograr que Grum hiciera lo que le pedía, aun las cosas más sencillas, era como si su mente se debilitara con cada nuevo día. Pero sólo a él le sucedía, porque Galad y Gimil se entendían a la perfección con Grum. Los había visto hablar con frecuencia sin ninguna dificultad, como si se conocieran desde hacía muchos años, como si se llevaran bien; casi como si fuesen amigos.

Tras cruzar el hall de entrada, Grand debía atravesar la sala de exhibiciones para llegar a su oficina, separada apenas unos centímetros de la entrada a los baños, lo que causaba innumerables confusiones, a pesar de contar cada una con su cartel distintivo. Pero el público, distraído y apenas interesado en una única cosa, no reparaba en aquellos detalles.

En la sala, Galad guiaba a los primeros visitantes de la mañana. Antes de acercarse todos juntos a la atracción principal, les explicaba los cuadros y gráficos que colgaban de las paredes, como una lenta preparación para conocer lo más importante, como un paso necesario para comprender la relevancia de todo aquel lugar.

-Es muy probable -decía la mujer- que conozcan algunos de los logros del doctor Gould. ¿No es cierto? -Y sonrió con una sonrisa ensayada infinidad de veces frente al espejo.

Un lacónico fue la respuesta general del grupo.

-¿Quieren ayudarme a numerarlos?

-Gripe -dijo uno de los visitantes en voz baja.

-Sí, muy bien -dijo Galad-. Desarrolló un anticuerpo natural que muta a la misma velocidad que el virus de la gripe, por ende, la gripe ya no nos afecta. Pensemos no en las miles, sino en las millones de personas que murieron por algo que, en la actualidad, para nosotros no es más que una palabra que debemos buscar en el diccionario. ¿Recuerdan alguna otra cosa?

-¿Hizo algo genético? -preguntó otro del grupo.

-Cierto, muy bien. El Doctor Gould descubrió la forma de evitar el deterioro genético de las células del cuerpo humano. ¿Saben qué significa esto? -Ante la falta de respuesta, Galad continuó-. Que las enfermedades genéticas han remitido, quizá no han desaparecido por completo, pero están en camino de hacerlo. No debemos confundir aquí los defectos genéticos con los físicos que, si bien en algunos casos están relacionados, no siempre es así. Y todo se lo debemos a los descubrimientos de este gran hombre.

Mientras hablaba, Galad se había desplazado junto con los visitantes hasta el centro de la sala para mostrarles la caja de cristal más conocida del mundo.

Grand se retrasaba intentando abrir la puerta de su oficina, la cerradura se atascaba todo el tiempo, debía llamar a un cerrajero, pero siempre lo olvidaba. El mes anterior habían cortado el teléfono del museo por falta de pago, y este mes el presupuesto para arreglos menores se había agotado en las reparaciones de las goteras, por lo que ese detalle debería continuar esperando a que le llegara su momento de ser atendido.

De todos modos, logró entrar en la oficina antes de seguir escuchando.

-¿Es el cuerpo verdadero? -fue la última pregunta que llegó a sus oídos. El resto de la historia ya la conocía, el discurso de Galad nunca cambiaba.

La oficina, casi tan grande como la sala de exposiciones, era un viejo desorden. Al escritorio, la máquina de escribir y la biblioteca original, se le había agregado todo aquello que corriera riesgo de ser dañado por el estado del edificio y lo que el azar y la desidia de los directores anteriores no habían sabido ordenar. Se acumulaban ficheros, cuadros, cuadernos de notas escritos por el propio Gould; un sinfín de objetos rotos o en camino de estarlo. La oficina era grande, es cierto, el espacio para trabajar, en cambio, resultaba bastante reducido.

Grand dejó el saco en el perchero junto a la puerta, aún sabiendo que todo el que entrara lo rozaría y al final del día estaría sucio; llegó hasta el sillón del Director, tan añejo como el mismo museo, y comenzó su calvario cotidiano.

Desde la mañana y hasta las diecinueve horas, como escapados de un cuentagotas roto, los visitantes llegarían al museo atraídos por la vieja fama del lugar y el renombre de su primer dueño. En pequeños grupos, en parejas, o solos, siempre había alguien recorriendo la sala. Después de todo, el museo era de los pocos lugares públicos que mantenían la política de entrada libre y gratuita; razón por la que los días de lluvia siempre parecían estar atestados de gente, para desesperación de Gimil que debía mantener secos los pisos para evitar accidentes y posibles demandas.

Comenzaba a concentrarse en los papeles acumulados sobre el escritorio, cuando Gimil, el torpe encargado de la limpieza entró sin llamar, como era su costumbre. Grand levantó la vista del documento que leía y dijo:

-Debes golpear antes de entrar.

-Disculpe, Señor -dijo Gimil con su gangosa casi inentendible voz-. No sabía que había llegado.

-Si no lo hubiera hecho -respondió Grand-, la puerta estaría cerrada.

-Es verdad, sí. Disculpe.

-Está bien. ¿Qué necesitas?

-Venía a limpiar la oficina, Señor, hace días que usted no me lo permite.

-¿Has terminado ya con el resto de las salas?

-Sí, Señor.

-Comienza entonces.

-¿Se quedará usted aquí, Señor?

-Me quedaré, sí -respondió otra vez con fastidio, la charla lo distraía-, siempre que hagas el menor ruido posible.

Durante la siguiente media hora Gimil trabajó con tanto cuidado que podía decirse que no estaba dentro de la habitación. Limpió el polvo, acomodó las pilas de carpetas, levantó otras del suelo, quitó las telarañas que poblaban las esquinas y barrió el suelo; aún así, era tanto el desorden del lugar que todo su esfuerzo apenas marcaba alguna diferencia.

Grand había olvidado que no estaba sólo en la oficina, por lo que el ruido de la ventana al abrirse a su espalda lo sobresaltó.

-¿Todavía aquí?

-Aún no he terminado -dijo Gimil, o eso interpretó Grand a partir de los sonidos que escuchó-. Falta limpiar aquí. -Señaló el marco de la ventana-. Necesito un poco de agua.

-Sí, bueno, está bien. Termina de una vez.

-Iré a buscarla -dijo Gimil.

Cuando regresó con un balde y un trapo viejo y sucio, Grand salió de la oficina; le alteraba los nervios estar cerca de alguien que no podía hacerse entender todo lo claro que a él le parecía necesario. Para empeorar la situación, en aquel lugar debía soportar tener cerca no a uno, sino a dos personas con esa dificultad, por lo que su fastidio iba siempre en aumento.

Por alguna casualidad del destino, la sala estaba vacía. Galad le daba la espalda mirando hacia la calle por el ventanal del frente, seguramente pensando en convencer a Gimil y Grum para que limpiaran el pequeño jardín; tampoco tenía intenciones de hablar con ella, por lo que rápidamente buscó refugio en el baño de hombres.

No había dudas: atravesaba una crisis personal, el principal motivo de ausentismo laboral en esos días. El mundo que durante años había construido en torno a su figura, su saber y su respetabilidad, había fracasado en el simple acto de arrojarlo de cara al éxito. En una época había ansiado con estar allí, en ese lugar, en esa posición de poder, como culminación de su carrera de ascensos. Pero cuando finalmente lo logró, ahora que el otoño en más de un sentido atravesaba su vida, aquello no lo satisfacía en lo más mínimo.

Le costaba orinar, signo de la edad y el mal dormir. No le gustaba el trabajo del museo, de tan tranquilo le resultaba aburrido, no lo emocionaba ya. El peso de los años le había quitado esa posibilidad. Su deseo lo había traicionado, como dijera en su momento Oscar Wilde, al alcanzar su meta, esta perdió cualquier interés que pudiera tener para sí mismo, y por ende su vida ya no tenía sentido. Su triunfo era su fracaso, de no ser porque lo afectaba directamente, se reiría ante tanta ironía.

Antes de salir se lavó las manos y la cara, demoró cinco minutos más intentando convencer al espejo de que le mostrara una sonrisa, la resignación y su cabello encanecido prematuramente no se lo permitieron. Debía regresar al trabajo, lo quisiera o no.

II

Grand abrió la puerta de la oficina, buscó con la mirada a Gimil y lo encontró hurgando entre los papeles apilados sobre el escritorio, los ficheros más cercanos estaban abiertos y revueltos.

-¿Qué es lo que haces, Gimil?

Una voz diferente, que no guardaba relación alguna con la habitual gangosidad, una voz cargada de autoridad, le respondió:

-Será mejor que cierre la puerta.

Desde ese momento, Grand no tuvo control sobre lo que sucedía en el museo, en la oficina ni sobre sí mismo.

-¿Qué sucede?

-Acérquese -ordenó Gimil-. Necesitará estar sentado y relajado, para oírme.

-¿Qué le pasó a tu voz?

-Esta es mi voz, sólo que usted no lo sabía. -Gimil le señaló una de las sillas.

-Bien -dijo dubitativo Grand-. Gimil, no me has respondido aún. ¿Qué sucede aquí?

-Por favor, deje de llamarme de ese modo, mi nombre es Klint.

-¡Imposible! -gritó Grand-. ¡No es verdad! ¡Mientes!

Klint impuso silencio con sólo levantar una mano. Su presencia avasalladora anulaba todo intento de negársele. Y lo único que hacía era hablar; apenas se movía, pero en él no quedaba traza alguna del conserje torpe, cabizbajo y silencioso que fuera hasta hacía tan sólo unos instantes.

-Le daré una explicación de lo que necesito y que usted (ahora que me ha descubierto) me ayudará a obtener.

-¿De qué está hablando? -preguntó Grand mientras se sentaba-. ¿Quién es usted?

-Yo hablaré, Señor Grand. Usted escuchará. Y no me interrumpirá como es costumbre en ustedes.

Grand asintió con la cabeza sintiéndose empequeñecer. Reconociendo la autoridad que aquella persona emanaba y la imposibilidad de negarse a hacer lo que le pedía. Ni siquiera se atrevió a preguntar a qué se refería con ese ustedes.

-En el mismo brazo de la galaxia que ocupa este minúsculo planeta, existen varios soles y planetas habitados, datos desconocidos por los humanos; de la misma manera en que ignorábamos que aquí existiera algo más que humedad. Hasta donde conocemos de la historia del Universo, pertenezco a una las civilizaciones más antiguas. Ustedes aún no evolucionaban de los primates, y nosotros ya surcábamos el infinito sin necesidad de destruir nuestro planeta para ello. ¿Comprende? No soy de aquí.

-Sí -balbuceó Grand-, pero...

-Ya tendrá tiempo para preguntar. Según el sistema que utilizan para medir el tiempo en la Tierra, hace aproximadamente dos milenios y medio, poco más o poco menos según el calendario consultado, un renegado, uno de los criminales más grandes que conoció nuestro mundo, cometió el más atroz de los actos: despojó a la imagen del Creador de su atributo, una rama de olivo, única planta común a todos los planetas por él administrados. Símbolo de su poder, omnipresencia y, también, su única debilidad.

-¿Un olivo...? -comenzó Grand-. Pero...

-Símbolo de unión y confraternidad entre las civilizaciones de la galaxia. ¿No lo saben? No, lo olvidé. Aún no lo saben. Y es que desde el día en que la rama fue hurtada, el universo comenzó a decaer.

-¿A qué...?

-¡Silencio! -gritó Klint, golpeando la superficie del escritorio con el puño. Y como Grand no replicó, continuó hablando en el mismo tono monocorde-. De no ser por el egoísmo y la vanidad del hombre, nunca hubiéramos descubierto el lugar en que la rama fue abandonada. Quizás el renegado llegó aquí por error y ya no pudo continuar su viaje, o alguna otra cosa; como fuera, el olivo carece de valor en este primitivo mundo. Como usted ya debe de haber adivinado, la rama de olivo de la que hablo es la que yace junto al Doctor Gould. Pertenece a mi mundo, a mi civilización, al Creador. Y la necesito, a diferencia de ustedes que no saben qué hacer con ella. Y usted me ayudará. ¿Alguna duda?

Grand miró para la ventana, luego volvió la cabeza hacia la puerta que continuaba cerrada: sólo ellos sabían lo que se hablaba allí dentro. Los gritos y golpes no habían alertado a nadie de que sucedía algo fuera de lugar.

-¿Me toma por tonto?

-¿A qué se refiere? -preguntó Klint mostrando algo de duda por primera vez en la conversación.

-Tengo tres doctorados, una carrera académica de treinta y cinco años, un currículo y una trayectoria envidiables, ¿usted cree que su historia me resulta algo más que palabras? No tiene que inventar semejante disparate para ocultar que buscaba algo que robar de mi escritorio; se hubiera ahorrado la historia de ciencia ficción saltando por la ventana y huyendo sabiendo que no lo perseguiría.

-Todo ese saber, toda esa experiencia, Señor Grand, no le sirvió más que para conseguir un trabajo rutinario en un museo decrépito. No debería ser tan escéptico, Doctor. -La forma en que pronunciara la última palabra le dolió a Grand más que el peor de los insultos-. Después de todo, existen sorpresas en el Universo entero. Nosotros nos sorprendimos al recibir una señal de lo que ustedes denominan streaming, en la que mostraban, con orgullo y satisfacción en la voz, los logros de Gould. Entre tanta vanidad, odio, egoísmo, guerra y vergüenza, se encontraba la grandeza, la respuesta a todos los problemas. ¿Se imagina nuestro asombro al ver y reconocer aquello que buscamos por toda la galaxia, en cada perdido lugar? En todos lados... si exceptuamos este ínfimo mundo, claro. Y ustedes preocupados únicamente por ustedes mismos. Tanto que aún ignoran que la grandeza de Gould se debe, puramente, a la rama del olivo.

-Me niego a creer que usted sea un ser de otro mundo. Luce igual a mí, habla igual a mí, fabula como muchos otros lo hacen. ¿Qué lo hace diferente? Además del nombre, si es que es el real, claro.

-¿Necesita una prueba para creer, Señor Grand? La tendrá. Y sólo necesitará colocar este prisma de cristal sobre su ojo. -Dejó un trozo de cristal de escasos cinco centímetros sobre el escritorio. Nada en su aspecto delataba que su factura fuera ajena a la tierra.

-¿Qué es eso?

-La prueba que necesita, la historia que le he contado. 2500 años de búsqueda infructuosa en un cristal de información. Ustedes tienen sus métodos para controlar la transmisión de la historia, nosotros tenemos la nuestra.

-Suponiendo que sea tal cosa y sólo por seguirle el juego, le preguntaré cómo funciona eso.

-Debe colocarlo lo más cerca posible de su ojo.

-¿Cualquiera?

-Así es.

-¿Dañará mi ojo?

-Para nada, es inocuo. La información se transmite directo al sistema cognoscitivo. Lo físico no interviene.

Sin dejar de mirar a Klint y buscando cualquier reacción que delatara una mentira, una broma u otra cosa, Grand colocó el cristal sobre su ojo derecho. Y esperó.

-No veo...  -comenzó a decir, antes de que un infinito de luz, sonidos y texturas, abrumara su percepción. No existen palabras humanas para describir el desasosiego que lo inundó más allá de las náuseas.

Colores indescriptibles, trozos de palabras, parlamentos en una lengua desconocida penetraban su cerebro, marcaban su memoria, expandían su ignorancia, transformaban su entendimiento. Detrás de todo ese inexplicable sentir, como si fuera una música de fondo, continuaba oyendo a Klint hablándole desde su oficina.

-Un único humano de entre todos ustedes, James Frazer, estuvo realmente cerca de la última verdad, de conocer lo que subyace de alguna olvidada manera en lo más profundo de las religiones de este planeta. Su Rama Dorada debería de ser el libro guía de esta raza, no ese mosaico de libros de pseudoinspiración divina en los que todavía creen. De leer Rama Dorada entenderían el lugar que ocupan en el universo, el registro de la creación, su lugar en la inspiración del Creador. Entenderían muchas cosas que atentarían contra los fundamentos de su minúscula civilización, sin duda. Pero el sobrevivirlas los hará más fuertes y dignos hijos de quien les dio la vida, herederos reales de su creación. Dejarían de asesinarse y dañar a su exiguo mundo; serían iguales, y ya no diferentes entre ustedes. Conocerían la galaxia y, por otro lado, su existencia no sería un secreto.

Cuando Klint se llamó a silencio, Grand retiró con sumo cuidado el cristal de su ojo, el aleph de sensaciones se había acabado. Las lágrimas habían dejado surcos húmedos en su rostro, eran lágrimas nacidas del entendimiento, lágrimas más amargas de lo habitual.

Pasaron más de diez minutos de silencio, de tensión y espera, en los que se contemplaron largamente aguardando a que fuera el otro quien rompiera el silencio.

-Dudo... -comenzó Grand-. Dudo que lo que tú llamas creador tenga algo que ver con los Dioses de la Tierra.

-Por supuesto que duda, no sería un ser vivo si no lo hiciera. Pero terminará por aceptarlo. Y si no es usted, alguna generación futura comenzará a notar que los ídolos que adoran no son más que aspectos individualizados del único Creador, cuya imagen posible reside en el planeta santuario del que provengo.

-Se parece muy poco a la omnipresencia de...

-El problema es su filosofía de la perfección, de la imagen y semejanza. Esos detalles no nos afectan a nosotros, que en verdad conocimos al Creador.

-A la imagen.

-Que es más que suficiente -respondió Klint-. Imagen, símbolo y entidad, a la que usted ha visto y me ayudará a salvar.

-¿Pretende que lo ayude a robar aquello que da sentido al museo?

-No, no pretendo llevarme el cuerpo de Gould, sólo la rama hija del primer olivo universal. La que se mantiene verde no por el saber del buen doctor, como ustedes creen, sino por la gracia divina del único...

-... creador. Seguro. Pero, aunque quisiera, no tengo herramientas para atravesar treinta centímetros de cristal, como habrá notado al revisar el lugar. No sabría cómo hacerlo sin exponer el cuerpo de Gould a un posible deterioro, a la corrupción, al contacto con el aire. No sé qué ocurriría si algo cambia en su condición.

-Yo sé cómo hacerlo. Tengo todo planeado, todo estudiado. Si seguimos mi plan no habrá riesgo alguno. Sólo existe una molesta complicación.

-¿Cuál? -preguntó Grand sin imaginarse una posible razón para tanta preocupación en Klint.

-Galad.

-¿Qué hay con ella?

-No le agrado, ni ella a mí. No me permite acercarme al sarcófago más que en su presencia y bajo supervisión de su infradotado guardia de seguridad. Es un gran problema que necesitaría algo más que información el resolverlo. Ella no lo entendería. Dudo que quiera hacerlo, o que siquiera le interese. Además, de donde provengo la relación entre los géneros no es tan arcaica como en este lugar, no sé aún cuál es la manera correcta de dirigirme frente a ella.

-Puedo deshacerme de Galad por el tiempo que, estimo, será suficiente para que cumpla con su labor. Pero tengo una pregunta más.

-Dígame.

-¿Qué obtengo a cambio de mi ayuda? Porque estaría arriesgando más que mi puesto de trabajo. ¿Incluyó eso en sus cálculos?

-Obtendría la satisfacción de ayudar en una causa más grande que su minúscula persona, sería recordado eternamente como aquel que acercó un paso la restauración del universo, la suya sería la primera alma humana en alcanzar la verdadera gloria.

-Entiendo. Nada -dijo Grand-. ¿Puedo pensarlo unos minutos?

-Esperaré afuera -respondió Klint-; sé que les gusta pensar las cosas importantes de modo solitario. Pero no demore.

III

Mal disimulada, sin intentos de ocultarla, la turbación de Grand al salir de la oficina era evidente. Desalineado, como si hubiera luchado contra alguien muy fuerte, con la corbata desatada, la camisa abierta en parte, el pantalón arrugado, despeinado, algo poco común en él, llevaba un sobre de papel en las manos, cerrado y lacrado con el sello del museo, con una dirección escrita con su minúscula y pulcra caligrafía.

Evitó mirar a Klint. Al contrario de lo que Klint esperaba que hiciera, dio unos pasos por la sala vacía en medio de la tarde, y llamó:

-¡Galad!

La mujer apareció de la nada, como si hubiera sido invocada al pronunciar su nombre, desde una de las salas cerradas.

-¿Sí?

-Lleve este sobre a la dirección indicada -dijo, entregándoselo.

-¿Yo? -preguntó Galad con suma incredulidad-. ¿Por qué no se lo pide a ese? -Señaló a Gimil con desagrado.

-Es muy importante -explicó Grand- que este sobre llegue rápido. Si se lo pido a él, o a Grum, ¿quién me asegura que no se distraerá en el camino mirando una mariposa, o una rajadura en el asfalto? Usted es la única que puede cumplir con la condición de la rapidez. Y su eficiencia nunca sería puesta en duda.

Sin hacer el menor esfuerzo por disimular el fastidio, Galad tomó el sobre.

-Debe también esperar la respuesta -acotó Grand con una sonrisa.

-¿Quién guiará a la gente? -preguntó, irritada.

-No vendrá nadie, se lo aseguro; falta poco para la hora de irnos. Galad, por favor -pidió Grand.

-Muy bien, iré. Pero no se vayan antes de que vuelva, dejo aquí mi abrigo. No hace tanto frío aún como para llevarlo.

-No se preocupe, señorita Galad, la esperaremos -dijo Grand-. Gracias.

Cuando Galad salió del edificio cargando su mala predisposición para cumplir con una tarea que no consideraba a su altura, Grand miró a Klint -quien, para disimular, barría en un rincón de la sala-. Caminó hasta el ventanal y, dándole la espalda, miró pasar a la gente por la calle ignorando cuanto ruido escuchó detrás de sí.

Quizá comprendiendo el debate ético que tenía lugar en el interior de aquel ser humano, Klint no pronunció palabra alguna. Fueron casi veinte minutos de un tenso y quebradizo silencio en el que ambos actuaban como si nada extraño sucediera en aquel lugar.

Grand no quería saber cómo haría el extraterrestre para atravesar el grueso vidrio del sarcófago, ni lo que luego haría para repararlo, quería mantenerse en la mayor ignorancia posible, para no preocuparse por la posibilidad de que algo inesperado ocurriera en medio de toda la operación.

La sombra de los grandes edificios cubría el jardín y el frente del museo; visto desde la calle y con el viejo cartel a punto de caerse, parecería una construcción abandonada esperando por los equipos de demolición. No sabía que el final se acercaba un poco más. Si Klint, como pensaba Grand, había mentido al decir que sabía cómo hacer que todo permaneciera igual una vez que quitara la rama de olivo, el museo carecería de sentido: el cuerpo de Gould comenzaría a deteriorarse, el misterio de su conservación carecería de valor y el esfuerzo por mantener en buen estado aquel lugar sería por completo innecesario. Mi nombre, pensaba Grand, quedará por siempre asociado a los últimos días del museo. Y ni siquiera tengo el humor para hacer algo al respecto.

Acabada su faena, Klint colocó el trozo de vidrio, sin hacer el menor intento por disimular el corte. Por el grosor del material se mantendría en su lugar. El grosero corte era visible desde cualquier ángulo en que se mirara al sarcófago.

Con la rama de olivo en sus manos, Klint caminó hacia la puerta de entrada. Antes de salir miró a Grand, quería decirle algo, cualquier cosa que sirviera para ayudar a ese hombre en medio de su tribulación. En cambio, preguntó:

-¿Qué había en ese sobre?

-Mi renuncia.

-¿Por qué?

Grand no respondió, Klint abrió la puerta y salió.

Aún podía vérsele alejándose a la carrera por la calle, cuando Grum se asomó por la puerta abierta con su habitual expresión vacía y la mirada perdida.

-¿Señor? -dijo tímidamente a Grand.

-¿Qué sucede, Grum?

-Gimil se llevó la ramita del doctor Gould.

-Sí, Grum, lo sé.

-¿Debo hacer algo?

-Entra y cierra la puerta, está entrando el frío.

-Pero, la ramita, Señor. ¿Gimil la necesita? -volvió a preguntar Grum.

-Así lo parece -respondió Grand sorprendido por la pregunta.

-¿Para qué?

-Dice que restaurará el Universo con ella, Grum.

-¿Eso es algo bueno? -preguntó, sin comprender, el portero.

Grand inspiró profundamente.

-No lo sé, Grum, no lo sé. Pero quién soy yo para entrometerme.

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