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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 21 de junio de 2024

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Tómese su tiempo

Y aves, y bichos y pejes,

se mantienen de mil modos;

pero el hombre en su acomodo

es curioso de oservar:

es el que sabe llorar,

y es el que se los come a todos.

 

La vuelta de Martín Fierro

JOSÉ HERNÁNDEZ

 

El paciente que llega a mi consultorio es un hombre de cuarenta años de edad.

-Dígame, ¿por qué ha venido? -le pregunto.

El hombre se muestra preocupado, nervioso. Dice algo muy bajo que no puedo escuchar bien, como si las palabras se le atascaran, hasta que da un leve suspiro y por fin dice:

 -Hace días que tengo una fuerte indigestión y algo de fiebre... me asusta que... que pueda ser un virus -dice, tartamudeando.          

 -¿Algún otro médico lo ha examinado?

-No. Verá... no estaría tan preocupado si... si...

No terminó lo que trataba de decir. Los nervios en él eran intensos.

-Cálmese -le digo-. Por favor, dígame, ¿qué ha sido lo último que ha comido? Puede que estuviera contaminado.

-Recuerdo que antes de volver al presente comí una ensalada de tomate. Tal vez, como dice usted, estuviese contaminada, en el agua con la que lavaron las verduras, no sé. Pero... sigo pensando en la posibilidad de que esto sea causado por un virus... si llegara a ser eso nos pondrían a todos en cuarentena.

Que el paciente dijera «antes de volver al presente» me hizo sobresaltar por un instante.

-¿Usted viajó al pasado? -le pregunté.

-Sí... -dijo,  como dando la respuesta con resignación.

-Vaya. Eso sí que es un gran problema -contesté.

-Lo sé... la cuarentena... un contagio y una pandemia inminente por mi culpa -dijo el hombre, más nervioso que antes; uno de sus pies se agitaba mucho, como si tuviera frío, lo mismo que sus manos, se movían como maracas.

-Tendré que tomar algunas muestras de sangre para analizarlas. Será rápido -le digo al hombre.

El rostro del paciente empezaba a dar indicios de una ansiedad incontrolable. La frente le brillaba por las gotas de sudor recién brotadas de su piel y su mirada se iba perdidamente hacia el techo, luego hacia el piso, hacia los lados, hacia mí y repetía este ciclo de manera compulsiva.

Entretanto, de los cajones de mi escritorio saqué un pequeño dispositivo, un secuenciador metagenómico, parecido a los antiguos medidores de glucosa. Tomé la mano del paciente y de su dedo tomé una muestra de sangre, apenas una gota.

-Bien -dije-. En breve sabremos la causa de su malestar. Hay que esperar a que sea secuenciado su metagenoma, es decir, el genoma completo de cada microorganismo que hay en su sangre. Si hay algo peligroso lo sabremos.

Tomé el aparato en mis manos arrugadas y empecé a caminar alrededor de mi escritorio como dando vueltas y matando así el tiempo. Siempre lo he hecho, dar vueltas en círculos me ayuda a concentrarme.

Después de unos segundos el secuenciador emitió un pitido. Había terminado el proceso. Regresé a mi escritorio, donde el paciente me miraba con gran atención. Vi los resultados en la pantalla del secuenciador y sentí alivio.

-Todo en orden. No hay rastros de virus que representen un peligro.

-¡Menos mal! Pero, entonces ¿qué tengo...?

-¿Podría decirme a qué Era viajó? -le pregunté, tocando mis canosos cabellos.

-Al periodo Paleógeno temprano... hace sesenta millones de años.

-¿Con qué motivo realizó su viaje? -le pregunté. Estas no eran más que preguntas de rutina.

-Recreación. Fui a pasar unas vacaciones.

Que el paciente haya viajado en el tiempo no tiene nada de sorprendente. La gente viaja en el tiempo normalmente, es cosa de todos los días. Hace medio siglo, cuando se descubrió la manera de hacerlo, la exploración del espacio era vista con pesimismo por sus altos costos y resultó mucho más interesante ir a las diferentes épocas de la Tierra porque, de alguna manera, se disponía de infinidad de mundos habitables sin necesidad de abandonar el planeta y palidecer ante los efectos de la relatividad general en cuanto a viajes de distancias muy largas.

En un principio viajar en el tiempo, o más propiamente dicho, la transtemporalidad, se utilizó con fines científicos: los físicos querían ver el Big Bang y los biólogos observar los fenómenos evolutivos de primera mano. Con los años la transtemporalidad se hizo muy común y asequible, al grado de que algunas compañías de turismo que competían con corporaciones de colonización de exoplanetas, organizaron viajes vacacionales y excursiones recreativas hacia épocas llamativas para el público en general. A su vez, esto ayudó a disipar la sobrepoblación mundial; al tener miles de mundos a la disposición de la humanidad, el exceso de habitantes fue distribuido a lo largo de las miles de Tierras existentes en el tiempo.

Los pioneros no eran conscientes de la gran cantidad de riesgos sanitarios que implica la transtemporalidad y la eventual migración de la población planetaria. Muchos de los crononautas que regresaban al presente portaban terribles enfermedades endémicas de hace millones de años para las cuales nadie tenía anticuerpos.

Recuerdo el caso de unos paleobiólogos, que después de estudiar a un dinosaurio, trajeron consigo un virus que mutó y los infectó: la famosa gripe humano-dinosauriana, o cepa H2N7V15, causante de la muerte de más de tres mil millones de personas.

 

***

 

-Sesenta millones de años es mucho tiempo... -dije, mientras veía los resultados del secuenciador metagenómico. Enseguida eché una mirada a mi paciente.

-Bueno... no creo que sea tanto tiempo. Un amigo, que gusta de deportes extremos, viajó hasta el  Eón Hádico -explicó él, a veces tartamudeando. Seguía nervioso-. Creo que el Hádico se ubica a cuatro mil millones de años en el pasado. Cuando mi amigo regresó tenía muchas quemaduras en la piel. Ya sabe, en esa época no había nada sobre la Tierra más que fuego, mucho y lava por todas partes. No es una época agradable para viajar precisamente...

Era habitual, como en este caso, que los pacientes, aquejados por sus malestares, mencionaran viajes mucho más extremos realizados por otras personas, quizás para hacer parecer que su situación no era tan grave y que ellos no habían sido tan imprudentes haciendo tal o cual cosa.

-Tal parece que no se trata de un agente patógeno. ¿Se vacunó cuando viajó? -pregunté al hombre.

-Tengo todas las vacunas reglamentarias -dijo el paciente, mostrándome una hoja impresa en papel kamikaze, en donde leí la lista completa de vacunas reglamentarias para los viajes en el tiempo. Estaban aprobadas y certificadas, con visto bueno de la Secretaría de Salud, todos los inóculos correspondientes a las enfermedades más frecuentes del pasado. Desde las más cercanas al presente, como la dracunculosis, el sarampión, la viruela, la tuberculosis, la gripe muda, la metamorfosis quimérica por sintenia, hasta las más antiguas como la peste negra, la fiebre hemorrágica pterosauriana, el síndrome respiratorio agudo severo de Laramidia, la enfermedad de Gu-Yo Me o la temible ekirimizzi de los cangrejos cacerola del Ordovícico medio.

-Todo en orden, en efecto -digo, al repasar mis ojos sobre la lista de vacunas y leer los sellos gubernamentales de sanidad, los códigos pertinentes y la huella de agua del papel que dice Este certificado médico es válido del 8 de junio al 9 de julio. Naturalmente el papel, una vez pase la fecha establecida, se descompondrá hasta desaparecer. No me sorprende que le hayan nombrado papel kamikaze. Así los viajeros están obligados a actualizar sus permisos y es imposible falsificarlos.

-Sí, doctor, -dijo el paciente-. Todo está en orden -agregó mientras yo le devolvía el certificado.

Me encontraba más perplejo. Con las vacunas en regla no había explicación de una enfermedad infecciosa lo que causaba el malestar del paciente. Debía ser otra la causa. ¿Pero qué cosa?

Traté de atar cabos, tanto de los casos anteriores que había atendido en mis años de estudiante como algunos de mis viajes vacacionales a través de las épocas terrestres y las tan variadas experiencias en relación con los alimentos consumidos por los turistas con los que viajé.

El primer viaje transtemporal que realicé fue durante el periodo Ediacárico, un tiempo bastante tranquilo y aburrido, donde la Tierra era más que nada una inmensa masa de agua con algunos peñascos surgiendo de ella a modo de primitivos continentes y animales parecidos más a plantas que a otra cosa. Uno de los compañeros con los que iba en ese viaje decidió comer una Dickinsonia asada. La Dickinsonia era un animal primitivo de cuerpo plano como la hoja de un árbol, no tenía ojos, ni patas, ni antenas, ni nada. A pesar de ser el animal más antiguo de la Tierra no se le parecía nada a los animales actuales.

Mi compañero de viaje había sido muy insistente con nosotros en que probara lo que estaba cocinando a las brasas, pero yo me negué rotundamente.

-No, gracias -le dije -. Yo tengo mi propia comida -agregué, mostrándole mi tupper.

Mi compañero de viaje me miró con cara de 'tú te lo pierdes', para después burlarse y sermonear sobre la importancia de probar la comida de los lugares hacia donde se viaja. Que para qué atravesaba la barrera del tiempo si iba a comer siempre lo mismo, que mejor me hubiera quedado en casa con mi actitud, según él, tan aburrida y aguafiestas.

Yo admito que soy algo cerrado en ese aspecto de la comida. Desde aquel viaje a Guadalajara, cuando tenía ocho años, en que me enfermé porque la carne de cerdo de la torta ahogada que comí estaba contaminada y me provocó la peor indigestión de mi vida al grado que pensaba que me moriría entre las diarreas, decidí siempre llevar mis propios alimentos a donde fuera y no correr riesgos innecesarios. Es algo que me ha salvado la vida innumerables veces. En mi viaje al Ediacárico lo confirmé de manera trágica. Mi compañero no sabía, al igual que ninguna persona del mundo en aquel momento, que al cocinarse una Dickinsonia el protoplasma interno de su cuerpo se transforma por el calor en una sustancia venenosa que provoca shock hepático y muerte cerebral en tan solo dos horas. El episodio fue uno de los tantos ocurridos en turistas desconocedores de las propiedades químicas de las criaturas antiguas.

También puedo mencionar aquella vez en que acompañé a mi cuñada y a su insufrible novio al final del periodo Pérmico. Ellos dos eran aficionados a la pesca deportiva; habían cazado megalodones en varias excursiones durante el mioceno, también habían atrapado dunkleosteus del devónico y esta vez querían a un hybodus.

-¿Qué tiene de especial ese bicho? -le dije a mi cuñada, cuando ella me contaba con gran emoción sus planes para pescar al pez.

-Pues que... es un hybodus -me dijo, vacilando su respuesta-. Es un tiburón muy extraño. A mí me gustan las cosas raras.

Ella continuó hablándome de lo emocionante que sería ir al período Pérmico a pescar un tiburón extinto. Luego me habló de las bondades de la pesca deportiva y lo maravilloso que era descubrir especies nuevas a través del tiempo.

-¡Vamos, cuñado! Te va a gustar la experiencia. Pescar es muy divertido.

-Nunca he ido a pescar -le dije, tratando de zafarme del compromiso al que me estaba forzando.

-¡Pues ahí está el problema! -exclamó, eufórica, mientras agitaba sus manos rápidamente al hablar-. Te cierras a nuevas experiencias que no sabes que podrían gustarte. Incluso, no sabes si después de esto te conviertes también en aficionado a la pesca y nos superas, convirtiéndote en el mejor pescador de la historia. Puede que, incluso descubras que tu verdadera pasión no era la medicina, sino la pesca, solo que no te has dado la oportunidad de descubrirlo.

-Si algo he aprendido de la medicina es que los viajes en el tiempo siempre tienen riesgos -le dije.

Traté, por todos los medios posibles, de hacerle recordar los cientos de casos que había atendido, los peligros de la comida, el riesgo del turismo transtemporal y todos los aprietos en que podía meterse ella y todos sus amigos ociosos que no hacían más que matar el tiempo en depredar animales prehistóricos. Pero todo fue inútil. Porque ella seguía moviendo las manos y diciendo lo importante de la pesca, que así nació la humanidad, que la pesca une los corazones de las personas y que el mío gritaba ir de pesca.

Después de esa conversación y después de insistir miles de veces, mi cuñada fue con mi esposa, quien terminó obligándome a acompañar a su querida hermana. Ella me habló durante horas sobre la importancia de la unidad familiar, de compartir experiencias y viajes con más personas y que debía salir de mi zona de confort. Pues bien, terminé aceptando a regañadientes, compré mi equipo de pesca, asesorado por mi cuñada y su novio, quienes me hicieron ir a no sé cuántas tiendas para elegir el mejor equipo, lo mismo que la ropa, mientras se mostraban animados por mi iniciativa de acompañarlos y los cambios en mi vida que traería la experiencia. Yo, francamente, trataba de no ponerles atención y de no escuchar su chachareo insoportable. Solo quería que el viaje terminara lo más pronto posible.

Compramos los pasajes hacia el periodo Pérmico en la estación de viajes en el tiempo, ubicada en la esquina de mi casa, y cruzamos la barrera transtemporal junto a más pescadores pancrónicos.

En segundos todo se había transformado. No había edificios ni calles ni vehículos, sino muchas montañas desérticas y un mar que lucía de un intenso color verde. Al abordar en uno de los veleros junto a mi cuñada, su novio y otros pescadores, pude sentir un vaho insoportable proveniente del mar. Había inmensas algas por doquier surgiendo del agua, la cual parecía hervir por su alta temperatura, y a lo lejos las montañas desérticas, sin ningún indicio de árboles o cualquier resquicio vegetal, exhalaban densas humaredas de ceniza por su actividad volcánica interminable. Tales nubarrones azufrados decoraban sombríamente la lejanía del horizonte, mientras el sol afloraba entre los huecos de las columnas de humo y su luz se tornaba a veces naranja o roja.

Yo me bañaba en sudor, mientras que los otros, pareciendo ignorar el infernal calor, con gran fuerza lanzaban con sus cañas los anzuelos hacia el mar, jalaban y extraían peces extravagantes al momento de sentir que tiraban de la cuerda. Por mi parte yo estaba cansado; el calor era sofocante, hacía más de cincuenta y cuatro grados centígrados y terminé bebiéndome más de cuatro litros de agua en tan solo media hora.

Después de forcejear un rato mi cuñada obtuvo lo que tanto anhelaba, su hybodus. Era un bicho no más grande que un salmón. Su aspecto era el de un escuálido tiburón con una púa sobresaliendo de su aleta dorsal y dos pequeños cuernos en su cabeza. La criatura se veía cansada, con los ojos pálidos y apenas aleteando, su cansancio era contagioso y sentí compasión por la desdichada criatura que parecía no luchar por su vida. De hecho, daba la impresión de que había permitido que lo pescaran, como si ya no soportara el infierno de mar en el que vivía.

-Bueno, cuñado; es hora de zarandear a este escualo -dijo mi cuñada, mientras sostenía triunfalmente al pescado enorme en sus manos y su novio tomaba con sus corpulentos brazos a una gran malla metálica para cocinar al bicho.

Nuevamente me negué a comer alimentos locales, más con la experiencia que tuve en el periodo Ediacárico.

-Tengo mi comida -le dije a ella, mostrándole mi tupper con mi actitud indiferente a sus reclamos.

Después de que ella me insistiera y me diera lecciones de nueva cuenta sobre lo importante de comer a los lugares a donde se viaja, lo fundamental de abrirse mundo por las innumerables experiencias gustativas del sabor y lo trascendental que es todo eso para el fortalecimiento de los lazos sociales y el desarrollo de una personalidad más plena, yo me cerré y dije 'no' muchas veces hasta que ella se hartó y dijo 'está bien'.

Yo abría mi tupper y comía mi sandwich, mi cuñada y su novio, junto a los demás pescadores transtemporales, abrieron los peces pérmicos con cuchillos, les sacaron las vísceras y los colocaron al fuego entre las mallas metálicas, como solía hacerse en la costa de Nayarit con los pescados zarandeados de San Blas, no sin antes añadirles sal y pimienta. Al cabo de una media hora los pescados estaban listos, olían bastante bien, debo admitirlo, y mi cuñada y su novio comieron al hybodus para después, en un lapso de entre quince a veinte minutos, sufrir fiebre, dolores musculares, hinchazón de la garganta y delirios. No podían sostenerse por el dolor estomacal y en sus ojos vi un color amarillo que me recordó al botulismo. Inmediatamente dejé todo lo que estaba haciendo y saqué mi botiquín de primeros auxilios para tratar sus síntomas y después de entender que me enfrentaba a un cuadro médico inédito, me llevé a ellos dos al presente directo al hospital.

Cuando regresé a mi cuñada y su novio a la actualidad, y después de analizar su sangre, sus niveles de glucosa y todo lo que un médico debe de hacer, descubrí que ellos dos se habían enfermado por el Hybodus, pues el tiburón estaba intoxicado por microorganismos similares a los de la marea roja. Ellos se recuperaron al cabo de unas semanas y terminé prohibiéndoles volver a pescar en el Pérmico. Supe más después, al atender a pacientes que también viajaron y comieron alimentos de ese mismo momento temporal, que esta intoxicación era una consecuencia directa de los innumerables cambios climáticos que afectaron al mar del Pérmico. Las placas tectónicas se estaban fusionando en lo que sería el supercontinente de Pangea y eso aumentó la actividad volcánica en todo el planeta,  liberando una cantidad descomunal de metano en la atmósfera, lo cual envenenó los océanos con sustancias nocivas que los pobres animales marinos acumulaban en sus tejidos hasta que sus cuerpos ya no podían resistir y morían intoxicados. Lo mismo ocurrió hace muchos siglos, antes del descubrimiento de la transtemporalidad, con los atunes y otros peces de la Tierra, contaminados por mercurio derivado de la actividad industrial. Aún queda fresca en mi memoria, en las clases de historia de la preparatoria, cuando mis profesores nos relataban las crisis alimentarias sufridas en el siglo XXI. Los peces y otras criaturas marinas se volvieron letales para el ser humano.

 

***

 

Y ahora veía a mi paciente, pensaba en su ensalada. Por mi cabeza todas las imágenes de los viajes a los que fui rondaban, me acosaban, pero ninguna encajaba. Lo extraño, para mí, es que el tiempo al que mi paciente fue, el periodo Paleógeno, no fue una Era de cambios climáticos dominados por el asedio de una atmósfera altamente contaminada u organismos venenosos o cataclismos apocalípticos. Era, por el contrario, un momento en la historia más cercano al presente y moderadamente tranquilo en comparación con otros tiempos. Los continentes tenían una configuración más o menos similar a la actual, ya no existían superpredadores como los dinosaurios y las condiciones de la atmósfera eran más que agradables.

Pensé y pensé, rebanándome los sesos, tratando de dilucidar cómo podía tener síntomas tan atípicos al comer una simple ensalada de tomates.

-Doctor, ¿en qué está pensando? -dijo la voz de mi paciente, interrumpiéndome.

Me despejé de mis remembranzas para poner atención a lo que debía atender. Yo había estado pensando, sumido en mis recuerdos, y había ignorado mi consulta otra vez. El hombre mantenía aún su nerviosismo. Empezó a hablarme nuevamente de sus miedos de que esto fuera una enfermedad nueva, desconocida. Debo admitirlo, su imaginación logró hacerme preocuparme. Sobre todo porque apelaba a mi propia preocupación.

-Dice usted que no es un virus, ni una bacteria, ni un hongo, ningún parásito, tampoco es una sustancia tóxica ni nada de lo que normalmente se ve en hospitales -reflexionó él, mirando su certificado de vacunas, como tratando de encontrar en la lista de todos esos nombres de fármacos alguna respuesta para su enfermedad. Su voz era temblorosa, parecía que quería llorar-. Estoy empezando a pensar en que quizás se trate de algo nuevo. Algo que no es ni un virus ni tampoco una bacteria, algo que la ciencia aún no ha descubierto.

-¿Algo nuevo? -le pregunté, atónito ante sus palabras.

-Sí, algo nuevo. Los médicos como usted estudian enfermedades típicas del pasado, pero la ciencia podría estar ignorando la existencia de otras cosas...

¿Otras cosas? ¿Qué 'otras cosas' podría estar ignorando? Mi paciente vino por haber comido una ensalada de tomate. Debo pensar en eso. En los tomates, en lo que se usa para comer tomates. En todo lo que pueda relacionarse con los tomates.

-¿Podría decirme si el plato en donde comió tenía plomo? -le pregunté, después de despejarme del largo trance en que estuve repasando mis casos médicos y experiencias personales con el turismo temporal y sus riesgos gastronómicos. El paciente me miró extrañado.

-¿Quién usaría plomo para comer? -inquirió, confundido.

-En algún tiempo, después de la conquista española, los europeos eran propensos a intoxicarse al comer tomates, porque los platos en los que los servían tenían plomo; los tomates, al ser una fruta ácida, desprendían partículas de plomo que los comensales ingerían y los mataba. Durante muchos años los europeos pensaron que esas frutas eran venenosas -le dije al paciente, quien me miró extrañado. Yo no me había dado cuenta, hasta instantes después, de que empezaba otra vez yo a recaer en el ir y venir de datos que no venían al caso.

-Comí sobre platos de porcelana -me contestó el paciente, después de aquella breve reseña histórica sobre los tomates y los europeos del siglo XVI.

-La porcelana es inocua... -murmuré, aún más intrigado por el caso-. A no ser que se trate de un tomate tan ácido que sea capaz de dañar la porcelana. Entonces, en ese caso, usted tendría fragmentos de cerámica en su cuerpo. Pero, eso no puede ser posible. Para alterar a la porcelana de esa forma se requiere una acidez que el cuerpo humano simplemente no soportaría y que ninguna fruta podría producir. Simplemente es imposible.

Mi paciente me miraba extrañado, mientras yo reflexionaba en voz alta sobre la unicidad de la porcelana y la acidez con la que tendría que dañarla.

Nunca me había enfrentado a algo así en toda mi carrera. ¿Acaso se trataba de una nueva especie de tomate altamente tóxica, traficada ilegalmente por el río del tiempo de la Tierra? ¿Se trataba de un hipocondríaco? ¿El paciente tenía razón y estaba frente al primer caso de una enfermedad cuyo origen era completamente desconocido e incomprensible para la ciencia moderna?

No, no podía serlo. El secuenciador metagenómico no mostró rastros ni de virus, ni de bacterias ni de productos metabólicos típicos de un envenenamiento por acumulación de metales pesados o microorganismos tóxicos o cualquier 'otra cosa'.

Al cabo de un tiempo sentí como si algo dentro de mí brillara y me dominara.

-Ya veo cual es el problema -le dije a mi paciente, emocionado.

-¿Problema? -contestó él, perplejo.

-Sí, problema. ¿Dígame, el tomate de la ensalada que comió era genéticamente modificado o nativo del tiempo prehistórico?

-Nativo.

-Necesito saber además, si usted ha presentado los mismos síntomas con tomates actuales.

-No, únicamente con la ensalada que hice hace cincuenta y cuatro millones de años. A mí me encantan los tomates, quería probar cómo sabían en aquella época

-¡Eso es! ¡Es muy simple! -exclamé, eufórico.

-¿Disculpe?

-Tendré que solicitar que me traigan tomates de ese tiempo para corroborar mi hipótesis.

-Pero... pero... ¿qué está diciendo? ¿Traer los mismos tomates que me enfermaron? ¿Y si tienen un virus, una bacteria o un hongo? ¿Y si lo ponen en cuarentena?

-Nada de eso pasará. Espere aquí un momento -le dije, antes de salir de mi consultorio e ir directamente hacia el departamento de asuntos médicos transtemporales, en donde era habitual en estas situaciones, pedir al hospital hacer uso del transtemporalizador para viajar en el tiempo y tomar muestras de lo que había afectado a los pacientes.

Coloqué los parámetros de la época y la localización en el aparato y me preparé para abandonar el presente. En cuestión de segundos, me encontraba en un prado similar a una sabana, en donde había plantas que nunca había visto. Se erguían ante mí algo similar a pastos que evidentemente debió de ser un antecesor de los pastos modernos. También vi a lo lejos algunos árboles raquíticos entre la alta melena de los pastos resecos. Caminé un largo rato entre las hierbas hasta que me encontré una pequeña planta parecida a una enredadera en cuyas ramas había unas bolas rojas brillantes.

-Este debe ser el tomate -dije.

Me acerqué con cuidado, con guantes puestos, y tomé varios de los frutos y los coloqué dentro de una bolsa de plástico hermética. Eran pequeños, mucho más que los tomates modernos, apenas del tamaño de una canica y la planta era bastante modesta en comparación con las del presente. Los milagros de la agricultura y la selección artificial.

Al regresar al presente, en el hospital, fui a mi consultorio.

-¿Tan rápido vino? Apenas pasaron diez segundos desde que se fue -me dijo el paciente, sentado en la silla.

-Es la ilusión del tiempo -le dije, mientras sostenía la bolsa con los tomates rojos y se los mostraba.

-¿Qué hará con eso? -me preguntó.

-Tendrá que comerse uno -le dije.

-¿Qué? -exclamó el paciente, con la voz quebrada- ¿Por qué quiere que me coma esa cosa? ¿Está usted loco?

-Me parece que no hay otra opción -contesté.

-No entiendo... no sé si iré mejor con otro médico...

-No hay mejor médico en estos asuntos que yo -aseveré impaciente -. Mis métodos nunca fallan y creo que esto terminará por confirmar mis sospechas.

-¿Y cuáles son sus sospechas? -cuestionó tímidamente el paciente.

-¡Cómase este tomate! ¿Quiere curarse o no? -lo interrumpí, acercándole uno de los frutos rojos.

El paciente me miró nervioso, tomó el fruto, lo sostuvo entre sus manos y tras unos segundos de vacilación lo comió.

Después hice lo que no había hecho y que de haberlo realizado desde el inicio quizás me hubiera ahorrado muchas preocupaciones, que fue conducirlo hacia una pantalla radiográfica tridimensional en donde se veían todos sus órganos internos con ínfimo detalle. Acerqué el zoom del aparato hacia el estómago, después a los intestinos y finalmente hacia las vellosidades hasta poder ver su tejido a nivel celular.

-Este es el tomate que está ingiriendo -le dije al paciente.

Se escucharon algunos ruidos en el intestino y luego salieron unos gases. Olían horrible, como a huevo podrido.

-Otra vez, estoy sintiendo lo mismo... -dijo el paciente, dolorido al haber comido el tomate.

Cambié los filtros del aparato, para ver en diferentes longitudes de onda los componentes del tomate a través del tubo digestivo. A veces podía ver sobre los pedazos de la fruta moteado de destellos fluorescentes, los cuales como es de esperar correspondían a ciertas proteínas que dependiendo del filtro se veían en color azul, otras en verde y también en amarillo. Lo mismo sucedía con los órganos del cuerpo, en ocasiones unos resaltaban más que otros al igual que las biomoléculas en su interior. Con ayuda de este aparato podía ver sus capas y también las interacciones de las moléculas dentro del cuerpo al ingerir alimentos.

Al momento de ingresar los trozos de tomates, vi cómo las enzimas intestinales, las cuales se veían como destellos verdes brillantes, trataban de degradar al fruto, pero este no lograba ser degradado ni disuelto ni nada. Pasaba sin más a través del intestino, provocando irritación y después una inflamación. Decidí cambiar el filtro, para ver a las bacterias simbióticas del colon; pero no encontré nada. Estaba todo destruido, sin flora intestinal.

Ahora lo tenía todo claro, más que nunca.

-Lo que usted tiene es incompatibilidad enzimático-metabólica -concluí triunfalmente.

-No entiendo  -contestó el paciente, quien detrás de la pantalla seguía echando gases y quejándose de los dolores estomacales.

-Significa que usted es intolerante a los tomates prehistóricos -expliqué. Yo seguía observando el cementerio que eran esos intestinos, ausentes de toda alma bacteriana que lo custodiara y cuidara.

-¿Ah? -dijo él.

-Usted comió una especie de tomate ya extinta, cuya naturaleza bioquímica difiere mucho de las plantas actuales. Sus enzimas digestivas tuvieron dificultad para degradar los compuestos prehistóricos de la planta, lo que produjo un cuadro de indigestión que luego irritó gravemente la microbiota intestinal, matándola. Verá, los compuestos químicos también evolucionan. Unos lo hacen con mayor rapidez que otros durante el transcurso de millones de años. Una sutil diferencia en la estructura molecular puede provocar toda una reacción terrible por parte del cuerpo, que no reconoce las diferencias en las proteínas del tomate.

-Suena a lo que le ocurre a la gente intolerante a la lactosa.

-Algo similar. En ese caso, se debía a personas cuyos ancestros no se alimentaron de leche de vaca, un alimento totalmente ajeno a su dieta. Lo que hizo usted es muy peligroso. Pudo haber muerto. Sin embargo, aquí está, vivo.

-Entonces... ¿no es nada grave?

Miré al paciente con expresión pesada. Él resintió mi mirada. Le conté sobre mis vivencias vacacionales en el periodo Ediacárico, lo de mi cuñada y los tiburones del Pérmico tardío y otros casos terribles de muertes, envenenamientos y enfermedades producidas por interactuar con alimentos tan distantes en el tiempo.

-No subestime una intolerancia enzimático-metabólica. Su flora intestinal está muy dañada por ese tomate prehistórico. Lo que usted necesita es tomar probióticos para restaurar la salud de sus intestinos y volverá a sentirse bien.

-¿Probióticos? ¿En verdad? ¿Habla en serio? -dijo el paciente, incrédulo-. Acabo de llegar aquí, pensando que tenía una enfermedad terrible. Pensé que me iba a morir, ¿entiende? ¡Pensé que me iba a morir y que tras de mí provocaría un rastro de muerte, destrucción y desolación! Pandemias, enfermedades, una responsabilidad moral y ética inescrutable la cual mi conciencia no podría soportar y dudo que ningún ser humano pueda.

-Bueno, pues eso no ocurrirá jamás. Ya me escuchó. Necesita tomar probióticos -le dije, un poco intimidado por la desesperación con que había mencionado su letanía catastrofista.

-Probióticos... -susurró el paciente, como tratando de encontrarle sentido a esa palabra y encontrarle también un significado a todo lo que experimentó.

-No puede ser que un viaje en el tiempo termine así, tan simple. Habiendo tantas expediciones con peligros y amenazas terribles para la humanidad. No me creo que usted termine recomendando eso después de todo el susto -dijo.

Era evidente que el paciente estaba en una fase de negación y que esperaba que algo mucho más horrible y catastrófico sucediera. Quizás fuera algún efecto secundario de consumir tomates del Paleógeno temprano.

-Debería sentirse afortunado. Usted ha tenido demasiada suerte. Mucha, diría yo. No cualquiera vuelve del pasado enfermo y termina con un tratamiento tan amigable. Yo le aconsejaría que preparara su comida en su casa. Es lo que hago yo.

-Pero...

-Nada de peros. Ya sabe lo que tiene que hacer.

-Mire -dije al paciente, mirándolo con autoridad -Le doy varias opciones. Puede elegir entre tomar tepache, kombucha, cerveza de jengibre o yogurt. No voy a discutirlo más. Esto es evidencia científica, ¡es ciencia! Tendrá que tragársela pese a lo que usted piense ¿Entiende?

El paciente me miró cohibido, intimidado. Tardó varios minutos en volver en sí. Puedo entender que se llevó el susto de su vida. Pensó que moriría de una forma horrible, como muchos y causaría otras miles de muertes más.

Al fin se fue calmando y asimilando todos los hechos.

Finalmente, después de prohibir terminantemente volver a comer tomates prehistóricos, se mostró más contento al ver la receta que le escribí. Su expresión era la de un hombre esperanzado.

 Nos despedimos y se retiró.

 Nada que no pueda arreglar un yogurt.

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