El grupo permanecía agazapado ante el paso de los guardianes. En cuanto los guardianes pasaran de largo, solo dispondrían de diez segundos para cruzar al otro lado del pasillo.
Hernández dio la señal. Los cuatro corrieron agachados, tratando de no hacer ruido.
Al alcanzar el otro extremo, Quintanilla sacó las piezas del fusil de asalto de su maleta y se dispuso a montarlas a toda velocidad con ayuda de Hernández. Los guardianes volverían en siete minutos, y entonces tendrían que haber desaparecido de allí. Solo podrían usar la ventana que tenían sobre sus cuerpos agazapados como ubicación de disparo durante los siguientes cinco o seis minutos.
Montado ya el rifle, Poveda lo agarró, se puso de pie, ajustó los enganches del rifle a la pared y sacó la mirilla por la ventana. Todavía agazapado, Campillo observaba por una pequeña pantalla una ampliación de punto de disparo del rifle. Sería Campillo quien daría las coordenadas de disparo a Poveda en cuanto apareciera el objetivo.
De acuerdo con las órdenes de la célula, Campillo esperaba ver aparecer al general Guruk, objetivo de la misión. Cuando le viera aparecer, Campillo indicaría a Poveda las coordenadas exactas del blanco, para que éste las marcase en el rifle de precisión y disparase. Entonces tendrían trece minutos para salir de allí.
-¡20.53 y 54.26! ¡Ahora! -susurró Campillo.
Poveda se apresuró a marcar las coordenadas y disparó.
-¿Objetivo cumplido? -preguntó Poveda a Campillo mientras desmontaba rápidamente el rifle. Campillo se afanaba en mirar el monitor.
-Sí, hemos acabado con un coronel.
-¿¿Un coronel?? ¡Ese no era nuestro objetivo! ¡Hemos perdido la oportunidad de acabar con Guruk, tenemos que salir pitando!
-Página 234 del manual, sección 7: "todo soldado tendrá la obligación de eliminar a cualquier oficial enemigo que se le ponga a tiro en unas condiciones de disparo favorables que permitan la huída". Hemos cumplido el manual.
Incrédulo, Hernández miró a Campillo.
-¿Qué gilipolleces estás diciendo? ¡Estamos en una misión especial! ¡No podemos cambiar de objetivo porque sí! ¡Y mucho menos podemos mandarlo todo a la mierda por lograr una presa mucho menor que nuestro objetivo! ¿Estás loco?
Agazapados, los cuatro cruzaron de vuelta el pasillo.
-El manual se aplica también a los miembros de operaciones especiales.
-¿Dónde dice eso?
-¿Dónde no lo dice? Somos soldados igual que el resto, así que el manual se nos aplica también a nosotros.
-¿Eres idiota? ¿Sabes que no volveremos a tener esta oportunidad?
-El manual...
-¡Cállate, imbécil! -dijo Poveda.
Los cuatro corrían.
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Tras el fracaso de la misión (y la consecución de un objetivo menor e inesperado), el Mando no logró encontrar un motivo firme para castigar a Campillo. Sus argumentos eran correctos: el manual era aplicable también a ellos. No había ninguna otra norma superior que dijera lo contrario. Campillo había seguido estrictamente el reglamento.
No era la primera vez que las interpretaciones cuadriculadas de Campillo suponían un quebradero de cabeza para el Mando. Por tercera vez desde que Campillo entrase en la unidad, tendrían que volver a redactar varios párrafos del reglamento para evitar cualquier duda. Sin embargo, las veces anteriores los cambios se debieron a quejas del propio Campillo debidas a la ambigüedad del reglamento, no al fracaso de una misión, como en este caso.
Campillo, el famoso oficinista pequeño, calvo, enjuto y con bigote que fuera elegido hacía más de dos décadas por el gobierno para viajar a Alfa Centauri debido a su proverbial respeto a las órdenes y a las rutinas (una historia que ya fue contada en otra ocasión), se reconvirtió a su regreso a la Tierra en resistente cuando el nuevo gobierno teocrático del líder Amor Supremo se negó a pagarle lo acordado por su viaje a Alfa Centauri. Las conversaciones entre Campillo y el representante del gobierno fueron más o menos así:
-Pagadme lo acordado.
-No.
-Pagadme lo acordado.
-No.
Setenta y seis encuentros similares después entre ambos (que el representante del gobierno trató de evitar por todos los medios posibles, incluso cambiándose de domicilio), el siguiente y último encuentro fue así:
-Pagadme lo acordado.
-No.
-Pagadme lo acordado.
-No.
-No reconozco a este gobierno.
Aunque nadie lo supiera, Campillo actuaba estrictamente conforme a la legalidad al realizar dicha afirmación. Existía cierta ley, vigente aunque utilizada pocas veces (pues existían otras leyes más específicas que regulaban los casos concretos más habituales) que afirmaba lo siguiente: "cualquiera podrá considerar anuladas cualesquiera deudas y obligaciones que tuviera con otra entidad que reiterada y conscientemente se negase a cumplir sus respectivas deudas y obligaciones con el primero". Por supuesto, dicha ley nunca se hizo pensando que "entidad" pudiera significar "gobierno" o "Estado". No obstante, otra ley de un siglo atrás, que nunca fue derogada pero que era conocida por Campillo, especificaba, en referencia a las calidades de la carne de vacuno, que "estas especificaciones se aplicarán a cualquier entidad (esto es, particulares, empresas, alcaldías, y el gobierno)", texto que de hecho constituía la única referencia existente a la palabra "entidad" dentro de la ley, lo que le permitía ser definitoria de dicha palabra, conforme a cierta tercera ley. Así que la emancipación de Campillo hacia el gobierno era, curiosamente, conforme a las normas legales, lo que era muy importante para él.
Al ingresar en la resistencia clandestina, Campillo cumplió su periodo de instrucción con una disciplina nunca vista antes. De esta forma, el antiguo oficinista rutinario se convirtió en un eficiente soldado. Sin embargo, pronto Campillo se convirtió en un quebradero de cabeza para sus mandos, precisamente por sus peculiares virtudes de obediencia y respeto incondicional a las órdenes y las normas, que en ocasiones le llevaban a actuar contra el sentido común.
Debido al fracaso de la reciente misión, el general Guruk, mano derecha de Amor Supremo, seguía vivo.
Amor Supremo era el líder absoluto de la República Teocrática de la Compasión. Según sus discursos televisados todos los días, sus súbditos irían al cielo si cumplían sus prefectos. Él mismo tenía ya garantizado su lugar en el cielo cuando muriera debido a su gloriosa virtud. No obstante, él permanecía en el mundo, sufriendo sus imperfecciones, para guiar al pueblo que tanto necesitaba de su infinita bondad. De hecho, el pueblo debía sentirse culpable pues, al necesitar el liderazgo de Amor Supremo, retrasaba el momento en que éste pudiera ascender a los cielos. Pero, debido a su infinita bondad, él no podía desentenderse de sus amados y necesitados súbditos. Así que Amor Supremo se sacrificaba todos los días permaneciendo en este mundo.
Más allá de este extravagante discurso gubernamental, Amor Supremo basaba su posición en un don muy particular y muy cierto. Contaba con un extraño poder de control mental que le permitía desatar, en todos los que le rodeaban en un radio de varios cientos de metros, un inmediato amor hacia él. Esto garantizaba que los cercanos a él siempre le fueran leales.
Para el Mando de la resistencia clandestina, era imposible planear una misión para matar a Amor Supremo desde cerca. Simplemente, el encargado de hacerlo quedaría prendado ante su poder y, en lugar de matarlo, acabaría postrado a sus pies. Ya había ocurrido antes. Ponerle una bomba o lanzarle un misil resultaba también complicado, pues para eso hacía falta saber dónde estaba en cada momento, y para eso hacía falta información. Pero era casi imposible conseguir información entre un séquito en el que todos amaban a su líder. Cualquier espía infiltrado acababa amando al espiado y confesándolo todo. No en vano, algunos de los hombres de confianza de Amor Supremo eran antiguos espías de la resistencia que habían cambiado de bando al estar en su presencia y quedar prendados de su infinita bondad.
Por eso, la resistencia había centrado sus objetivos en intentar matar a los subalternos de Amor Supremo, los cuales eran seres humanos normales y corrientes, sin el poder de manipulación mental de su jefe. Amor Supremo contaba con su magnífico poder de manipulación mental, pero no era un gran estratega, así que podría llegar a desorientarse si perdía a las cabezas pensantes de su confianza. Por eso era importante matar a Guruk.
Pero Campillo lo había fastidiado.
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El segundo intento de acabar con Guruk tuvo que ser mucho más elaborado. La célula compró un piso en el barrio por el que el coche blindado de Guruk tenía que circular todos los días en su trayecto al trabajo. En previsión de que dicho piso franco tuviera que ser utilizado en otras futuras misiones en el área, dada su cercanía al palacio del líder, el grupo lo utilizó también para almacenar un enorme arsenal de explosivos, suficiente para llevar a cabo otras diez o doce misiones en el área.
El trayecto de Guruk cambiaba ligeramente todos los días, pero el grupo observó que determinados trayectos eran más frecuentes. Así que cierto día Poveda se colocó en lo alto de una azotea con un lanzacohetes, esperando que Guruk pasase por un cruce cercano como solía recorrer casi siempre. Hernández esperaba con el coche en marcha junto a la entrada del edificio al que se había encaramado Poveda. Quintanilla observaba la entrada de la calle, y Campillo coordinaba a todos desde el piso franco.
Para que no cupieran dudas con Campillo, esta vez las órdenes del Mando habían sido cristalinas: había que matar al general en cualquier circunstancia en que la vida de los integrantes del grupo no corriera peligro.
Quintanilla abrió la comunicación para anunciar a los demás que el coche estaba girando y que no entraría en la calle prevista.
-Abortamos misión, se sale del recorrido que esperábamos -dijo.
-¿Hacia qué calle se dirige? -preguntó Campillo.
-Os va a hacer gracia... va pasar por la calle en la que está el piso franco. De hecho, va a pasar a unos metros de él.
-Entonces no abortamos la misión -dijo Campillo.
-¿Qué dices? Campillo, ¿qué coño pretendes?
-Matar a Guruk es la única prioridad de la misión.
-¡Pero puede hacerse otro día! ¡Campillo, no improvises! ¿Qué coño vas a hacer?
Cuando faltaban diez segundos para que el coche pasase justo frente al piso franco, Campillo abrió una granada, la dejó en el suelo del piso y saltó por una ventana que daba a la calle contraria por la que iba a pasar Guruk.
Cuando el coche de Guruk pasaba junto al coche franco, la granada explotó, provocando a su vez la explosión del enorme arsenal explosivo que había dentro del piso, que era suficiente para volar un rascacielos. Literalmente, aquel pequeño edificio de dos plantas voló entero por los aires, llevándose por delante el coche de Guruk, y también cualquier otra cosa que había a menos de veinte metros.
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Esta particular forma de cumplir la misión también enfureció al Mando. La célula había perdido todo el material explosivo necesario para cumplir otra decena de misiones, por no hablar del dinero gastado en comprar aquel piso. Provocar la huída improvisada de todo grupo ante semejante ataque imprevisto tampoco entusiasmó al Mando.
Y sin embargo, de nuevo, Campillo había cumplido estrictamente las órdenes. Se había ceñido a los objetivos y las normas, y los había cumplido literalmente. El Mando no podía reprenderle, por mucho que quisiera, por su falta de sentido común, pues no podía permitirse castigar el cumplimiento de las órdenes en detrimento del sentido común. La frontera entre desobedecer las órdenes por sentido común (cosa que Campillo, en realidad, no había hecho nunca) y el más absoluto caos era muy pequeña cuando se llevaban a cabo el tipo de operaciones críticas que realizaba el Mando. No podían reprender a Campillo.
Un mes después de aquello, el Mando pudo asignar nuevos explosivos a la célula (comprados con urgencia a precio de oro), y se ordenó al grupo volar un repetidor de televisión ubicado en lo alto de una colina. Sería una acción de sabotaje contra la propaganda del régimen. Esta vez sería Campillo quien pondría los explosivos, mientras Quintanilla esperaría con el coche en marcha en la carretera al ras de la colina para emprender la huída.
Campillo se afanó en colocar los explosivos, y entonces corrió colina abajo para unirse a Quintanilla. Mientras corría, oyó la explosión que destruyó la torre de televisión.
No obstante, cuando Campillo llegó a la carretera, no había ni rastro del coche que debía sacarle de allí. ¿Qué ocurría?
Campillo corrió por la carretera en busca de su compañero, pero no le encontró.
Al cabo de diez minutos, oyó a los soldados del régimen acercarse al lugar. Desesperado, Campillo corrió bosque a través.
Campillo fue capturado media hora después, cuando trataba de encontrar un vado para cruzar un río.
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Amor Supremo descubrió pronto que la perfecta observancia de las reglas de Campillo era una cualidad que le fascinaba. Tras someterle a su control mental e inducirle un amor para con su nuevo amo tan intenso que dolía, decidió convertirle en uno de sus guardianes personales. Sería maravilloso tener cerca a un siervo tan diligente en sus tareas.
Campillo, controlado mentalmente por Amor Supremo, se limitó a cumplir fielmente todo lo que se le ordenaba, siempre de manera eficiente y rigurosa, conforme a su habitual carácter. Ayudaba a Amor Supremo a vestirse por las mañanas, le servía el desayuno, y también era su chófer personal. Todos los días le llevaba a los cercanos estudios de televisión para que diera uno de sus amorosos y teológicos discursos interminables:
-¡Compatriotas! ¡No hacéis más que hacerme sentir dolor en este mundo imperfecto! ¿Por qué sois así? ¿Por qué no vais por el camino recto, como yo? ¿No deseáis tener el cielo garantizado, como yo? ¿No deseáis ir, al morir, al lugar de la perfecta armonía y felicidad? Ése es el lugar al que podrán ir todos los ciudadanos leales que cumplan la ley y paguen sus tributos.
Durante los trayectos en coche, Campillo preguntaba a su amado líder.
-Oh, líder. ¿Sufrís?
-Sí, querido Campillo. Sufro.
-¿Qué puedo hacer para que seáis más feliz?
-No se me ocurre nada más que puedas hacer, mi leal Campillo. Sé que siempre harás lo que necesite para ser feliz, como es tu mandato. No te atormentes más, mi querido Campillo.
Día tras día, Campillo seguía con devoción los discursos televisados de su líder.
-El cielo es un lugar maravilloso, compatriotas. Es el lugar de la perfecta felicidad, en el que mi santidad me ha garantizado mi entrada. ¡Debéis aspirar a obtener vuestra entrada, como yo! ¡Garantizaos una nueva vida de perfecta felicidad tras vuestra muerte!
En su regreso desde el estudio de televisión, Amor Supremo mencionó a Campillo un dolor de muelas que venía aquejándole desde hacía unos días.
Al llegar al palacio, Campillo no podía evitar sentir un intenso dolor ante el dolor de su amado líder. Al llegar a sus aposentos, Campillo preguntó a su líder:
-¿Sufrís mucho?
-Sí, Campillo. Sufro.
Entonces Campillo sacó su arma reglamentaria y apuntó a la cabeza a Amor Supremo, que le miró aterrado.
-Esto es un acto de amor, mi amado líder -dijo Campillo mientras apuntaba-. Sed libre, amado líder. Id al cielo que tenéis garantizado. Sed feliz. Mi condena por este acto de amor no me preocupa. Ni siquiera me preocupa perder el cielo. Sólo deseo ser fiel a mi mandato y hacer todo lo necesario para que seáis feliz, amado líder.
Entonces Campillo disparó, descargando una bala tras otra sobre la cabeza de su líder hasta vaciar el cargador.
Al morir Amor Supremo, Campillo despertó de un largo letargo. Por un instante se preguntó qué hacía allí. Entonces recordó que había amado a aquel tipo que estaba muerto en el suelo y rodeado de un charco de sangre. Le había amado con locura. Pero ahora no sentía nada.
Campillo salió de los aposentos del líder y se encontró con otros guardias, que se mostraban tan aturdidos como él. Todos parecían más interesados en su repentina liberación mental, en aquel repentino despertar de un largo sueño, que en descubrir qué habían sido aquellos disparos que habían oído hacía unos segundos.
Campillo sólo sabía que quería irse a su casa.
Todo el personal del palacio estaba despertando también de su letargo. Muchos salían en masa del palacio. Por la ciudad corrió la voz de que la guardia del palacio estaba abandonando sus puestos. Eso sólo podía significar una cosa.
Cuando Campillo alcanzó la salida del palacio, un coche estaba esperándole. En él estaban Quintanilla, Hernández y Poveda.
-Sube, Campillo.
Todavía aturdido y sin pensarlo demasiado, Campillo se subió al coche.
Tras un rato circulando, fue Poveda el que finalmente habló.
-Teníamos que hacerlo, Campillo. Era el plan perfecto.
-No había más que oír esos discursos -intervino Hernández-. Cualquiera que te conociera sabía que acabarías haciéndolo. Era la consecuencia obvia de sus normas.
-Así es -dijo Poveda-. Tuvimos que hacerlo. Era el plan perfecto.
Ensimismado, Campillo observaba las calles de la ciudad desde su asiento.