La Teoría de la Estrella Única lo cambió todo.
Los físicos solían usar una metáfora. El universo es un globo que se expande desde el Big Bang, y todo está en su superficie. Los objetos con mucha masa deforman dicha superficie hacia dentro, como si un dedo apretase hacia abajo. Por eso cualquier cosa que recorra la superficie en perfecta línea recta cae hacia ellos: sin dejar de ir en línea recta, la superficie deformada acerca tu trayectoria hacia el objeto que está deformando dicha superficie, hacia la depresión que forma. Eso es la gravedad. Las estrellas deforman mucho esa superficie, tienen mucha gravedad. En un agujero negro, la superficie está tan deformada hacia dentro que incluso te permitiría cruzar a otro lugar de la superficie del globo siguiéndola, como si fuera un túnel que cruzara la Tierra de Europa a Australia o a cualquier otro sitio.
Los físicos también contaban con interesantes modelos que explicaban lo que ocurría dentro de cada estrella, pero cierto día descubrieron que eran incorrectos. Como respuesta, nació la Teoría de la Estrella Única. Es una teoría muy parecida a la anterior, pero en ella todas las estrellas deforman tanto la superficie del globo que, en lugar de reposar cada una en el fondo de su respectiva depresión sobre la superficie, cada estrella contiene en su centro un túnel, un agujero negro. Estos agujeros negros no están conectados por parejas, a la forma de los puentes Einstein-Rosen, sino que todos ellos conectan con un único lugar común, todos ellos conducen a un único "centro" del globo. En el centro del globo, una única estrella descomunal, resultado de la explosión del Big Bang, brilla. Por tanto, cada una de las estrellas que vemos en el cielo no es más que el trocito de dicha estrella única que se escapa por uno de los muchísimos túneles que hay desde el centro del globo hasta algún lugar de la superficie, es decir, hasta algún lugar del universo. Es decir, no existen muchísimas estrellas, sino sólo una estrella descomunal que asoma desde muchísimos puntos esparcidos por todo el universo, los puntos que siempre habíamos llamado estrellas. Como cada uno de esos túneles tiene una anchura y forma diferente, todas las estrellas, todos los trozos de la estrella única que se escapan por los agujeros, dejan pasar una cantidad de luz y unos flujos de materia diferentes, lo que confiere a cada una su particular aspecto. Cuando dichos túneles se abren o se cierran, las estrellas que conocemos se expanden o se contraen, nacen o mueren.
Se descubrió que las partículas podrían viajar por ese hub entre túneles, por ese centro único del globo. Teóricamente, una partícula podría entrar por un túnel y salir por otro. Por tanto, suponiendo que pudieras suportar el calor y gravedad que supone viajar al centro de una estrella, siguiendo en línea recta podrías acabar en el centro de cualquier otra estrella, pues en el fondo, literal y metafóricamente, todas son la misma estrella. Bueno, más bien, cada una de tus partículas acabaría saliendo por una salida diferente, por una estrella diferente escogida al azar, ya que los procesos cuánticos involucrados destruyen el entrelazamiento. ¿Quieres esparcirte por todo el universo? Viaja al centro de tu estrella y difumínate.
Esto hizo pensar a los miembros del SETI, y a los de cualquier otro proyecto que pretendiera mandar un mensaje a otra estrella, que en lugar de enviar sus mensajes hacia las lejanas estrellas del cielo, más bien deberían enviarlas directamente hacia el centro del Sol. Si fueras capaz de enviar muchísimas partículas al centro de tu estrella (pongamos por caso, muchas más partículas que estrellas hay en todo el universo), de forma que soportasen dicho viaje, entonces cada partícula saldría por una estrella escogida al azar, así que con una sola ráfaga de partículas podrías llegar a todos tus vecinos del universo. Podrías lanzar una primera ráfaga de partículas de forma que todas ellas codificasen la "primera letra" de un mensaje, una segunda ráfaga tal que todas ellas codificasen la "segunda letra", y así hasta emitir el mensaje con mayor audiencia que hubiera presenciado todo el universo. Y no harían falta billones de años para ello, sino sólo el tiempo que tardasen tus partículas en ir desde la Tierra al centro del Sol, y después desde el centro de cualquier estrella hasta cualquiera de sus planetas. ¿Horas? ¿Días? ¿Como mucho unos meses, en el caso de planetas con órbitas lejanísimas?
Antes de que tal idea pudiera ponerse en práctica, se descubrió que dicho método de comunicación tendría un efecto no deseado. Si una partícula lograba alcanzar el centro de una estrella viajando en línea recta desde fuera de ella, entonces el proceso le haría acumular una enorme energía, una energía que liberaría al comenzar a salir desde el centro de la otra estrella hacia fuera siguiendo el mismo vector de dirección con el que hubiera entrado en la primera estrella. En la nueva estrella alcanzada, la energía liberada desataría una reacción en cadena, y ésta daría lugar a una gigantesca erupción solar, lanzada como un látigo castigador en la misma dirección que siguiera la partícula. La erupción solar sería de tal dimensión que incineraría cualquier planeta que orbitase dicha estrella y que tuviera la mala suerte de encontrarse en el punto de su órbita que intersecase con su trayectoria.
Así que cualquier mensaje enviado de esa manera no podría significar "¡Hola!", sino más bien "¡Muere!". No exactamente lo que pretendía el SETI.
Algunos mostraron interés en tal segundo tipo de mensajes. Si enviásemos desde la Tierra hacia el centro del Sol, y a lo largo de todo un año, un haz continuo de algún tipo de partículas que pudieran sobrevivir dicho viaje, entonces estaríamos incinerando a todos los planetas del universo cuyas órbitas descansasen sobre un plano paralelo a aquél en que descansaba la propia órbita de la Tierra. La Tierra sería una especie de faro de la muerte, que a medida que girase, iría desencadenando descomunales erupciones solares en todos los sistemas solares y en todos los ángulos posibles, erupciones que abrasarían todo lo que encontrasen a su paso.
Es más, si unas cuantas naves lanzasen dichas ráfagas de partículas hacia el Sol desde otras órbitas que no se encontrasen sobre el plano de la propia órbita terrestre, se podrían cubrir otros ángulos. Con un equipo suficientemente amplio de naves, en un año podrían cubrirse de manera aproximada todos los ángulos posibles, y no sobre el plano de una órbita concreta, sino sobre toda la esfera. Y así, incinerar a todos los planetas del universo.
Algunos se plantearon si dichas partículas, al alcanzar el centro del Sol y salir al azar en cualquier otra estrella, podrían salir, por simple casualidad, de nuevo en el propio Sol. Dado que el túnel de salida era escogido al azar, nuestro sistema solar podría ser también el sistema de salida. ¿Podríamos auto-incinerarnos?
Dado que la erupción solar desencadenada conservaba el vector de dirección al llegar a la nueva estrella, una partícula lanzada desde la Tierra al Sol sólo podría desencadenar una erupción solar en la dirección opuesta a la posición de la Tierra en su órbita. Es decir, que incineraría lo que estuviera justo detrás del Sol mirándolo desde la Tierra. Si el equipo de naves mencionado antes evitase lanzar sus partículas desde exactamente el extremo opuesto del Sol a donde se encontrase la Tierra en ese momento, la Tierra nunca sería barrida por una erupción solar provocada de esa manera.
Resumiendo: existía un método teórico para que la Tierra eliminase toda la vida del universo... sin que ni siquiera hiciera falta saber cómo mandar una nave fuera del Sistema Solar. Dicho método no era más que teórico, pues no se conocía ninguna partícula con las propiedades necesarias, es decir, que pudiera hacer dicho viaje intra-extra-estelar en perfecta línea recta.
Hasta que, cierto día, se descubrió una nueva partícula que cumplía dichas propiedades.
Desde entonces, la Tierra podía barrer toda la vida en el universo, suponiendo que tal vida existiera. En un periodo de tiempo ridículamente pequeño, y con un coste relativamente barato, la Tierra podía incinerar todos los planetas del universo. ¡Y todo ello, sin contar todavía siquiera con la tecnología necesaria para lograr que los seres humanos llegasen sanos y salvos a Marte!
A priori, no parecía haber ningún motivo para hacer tal cosa. Pero luego algunos pensaron que por supuesto que lo había. Si los terrestres habían logrado hacer tal descubrimiento terrorífico, ¿por qué no iba a poder descubrir lo mismo cualquier otra civilización en el universo? Es decir, lo mismo que podía hacer la Tierra al resto del universo, podría hacérselo otra civilización al resto del universo, incluida la Tierra. Así que existía un motivo para que la Tierra hiciera tal cosa: evitar que cualquier otra civilización del universo lo hiciera antes.
Por supuesto, lo deseable sería que ninguna civilización que descubriera dicho secreto lo aplicase nunca. Pero, ante trillones de posibles civilizaciones presentes o futuras en todo el universo, ¿cómo podía asegurarse que ninguna civilización fuera a hacer tal cosa jamás? ¿Cómo podía asegurarse que no hubiera jamás una civilización loca, o simplemente un líder loco, que decidiera hacerlo? Máxime teniendo en cuenta que, viendo el riesgo racional que suponía tal arma de destrucción universal, ni siquiera hacía falta estar loco para usarla: para desear utilizarla, bastaba con no confiar en la cordura de todos los demás.
Más aún, de repente, la pregunta de por qué parecíamos estar solos en el universo, es decir, de por qué no habíamos recibido jamás ningún mensaje de ninguna civilización de las estrellas, podía responderse con facilidad: alguna civilización estaría realizando periódicamente su propio barrido de destrucción universal para asegurarse de que ninguna otra civilización tuviera jamás el tiempo suficiente para evolucionar hasta descubrir por sí misma la existencia de tal arma. Así que no habría por ahí trillones de civilizaciones con el poder de usar tal arma, sino sólo una, que se ocuparía regularmente de que siguiera siendo así a base de matar regularmente a toda la vida del universo que no fueran ellos.
Si dicha civilización había sido negligente, si habían espaciado sus destrucciones masivas universales demasiado en el tiempo, tanto como para permitirnos desarrollarnos hasta descubrirlas también, entonces en aquel momento podríamos contar con muy poco tiempo para aprovecharnos y dar nosotros el primer golpe.
Y sin embargo...
Sin embargo, cabía la posibilidad de que sí que existieran otras civilizaciones, pocas, o muchas, o muchísimas, que también lo hubieran descubierto, que no obstante no tuvieran nuestro nivel de paranoia, y que por tanto hubieran decidido no dar nunca el primer golpe. Civilizaciones que no hubieran encontrado una forma de comunicarse con las demás estrellas, o bien que sí supieran hacerlo y que de hecho estuvieran enviando mensajes, por ejemplo a nosotros, pero que no fuéramos capaces de interpretar dichos mensajes como tales. Quizás, sólo quizás, el universo estaba lleno de civilizaciones sabias y pacíficas que conocían el secreto de la destrucción total universal, pero que racionalmente habían decidido renunciar a utilizarlo. ¿Y si nos convertíamos en genocidas universales, y sin necesidad?
Como suele pasar en estos casos, el miedo venció. La Tierra dedicó todo el año 2113 a incinerar todos los planetas del universo. El 1 de enero de 2114, los humanos pudimos por fin responder a la pregunta de si estábamos solos en el universo.
Desde entonces, la culpa nos invade. Y también la desesperación. Sabemos que los humanos jamás podremos colonizar miles de planetas, jamás poblaremos la galaxia ni nada parecido. De hecho, nunca habitaremos más de un planeta. Y no porque hayamos incinerado todos los demás planetas del universo, pues quizás algún día aprendamos a terraformar y revivir los escombros que hayamos dejado por ahí en todo el universo. Es más, previsiblemente la vida volverá a surgir en todos esos planetas con el tiempo, por si sola, aunque no hagamos nada.
Pero si algún día colonizamos otro planeta que orbite alrededor de otra estrella, si algún día aprendemos a viajar tan lejos, ¿cuál es la probabilidad de que la vieja Tierra y la comunidad humana en dicho nuevo planeta no entren jamás en guerra? ¿Y qué creen que ocurrirá entonces, con este antecedente que hemos sentado?
Para siempre seremos aquella civilización que mató toda la vida en billones o trillones de planetas, y todo para poder ocupar sólo uno.
O peor aún, quizás para nada. Quizás estemos para siempre condenados, por nada, a ocupar sólo uno.
¡Cuánto egoísmo!