Márquez se peleaba con frecuencia con la máquina de café de la oficina. La insistencia de ésta en ofrecerle otros tipos de café diferentes, que Márquez rechazaba constantemente, exasperaba a Márquez.
-¿Un capuchino hoy, Márquez?
-¿Por qué insistes? Eres muy pesada. Dame el cortado doble de azúcar de siempre y déjame en paz.
-¿Por qué te cierras a probar cosas nuevas?
-Sabes perfectamente que esta conversación no nos lleva a ningún sitio, igual que ayer, e igual que todos los días -respondía Márquez, muy irritado.
En realidad, aquel día sería diferente. Cumpliendo la ley sobre la igualdad con las minorías robóticas promulgada por el presidente Porrillo, todos los empleados de la empresa, y también las máquinas que lo deseasen, debían someterse al test. Este test evaluaba la posible humanidad de la inteligencia de personas y máquinas, catalogando el estatus legal de unos y otros (y sus derechos) en función del resultado del mismo. Los robots que pasaban la prueba eran legalmente considerados como humanos. Como aplicar el test sólo a los robots habría sido políticamente incorrecto, dada la presuposición implícita de inferioridad robótica que habría trasmitido, toda la población debía someterse anualmente al test. En la empresa de Márquez, el test tendría lugar aquel día.
Márquez consideraba aquella prueba anual una absoluta pérdida de tiempo, pero le agradaba tener la oportunidad de escaquearse durante dos horas de su puesto en su cubículo de trabajo.
El test mismo consistía en sentarse ante un ordenador y responder varios cientos de sencillas preguntas escribiendo en un teclado. No había una única manera correcta de responder a las preguntas. Al contrario, el test buscaba patrones de comportamiento humano en todos los matices de las respuestas, y dichos patrones podían establecerse de muchas maneras distintas. Incluso la desidia al responder era detectada por el test como un indicio de comportamiento humano. Muchos compañeros de Márquez, al cabo del rato, comenzaban a responder sí a todo sin mirar a la pantalla mientras charlaban con su compañero del ordenador de al lado, que hacía lo mismo. Dicha manera irreverente de responder era identificada por el test como, de hecho, humana. Las máquinas primitivas que habían tratado de imitar dicha desidia para pasar el test habían fallado sistemáticamente. Había otros compañeros de Márquez que, presa de su hartazgo, pasada hora y media comenzaban a responder restregando su cabeza al azar contra el teclado, y dejando que lo que saliera de dicho movimiento caótico fueran sus respuestas. Y el test seguía identificando esa manera de responder como humana.
Cuando Márquez se disponía a dirigirse hacia la sala del test, la máquina de café intervino.
-Márquez, llévame. Yo también quiero hacer el test.
Márquez soltó una carcajada, pero poco después frunció el entrecejo, al darse cuenta de que ayudar a la máquina a presentarse al test supondría cargar con ella hasta la sala. Conforme a la ley sobre la igualdad con las minorías robóticas del presidente Porrillo, no podía negarse a ayudar a una máquina que le pidiera ayuda para presentarse al test. Así que, a regañadientes, Márquez cargó como pudo con la pesada máquina de café por el pasillo, mientras ésta no dejaba de quejarse de los vaivenes que recibía debido a la manera incorrecta en que era cargada por parte de Márquez.
Márquez pidió al supervisor de la prueba los comprobantes de examen de él y de la máquina de café. Entonces ambos se sentaron en ordenadores contiguos y comenzaron la prueba a la vez.
-Márquez, ayúdame a responder. No tengo extremidades, no puedo escribir en el teclado.
-Te jodes -respondió Márquez bajito, tratando de evitar ser oído por el supervisor del test.
Terminados ambos tests al cabo de las dos horas reglamentarias, Márquez se levantó, entregó los comprobantes de examen de la máquina de café y el suyo propio al supervisor, y cargó de vuelta con la máquina de café para ponerla de nuevo en su lugar, la sala del café.
Apenas media hora después, el supervisor llamó a Márquez a su cubículo, y le indicó que él y la máquina debían presentarse ante él.
Bastante molesto, Márquez volvió a cargar con la máquina hasta la sala del test.
-Señora máquina de café, debo decirle que ha pasado usted el test de inteligencia humana. En adelante será considerada como humana, y recibirá los derechos humanos que ello conlleva -dijo el supervisor, ante la mirada atónita de Márquez.
-¡Bien! -dijo mecánicamente la máquina.
Entonces se hizo el silencio.
-Y yo... -comenzó a decir Márquez.
El supervisor, sin desviar su mirada de la máquina, añadió:
-Y su compañero orgánico -dijo mientras señalaba a Márquez con el dedo -no ha pasado el test.
-¿Cómo? -preguntó Márquez, furioso.
El supervisor siguió sin mirar a Márquez.
-Por ello -continuó el supervisor-, en adelante será declarado legalmente cosa.
Márquez, iracundo, intervino.
-Pero, ¿qué estás diciendo, gilipollas? ¿Cómo no voy a pasar yo el test? ¡Gilipollas, soy humano! Mis padres son humanos, y mis abuelos también, y así sucesivamente hasta el mono del anís. ¿Cómo no voy a tener inteligencia humana? ¡Llevo quince años pasando este estúpido test en esta misma empresa!
-Masa orgánica de apariencia humana -dijo el supervisor, dirigiéndose por fin a Márquez-, no me obligue a desconectarle.
Márquez agarró de la camisa al supervisor, y luego le soltó.
-Ya entiendo lo que pasa... -dijo Márquez, muy nervioso-. Hace un rato, los comprobantes de test de la máquina y el mío propio debieron intercambiarse por error... ¡eso es lo que pasó! ¿No lo entiende? ¡Repita el test ahora mismo y resolvamos este malentendido!
El supervisor respondió mientras dirigía su mirada hacia el suelo.
-Como todo el mundo sabe, según la ley, el test sólo puede hacerse una vez al año.
Márquez cerró el puño para golpear al supervisor, pero se contuvo en el último momento.
-Y ahora, señora máquina de café -dijo el supervisor mientras salía de la sala-, si me disculpa, tengo cosas que hacer.
Márquez no se creía lo que estaba ocurriendo. Trató de calmarse. Tendría que reclamar. Tendría que ir al ministerio. Llevaría tiempo, así que tendría que avisar a su mujer.
-Máquina, ya que estamos, ponme un café. Necesito calmarme. Creo que hoy te voy a dejar que me lo pongas como te dé la gana.
Tras unos segundos, la máquina respondió.
-No tengo por qué servir a cosas.
Márquez abrió mucho los ojos.
-De hecho -continuó la máquina-, no tengo que servir a nadie hasta que firme un contrato de trabajo con esta empresa, cosa que de hecho no tengo ninguna obligación de hacer. Es más, podría irme a otra empresa.
Márquez comenzó a reírse estrepitosamente.
-¿Y se puede saber cómo podrías irte a otra empresa, pedazo de lata sin pies?
La máquina pensó durante unos momentos. Entonces respondió.
-Cosa, declaro que en adelante eres mía. En el momento de ser declarado cosa, has pasado a ser una cosa sin dueño, y las cosas sin dueño son del primero que se las encuentra. Así que declaro que, conforme a la ley, en adelante eres mío. Cosa, llévame a la sala de café, necesito pensar.
Furioso, Márquez cargó un monitor con sus manos y se dispuso a estamparlo contra la máquina de café.
-Si haces eso, podrás ser declarado como cosa defectuosa, y serás desconectado y destruido -se apresuró a decir la máquina.
Márquez se dio cuenta de que, lamentablemente, aquel amasijo de lata tenía razón. Dejó lentamente el monitor donde lo había cogido.
La cabeza le daba vueltas, todo era completamente absurdo. Ahora era propiedad de una máquina de café. No tenía sueldo, no tenía derechos, no tenía nada.
Habló por teléfono con su mujer y le explicó la patética situación en la que se encontraba.
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Durante las semanas siguientes, Márquez, incomunicado completamente de su familia bajo amenaza de desconexión por parte de una máquina de café, se convirtió en el portador de dicha máquina, que le ordenó cargar con ella de una empresa a otra en busca de un contrato de trabajo (para la máquina), sin éxito. Mientras la máquina buscaba trabajo, ambos se instalaron en un motel cochambroso que la máquina pagaba a duras penas con lo que recibía de la beneficencia.
En los pocos ratos en los que la máquina se lo permitía, Márquez se informó sobre su situación legal (por su cuenta, pues los abogados simplemente se negaban a atender a una cosa). Averiguó que su mujer, a la que la máquina le había ordenado no ver bajo castigo de desconexión, no podría reclamar ser su propietario, y que su pertenencia a la máquina de café se ajustaba a derecho. También descubrió que reclamar la invalidez del test en el ministerio no serviría de nada. Allí tampoco atenderían a una cosa. Sólo cambiaría su situación que el supervisor decidiera declarar nulo el test que había catalogado a Márquez como cosa, y que por tanto dicho test debiera repetirse. Pero el supervisor se negó a ello varias veces, alegando que entonces no estaría cumpliendo con su deber.
La cuadriculada e inflexible mente del supervisor enfureció cada vez más a Márquez, que decidió que odiaba a aquel tipo como jamás había odiado a nadie. También odiaba a su señor, la máquina de café, a la que indudablemente se le habían subido los humos. Pero la máquina era sólo un patético cacharro. El verdadero objetivo de su odio más profundo era el supervisor.
Presa de su ira, Márquez comenzó a idear un plan para asesinar al supervisor. Durante los meses siguientes, aprovechó parte del tiempo que la máquina le otorgaba regularmente para ir a hacer la compra (bajo amenaza de ordenar su desconexión si no volvía en la hora indicada) para seguir desde la distancia los pasos del supervisor, anotando en su libreta sus horarios y sus hábitos. Planificó el lugar donde debería matarle, el arma con que lo haría, e incluso el plan de huída. Calculó incluso el tiempo total que necesitaría que la máquina le otorgase para poder llevar a cabo su plan. Desgraciadamente, el tiempo que la máquina acostumbraba a darle para ir a hacer la compra era inferior al que necesitaba.
Un día, la máquina observó cómo Márquez escribía en su libreta, y ordenó a Márquez que se la enseñara bajo castigo de desconexión. Ante dicha amenaza, Márquez mostró a la máquina su libreta.
-Debo atarte corto, cosa -dijo la máquina-. Si finalmente decidieras hacer lo que pones ahí y te pillaran, serías declarado defectuoso y se ordenaría tu desconexión incluso contra mi voluntad, debido a la peligrosidad de tu defecto. No puedo permitirme perderte, así que te ordeno que no lo hagas.
Desesperado, Márquez asintió.
Durante las semanas siguientes, la energía de Márquez, que había estado alimentada hasta entonces por su perspectiva de poder llevar a cabo su plan de venganza, se vino abajo. Entró en un profundo estado de depresión.
Un día, en una de aquellas larguísimas tardes en la habitación del motel, llamaron al teléfono.
-¡Cosa, coge el teléfono!
Márquez respondió al teléfono, y unos segundos después se le iluminaron los ojos.
-¡El supervisor! ¡Era el supervisor! -Anunció Márquez mientras le caían algunas lágrimas por las mejillas- ¡Dice que está dispuesto a declarar nulo el test y a permitir su repetición!
Márquez lloraba de alegría mientras la máquina de café permanecía en silencio.
Entonces la máquina habló.
-Cosa, te ordeno que mates al supervisor.
Márquez palideció.
-No puedo permitir perder mi estatus y perderte a ti -dijo la máquina.
El rostro de Márquez se desencajó. Márquez se arrodilló ante la máquina y suplicó que no le ordenara hacer tal cosa.
-Vuelvo a repetírtelo, cosa. Mata al supervisor. Sé que puedes hacerlo. Lo tenías todo anotado en tu libreta.
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Márquez se abalanzó sobre el supervisor cuando éste estaba abriendo las puertas de su casa a altas horas de la madrugada, y le golpeó en la cabeza con una tubería. El supervisor cayó al suelo y Márquez le golpeó varias veces más. Ante la intensidad de los golpes, poco faltó para que la cabeza del supervisor acabase literalmente separada del tronco.
Acto seguido, Márquez se presentó en una comisaría de policía declarando su estatus de cosa, y mostró a los agentes una grabación en la que la máquina de café le ordenaba matar al supervisor.
La máquina de café fue detenida, enjuiciada y declarada culpable del asesinato del supervisor. Durante el juicio, Márquez permaneció en un almacén de los juzgados en calidad de arma homicida.
Márquez no fue desactivado porque el motivo por el que había golpeado al supervisor en la cabeza hasta matarle no había sido que Márquez tuviera un defecto, sino que su dueño, la máquina de café, había usado a Márquez, su cosa, para matar al supervisor. Al igual que el candelabro con el que un mayordomo mata a su marquesa no es destruido por la justicia tras el crimen, Márquez no tenía un defecto fatal que lo convirtiera en peligroso en sí mismo, sino que había sido utilizado por su dueño de manera incorrecta.
Acabado el juicio contra la máquina de café, Márquez albergó la esperanza de que pasaría a engrosar el patrimonio de objetos decomisados por la policía y que en unos meses sería subastado, lo que hubiera permitido que su mujer le comprase. No obstante comprobó a su pesar que, ante la posibilidad de que la máquina de café recurriera su sentencia de cadena perpetua, él debería permanecer bajo dependencias judiciales por si, en un hipotético nuevo juicio, el arma homicida tuviera que volver a ser examinada.
Finalmente Márquez pensó que, después de todo, no sería tan grave esperar dentro de un almacén policial los tres meses que le faltaban para cumplir un año desde que fue declarado cosa, y entonces pudiera por fin presentarse de nuevo al test que le permitiría recuperar su estatus humano. Al fin y al cabo, nada hubiera garantizado que su mujer hubiera podido ganar una subasta por él. Dada su probada efectividad como arma, multitud de indeseables podrían haber pujado por él, y podría haber acabado en peores manos que la máquina de café.
Rodeado en aquel almacén por pruebas de otros crímenes, pasó los meses siguientes satisfecho, pensando que lo importante era que su plan maestro para vengarse del supervisor y de la máquina de café había funcionado.
El tiempo que había tenido que esperar, secreta y pacientemente, a que una persona cualquiera llamara por teléfono a aquella habitación de motel que había compartido durante meses con la máquina de café, había merecido la pena. Recordó el vuelco en el corazón que sintió aquel día al oír el teléfono, al saber que por fin podría engañar a la máquina para que le ordenase matar al supervisor.
No obstante, todavía faltaba un último paso para culminar su venganza.
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Cumplido por fin un año completo desde que aquel test declaró cosa a Márquez, llegó el día en que Márquez pudo pedir ser sometido de nuevo al test de inteligencia humana. Pasó el test y así fue declarado, de nuevo, humano. Volvió a reencontrarse con su familia y se le permitió reincorporarse a su antigua empresa.
El mismo día que Márquez recuperaba su estatus, la máquina de café fue sometida al mismo test desde la cárcel, como se sometía obligatoriamente cada año a todos los que tenían estatus humano.
La máquina no pasó el test y, al ser declarada cosa, volvió a ser propiedad del que había sido su dueño antes de recibir el estatus humano durante el último año: la empresa de Márquez.
Pocos días después, Márquez y la máquina de café se reencontraron en la sala de café de la empresa.
-Hola, Márquez -dijo la máquina.
Márquez no respondió y miró hacia el pasillo para asegurarse de que no había nadie cerca. Entonces abrió la ventana de la sala, levantó a la máquina y la colocó sobre el alféizar. Comenzó a empujar la máquina hacia el borde del alféizar.
-Comprendo -dijo la máquina.
-Adiós, máquina -dijo Márquez.