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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Crepúsculo mecánico

"Lo importante no es mantenerse vivo

sino mantenerse humano"

 

George Orwell


BIONIC PUSSY

 

"...Me agüita correrte así, chula, pero ya sabes cómo es este show. Con tanta chingadera que llega del otro lado la raza nomás se pone más maniacona. Ya no le gustan las viejas como tú, jamonsonas, ¡normalitas, pues! Ahora quieren que la chocha les vibre o que el culo les haga masaje. ¡Agarra la onda, mamita! Si por mí fuera  te  pusiera  a  servir  chelas.  Nomás  qu'esa  chamba  es  de  los  arturitus,  y  ni modo que se las quite si pa‟ eso los compré, ¿vedá? Te juro por la virgencita de Guadalupe que si me sale jale pensaré en ti, mamita. Ahora vete por unos chicles a Toluca que tengo que atender a estos japoneses que vienen desde San Diego. Me urge darle un levantón al bisnes".

Cinco mil unis. Me da cinco mil perras unis y cierra la puerta así nomás. Siento que'l portazo me embarra mis casi cuarenta años, las largas estrías en mi panza, todas esas imperfecciones que empeoraron sin darme cuenta mientras cogía con desconocidos y la tecnología se estaba tomando su tiempo pa‟ mandarme a volar. Saco mis pocos tiliches del casillero jediondo a perro sucio (apenas unas grapas de perico con las que amacizaba el jale) y me apuro a salir de ahí sin otra sensación que un hueco en las tripas. Atravieso el salón lleno de luces que van de aquí pa‟ allá como rayitos extraterrestres -clac, clac, clac, suenan los tacones-. El reggaetón sucio retumba en mis orejas; hace que las biobitches bailen como exorcizadas mientras les depositan una buena lana a sus cuentas memoriales. ¡Méndigas zapatillas de plataforma! Me voy a dar en la madre por su culpa. Qué necesidá de usar cosas que no van con uno.

La bola de cabrones jariosos a los pieses de la tarima, aplaude y chifla y se divierte con el montón de cosas que pueden hacer las fulanas con sus prótesis. Las más nuevas, las que vienen de Tijuana, pueden cambiar el color de su greña como por arte de magia; pueden inflar y desinflarse las tetas al precio justo; crecerse un culo gordo pa‟ que cualquier malandrín gatero tenga hartas ganas de agarrarlas a nalgadas. Estoy hasta la madre de verlas presionar los botoncitos de ese brazalete en su muñeca. Mira nomás qué piel tan lisita se les hace a las cabronas. Qué van a andar queriendo este pellejo arrugado y prieto que huele a rosa venus. Salgo lo más rápido posible. -Clac, clac, clac, suenan los tacones-. Ya no me importa enchuecarme por culpa de las pinchis zapatillas. Todo este griterío es una risotada que me recuerda lo rápido que te puede chingar el tiempo.

Ajuera del putero las linternas flotantes de los polidrones hacen como que vigilan las calles de Nogales. Pasan como moscardones panteoneros, con sus torretas naranjas, haciendo un zumbido desesperante que parecen los pistones de un motor descompuesto. Méndigo ruidajo que hacen estas máquinas. Nomás le quitan a uno las ganas de caminar.

Levanto los ojos. Es mi imaginación, o cada vez está más grandote el muro fronterizo. Ya parece una hilera de cerros de cemento que nos separa de aquel mundo feliz. Esos pinchis gringos de verdad no quieren que nos arrimemos a sus suidades del futuro. Creen que se las vamos a echar a perder. Así que nomás las ve uno en fotos: limpiecitas, hechas de cristal, con carros voladores, parques, robotitos sirvientes, senáforos flotantes, y un montón de gente pipiris nais que no se la vive pensando si Dios proveerá mañana.

Me quito los tacones. La banqueta se siente calientita después de una calurosa tarde con olor a miados. Los juanetes en mis pieses punzan como un alocado corazón en su primera cita.

Cuando empiezo a caminar trompiezo con botes vacíos de Tecate roja, colillas de cigarro sucios de labial barato, jeringas usadas salpicadas de sangre y un chingo de casquillos chamuscados por la balacera de ayer. Veo carros voladores que pasan chiflando; robots tiradores que van y vienen vendiendo de la buena. Hay edificios a los dos lados de la calle que parecen cajas de latón negras con pequeñitas ventanas amarillas como los dientes de un fumador. Afuera de éstos brillan letreros adiamantados que te fichan el segundo aborto; carteles con luces de neón que dibujan rayitos en los ojos medio dormidos; hologramas de viejas gigantes que se contonean encueradas sin que se les borre la sonrisa. Y pensar que todo esto eran changarros con gente madrugadora que se la llevaba gritando qué le damos, güerita. ¡Pásele, pásele!

Me asomo a los callejones como no queriendo la cosa. Las borracheras anónimas de pronto tienen cara. La peor calaña está metida en las cantinas más viciosas; jóvenes esqueléticos fuman piedras azules en una cuchara, esperando a que termine de mamársela un travestido pintarrajeado que debe la renta. Veo ojos que da pánico cruzarse, sombras que se mueven con la misma prisa que cualquier ala de murciélago. Un rastro de humo verdoso y enfermo flota como telaraña por las puertas abiertas de los bares, como un veneno vaporoso y extraño que se enrosca en los pulmones igual que culebras hambriadas. ¡Esa peste! Huele a bichola mal lavada. Huele al vómito foforecente que erutan las biobitches cuando se inyectan medio gramo de esa pinche droga levanta muertas.

Sigo caminando por la suidá, viendo de vez en cuando el muro gigantesco que nos separa de aquel mundo feliz, del mundo futurista, hasta que llego a la clínica de un cirujano cliente mío.

La clínica te bajonea machín. Con las paredes oxidadas y los grafitis escurriéndose ni ganas le dan a uno de meterse. Zium. La puerta de cristal, embarrada con quién sabe qué, se desliza a duras penas. Ya en el recibidor, a mis pieses viene una pequeña caja que hace bip bib bup a punto de desbaratarse, con ruedas de oruga cochambrosas y una antenita parabólica en la parte de arriba que brilla y se apaga cada tantos segundos. Me pregunta cuál es mi emergencia -su voz suena como oída a través de un ventilador a toda velocidá- y le digo que tengo una cita con el Doctor Stone. La cajita, sin hacer más averiguaciones, da la media vuelta sobre el piso sucio y me lleva a un consultorio que está al final de un angosto pasillo, con lámparas que parpadean como en una película de terror, y apretadas puertas con ventanas opacas por donde flotan sombras.

La cajita se detiene frente a una destartalada puerta metálica. Ni siquiera presta atención a mis gracias y se desliza por el pasillo como un cochecito a control remoto, chocando aquí y allá como si copiara mi falta de rumbo en esta vida.

"... ¡Íjole! Con cinco mil unis no te alcanza ni pa'l arranque, Negra. Estas intervenciones son carísimas, sin mencionar el huevo que cuestan las prótesis. La gran mayoría las contrabandean o son réplicas piratas que al final acaban fregándote el cuerpo. ¿Por qué quieres que te ponga una ahora? Según me dijiste no las querías ver ni en pintura. Siempre me tiraste al loco cuando te las ofrecí. Qué decías: que el futuro me la pela; que los hombres se aburrirán de esas madres; que no hay nada mejor que la carne guanga. Y ya ves, ¡pasó lo contrario! Creíste que ese chistecito iba a durar unos meses... Yo te puedo echar la mano pero no con cinco mil unis. Por lo menos necesito que juntes unas cuarenta. La prótesis puedo conseguirla al sordón con un camarada. Por supuesto no me la va a regalar. Consigue el dinero y te pongo tu vagina biónica".

¡Cuarenta mil unis! Pinchi doctor carero corriente. De dónde chingados sacaré tanta feria. Ni aunque me eche a diez cabrones diarios podría juntarla en seis meses. ¿Y si fuera con lo que tengo a otra clínica piratona en Tijuana...? ¡Já! Pura madre salgo viva. O me roban los órganos o me tiran en la carretera pa' que me desangre si algo sale mal. Mejor ni le busco. El Doctor Stone es el único cirujano especialista en la ponedera de estas madres biónicas. Naiden en todo Nogales sabe tanto como él.

Luego de cachondearle el oído, el Doctor Stone acepta rebajarme tres bolas si se la jalo viéndolo a los ojos. Las otras veces tenía prohibido hacerlo porque se acordaba de la esposa. Ya ven. Hasta los méndigos fetiches cambian de un día pa' otro sin que uno se dé cuenta. Ahora quedan treinta y siete milanesas a precio de camaradas.

Salgo de su consultorio con el mismo hueco en las tripas que traía arrastrando desde el putero. En mi cabeza comienzo a hacer números y ninguno me alcanza pa‟ tener un futuro como puta. Me acuerdo cuando los traileros eran jaladores. Con ellos llenaba mi cochinito de propinas en una semana. Pero desde que imantaron las calles y automatizaron los camiones me quedé sin ese dinerito. Pinchis máquinas culeras. Cómo chingan reemplazándonos a todos.

En el recibidor veo la cajita de fierro cargando su batería en un rincón. Parece un mini refrigerador con rayas azules; y hasta hace ese mismo zumbidito mientras está conectado al toma corriente.

Si no fuera por esa jodida cajita ahora estaría una recepcionista de carne y hueso atendiendo a los que llegaran; la oyera dándome las buenas noches y que tuviera cuidado con los cholos de La Mesa. De pronto siento unas ganas rabiosas de patear la cajita hasta reventarla; quiero ver cómo le saltan las tuercas, cómo le chorrea el aceite, cómo esa vocecita oída a través de un ventilador a toda velocidá se va apagando lentamente. Pero me miro los pieses descalzos. Primero me los desmadro antes que abollarla tantito. Zium. La puerta de cristal se abre a duras penas. El ruido espanta mi loquera como revienta máquinas. Entra un fulano con una rajada en el pecho. Está como, como desorientado. La sangre le chorrea sin parar por debajo de las costillas; cae sin control en el piso mugriento. Por sus tatuajes (en especial una virgencita tirando paro muy cerca del cuello) imagino que fue un pleito de pandillas. Tiene los pantalones Dickies rasgados y una camiseta más sucia que un trapo de vieneviene.

El fulano está por chocar conmigo; nuestros ojos se cruzan con lástima. Abro los brazos pa‟ sostenerlo y la cajita de fierro se prende y corre desde el rincón, metiéndose entre nosotros. Le pregunta cuál es su emergencia. Bajo la mirada, avergonzada, y me apuro a salir de la clínica. Todavía tengo las zapatillas de plataforma colgándome de los dedos; todavía tengo su cara muerta de miedo buscando otra cara que lo consuele. Maldita mierdecilla insensible. Un humano le hubiera puesto la mano en el hombro y le habría preguntado qué te duele.

La banqueta está enfriándose. Necesito olvidar la cajita de fierro, las unis, la prótesis. Al otro lado de la suidá hay unos edificios altotes con pequeñas ventanas encendidas. Recuerdo que desde niña me pregunté quién podría estar metido allí tanto tiempo, y con los años lo averigüé.

Una vez un funcionario me invitó a su oficina en la noche. Era una oficina muy elegante, de esas con pinturas carísimas y un enorme librero repleto de enciclopedias que nomás sirven de adorno. Ya entonados nos pusimos un loquerón de cuento y acabó dándome de perrito frente a la ventana. Su escritorio estaba lleno de papeles y más papeles con sellos del gobierno. No había un solo retrato encima que lo amarrara al mundo con las mamadas rutinarias que lo achican a uno: una familia, un perro, un marlín gigante pescado en Los Cabos. Ahora que lo pienso quizá yo soy demasiado sentimental. En mi cartera tengo la fotografía de mi madrecita y una estampa de San Simón con la que me persino cada vez que deshueso a un mañoso... ¡Oh, pues! Que no digan que por ser puta una no tiene su corazoncito.

Cuando el funcionario se subió los pantalones y puso las unis en el escritorio, recuerdo que me quedé frente a la ventana, viendo la suidá, preguntándome con tristeza si mejor buscaba otro jale. Lo malo es que siempre fui muy burra. Y la mera verdá los trabajos billetudos se los quedan los cabrones. Qué tal ama de casa, pensé... ¡Já! Ni madres. Ya me veo metida en un cantón, madrugando pa‟ cocinar machaca con huevo seis veces a la semana, mientras regaño a cuanto chamaco se le ocurra tener a mi viejo porque el muy pendejo diría que con el condón no se siente igual.

Entonces dejé de ver la suidá, me subí la tanga y me quedé con el puterío. Y cómo no. Es cosa fácil contentar a los hombres. No hay más ciencia que averiguar qué se las pone dura y de ahí ni quién te detenga. Tú nomás déjate tirar a la cama, deja que te babeen todo el cuerpo y tú dices ay, papi, sí, así, qué rico, no pares. Con eso los vuelves locos. Se te aprietan como gatos jariosos y te dan unos empujones acalorados en lo que tú miras el techo, aburrida de a madres hasta que sientes que te caminan unas arañas por dentro y el bato jadea como si hubiese hecho la mejor de sus chambas. Por lo menos así era antes. Desde que los chingados japoneses empezaron con sus mamadas, no tardaron en darle en la madre a un negocio íntimo, personal, donde cada liandrita le echaba ganas por hacerse de una famita según sus atributos.

No se me olvida cuando llegaban los plebes al putero. Se les caía la baba nomás de ver las carnes flojas, contoneándose al ritmo de un punchis, punchis que un DJ baratero compuso en la cochera de su mamá. En ese entonces yo era una puta joven. Me pavoneaba en un vestidito brilloso hasta que le pescaba la macana a un despistado, y allí mismo se oía una explosión jugosa que los obligaba a apretar las piernas muertos de vergüenza. -¡Qué pasó, mi rey! A poco me vas a dejar con las ganas. Invítame un güisquito pa‟ que no digan mis amigas que no te la rifas-.

Nosotras éramos las hacedoras de hombres. No necesitábamos otra cosa que imaginación. Eran suficientes unos ojos pintarrajeados y una boca colorada pa‟ que te sentaran en el regazo y no pararan de prometerte que esta noche te saco de chambear, mi reina, pa‟ que me hagas el lonche en la mañana...

Pero todo se fue a la mierda desde que vinieron de Phoenix unos chicanos cagazones que luego luego se quejaron del servicio. Wáchala, homs, dijieron. Estas rucas nomás no le hacen al bisnes. Allá en los yunaited tenemos bitches acá que sí le invierten a la imagen... ¡Pendejos! Y nosotras de burras esforzándonos. Jamás presentimos que pronto valdríamos madre.

Resulta, y esto me lo mitotearon en una peda unos empresarios que lo camareaban, que un gabacho dueño de bares en Nueva Yor viajó a Japón de vacaciones. Allí conoció a un ricachón que lo llevó a un putero pipiris nais donde quedó sorprendido con todo ese desmadre futurista.

Wacha, Negra, cómo estuvo la cosa. Le ofrecieron un baile gratis en cuanto atravesó la puerta -me dijieron que les contó-. Una japonesita vestida de gata, con orejas y todo, lo escaneó completito con un rayo láser que le salió del ojo derecho. Le agarró la mano -siguieron diciéndome medio borrachos- y se lo llevó a un cuartito iluminado de rojo con un sillón en medio -se mordieron los labios con aire picarón-. En cuanto sentó al verga, le señaló una caja negra al lado con una ranura vertical. Le pidió entonces que metiera la tarjeta de crédito -e hicieron como que deslizaban una-, cobrándose el servicio y una generosa propina, ¡a huevo! Ese crédito fue a parar a una cuenta memorial -sepa la chingada quién inventó esa madre-, con la forma de un pequeño botón rosa que parpadeaba detrás de su oreja. A simple vista -no paraban de reírse y pasarse la botella- creyó que se trataba de un arete. Pero dejó de importarle cuando la japonesita comenzó a restregarle el fundillo -abrió sus dos manos de manera lujuriosa- y para su sorpresa su aspecto físico cambió repentinamente-. Los cabrones le dieron duro al detalle sin habérselos pedido. Hasta me extrañó que utilizaran palabras largas de tan pedos que andaban-: De pronto la japonesita tenía los ojos violetas (su color favorito), unas chichis suaves y jugosas (a su medida), unos labios gruesos que se relamía con la lengua cada vez que hacía como que lo iba a besar. Al principio -ya empezaban a arrastrar las palabras- quiso levantarse, asustado. Pero la japonesita lo sedó luego, luego pasándole las yemas de sus dedos por el pecho, los brazos, las piernas. No podía moverse -se carcajearon-. Estaba paralizado el jijolachingada. ¡Cómo dijo el gringo pendejo! Ante su cuerpo caleidoscópico-. Sus risotadas comenzaron a llamar la atención de otros clientes que voltearon a verlos enojados-. ¡Jamás sintió tanto placer el cabrón! -Se empinaron la botella muertos de risa-. Imagínate. La japonesita le leyó sus gustos con la escaneada. ¡Se vino tantas veces el verga que sus pantalones parecían haberse empapado de pegamento! -Las risas cesaron-. Por supuesto que vio futuro en esa tecnología. Ya sabes cómo son los gringos-. Me sacó de onda que le bajaran a su desmadre tan de repente; como si no se hubieran empinado media botella de tequila en menos de quince minutos-. Buscó al cirujano de aquellas maravillas y (¡burp!), y por una buena lana se lo trajo a los iunaited con permiso y todo-. Uno de ellos se levantó de un salto y comenzó a cantar el himno gabacho entre risas. El otro lo sentó de un jalón y lo obligó a callarse el hocico-. Obviamente la inversión valió la pena -dijo el otro después de haber callado a su amigo-. Pronto tuvo su propia tropa de biobitches con ojos galácticos, piel fosforescente, cabellos multicolores, dos pares de tetas, puchas vibratorias, culos masajeadores, pies que se transformaban en manos, bocas dentro de las bocas originales que giraban suculentas-. Sus ojos brillaron libidinosos mientras me manoseaba-. En pocos meses toda Nueva York quería coger con una de ellas - dijo-, y la Bionic Fashion se volvió un hit entre las mujeres ricachonas de Norteamérica. ¡Salud!

Claro que México no se quedó atrás. Varios cirujanos piratas montaron sus propias clínicas, dejando un reguero de mujeres muertas con las que practicaban, abandonadas a orillas de la carretera. Tijuana, Nogales, Juárez, Monclova, fueron los estercoleros que empezaron esta pesadilla. Los narcos, viendo que había buena feria en este desmadre, secuestraron inditas guatemaltecas y las obligaron a operarse a punta de pistola.

Pero no todas quedaban bien. Hace años me tocó conocer a la Cleo. La pobrecita venía de Chiapas. Unos malandrines la levantaron afuera de la escuela donde enseñaba matemáticas y naiden supo ni dijo nada sobre su desaparición. Total que la llevaron a una clínica pirata en Acapulco y la operaron toditita. Chichis, culo, piernas, labios. Al principio era la más cotizada entre los políticos porque su cuerpo podía tomar la forma de una chamaca de once años con los pezoncitos tiernos -dicen que el mismísimo gober le agarró cariño en cuanto se enteró- hasta que una noche despertó ahogándose, con la mitad de la cara púrpura y los brazos y piernas enroscadas como resortes viejos. Resulta que las prótesis no habían recibido mantenimiento en meses. Uno nomás puede imaginar el desmadre que le pasó por dentro cuando tronaron. Después de eso ni los más urgidos volteaban a verla. Hacían como si la Virgen les hablara cuando la veían en su silla de ruedas paseando por la suidá. Tenía un ojo que le botaba como canica cada vez que estornudaba. Los pieses le quedaron igualitos a manubrios chuecos de bicicleta; y una chichi se le infló tanto que reventó y parecía un condón usado saliéndole del pecho.

Yo recuerdo que tenía una manguera metida en el fundillo que goteaba su mierdero en un envase metálico mal cerrado. Cualquiera podía oler la peste a kilómetros. Su jeta quedó más renegrida que una berenjena y apenas podía masticar unos minutos sin que se le trabara la mandíbula. Lo más asqueroso era verla llorar. Sus lágrimas parecían gruesos gusanos amarillos por culpa del aceite quemado circulándole por dentro. Ay, Chayito, chillaba. Ándale. Aliviáname con unas unis pa‟ ir al otro lado. Ya me dijeron de un doctor que puede arreglarme... Nunca le solté ni una. Ni por más forrada que anduviera. Y cuando quise hacerlo supe que los polidrones la habían reventado a balazos por robarse unas pastillas pa'l dolor. La gente que la vio explotar nomás recuerda los tornillos, los engranes, un líquido amarillo como engrudo casero; una pestilencia a huevos podridos y vísceras hinchadas.

Y como esas historias hay un chingo. Pero la frontera siguió llenándose de biobitches que no paraban de bailar en la tarima, porque les habían insertado un par de piernas mecánicas con bocinas integradas que estaban programadas pa‟ darle y darle. Las esquinas más concurridas se empezaron a llenar de chamacas de catorce años con pieles que brillaban como si estuvieran hechas de brillantes. Los callejones estaban a reventar de muchachitos anoréxicos que cobraban cien unis por abrirte el culo robótico y apretarte la macana como si te tomaran la presión.

Los narcos, a diferencia de los japoneses, clavaban unos aparatos menos elegantes detrás de las orejas. Era una especie de chip cuadrado, bastante horroroso, pegado a la carne por medio de un soplete que dejaba espantosas cicatrices que apenas cubrían con maquillaje.

Antes de cualquier marranada, las biobitches te exigían un depósito a su cuenta memorial. Al final el dueño de la feria venía a ser un mafioso que se divertía jugando baraja en compañía de diputados y senadores recién electos. ¡Naiden es jefe de sí mismo en este siglo de mierda! Hasta de eso se habían adueñado los narcos en su camino al futuro.

Mis amigas pirujas no tuvieron más opción que adaptarse. Usaron sus ahorros de toda la vida y los cambiaron por vaginas con tres velocidades. Ponte las pilas, mana, me dijieron. Las morras del otro putero tienen unos pezones con los que sintonizan la radio. Vale más que me hagas caso. En unos años nadie querrá viejas que huelan a guardado.

Y ya ves. Naiden cree que el futuro vendrá a reventarle su burbuja a uno. Y cuando te pones a escuchar que un robot copió una famosa obra de arte dices bien enchilado: esa madre nunca va a llegar aquí. Pero sí llega. Y llega más rápido de lo que uno cree. Una noche no te caben los billetes en el brasier y la siguiente tú invitas los tragos pa‟ que el cliente no te deje sola... Wacha, carnal, la onda que traen en el putero de al lado. Trajeron unas biobitches bien macizas que parecen muñecas de porcelana. Yo escuché que se la rifaron con unas prótesis bien perronas. A un compa le tocó una ruca que se le aplanaba la barriga picándole un botón. La neta que esas cabronas son otro pedo. Me cae que aquí las jainitas están pudriéndose de viejas. O están muy guangas o muy reptiles...

La mera verdad se siente regacho que los hombres que antes te apartaban como regalo de Navidad, ahora sólo fantasean con las pirujas biónicas de ojos gatunos, con las que brillan como luciérnagas en medio de un cuarto a oscuras, con las que se crecen colmillos de vampiresa presionando unos botoncitos en una pantalla de cristal en sus muñecas.

Yo digo que la culpa de mis desgracias la tienen los doctores por traerse todo ese desmadre a sus clínicas. Mira que hasta ofrecieron descuentos y promociones; y muchas de las fulanas más feas se alucinaron, haciéndose un chingo de cirugías con las prótesis más caras y populares del momento. Al final apenas podías reconocerlas. Estaban casi igualitas a esos maniquíes encuerados que ponen en los aparadores del centro. Mecánicas, siempre perfectas, pero con un vacío en la cara que te hacía sentir miedo... Mira esos cabellos relampagueantes, esos ojos exagerados, ese labial escandaloso. Se ven monstruosas, ridículamente monstruosas. Parecen muñecos ventrílocuos que hace tiempo perdieron la mano que los mueve. Mira lo mucho que abren la boca, el rímel chocante, el cuerpo aparatoso y picassesco... Pobres muchachitas. Pasaban horas viéndose al espejo, arrepentidas, o algunas pensando en las próximas mejoras que se harían pa' verse más buenas, porque la noche de ayer algún pendejo les hizo el fuchi... Ve nomás cuánto gana. Y uno aquí chingándole como burro cuando lo importante es verse bonito...

Naiden sabe cuánto cuesta la belleza. Por más fregaderas que se haga uno siempre acaba queriendo más. La vanidá muerde gacho, palabra. Te hace sentir horrible; te recuerda la más mínima fealdad como castigo... Cuarentona, cuarentona. Vales pa‟ puritita chingada. Lo único que tienes pa‟ chambear y ni eso cuidaste. Mira cómo te cuelga la pepa. Mira esas pinches chichis de chango. Aquí no hay más ley que la juventud eterna, m‟ija. Llegaste retarde a la repartición del nuevo milenio. Qué vas a hacer ahora que dejaste de servir. Métete a una maquila a trabajar veintitrés horas y dormir una; vete a limpiar casas ajenas hasta que en una agachada no puedas enderezarte; sal a pedir limosna hasta que lleguen los polidrones y te revienten a balazos y la gente te ponga una cruz en la banqueta...

A veces me pregunto por qué no le hice como las otras; por qué no me apuré a cambiar esas partes que ya empezaban a verse feas. Quizá porque no les tenía confianza, o porque hacerlo me haría sentir como un pinchi carro viejo en la deshuesadora, esperando pacientemente a que me desarmaran, quitándome una parte de mí que nunca imaginé que estuviera mal. Entonces ya no sería yo. Sería una chatarra aferrada a no pasar de moda. Por qué no hice caso al Doctor Stone cuando me aconsejó ponerme unas ventosas masajeadores en la palma de las manos de perdida. Con eso hubiera tenido pa‟ seguirle guerreando por la noche; le hubiese despellejado el ganso a los dealers que se estacionarían bajo las luces amarillas de las gasolineras abandonadas. Pero hasta esos culeros se dejarían apantallar por la nueva tecnología. Cada vez visitarían menos las despachadoras; se irían de largo hacia el centro, hacia los puteros brillantes con hologramas de vaqueras semidesnudas. Y yo, frente a la puerta de un baño público, fumándome medio cigarro, vería las luces de los carros voladores flotar por la autopista imantada como estrellas fugaces. Quién habría de detenerse en un rincón tan deprimente; quién quedaría que quisiera un subidón de adrenalina, metiéndose a escondidas en el baño, esnifar una raya de coca pa‟ entonarse, agarrar una chichi, una nalga tierna, coger apurado porque tendrías la prisa de que te cachen.

Con el tiempo fue difícil cubrir las cuotas del putero. Ni los viejos más asquerosos querían pagar por una piruja guanga... ¡Qué te pusiste, mi reina! Qué tienes allá abajo que valga la pena la feria que pienso gastar... Incluso una vez, un chingado borracho no soportó que se le montara, como él dijo, una liandra apestosa a perfume de chicle mientras oía el ruido de mis tripas. Se puso a decir, tambaleándose con el pilín de fuera, quiero que parezcas de quince, vuélvete pelirroja, haz que tu raja esté más apretada. Me dio tanto coraje oírlo, quedarme envuelta en las sábanas tiesas, verlo erutar esas burbujas de cerveza que viciaban el cuarto. Desafortunadamente no fue el único. Otros clientes comenzaron a quejarse de mis imperfecciones; les asqueaba verme las estrías, el revolvedero de olores vaginales, la poca flexibilidad que me hacía decirles no mames, cabrón, no soy de hule. Me vas a lastimar. Así me fui quedando en la barra los próximos años, engordando, metiéndome a la fuerza en vestidos de lentejuelas que me hacían parecer globo de feria. Me convertí en un adorno dentro del putero, en una reliquia histórica, en la furcia vieja que ofrecían a los foquemones sin varo o a los que las otras muchachas repudiaban por panzones y cochinos.

La línea número tres me lleva directamente a casa. Dos unis el boleto; tres si pasa de la medianoche. Ni sentí cuando el camión comenzó a volar por estar pensando tantas cosas. Por suerte mis jefes están jetones. Siempre dejan la holovisión encendida en un canal donde venden figuritas coleccionables de porcelana. En el cuarto, Clemente se había quedado dormido leyendo uno de esos folletos electrónicos que entregan en las universidades. Qué bueno que este chamaco no le dé por andar de vago. Me recalienta no tirarle con una uni pa‟ que estudie.


En el refrigerador hay medio burro de machaca que me paso con una cerveza. La llave del fregadero tiene días goteando. En un mundo menos injusto se cerraría con tres vueltas. Desgraciadamente todo tiene una edad. Naiden nos dijo que el futuro llegaría dando chingazos, apartando a empujones a los pendejos que se aferran a vivir en el pasado.

La machaca ha perdido el sabor. Me sabe a tierra condimentada. La cerveza la desliza por mi garganta a duras penas. Enfrente de mí, sobre el comedor, hay un letrero que mi mamá terminó de bordar ayer por la tarde. «Haz algo hoy por lo que tu yo del futuro esté agradecido». Me pregunto si quien lo escribió tuvo que vivir tanta mierda. Lo triste es que tiene razón. No puedo quedarme de brazos cruzados. Como dije: lo único que sé hacer bien es culear. Mañana mismo iré de nuevo con el Doctor Stone y no saldré de su consultorio hasta que acepte cambiarme la vagina por una que vibre.

Me empino la cerveza. La espuma me pica la garganta y me deja un burbujeo que me hace erutar. Me acerco a la llave del fregadero y la aprieto hasta que, milagrosamente, deja de gotear. Mañana será otro día, Negra. Otro día más vieja, pero otro día al fin. No te agüites con las trompadas que da la vida. Total, la muy cabrona siempre anda al tiro. Ni modo que te le rajes ahora que ya ni ganas tienes de llorar.

 

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