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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 21 de diciembre de 2024

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Cumpliendo órdenes

La señorita García permanecía de pie, expectante ante su nuevo jefe.

-Bienvenida a nuestra casa -dijo el jefe-. Aquí tiene sus tareas de hoy. Tiene que completar este balance trimestral, actualizar este grupo de nóminas y calcular los beneficios obtenidos con cada uno de los clientes de esta lista durante los dos últimos ejercicios.

La señorita García ocupó su puesto y realizó eficientemente sus tareas del día. Entonces regresó a casa, satisfecha de su primer día de trabajo.

Al día siguiente, su jefe le dijo:

-Señorita García, aquí le traigo sus tareas de hoy. Las encontrará similares a las de ayer.

La señorita García observó los papeles sobre su mesa.

-Un balance trimestral, un taco de nóminas y un cálculo de beneficios... -dijo mientras miraba en detalle los papeles.

Unos minutos más tarde, la señorita García abandonó su mesa y entró en el despacho del jefe.

-Señor, tiene que haber un error en mi trabajo asignado. El balance es el mismo de ayer, las nóminas también son de los mismos empleados, y los clientes para los que tengo que calcular los beneficios son también los mismos. Ni un solo dato ha cambiado. Todo es lo mismo -dijo extrañada.

-Efectivamente, sus tareas son exactamente las mismas que ayer, no hay ningún error -dijo el jefe-. Por favor, póngase a ello.

La señorita García dudó durante unos instantes. Luego pensó que aquello se trataba de algún tipo de extraña prueba, volvió a su puesto y se dispuso a completar las mismas tareas del día anterior. Los ficheros de ordenador que había elaborado el día anterior habían desaparecido, así que efectivamente tendría que empezar de cero.

La señorita García completó de nuevo las tareas con cierto disgusto y al final del día regresó a casa algo aturdida.

Al día siguiente, el jefe volvió a encomendarle exactamente las mismas tareas.

Harta de que le tomasen el pelo, la señorita García decidió despedirse de la empresa.

Tres días después, el señor López fue contratado en el puesto que antes ocupó la señorita García. De nuevo, el jefe le pidió las mismas tareas un día tras otro, hasta que el señor López también se hartó de que se rieran de él y se fue dando un portazo.

De esta forma, los mismos balances, nóminas y cálculos fueron repetidos durante meses por decenas de candidatos que tardaron entre dos y cuatro días en abandonar su puesto voluntariamente.

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El señor Campillo era un tipo pequeño y enjuto. Calvo y con bigote, portaba unas gruesas gafas con las patillas unidas por un cordel en su nuca.

-Señor, creo que hay un error. Las tareas que me ha encomendado son exactamente las mismas que ayer -dijo Campillo. Llevaba la misma camisa blanca y la misma pajarita que el día anterior (o quizás eran otras iguales).

-No hay ningún error. Sus tareas son exactamente esas -respondió el jefe.

-Entiendo. Me pongo a ello.

Campillo regresó a su puesto y repitió las tareas del día anterior.

Al día siguiente, volvió a repetir las mismas tareas. Esta vez asumió desde el principio que no había ningún error, y no consultó al jefe antes de iniciarlas.

Un día tras otro, Campillo repitió las mismas tareas. Cumplió una semana realizando el mismo trabajo un día tras otro sin quejarse una sola vez. No dijo nada cuando se percató de que los demás empleados tenían tareas diferentes cada día. Después cumplió un mes. No dijo nada cuando vio que ya habían entrado en un trimestre diferente pero le seguían pidiendo que cuadrase el mismo trimestre de siempre. Tampoco dijo nada cuando vio que despidieron de la empresa a uno de los empleados a los que todos los días actualizaba la nómina de la misma manera, y a pesar de ello siguieron pidiéndole que actualizara dicha nómina del mismo modo un día tras otro.

Los compañeros de Campillo, asombrados con la paciencia que mostraba aquel nuevo empleado, se reían de él, al principio a sus espaldas y luego abiertamente. Cuando Campillo abandonaba su puesto para ir al servicio, los compañeros cambiaban al azar las casillas que se mostraban en la pantalla de su ordenador. Luego, cuando Campillo se sentaba de nuevo, se dedicaba metódicamente a recuperar los valores anteriores mientras sus compañeros trataban de aguantarse la risa.

Llegó el momento en que el señor Campillo se sabía de memoria lo que tenía que poner en cada una de las mil doscientas y pico casillas de la hoja del balance. También se sabía de memoria cómo quedaría cada campo de las nóminas que tenía que realizar. Y, a pesar de saber de antemano la cantidad de beneficios obtenida con cada cliente en los dos últimos ejercicios, un día tras otro volvió a rellenar todos los campos de la hoja de cálculo para presentarla adjunta a sus resultados, que eran los mismos.

Cada día, los compañeros trataban de convencer a Campillo para que les acompañara en su media hora para el café, tiempo que en realidad solía extenderse entre una hora y una hora y media. No obstante, Campillo acostumbraba a declinar la invitación argumentando que entonces no le daría tiempo a acabar sus tareas del día. Esta respuesta solía provocar las carcajadas de los compañeros. A veces volvían a insistir, pero Campillo se mantenía firme.

-¡Joder, nos han mandado un robot! -solían protestar los compañeros en esos casos, unos aparentando estar indignados y otros riéndose sin ningún pudor.

Unos cinco meses después, en el primer día de trabajo tras el fin de año, el jefe se acercó a la mesa de Campillo para decirle que los dos ejercicios en los que tenía que calcular los beneficios de los clientes eran los mismos de siempre, que no habían cambiado por cambiar de año. Campillo asintió y volvió a calcular lo mismo de siempre.

El día que Campillo cumplió un año realizando exactamente las mismas tareas un día tras otro, el jefe realizó una llamada de teléfono.

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-Campillo, le presento al general Valdés -dijo el jefe.

Campillo estrechó la mano del general.

-Iré directamente al grano, señor Campillo -dijo el general-. Usted conocerá, al igual que conoce todo el mundo, las dos misiones de viaje tripulado al sistema estelar Alfa Centauri que el gobierno de nuestro país trató de llevar a cabo durante las tres últimas décadas. También sabrá que, lamentablemente, ambas misiones fracasaron.

Campillo asintió.

-Verá, dichas misiones nos enseñaron que contar con potentes motores, que permiten realizar el trayecto desde nuestra estrella hasta Alfa en apenas algo más de una década, no es suficiente para alcanzar el hito de ser la primera nación que lleve un ser humano sano y salvo a otro sistema estelar. En los libros de Historia leerá que la primera misión falló por una descompresión a los tres años de viaje, y que la segunda falló por una explosión a los siete años de trayecto. No obstante, en realidad no se dieron tales percances. Los motivos de ambos fracasos no fueron realmente técnicos.

El general se aclaró la voz antes de continuar.

-Como sabe, los ordenadores de a bordo lo controlaban todo, así que los tripulantes no tenían que hacer nada... nada de nada, y ahí está el problema. Si la crionización fuera una realidad, no estaríamos ahora hablando de esto, pero no lo es. No es fácil mantener a una tripulación despierta y confinada dentro de una nave durante tantísimo tiempo. En el primer viaje, el ambiente se enrareció considerablemente tras un año y medio de encierro en unos doscientos metros cuadrados. Entonces comenzaron las peleas, luego los asesinatos y finalmente los suicidios. En el segundo viaje se decidió retirar algunas funciones al ordenador de a bordo para que los tripulantes tuvieran algo que hacer. Eran personas muy preparadas, con gran conocimiento, ya se lo imagina, así que, para matar el tiempo que les quedaba libre después de cada jornada, fueron capaces de crear máquinas y programas que realizaban sus tareas por ellos. Entonces volvieron al caso anterior... y, bueno, acabó sucediendo lo mismo.

"Se llegó a la conclusión de que el ordenador de a bordo debería realizar menos tareas aún pero, ¿qué podríamos hacer? ¿obligar a los tripulantes a dar pedales, y si no la nave se para? Cualquier tarea rutinaria acabaría siendo rechazada por la tripulación, si no el primer año entonces el segundo o el tercero, y entonces se desesperarían, o bien buscarían la forma de evitar esas tareas. En ambos casos, la misión fracasaría.

Campillo ya sabía por dónde iba el general.

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Como todos los días a las 17:48 GMT, Campillo regó las dos macetas de su camarote. Luego, como todos los días a las 17:50 GMT, planchó sus camisas y su pajarita.

Campillo se sentía bien estando solo a bordo de aquella nave. Siempre pensó que en aquellas naves tendría que ir gente más lista o con más preparación que él. Pero, curiosamente, resultó que él era la persona apropiada para aquella misión. El ordenador lo hacía todo. Él, simplemente, tenía que mantener una rutina diaria con la máxima precisión posible. Y se le daba bien.

Como todos los días, Campillo miró el calendario de la pared a las 18:17 GMT. Se percató de que ese día cumplía cinco años solo en aquella lata de sardinas. Se permitió el lujo de arquear una ceja y continuó con su rutina.

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El caso del astronauta Campillo fue seguido con gran interés en la Tierra, donde sus orígenes de persona corriente atrajeron la simpatía de la mayoría de la población mundial. Un efecto inesperado del viaje de Campillo fue un aumento medio del 2% en la productividad empresarial. Se cree que este cambio se debió a que muchos empleados encargados de tareas rutinarias en miles de empresas de todo el mundo albergaban la secreta esperanza de que quizás se les estuviera poniendo a prueba para mandarles a las estrellas, al igual que a Campillo.

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Un día después de alcanzar las órbitas de los planetas interiores del sistema Alfa Centauri, y siguiendo estrictamente el programa previsto, el ordenador de a bordo envió sondas a todos los planetas y satélites del sistema para analizar sus gases, temperaturas y estados geológicos y biológicos. Entonces el ordenador decidió que el aterrizaje tendría lugar en el cuarto planeta del sistema. Campillo se enfundó el traje indicado por el ordenador. El ordenador calculó el lugar óptimo de aterrizaje y emprendió la ruta hacia allí.

Mientras tanto, en tierra firme, los alfanuecas aguardaban ansiosos el aterrizaje de la nave procedente de las estrellas, que ya habían detectado sus satélites de observación unos días antes. Esperaban que la nave aterrizase en el mismo lugar en que lo habían hecho las dos anteriores. También esperaban que sus tripulantes estuvieran, esta vez, vivos, y así pudieran por fin establecer contacto con seres vivos de aquella misteriosa estrella lejana cuyas máquinas ya les habían visitado dos veces.

Los miembros del comité de recepción alfanueca portaban consigo varias piezas del mineral más preciado del planeta, que serviría de regalo de bienvenida para los visitantes. Los miembros científicos del comité estaban muy excitados ante todo lo que podrían aprender de aquellos sabios visitantes durante el periodo que durase su visita.

Mientras tanto, el ordenador de a bordo de la nave eligió el mismo punto que sus dos predecesoras como lugar óptimo de aterrizaje, y descendió suavemente sobre aquel lugar.

Campillo pisó el suelo de aquel planeta un 18 de septiembre de 2083 a las 17:32 GMT. Entonces, conforme al protocolo que se le había indicado trece años atrás en la Tierra, pulsó el botón de su traje que le permitiría leer las instrucciones de lo que tendría que hacer al pisar el suelo de un cuerpo celeste de Alfa.

Los alfanuecas se acercaron cautelosos al lugar del aterrizaje y se situaron a una distancia cercana desde la que alienígena recién llegado de las estrellas pudiera detectarles.

Campillo leyó las instrucciones que el mando terrestre redactó años atrás. Al levantar la vista de las instrucciones, se percató de aquellos extraños seres que le observaban a cierta distancia. Portaban maravillosos objetos luminiscentes con sus apéndices. Aunque sería imposible asegurarlo dadas las circunstancias, le pareció que mostraban una pose amistosa.

Campillo volvió a leer las instrucciones. No había duda alguna, ahí no ponía nada sobre eso.

Cogió una roca del suelo y la guardó en un recipiente de su traje. Acto seguido, clavó una bandera en el suelo y regresó a su nave. Un minuto más tarde, los reactores de su nave comenzaron a rugir. La nave comenzó a elevarse.

Le esperaban otros trece años para volver a casa. Tras desenfundarse el traje, Campillo miró su reloj. Las 17:36 GMT.

Perfecto, llegaba a tiempo para regar las macetas de su camarote.

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Los alfanuecas miraban cómo la nave alienígena se alejaba en el cielo tras una visita de apenas tres minutos. Mientras trataban de seguir con la vista aquel punto que se perdía entre las estrellas, alzaban sus apéndices al cielo en señal de incredulidad. Finalmente, uno de ellos usó el modulador de ondas de radio natural de su espalda para dirigirse a los demás.

-¡Decepción! ¡Solo nos han mandado un robot!

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