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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 21 de diciembre de 2024

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Sicut societas sic ius: el burocratismo en la ciencia ficción

¿Quién no se ha visto, a lo largo de la vida, enfrentado en uno u otro momento al implacable, inmovilista, incomprensible y a la par genuinamente kafkiano aparato burocrático? Una vieja máxima, en ocasiones esgrimida por los anquilosados e imperturbables representantes de tan distinguida profesión, reza que "la fortaleza del aparato burocrático se mide por su capacidad para denegar los medios a quienes los solicitan", lo que puede considerarse una magnífica caracterización, aunque deje de lado algunas de las propiedades intrínsecas del sistema, como la existencia de multitud de normativas contradictorias y en ocasiones mutuamente excluyentes, así como su inextinguible afán por dilapidar recursos en infinitos trámites ocasionalmente absurdos y accesorios, rechazando con contundencia cualquier variante, mejora o innovación que pueda agilizar u optimizar el procedimiento, cuestionando de esta forma la sacrosanta e inviolable naturaleza de la normativa oficial, por ineficiente que ésta resulte, y elevando la burocracia al nivel de un culto sagrado al que todo ser viviente debe postrarse en señal de su devoción.    

Aunque no puede cuestionarse la necesidad de unos mínimos normativos que regulen nuestra actividad como elementos de una sociedad, para evitar una entropía incontrolable, los reglamentos excesivos que derivan en un sustitutivo de las tendencias filosóficas o las tradiciones religiosas, como se han dado (y se dan) diversos casos a lo largo de la historia, rara vez tienen como resultado una mejora en la convivencia social, sino que generalmente ocasionan tumultos del todo innecesarios.[1] En este contexto, es célebre la "ley de hierro" de Jerry Pournelle, principalmente conocido en el mundo de la ciencia ficción por sus colaboraciones con Larry Niven, y que postula que "en toda burocracia, los funcionarios devotos al beneficio de la burocracia en sí misma siempre conseguirán el control, mientras que aquellos dedicados a que la burocracia cumpla su función primordial serán relegados y perderán toda influencia, cuando no sean directamente eliminados".

La fiebre por normalizar y optimizar la actividad humana mediante la "racionalización y normalización de procedimientos" no ha sido, a lo largo de la historia, exclusiva de los legisladores y funcionarios notariales, sino que progresivamente ha ido invadiendo todas las esferas vitales, desde la organización del trabajo hasta la producción científica, la educación y la sanidad, así como las actividades artísticas y culturales. En este contexto, es célebre el taylorismo, una filosofía de la optimización con pretensiones científicas, desarrollada principalmente por Frederick W. Taylor a finales del siglo XIX, y que sería un referente central en la organización industrial de la época. Teoría inicialmente racional y desarrollada con intenciones reales de mejora, el taylorismo ha sido posteriormente convertido en una nueva doctrina para el análisis y síntesis de procedimientos de eficiencia económica y productividad laboral,[2] en la que muchas de las mejoras sugeridas son ciertamente cuestionables.[3]   

La ciencia ficción, como todo género literario, no lleva una existencia independiente e inmune a las intercesiones burocráticas, como queda demostrado con cada obra que, por uno u otro motivo, se ha visto censurada en su momento. Es por tanto natural que diversos autores, bien con fines edificantes o meramente para desahogar sus penas, hayan recurrido a esta fuente inagotable de situaciones administrativas surrealistas para incluirlas en sus tramas, sea como tema principal o como adminículo para transmitir su mensaje. Es indiscutible que una temática centrada en las delicias que nos ofrece la taxonomía burocrática de la sociedad puede no resultar muy atractiva al lector habituado a los exploradores espaciales, los enigmáticos planetas de remotas galaxias, las escaramuzas con exóticos invasores multiformes o los robots, androides y demás fauna tecnológica que puebla el universo de la ciencia ficción, motivo por el cual los títulos más destacados que versan sobre esta materia no suelen ser los más populares o conocidos. No obstante, merece la pena detener nuestra atención en tales composiciones, dado que éstas contienen siempre el germen de una interesante discusión o denuncia social.

Toda distopía que se precie está tradicionalmente ligada a la descripción, aunque sea superficial, de una férrea y (generalmente) opresiva burocracia que coarta la libertad del individuo, reduciéndolo a una insignificante entrada en un libro de asientos o a un código numérico en algún sistema experto que, por elefantiásico, ya ha escapado a todo control humano. Sin embargo, estas obras raramente se recrean en inventariar las complicaciones y obstrucciones generadas por normativas intencionadamente enmarañadas, sino que se centran en las desventuras de un individuo o grupo opositor que, mediante una revolución o levantamiento popular, trata de cambiar el statu quo.[4] No constituyen, en consecuencia, ejemplos plenamente representativos de lo que pretendemos comentar en esta ocasión, que se centra en algunas de las jocosas o irritantes situaciones provocadas por el burocratismo, y cómo éstas son eludidas o burladas por sus protagonistas.

Comenzamos nuestro periplo por una obra ya clásica, Memorias encontradas en una bañera, del siempre agudo S. Lem. De esta perspicaz sátira se ha dicho que tematiza "la debilidad epistemológica en la comprensión tanto apriorística como sensualista del estado ontológico del ambiente", una grandilocuente descripción que, al margen de coincidir o no con las pretensiones metafísicas de Lem al escribirla, tiene más valor como una fórmula del sincretismo que utilidad en la interpretación de la novela. El protagonista de la historia es un agente que debe presentarse ante sus superiores del Distrito Cósmico (familiarmente llamado "el Edificio") para recibir órdenes sobre su próxima misión. En este punto comienza la grotesca odisea que lleva a nuestro anónimo protagonista a través del inmenso laberinto de asesorías, dependencias, oficinas, archivos y oficialías contendidas en el Edificio, y sin que las incesantes entrevistas o interrogatorios con los militares y empleados civiles de todo rango y condición le revelen lo más mínimo acerca de su misión. El ambiente de constante paranoia que reina en todas partes, con una obsesión enfermiza de espiarse y vigilarse mutuamente, así como por cifrar de manera múltiple los códigos secretos, haciendo que sea de todo punto imposible reconstruir un mensaje original coherente, lo que, añadido a la permanente sensación de que ninguno de los cargos al mando de una sección tiene realmente idea de cuáles son las atribuciones que le competen, minan de forma lenta pero continua el optimismo inicial del protagonista. Sus convicciones se van desmoronando como un castillo de naipes conforme va experimentando la hipertrófica y opaca organización del sistema, basada en una escrupulosa y detallada planificación perfectamente inútil, defendida a ultranza por todos los implicados, incluso por aquellos que se han percatado de su futilidad. Desde un punto de vista filosófico, este libro es sumamente pesimista, ya que postula que la consciencia de la inutilidad de un sistema no sólo no nos permite escapar del mismo, sino que será la causa de nuestra propia destrucción, al generar dudas sobre el verdadero significado de la realidad y la verdad. Aunque la obra de Lem es prolífica en su crítica a la burocracia, no es común que juegue un papel central en las tramas, salvo en la novela anterior y, en menor medida, en su Ciberíada (1965), donde comparte protagonismo con tiranos, mercenarios, espías y otros especímenes poco gratos.

Los hermanos Strugatsky, consumados especialistas de la ironía y veteranos en haber experimentado la censura administrativa a lo largo de toda su carrera, atacan sin piedad la estulticia de los burócratas gubernamentales en la mayor parte de su producción literaria. Algunos títulos, no obstante, destacan por tener tales oscuros funcionarios como personajes centrales a la trama. Destaca principalmente Cuentos de la Troika (1968), una interesante parábola que pone de manifiesto que el ansia de control de los estamentos políticos no se detiene ni ante las verdades científicas. Situada en un país imaginario, pero administrativamente dependiente de Moscú, la novela relata el quehacer de una comisión formada por tres tenaces e incorruptibles funcionarios, conocidos como la troika, que auxiliados por un secretario totalmente devoto a la causa y un asesor científico apático y del todo incompetente, tiene como misión analizar, aprobar y legitimar legalmente fenómenos extraños, así como decidir si éstos son provechosos para el pueblo o, de lo contrario, perniciosos para el bienestar público, lo que implica ser catalogados como insalubres y ser categóricamente prohibidos. Ante tan distinguido tribunal, caracterizado por su devoción casi religiosa al reglamento, desfilan diversos personajes, que deben convencer a los jueces de que sus expedientes no sean cerrados con el temible sello que supondría su aniquilamiento social. El punto álgido de la novela es la indefensión total de un curioso extraterrestre durante la grotesca presentación de su caso ante el tribunal, donde la misma existencia del ser es puesta en evidencia por los obstinados jueces y sus acólitos, al superar ampliamente sus límites de comprensión. En otros términos, aquello que no está explícitamente tipificado en la normativa está bien prohibido o simplemente no existe.

El relato Ulitka na sklone (1966) es posiblemente más mordaz en su crítica. La novela completa se compone de dos partes, claramente diferenciadas,[5] de las cuales la primera, subtitulada Peretz, es la relevante para el tema que nos ocupa. La trama se desarrolla en un inmenso bosque que, de algún modo, simboliza la sociedad soviética. La administración del bosque, a cargo de un ejército de funcionarios en su mayoría incompetentes, malversa los recursos existentes en procedimientos administrativos absurdos, basados en supuestas evidencias científicas a menudo risibles, y con frecuencia contradictorios en su finalidad. El protagonista es un sufrido lingüista llamado Peretz, que trata inútilmente de acceder al bosque, al negarle constantemente el directorio el permiso por causas ridículas. Peretz es testigo de una inmensa maquinaria que trabaja y discurre en contra de sus propios intereses, convirtiendo en caóticas las cuestiones más triviales. De este modo, Peretz es desahuciado de su hotel sin haber recibido la autorización para marcharse, problema que solventa adecuadamente pernoctando con una empleada del directorio a la que ha estado cortejando cierto tiempo. Su sorpresa es mayúscula al despertar a la mañana siguiente como director general, con su amante como asistente personal, sin saber bien cómo ha podido producirse tal situación. Como jefe supremo del directorio, se produce en el infeliz Peretz un cambio mental, convirtiéndose (¿involuntariamente?) en un engranaje del sistema, cuyas decisiones son tan absurdas y grotescas como aquellas sobre las que el lingüista se escandalizaba durante su infructuosa espera. La narración es compleja, no exenta de alusiones a la situación política de la URSS en el momento, brillantemente presentadas de forma críptica y disimuladas como fábula, que nos hacen recordar sátiras de los primeros años de la era soviética, tales como el breve relato Duelo a muerte de Valentin Katayev, escrito en 1925, en el cual el director de un organismo estatal no especificado, empeñado en acabar con la burocracia,[6] se enzarza en una disparatada y absurda disputa con su primer delegado y el suplente de éste, que resultan ser todos cargos que desempeña simultáneamente el director, al estar el primer delegado de vacaciones y sustituirle el propio director. De esta época data igualmente el brillante e hilarante relato Los huevos fatales (1925) de Mijail Bulgakov, en el que se narra el extraordinario descubrimiento del profesor Persikov, consistente en una radiación roja con la notable propiedad de acelerar el crecimiento de los organismos. Cuando una extraña plaga acaba con toda la producción avícola soviética, las autoridades requisan el descubrimiento de Persikov para establecer unas granjas en las cuales, mediante huevos importados, puedan rehacer en tiempo récord la industria. Sin embargo, como consecuencia de un error administrativo y la incapacidad de los funcionarios a cargo de las granjas, se cruzan equívocamente los envíos y, en lugar de huevos de gallina, se irradian huevos de reptil, destinados originalmente al instituto de Persikov. Cuando estos huevos eclosionan, los reptiles que surgen de ellos crecen y se reproducen de forma desmesurada, convirtiéndose en monstruos que destruyen todo a su alrededor, masacrando incluso a la imbatible caballería.[7] El desastre llega a su fin cuando unas heladas acaban con los reptiles y los huevos. Sin embargo, el descubrimiento de los rayos milagrosos también se pierde, cuando la turba enfurecida, que achaca la responsabilidad de lo ocurrido al zoólogo Persikov, asalta e incendia su casa, linchando tanto al sabio como a sus ayudantes, destruyendo completamente sus archivos y su laboratorio.     

Tales sátiras directas a la administración, posteriormente representadas de forma magistral por el dúo Ilf y Petrov,[8] desaparecerán completamente de la literatura soviética en los años treinta, teniendo tan sólo esporádicas reapariciones, hábilmente disimuladas, tales como el relato La isla Pirrou (1965) de Alexander Sharov, en la que un dictador megalómano instaura una absurda burocracia llena de prohibiciones ridículas, tales como llevar cremalleras en la ropa. No obstante, un error en la redacción del decreto de prohibición tiene consecuencias nefastas para el clima de la isla.[9] En una espiral de insanidad ascendente, se prohíben los fenómenos eléctricos y se instaura por ley que la Tierra es plana. El desorden provocado por una burocracia cada vez más alejada de la realidad deriva en un levantamiento popular, en el que, en un acto final de estupidez, el presidente depuesto hace detener a su propia estatua, al no cumplir ésta con las exigencias en materia de indumentaria dictadas por la ley.

Fuera de estos exiguos ejemplos, a los que podríamos añadir las Parodias fantásticas de Vladlen Bakhnov, aparecidas en 1966, en lo que sería el equivalente soviético de los relatos ultracortos al estilo de Fredric Brown, la sátira o crítica directa a los procedimientos administrativos será una rareza en los autores del bloque oriental, al ser la burocracia la base misma de la sociedad, y no constituir un tema que motivase a los lectores a evadirse brevemente de la realidad, al margen de ser un tema peligroso que no debía tomarse a la ligera.

En el contexto de los autores occidentales, la perspectiva desde la que se aborda la temática burocrática es distinta, y suele estar indisolublemente asociada al innecesario agotamiento de recursos para justificar la existencia de una jerarquía de funcionarios, y las dificultades que éstos ocasionan a los emprendedores e industriales. Hasta cierto punto, los textos que aparecen en este sentido son una queja, tosca en ocasiones, al intervencionismo gubernamental y su alejamiento de las necesidades sociales puntuales. En este ámbito, y aunque la temática principal es otra, la obra más conocida del autor británico M. John Harrison, The Committed Men (1970), contiene algunos puntos dignos de mención. El texto es una convencional narración en que se describe una Inglaterra asolada y empobrecida a causa de un accidente en un reactor nuclear, que ha provocado que la sociedad británica se desmorone y la población, dispersa en asentamientos rurales, lleve una existencia miserable y primitiva, diezmada además por enfermedades ocasionadas por la radiación. Cuando un pequeño grupo organiza una expedición a las ruinas de Londres, su estupor no tiene límites al descubrir que los pocos supervivientes, pertenecientes a una saga de burócratas (empedernidos), llevan una existencia absurda y carente de sentido, basada en perpetuar procedimientos administrativos ya completamente baldíos, rellenar sin descanso instancias dirigidas a entidades ya extintas y crear nuevas normas de uso interno, totalmente ajenos al hecho de que el aparato estatal que legitimaba su existencia ya es historia.  

Una temática similar, pero más elaborada y convincente, la hallamos en Dodkin's Job, un relato distópico de Jack Vance aparecido en 1959. El tema principal es la organización de la sociedad, que el autor presenta como una intrincada maquinaria basada en rígidas normas, cuya eficiencia y estabilidad final depende de la ciega aquiescencia de la ciudadanía, redefinida como mero engranaje de un complejo sistema jerárquico aparentemente controlado por una casta burocrática, pero organizado de facto por una computadora. La conformidad del individuo con un sistema en sí mismo cuestionable es premiada con actividades lúdicas de distinta índole, siguiendo unos cánones de comportamiento que harían las delicias de un Pavlov y sus discípulos. El protagonista de la historia, un inconformista nato llamado Grogatch, que rehúsa admitir su condición, se ve continuamente degradado en su clasificación social por protestar (acertadamente) ante la imposición de normas cada vez más absurdas, que, enmascaradas en procedimientos de aparente eficiencia, tienen un efecto diametralmente opuesto, al que se añade la progresiva desmoralización de aquellos trabajadores que aún tienen un criterio propio. A causa de la introducción de una nueva norma de ahorro que implica de hecho una prolongación no remunerada de la jornada laboral, y que todos sus compañeros acatan ciegamente, Grogatch decide protestar enérgicamente ante sus superiores. No obstante, pronto se percata de que el conducto reglamentario no es más que una infinita cadena de etapas, cada una de las cuales tramitada por una comisión o servicio distinto, cuya finalidad es que las "sugerencias y mejoras" planteadas por la ciudadanía se diluyan en un océano de papel, para quedar finalmente relegadas al olvido. Haciendo gala de una admirable obstinación, Grogatch se presenta ante cada uno de los jefes de sección, disfrazado como inspector con funciones no especificadas, para exigir la revocación de la norma. No obstante, cada uno de los comisionados se limita a dirigirle a otro departamento (encarnando el famoso "vuelva usted mañana" inmortalizado por Larra), iniciando un largo periplo que acaba en la oficina del comisionado de obras públicas, último eslabón de la cadena burocrática. El entusiasmo renovador del protagonista se evapora instantáneamente al descubrir finalmente que toda la normativa se procesa de forma automática, sin que ninguno de los responsables ni legisladores se moleste siquiera en leerla.[10] No obstante, una indiscreción casual le releva que todas las normas se procesan a través de una oficina ya olvidada y oculta en los sótanos del ministerio, custodiada por un anciano operador llamado Dodkin, perteneciente al más bajo escalafón. Cuando Grogatch visita a este último, descubre que utilizando un centro de control ya en desuso, es posible introducir con discreción modificaciones en las normas dictadas, y que dichas alteraciones no son detectadas, al no ser supervisadas por nadie. De este modo, el protagonista descubre la única vía posible para mejorar tanto su situación como (supuestamente) la de tantos otros desheredados como él. Con el fin de relevar a Dodkin en su puesto, que sólo conserva por no haber nadie disponible para reemplazarle, Grogatch se rebela abiertamente contra sus superiores, siendo automáticamente relegado como castigo al lóbrego sótano de Dodkin. La historia acaba con Grogatch maquinando las primeras alteraciones en la normativa que, algún día, le lleven a la cúspide de la sociedad. El relato de Vance, aunque redactado desde la ironía, supone una crítica directa de la molesta tendencia política de introducir "manuales de eficiencia y organización" en actividades profesionales de las que ignoran absolutamente todo, consiguiendo únicamente irritar innecesariamente a quienes realmente deben realizar el trabajo.   

Erik F. Russell, por su parte, opta por la ironía y burla directas, siendo Allamagoosa (1959) y Study in still life (1959) los relatos más destacados en este sentido. En el primero de ellos trata sobre las nefastas consecuencias que pueden tener las interpretaciones espontáneas de las normas administrativas. Cuando la tripulación de la nave Allamagoosa recibe la comunicación de una próxima inspección general, cunde el pánico. La legendaria rigidez e intransigencia del inspector cuya llegada se espera, añadida a la desmesura de las penalizaciones por desviaciones ridículas del inventario oficial, hacen que se desate en la nave una febril actividad. No obstante, al realizar el inventario de la cocina, se descubre que un objeto llamado "offog", cuya naturaleza y utilidad es completamente desconocida, no aparece en ninguna parte. Después de un exhaustivo estudio de los registros de material, el comandante llega a la conclusión de que se trata de un elemento de defensa, y ante la misteriosa desaparición del mismo, ordena al ingeniero que construya un objeto que permita superar la inspección. Una vez superada ésta, sin que el temido inspector se percate del engaño, los tripulantes deben justificar la pérdida del objeto original antes de volver a la Tierra, donde la nave será puesta a punto para su próxima misión. Cuando comunican que el "offog" se ha volatilizado a causa de turbulencias gravitatorias, las autoridades terrestres responden alarmadas, solicitando información de cómo diablos la mascota oficial de la nave ha podido desintegrarse de ese modo. Es en este instante cuando el capitán se percata de que el perro de la nave, que no había sido contabilizado en el inventario, estaba incluido mediante una errata, convirtiendo "off. dog" en "offog". El final del relato deja abierta la cuestión de cuáles serán las (presumiblemente) fatales consecuencias para el capitán y el ingeniero, al destinar partes del inventario a usos que no están especificados por la normativa.

El segundo relato, "A study in still life", supone una simpática fábula de cómo enfrentarse victoriosamente a un cerrado sistema administrativo, usando las armas proporcionadas por la propia burocracia, y alterándolas en beneficio propio. El protagonista de la historia, Purcell, un capitán espacial retirado del servicio activo que no se resigna a terminar sus días relegado a languidecer como un burócrata en una remota colonia espacial llamada Alipan, se rebela contra el sistema cuando descubre que los superiores de la colonia espacial dan prioridad al envío de ginebra para un oficial llamado Letheren, por encima de una costosa pero indispensable máquina para combatir las plagas de insectos que asolan la colonia. Consciente de que una solicitud directa tardará una eternidad en ser atendida, Purcell formula una solicitud prioritaria para una ficticia colonia llamada "Nemo", con la intención de redireccionar el envío cuando éste sea aprobado. La engañifa surte efecto, dado que los funcionarios terrestres piensan que se trata de una nueva misión de reconocimiento y conquista cuyo expediente aún no les ha sido transmitido, por lo que se apresuran a aprobar y tramitar la solicitud en tiempo récord. Cuando el envío llega finalmente a Alipan, los superiores de Purcell le exigen explicaciones, conscientes de que "Nemo" no existe. El capitán les explica que no se trata de una colonia nueva, sino de una palabra clave para designar una "prioridad tentativa". Interrogado acerca de sus motivaciones para subvertir el conducto reglamentario, Purcell, consciente de la animadversión del director Vogel hacia Letheren, revela que trataba de evitar que un envío particular de ginebra tuviese prioridad sobre las necesidades de la colonia. El protagonista, sabedor de que su superior sólo aspira a tener más poder y recursos a su alcance, le seduce sugiriéndole la introducción de un nuevo órgano de control, cuya finalidad es monitorizar la prioridad en las solicitudes logísticas de la colonia, lo que a su vez le proporciona la posibilidad de ser el supervisor del nuevo órgano, liberándose así de su destino como oscuro funcionario. La moraleja de la historia, tan válida en el momento de la publicación del relato como en la actualidad, es que sólo puede vencerse a la burocracia desde dentro del sistema, empleando la vía oficiosa en lugar de la oficial, jugando sutilmente con la normativa, analizando cuidadosamente sus límites sin sobrepasarlos ni infringirlos, y encontrando finalmente una solución satisfactoria.   

Entre otros autores que también dedicaron algún relato de ciencia ficción a la burocracia, citamos a Frank Herbert y The tactful saboteur (1964), en el que se narran las intrigas de un cierto organismo gubernamental dedicado a los actos de sabotaje, en la que sus dirigentes ocupan su tiempo en sabotearse mutuamente, con la supuesta finalidad de mitigar los efectos de una burocracia galáctica en continua expansión. Pese a las posibilidades que el tema ofrece, el relato deriva en algún momento hacia una especie de misticismo de razas cósmicas, lo que estropea la idea original, resta valor al interés de la trama y obstaculiza la narrativa. Si este relato es merecedor de mención, se debe a su autoría, ya que es poco lo que aporta al tema en concreto y a la ciencia ficción en general.  

En lo que puede considerarse un homenaje al absurdo, siguiendo la estela de autores teatrales como Ionesco, destacamos la novela Guía del autoestopista galáctico (1979), en la que Douglas Adams despliega una inesperada gracia y acierto, al combinar una sátira sobre las tropelías burocráticas con la incomprensible mentalidad de los Vogon, una raza extraterrestre que forma parte del llamado Servicio Civil Galáctico, una especie de organismo de obras públicas. La Tierra es una notoria víctima de este estamento administrativo, al ser destruida por suponer un obstáculo para la construcción de una "autopista" galáctica. Los Vogon justifican su inesperada acción (para los humanos) declarando que los planes de demolición habían sido oportunamente puestos a disposición pública en una oficina local de Alpha Centauri, a cuatro años-luz de la Tierra. En lo que se refiere a la imposibilidad de los humanos para acceder a tal información, los Vogon se excusan alegando que dicha contingencia no está contemplada en la normativa, y que avisar directamente a los afectados no corresponde a sus atribuciones inmediatas. Las escenas grotescas se suceden tanto a lo largo de esta novela como de sus continuaciones, aunque debe decirse que las secuelas no llegan al nivel de humor de la primera entrega.

Por otro lado, siendo su clasificación indubitable al género de la ciencia ficción altamente discutible, el relato Operación Bálsamo (1987) de Patricia Highsmith es un estremecedor ejemplo de las intrigas entretejidas por las poderosas corporaciones comerciales y la administración.[11] Con el fin de evitar una publicidad indeseada, la Comisión de Control Nuclear decide sufragar un nuevo estadio a una universidad del Medio Oeste, en cuyos sótanos se instalan unos almacenes (ilegales) de residuos radiactivos. Durante una inspección de rutina de la comisión, en la que, pese a las notorias fallas en la ejecución del proyecto, se decide pasar por alto el deficiente trabajo para comenzar de inmediato con el almacenamiento de la basura de las distintas centrales, uno de los ingenieros al cargo, para más señas, escrupuloso en su trabajo y decidido a denunciar la poca calidad del trabajo, queda encerrado (¿accidentalmente?) en uno de los compartimentos estanco de los sótanos. Su ausencia, en principio no observada, salta a la vista cuando la comisión se vuelve a reunir. Siendo conscientes de las complicaciones que dicha acción puede conllevar, con la consabida publicidad a una obra a todas luces ilegal, el director de la comisión se limita a informar telefónicamente a la empresa constructora. Sin datos precisos sobre el almacén donde el ingeniero quedó encerrado, y sin que nadie se moleste en una búsqueda seria, la comisión decide finalmente dar carpetazo al asunto y notificar la desaparición del ingeniero sin contextualizarla ni ofrecer detalles, confiando en que el cadáver del empleado no sea descubierto en varias generaciones.   

La novela Oveja mansa (1996) de Connie Willis, en una línea característica de la autora, combina la ironía con un sosegado y certero análisis social, adecuadamente enmarcado en una amena y entretenida historia. La novela relata la historia de Sandra Foster, una investigadora empleada en una gran corporación llamada HiTek, y cuya principal actividad es analizar las tendencias y modas, así como sus orígenes y características principales. La corporación en sí misma es un monstruo burocrático, lleno de cargos y directivos esencialmente inútiles y faltos de ideas, y tan efímeros como los efemerópteros. Cada decisión de la directiva conlleva inevitablemente la reorganización de la corporación, normativas nuevas que anulan otras funcionales, así como nuevos puestos de libre designación que raramente son ocupados por los más competentes en la materia. Destaca una tal "Flip", arquetipo del burócrata ineficiente, petulante y agresivamente ignorante de sus competencias e incompetencias, que desde el principio manifiesta una abierta hostilidad hacia Foster. Un día, por error, ésta recibe un envío destinado a otro investigador, hecho fortuito que ocasionará un alud que derivará en un nuevo descubrimiento científico. La autora utiliza la sagacidad de su personaje principal para ofrecernos una acertada visión irónica de algunas de las tendencias y comportamientos caídos en desuso o condenados por una sociedad cada vez más próxima a la mojigatería y puritanismo de los llamados "padres fundadores". Como personajes secundarios de relevancia en la historia merece la pena recordar a las ovejas, cuya presencia en el proyecto se deriva del error de mensajería, y que simbolizan perfectamente la mentalidad de rebaño,[12] mansa y ajena a toda capacidad crítica. Willis bosqueja a su vez algunos trazos de la teoría del caos aplicada a la sociedad humana, que sirven como fondo para una explicación de la irracionalidad de las masas.        

En el ámbito de los autores de habla hispana, es destacable la novela Burocracia del escritor argentino Santiago Ambao, centrada en la corrupción de los estamentos burocráticos y políticos. La novela está situada en una ciudad costera argentina (posiblemente Buenos Aires) en un futuro indeterminado, en el que el Estado ha implementado, a raíz de la misteriosa aparición de ciertos "portales sonoros", un invasivo sistema de escuchas con el fin de espiar y controlar a la ciudadanía, para así neutralizar cualquier intento de conspiración o sublevación. En medio de esta paranoia, el número de suicidios entre los funcionarios del Ministerio del Interior designados para transcribir las informaciones obtenidas de los portales de escucha es alarmante. El protagonista, un gris operador llamado Isidro Rawson, permanece no obstante impermeable a estos raptos de locura que diezma a sus colegas. Sin embargo, a causa de un injustificado y brutal allanamiento de morada, el inspector empieza a albergar dudas y experimentar cierta aversión hacia su trabajo. Manipulado por su falso amigo Espíndola, un corrupto subsecretario de Planificación, e influenciado a su vez por su hermano Witold, un desocupado que deriva en delincuente, el protagonista se debate entre la lealtad al sistema y la insurrección, hasta que el descubrimiento de cierta información clasificada le permite reconocer la farsa política que se esconde detrás del aparato burocrático, destinado únicamente a nutrir los intereses y vicios de los altos cargos del Ministerio. La novela es una interesante e inquietante reflexión sobre una sociedad en exceso burocratizada, en la que el control ejercido sin disimulo por un Estado omnipotente y opaco tiene como consecuencia una desconfianza absoluta del ciudadano, eternamente bajo sospecha, y donde los altos funcionarios utilizan sus posiciones privilegiadas para expoliar las arcas públicas y obtener tratos de favor.[13]  

Acabamos esta digresión mencionando la curiosa novela Flores negras en Barnard III (1986) de Alfred Leman, en la que combina magistralmente la crítica del inmovilismo burocrático con las fútiles promesas del progreso. En el tercer planeta del sistema Barnard, la expedición de la nave Beagle ha dejado atrás a nueve expedicionarios a cargo de una pequeña base. Al estar catalogado el planeta como inhabitado, las órdenes no contemplan ninguna otra actividad que la supervisión de los sistemas de comunicación. Durante un reconocimiento rutinario, el ingeniero del grupo y una fotógrafa descubren casualmente una extraña forma de vida, dotada de una llamativa capacidad de mimetización. Cuando informan al comandante Ermakov de la situación, éste les recuerda que sus órdenes no contemplan ninguna actividad expedicionaria, y que, pese a las observaciones realizadas, el planeta no está habitado, por lo que no debe realizarse acción alguna. La situación se complica cuando esta forma de vida sabotea alguno de los sistemas de la base, con la finalidad de llamar la atención de los humanos. No obstante, pese a las protestas de una parte de la tripulación, el comandante persiste en negar la evidencia y catalogar los intentos de contacto como fantasías absurdas. El inmovilismo del comandante es una consecuencia de su pasado, en el que, en un exceso de celo por interpretar las órdenes, eliminó por inadvertencia a un almirante de la flota. Habiendo sido absuelto, demuestra no obstante no haber sacado ninguna conclusión del suceso, al ceñirse siempre al pie de la letra a las normas, aun cuando éstas entran en conflicto con los fines de su misión. El libro puede catalogarse de pesimista, ya que la historia se termina sin que el comandante, y, por extensión, sus superiores, tanto en la nave nodriza como en la Tierra, quieran siquiera admitir que han encontrado una inteligencia extraterrestre que además desea fervientemente comunicarse con los humanos. La intransigencia burocrática llega aquí a extremos ridículos, comparable con las obras de los Strugatsky. Sin embargo, a diferencia de éstos, Leman no ironiza sobre la estulticia de Ermakov, sino que mantiene una actitud de resignación y derrota, al estar aún convencido de que los errores dialécticos del presente se compensarán en un futuro.      

A los títulos anteriormente enunciados se podrían añadir otras tantas novelas y relatos que, de uno u otro modo, tratan superficialmente con el estamento burocrático, pero donde éste no es ni el protagonista ni el centro de una crítica o reflexión. Valgan como ejemplos significativos En el océano de la noche (1977) de Gregory Benford, con sus burócratas paranoicos que ven en cada ciudadano un potencial enemigo o conspirador, o Los visitantes (1979) de Clifford D. Simak, en la que el autor ironiza sobre los esfuerzos de la administración para evitar una bancarrota nacional producida por los lujosos presentes ofrecidos por una raza extraterrestre llegada a la Tierra. Sea como fuere, la burocracia y el burocratismo, sin ser uno de los tópicos estelares de la ciencia ficción, ha servido como telón de fondo para algunas obras relevantes del género. En una sociedad cada vez más asfixiada por regulaciones y normativas que, lejos de facilitar o simplificar la existencia, crean nuevos problemas y dilemas donde antes no existían, resulta refrescante ver que algunos autores saben extraer el tuétano de la cuestión para ofrecernos interesantes relatos que nos ayuden a sobrellevar las aflicciones de la existencia cotidiana, sea a través de la sátira o de una profunda reflexión sobre los derroteros que debiéramos evitar para deshumanizarnos hasta extremos irreconocibles. Resulta acertado recordar, para finalizar, una edificante reflexión de Kafka, en la que postulaba sabiamente que, a medida que el progreso se evapora, va dejando a su paso una indeleble estela burocrática. De nosotros depende extraer las conclusiones acertadas de este aserto, en tanto que deseemos una existencia distinta a la de un asiento en un libro de contabilidad.[14]

 

REFERENCIAS

ADAMS, D. 2018 Guía del autoestopista galáctico (Barcelona, Ed. Anagrama)

AMBAO, S. 2009 Burocracia (Gadir Editorial, Madrid)

BAKHNOV V 1966 Fantasticheskie parodii, Fantastika 1966 (1), 392-415.

BENFORD, G. 1977 En el océano de la noche (Barcelona, Ediciones B)

GINSBURG, M. (Ed) 1994 The Fatal Eggs and Other Soviet Satire (New York, Grove Press)

GRAEBER, D. 2015 The Utopia of Rules: On Technology, Stupidity, and the Secret Joys of Bureaucracy (Melville House Publishing, Hoboken, NJ)

HARRISON, M. J. 1971 The Committed Men (New York, Doubleday)

HERBERT, F. 1964 The tactful saboteur, Galaxy 23, 93-123.

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LEM, S. 1979 Ciberíada (Barcelona, Ed. Bruguera)

MAGIDOFF, R. (Ed) 1969 Russian Science Fiction 1969: An Anthology (New York, New York University Press)

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TEN BOS, R. 2017 Bureaucratie: encre, paperasse et tentacules (Paris, Le Pommier)

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[1] Un brillante ensayo sobre la burocracia puede hallarse en el libro del filósofo René Ten Bos citado en la bibliografía.

[2] En su acepción moderna, estos conceptos deben interpretarse como máxima eficiencia a coste nulo, siendo los beneficiarios los empleadores, y los damnificados los asalariados.

[3] Véase por ejemplo el interesante ensayo del antropólogo David Graeber, en el que se analizan detalladamente diversas de estas reglas de normalización.

[4] Es interesante observar que E. Zamyatin y A. Huxley, autores de dos de las distopías más influyentes, mencionan explícitamente (y no muy favorablemente) en sus obras a F. W. Taylor. 

[5] Las partes fueron publicadas independientemente en 1966 y 1968, respectivamente.

[6] Irónicamente, la burocracia zarista, condenada por los revolucionarios como uno de los principales males sociales, acabaría convirtiéndose, en su elefantiásica extensión, en la característica principal del período post-revolucionario.

[7] Alusión a la caballería roja del general Semión Budionni, célebre militar de la guerra civil que siguió a la Revolución de Octubre.  

[8] Ilya Il'f (1897-1937) y Yevgueni Petrov (1903-1942), siendo este último el hermano menor de Valentin Katayev.

[9] El autor emplea aquí un juego de palabras intraducible, al referirse "zastezhka-molniya" a "cremalleras", y "molniya" a "relámpagos".

[10] Cabe preguntarse si esto es ciencia ficción, o una fidedigna descripción de la vida misma.

[11] Debe destacarse que una de las motivaciones para este relato fue el incidente en la planta de Harrisburg (1979), en la que tanto la administración como la Metropolitan Edison Company hicieron enormes esfuerzos para tratar de mitigar la importancia del accidente y derivar responsabilidades.

[12] O la ausencia de la misma, para ser más precisos.

[13] Es notable en este sentido como el autor, manteniéndose fiel a lo que ha sido la actitud política argentina desde hace décadas, describe la descarada privatización del sector público, con las nefastas consecuencias que esto tiene para el ciudadano medio y las infraestructuras y el patrimonio estatales. 

[14] Para ir en consonancia con los tiempos, debiéramos reemplazar el libro de contabilidad por una hoja de Excel.

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