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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 9 de noviembre de 2024

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A las puertas del misterio: el detective en la ciencia ficción

Por regla general, es difícil trazar la línea que separa una novela de suspense del mero relato perteneciente al género detectivesco, al menos en lo que se refiere a obras escritas con unos mínimos estándares de calidad. De la misma forma, no resulta obvio separar el relato de ciencia ficción con elementos de suspense del relato de aventuras o, incluso, del relato de horror. La línea divisoria que generalmente se establece es por tanto muy tenue, y no siempre resulta fácil dilucidar con acierto si una obra pertenece más a un género que a otro. Mientras la buena ciencia ficción se distingue por sus ideas innovadoras, que suelen constituir el núcleo alrededor del cual se desarrolla la narración, el género detectivesco se centra más en la caracterización de los personajes o en la acción propiamente dicha, dejando de lado cuestiones de índole filosófica o especulativa. Los grandes clásicos de la novela de detectives son muy fáciles de identificar, tanto por su contexto social como histórico, y raramente ofrecen dudas sobre su clasificación. La ciencia ficción, por el contrario, se enfrenta al dilema de no estar netamente definida, y multitud de obras no son plenamente clasificables dentro de los subgéneros que se asocian con ella. El caso de la combinación ciencia ficción y novela de misterio o detectives es especialmente sensible, y durante mucho tiempo se ha debatido si ambos géneros admiten una intersección no trivial. Por razones históricas, los primeros intentos de extrapolar un género al otro fueron abordados por autores de novelas de misterio o aventuras, que pretendían ensayar sus capacidades en un nuevo tipo de literatura.  

Hacia principios del siglo XX, diversos escritores consagrados por sus obras policíacas han tanteado el terreno de lo que posteriormente se conocería como ciencia ficción, tratando de explotar la nueva vía literaria establecida por H. G. Wells, con mayor o menor fortuna. Entre ellos, Arthur Conan Doyle es posiblemente el más conocido, siendo El mundo perdido (1912), La zona ponzoñosa (1913) o El abismo de Maracot (1927) sus incursiones más relevantes en el terreno especulativo. No obstante, estos escritos no resultan finalmente tan convincentes como cabría esperar, correspondiendo más propiamente al género de aventuras que al de la futura ciencia ficción. Otro autor célebre por sus novelas policíacas (principalmente por la serie sobre el ladrón de guante blanco Arsène Lupin[1]) es Maurice Leblanc, que escribe en 1919 una novela que, por su contenido, pertenece de modo incontestable a la ciencia ficción,[2] titulada Los tres ojos. El tema principal es la comunicación entre Venus y la Tierra, pero camuflada originalmente en un relato de misterio. Todo comienza con el experimento de un sabio aislado, que recubre una superficie con una determinada sustancia de su invención y descubre, para su sorpresa, que en dicha superficie aparecen imágenes de nuestro pasado, siempre acompañadas de unos extraños triángulos con apariencia de ojos que desconciertan al profesor Dorgeroux, que cree haber descubierto un "cronovisor" que permite resolver los grandes enigmas de nuestra historia, sin percatarse de que, en realidad, se trata de imágenes filmadas hace milenios por los habitantes de Venus, que tratan de comunicarse con los humanos mediante este inusual y rocambolesco método. Con el robo del descubrimiento de Dorgeroux comienza una trama detectivesca frenética y enrevesada, una característica típica en la obra de Leblanc.[3] En este contexto, merece la pena añadir una mención de la novela La máquina de asesinar de Gaston Leroux, obra eminentemente policíaca publicada en 1924, pero que puede enmarcase en la ciencia ficción por la original naturaleza de su protagonista: un robot animado por un cerebro humano.

 

Estos libros, aunque notables en muchos de sus aspectos, no entrarían sin embargo en lo que genuinamente entenderíamos actualmente como una obra de ciencia ficción con motivaciones de la novela negra, sino en historias de aventuras o policíacas con algunos ingredientes que las aproximan a la literatura de anticipación. Por ello no es sorprendente que John W. Campbell sostuviese firmemente que la novela de misterio y/o detectivesca no tenía cabida en la ciencia ficción, debido a las casi ilimitadas posibilidades de esta última, que impedían atenerse a las reglas más o menos estrictas que establece el género policial. Irónicamente, una de las creaciones más importantes de Campbell, Visitante del espacio (1938), contiene multitud de elementos propios de la novela de suspense, en particular, la atmósfera de angustia que rodea a sus personajes. Pese a las objeciones de Campbell, existen ciertas similitudes entre ambos géneros, basándose el de la ciencia ficción fundamentalmente en la especulación científica y sus posibles límites, estando la novela negra más centrada en las circunstancias y motivaciones de un delito consumado o en proyecto, generalmente en un contexto social o político bien definido que, en efecto, no admite extrapolaciones gratuitas a una sociedad futura. Obviamente, la combinación del relato de misterio y de ciencia ficción debe tener componentes genuinos e irremplazables de ambos géneros, condición sin la cual la obra se convierte en un mero pastiche, cambiando los decorados espaciales o planetarios por otros situados a lo largo de la geografía terrestre o temporal. Aunque son muchas las composiciones que pretenden ser originales en este sentido,[4] son pocas las que realmente pueden considerarse efectivas y merecedoras de evocación. Como botón de muestra de un pastiche bien realizado, y en el cual los ingredientes de ciencia ficción son del todo imprescindibles para la coherencia del relato, mencionamos El problema del puente quejumbroso (1975) de Philip José Farmer,[5] en el que el autor despliega una ingeniosa trama que proporciona una explicación a los tres casos explícitamente mencionados por Conan Doyle en los que su mítico Holmes no pudo hallar una solución. Según la versión de Farmer, los tres casos se condensan en uno sólo, en el que Raffles, en competencia directa con Holmes,[6] persigue y neutraliza a un peligroso invasor extraterrestre con una inquietante capacidad de mimetización.

 

Si una simbiosis ciencia ficción/misterio es posible, se nos plantea la cuestión de qué autor fue el primero en concebir un relato que amalgamase ambos géneros, en el sentido definido por Campbell. Aunque Asimov se ha atribuido el crédito en varias ocasiones, lo cierto es que existen al menos dos antecedentes claros, siendo la novela El hombre demolido (1952) de Alfred Bester la más conocida. No obstante, la primacía le corresponde en este caso a Hal Clement en 1949, con su novela Persecución cósmica. Es sin duda la primera novela donde el "detective" y el criminal fugitivo son entes extraterrestres, más concretamente, seres con una alta capacidad de simbiosis que, en su apariencia original, corresponden básicamente a medusas. Tanto el cazador como el perseguido estrellan sus naves en el océano Pacífico, matando a sus huéspedes originales, y buscan seres humanos en los que puedan anidar. Por circunstancias de la vida, el cazador se asocia a un adolescente, mientras que el criminal lo hace en el cuerpo de su padre (sin que éste se percate). Con ayuda del muchacho, el cazador desarrolla un plan para obligar al parásito a abandonar el cuerpo del padre, para ser convenientemente neutralizado. Finalmente consiguen su propósito, y el extraterrestre renegado es eliminado sin más ceremonias. Una vez cumplida su misión, el cazador es consciente de que no podrá regresar a su planeta, planteándose la posibilidad de permanecer en la Tierra junto a su huésped humano. La novela, sin llegar a los estándares de calidad (y solidez científica) usuales en Clement, es al menos completamente original en su planteamiento, aunque la trama tenga algunas deficiencias. La más notoria de ellas es la inexplicable elección de ambos extraterrestres en buscar huéspedes humanos, cuando en su condición de medusas, una permanencia en el océano no es sólo más provechosa, sino que aumentaría exponencialmente las posibilidades de fuga del criminal.

 

Aunque Asimov no fuese el pionero en refutar la hipótesis de Campbell, sí debe concedérsele el mérito de haber iniciado una serie de novelas que contempla elementos fundamentales del género detectivesco serio, pero ambientadas en un marco indisociable de la ciencia ficción. Entre los clásicos que pueden mencionarse en este contexto, se encuentran obviamente las novelas Bóvedas de Acero y El Sol desnudo (1954, 1957, en los que encontramos una genuina trama de novela negra (el esclarecimiento de un asesinato en circunstancias muy extrañas) ingeniosamente combinada con elementos futuristas (la colonización espacial, los androides, etc), sin los cuales la narración carecería de sentido. De este modo, Asimov ratifica de modo convincente que la obstinación de Campbell en negar la simbiosis de la ciencia ficción con otros géneros no está justificada. A las dos novelas mencionadas habría que añadir los relatos, convencionales pero efectivos, cuyo protagonista es Wendell Urth, un experto en exobiología aquejado de aerofobia, entre otras extravagancias, que actúa como asesor de las autoridades cuando éstas se enfrentan a casos en apariencia inexplicables. Sin moverse apenas de sus dependencias, Urth es capaz de desentrañar los misterios más confusos mediante una estricta aplicación de la lógica, combinada con sus vastos conocimientos acerca de formas de vida extraterrestre.[7]   

 

Al margen de estos títulos sobradamente conocidos, vale la pena recordar asimismo Asesinato en la convención (1977), una novela de tipo satírico en la que Asimov se caricaturiza a sí mismo como personaje. En una importante convención literaria, un autor excéntrico pero considerado brillante llamado Devore es hallado muerto en la habitación del hotel. Su amigo Darius Just, a cuya insistencia (nunca reconocida) se debe el (efímero) éxito del finado, empieza a indagar sobre las circunstancias de la muerte de Devore, incapaz de convencer a la policía de las extrañas circunstancias del caso, que apuntan a un homicidio. Tras unas peripecias en cierto sentido kafkianas, Just se percata de que él mismo ha sido detonante del trágico desenlace, al no entregar a Devore un paquete que le había sido confiado, y que contenía unas plumas exclusivas sin las cuales Devore, sumido en su paranoia particular, se creía incapaz de firmar autógrafos. El día de la presentación de su segundo (en toda apariencia mediocre pero sabiamente publicitado) libro, desesperado por no disponer de sus plumas fetiche, el desafortunado Devore pide prestada una pluma a un camarero, que confunde una estilográfica usual con otra camuflada a tal efecto, y que constituye un ingenioso procedimiento empleado por una red de distribución de drogas con sede en el hotel de la convención. El asesinato de Devore resulta por tanto un efecto secundario de la recuperación del original receptáculo para los estupefacientes.    

 

Siguiendo una línea argumental similar a la novela de Clement, Fredric Brown nos ofrece en El ser mente (1960) una versión mucho más sofisticada, y plena del humor negro característico del autor.[8] Un incorregible y peligroso criminal, de naturaleza fundamentalmente incorpórea,[9] es expulsado drásticamente de su planeta mediante un rayo dirigido a la Tierra, donde deberá vivir o perecer exiliado, a menos que encuentre los medios para retornar a su planeta, en cuyo caso se le indultará. El ser aterriza en el agreste condado de Wilcox, donde debe empezar a buscar huéspedes de los que apoderarse para comenzar el diseño y construcción del ingenio que le devuelva a su hogar. Los primeros intentos de esta inteligencia no son muy esperanzadores, al elegir precipitadamente los seres humanos o animales en los que se hospeda, totalmente inútiles para su propósito, y de los que tiene que deshacerse constantemente, haciendo que se suiciden. No obstante, estas caóticas elecciones le llevan a descubrir el huésped perfecto, un científico llamado Staunton, que está pasando sus vacaciones en la localidad. A partir de este momento, los esfuerzos del ente se centran en apoderarse del profesor. A raíz del inusitado número de suicidios y decesos, Staunton empieza a sospechar que algo extraño está ocurriendo. Después de una minuciosa investigación de los hechos, auxiliado por una profesora y mecanógrafa local, Staunton empieza a hacerse una idea de la amenaza a la que se enfrentan, e idea un plan para atrapar al ente, en el que él mismo sirve de cebo. Afortunadamente para Staunton, la intrépida Miss Talley consigue neutralizar al extraterrestre a tiempo, encontrando y deshaciéndose del caparazón que suponía la principal (y única) debilidad tangible del ente.   

 

De corte más clásico, adaptado al patrón de policía contra malhechores, la clásica novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es una obra que podría considerarse representativa del subgénero de suspense, al combinar una trama detectivesca (en este caso se trata más propiamente de un policía con atribuciones de un cazador de recompensas) con la ciencia ficción, en la figura de androides renegados que han asesinado para ganar su libertad. Sin embargo, la fortaleza del libro no reside en los elementos detectivescos, sino en la reflexión acerca de qué es en realidad la naturaleza humana y cómo puede condicionarse mediante un constante bombardeo informativo y propagandístico, así como de una intrincada intoxicación psicológica mediante falsos mesianismos. Lo mismo puede decirse sobre sus otras dos novelas con fuertes componentes de género policíaco, como son Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974) y Una mirada a la oscuridad (1977).

 

La investigación (1959) de Stanislaw Lem es una novela de corte aparentemente policíaco, aunque el trasfondo de la obra es eminentemente filosófico. El libro puede considerarse como una reflexión acerca de los límites del conocimiento humano, así como la futilidad de pretender clasificar todos los fenómenos en patrones (estadísticos o de otro tipo) cuya existencia ni siquiera está garantizada. Todo comienza con un desconcertante caso de desaparición o desplazamiento de cadáveres, sin que Scotland Yard pueda encontrar ni culpables ni motivos para tan misterioso fenómeno. El inspector a cargo del caso, llamado Gregory, despliega toda una batería de teorías fallidas, desde la resurrección a extrañas conspiraciones, en su obstinación por encontrar un culpable físico, en oposición a la actitud (arrogante y despreciable, todo sea dicho) de un estadístico que colabora con la policía, y cuya principal finalidad es desmitificar la cuestión, reduciéndola a una mera anomalía relacionada (estadísticamente) con fenómenos comunes y, en última instancia, con el movimiento browniano.[10] Finalmente, la serie de extraños desplazamientos de los finados remite, sin que se nos ofrezca una explicación o hipótesis plausible del fenómeno.

 

Como hemos mencionado anteriormente, un cómodo recurso empleado por algunos autores es introducir algún elemento propio de la ciencia ficción en un relato de corte policíaco, pero sin el cual la trama no podría sostenerse. Tal es el caso de las "cámaras temporales" de Wilson Tucker,[11] que permiten a las fuerzas del orden fotografiar el pasado de la escena de un crimen para esclarecer los hechos e identificar a los culpables. En el relato Exposiciones de Tiempo (1971), la cámara que puede plasmar en imágenes el pasado inmediato permite a un fotógrafo de la policía descubrir que el autor del asesinato de una joven es el mismo teniente encargado del caso. Tucker retoma aquí un elemento (la cámara) que ya había empleado en la novela Time Bomb (1955), donde la policía se enfrenta a un terrorista del futuro que envía bombas a través del tiempo para eliminar a los principales agentes de un movimiento político indeseable.  

 

Aunque resulte atípico citar títulos aparecidos en lo que otrora fueron las "novelas de a duro",[12] cuya característica principal es la trivialidad de las tramas, rescatamos del olvido un curioso relato que supera los estándares de calidad habituales de aquellas colecciones. Nos referimos a Mil millones de ojos (1974) de Silver Kane,[13] publicada en la primera época de la colección "Conquista del Espacio". Tras un aparatoso accidente, un famoso piloto de carreras llamado John Norton se desplaza a Nueva York para su rehabilitación. Con el fin de matar el aburrimiento, comienza a observar con unos prismáticos lo que ocurre en un edificio próximo, hasta que un día, para su sorpresa, le informan de que los inquilinos fallecieron hace tiempo. Dudando de su integridad mental, Norton empieza a indagar en el asunto, lo que le lleva a descubrir una extraña relación entre unas litografías de ciertos criminales históricos célebres que se venden en un museo cercano, una serie de asesinatos extraños que siguen unos patrones muy similares a los de los personajes retratados y un extraño dispositivo electrónico inventado por un tal Narrow, primera víctima de la furia asesina. Inadvertidamente, Norton se sumergirá en una peligrosa investigación, en la que su vida se ve amenazada en varias ocasiones, para desenmascarar al inductor de tales crímenes. Pese a que el caso se resuelve en apariencia (el mecanismo que desencadena la locura transitoria de los criminales nunca se explica), el verdadero responsable, una entidad extraterrestre, no es desenmascarada, dejando un final abierto, en el que presumiblemente el invasor continuará con sus oscuras maquinaciones.

 

Por mencionar alguna de las obras más o menos contemporáneas, Connie Willis nos ofrece en Por no mencionar al perro (1997) una combinación de viajes en el tiempo, comedia de enredo y novela de misterio. Pese a haber sido criticada con fiereza, el libro no puede considerarse malo, si bien es algo caótico en su presentación, y más que dudoso en algunas de las extrapolaciones científicas que presenta. La novela narra las peripecias de Ned Henry, un historiador que mediante la ayuda de una máquina del tiempo tiene como misión encontrar cierto objeto llamado "tocón del pájaro del obispo", en apariencia imprescindible para la restauración de una vieja catedral. En un principio, la misión no tiene éxito, y los superiores de Henry, que está anímicamente agotado, deciden enviarle a 1888 para que se restablezca y pueda continuar con la búsqueda con energías renovadas. La finalidad real de su envío a la época victoriana es, sin embargo, otra. Concretamente, investigar las circunstancias de otro viaje en el tiempo en el que se ha llevado un objeto del pasado al futuro, lo que hace temer una disrupción del espacio-tiempo. A partir de aquí la trama empieza a complicarse, con personajes, épocas históricas y elementos que se van mezclando sin aparente coherencia, pero que están todos relacionados (y resultan incluso ser elementos clave) con la desaparición del tocón pajaril, incluido el misterioso objeto llevado de 1888 a 2057, que resulta ser un gato al que se rescató de ahogarse, y que fue transportado por inadvertencia a través del tiempo. La conclusión final de toda esta maraña es que los científicos llegan a la conclusión de que la traslación temporal de objetos, observadas ciertas condiciones, no supone una amenaza para la estabilidad del espacio-tiempo. Aunque la autora no especula al respecto, es de suponer que este hecho abriría la veda para expoliar sistemáticamente los tesoros del pasado. 

 

Aprovechando la fascinación que producen los avances en inteligencia artificial, David Brin nos presenta en Gente de barro (2002), una inquietante novela que combina alta tecnología con los escenarios neblinosos de la novela negra. La historia está ambientada en un futuro en los cuales dobles artificiales de una humanidad en decadencia sirven para realizar las tareas más ingratas o peligrosas que sus originales humanos declinan realizar. En este ambiente se mueve Albert Morris, un detective proclive a meterse en problemas, y que frecuentemente ha empleado duplicados en situaciones complicadas que no deseaba afrontar personalmente. Pese a las credenciales más que cuestionables de este investigador, un excéntrico filántropo llamado Polom contrata a Morris para investigar el paradero del doctor Maharal, un brillante especialista en inteligencia artificial que ha desaparecido misteriosamente. Todo hace suponer que su desaparición está relacionada con un descubrimiento científico revolucionario. En la tradición de los detectives incorruptibles, pero abiertamente violentos, Morris deberá sumergirse en la inmundicia para desentrañar el misterio, tanteando en ambientes en los que la realidad y la simulación están tan estrechamente relacionadas que resultan indiscernibles.

 

Para acabar con la (largamente incompleta) relación de autores sobradamente conocidos que en algún momento se han visto impelidos a ensayar sus capacidades detectivescas, recordamos The long ARM of Gil Hamilton (1976) de Larry Niven, reunión de tres relatos que tienen por protagonista al extravagante Gil Hamilton, un fracasado minero espacial reconvertido en inspector de seguridad espacial, y cuya principal actividad es perseguir el contrabando y tráfico de órganos humanos. Ambientado en un futuro indeterminado, pero donde el transhumanismo ya es una deprimente realidad, el tráfico de órganos ha sido centralizado por las autoridades terrestres, asegurándose el monopolio del negocio de trasplantes mediante la salomónica decisión de redefinir la pena de muerte como una necesidad sanitaria, enviando a los condenados a las salas de despiece por crímenes cada vez más ridículos. Existen no obstante redes clandestinas que ofrecen mercancía al momento por precios módicos, aunque sus canales de abastecimiento de material sean más que cuestionables. El inspector Hamilton, dotado de poderes de telequinesis a raíz de un viejo accidente, está encargado de sumergirse en este escabroso ambiente para descubrir y desarticular a los principales cabecillas de estas redes clandestinas, en las cuales los malhechores cambian de apariencia física como otros cambian de corbata, lo que no facilita su detección. Pese a sus deplorables hábitos de alcoholismo y drogadicción, que le acarrean no pocas dificultades, Hamilton consigue siempre su objetivo, y va destapando una tras otra las organizaciones ilegales, acabando con el tráfico ilegal de órganos y evitando que la ciudadanía sirva como material fungible a agencias no autorizadas y reglamentariamente sancionadas por las autoridades. 

 

Entre las rarezas que presentamos en esta ocasión, nos remitimos nuevamente a varios autores de la antigua Alemania Oriental, cuyas obras presentan con cierta frecuencia una interesante combinación de ciencia ficción y tramas propias de la novela negra.

 

Recordamos en primer lugar la novela Serie experimental 17 de Rainer Fuhrmann, publicada en 1988, una efectiva combinación de suspense y elementos de ciencia ficción que dan lugar a una convincente narración. En la planta química de una pequeña ciudad costera se produce una extraña explosión durante una pequeña convención científica. Lo que en apariencia parece un accidente pronto se desvela como un misterio, en el que la desaparición de los dos químicos principales, llamados Kiefer y Banger, es el más notorio. El comisario local, un hombre amargado pero sistemático en su trabajo, no se deja engañar por las apariencias y comienza sus pesquisas partiendo de la base de que algo insólito ha ocurrido. De este modo se descubre que los dos químicos trabajaban en un proyecto secreto relacionado con insecticidas, del que ni sus inmediatos superiores estaban informados. No obstante, las directrices del proyecto varían radicalmente con el decimoséptimo ensayo, a raíz de un sensacional descubrimiento relacionado con la dinámica de gases, que transforma en bombas biológicas a todo organismo que aspire un cierto componente gaseoso del insecticida. Una indiscreción por parte de un asistente de laboratorio de Banger, que trata inútilmente de convencerles del peligro, pone en alerta a diversos agentes extranjeros, que tratan de hacerse con la documentación, conscientes del valor del gas como arma biológica. El asistente, alarmado por la actitud irresponsable de Kiefer y Banger, decide sabotear el experimento y destruir la documentación, acción durante la cual libera accidentalmente una cantidad del gas que es inhalada por él mismo y, posteriormente, por los químicos. El comisario Olsen, en su obstinación por encontrar un sentido a un caso tan desconcertante, logra finalmente deshacer la madeja con la ayuda de su asistente y un técnico experimentado, desarticulando la red de agentes extranjeros y demostrando que ambos científicos perecieron accidentalmente al detonar el gas, inconscientes de haberlo aspirado en su despacho después del robo de los informes, incidente que convierte al asistente Lober en un homicida involuntario. Perdido el descubrimiento de Kiefer y Banger, queda sin respuesta la pregunta sobre si otros investigadores, a partir de unos indicios restantes casi inexistentes, serán capaces de reproducir el experimento.    

 

La investigación (1984), del mismo autor, se desarrolla en un escenario genuinamente espacial. En un enclave de investigación recientemente instalado en un satélite de Saturno se produce un extraño accidente, sin que el personal destinado proporcione ninguna información aclaratoria. El inspector Kilian, enviado desde la Tierra para indagar sobre las circunstancias del incidente, debe enfrentarse a la hostilidad manifiesta del comandante de la base, un viejo cosmonauta llamado Metz, y su equipo, que tratan constantemente de obstaculizar su investigación. Lentamente, Kilian y su ayudante van hilvanando hechos aparentemente inconexos que ponen de manifiesto que los expedicionarios no perecieron en un accidente, sino que fueron eliminados por unos extraños alienígenas de tipo cristalino que se vieron amenazados por la presencia humana. Con el fin de evitar una acción represiva por parte del gobierno terrestre que les prive de estudiar y tratar de comunicarse con la extraña raza indígena del satélite, el comandante Metz había decidido manipular los informes. El inspector, una vez que todos los elementos del misterio han sido aclarados, experimenta lentamente una transformación, pasando de ser un burócrata inflexible a estar profundamente interesado por la enigmática naturaleza de los seres cristalinos, y hallando finalmente un medio con el que poder comunicarse con ellos.

 

Por su parte, K. H. Tuschel, escritor conocido por sus novelas de alto contenido técnico, dedica varios relatos de tipo detectivesco a la pareja de inspectores espaciales Pit y Anja Holland, aunque el elemento de misterio se centra fundamentalmente en resolver complicados problemas técnicos y científicos que se plantean en el contexto de ciertos fenómenos inexplicables.[14] El patrón general de estos relatos es idéntico: en alguna instalación espacial o científica, se producen anomalías o accidentes (computadores que actúan por iniciativa propia, gérmenes desconocidos con alto poder destructivo, radiaciones de tipo desconocido que producen procesos geológicos hasta entonces no observados, así como antiguos mecanismos bélicos de la guerra fría ya olvidados que se activan de forma automática) que requieren la habilidad de los protagonistas para encontrar las causas o los causantes, a partir de indicios nebulosos que tienen la apariencia de ser sobrenaturales o el resultado de un sabotaje. Aunque puede objetarse que algunas de las tramas son algo ingenuas, no dejan de ser relatos entretenidos, cuya mayor deficiencia es la infalibilidad casi absoluta de los protagonistas, que siempre tienen a su alcance las respuestas adecuadas sin hacer apenas esfuerzo en sus pesquisas, haciendo gala de una superioridad moral que resulta cargante por momentos.  

 

Mucho más sofisticada y compleja resulta la novela Los árboles del Edén (1983) de Klaus Frühauf, situada en un Londres futurista y decadente, en el cual árboles artificiales proporcionan oxígeno para combatir la polución y los perros cibernéticos constituyen un elemento esencial en la represión policial. En este idílico y reconfortante ambiente empiezan a producirse extraños casos de enajenación mental, en los que la gente empieza a comportarse de modo irracional y agresivo, imitando la actitud de ciertos primates como los chimpancés o los orangutanes. El biólogo Rossberg es enviado a Londres para esclarecer el asunto, para lo cual deberá recorrer las partes más sórdidas de la urbe, interrogando a sus más pintorescos habitantes. Después de una larga búsqueda, ejecutada de una forma típicamente detectivesca, Rossberg es capaz de demostrar que el extraño fenómeno se debe a que una computadora encargada de la selección de sustancias vigorizantes que se mezclan con el oxígeno distribuido por los árboles-robot (y sintetizadas a partir de compuestos orgánicos presentes en los cerebros de mono) incluye ciertas toxinas causantes de tan anómalos comportamientos. Pese a que la novela está bien planteada y escrita, es hasta cierto punto pesada, por no decir aburrida, debido a la característica tendencia de Frühauf de incluir en sus obras largas disertaciones sobre bioquímica y tecnología farmacéutica, así como ciertos elementos de adoctrinamiento político y sociología que resultan repetitivos y no tienen conexión directa con la narración.      

 

En el ámbito de los relatos breves de corte humorístico, no exentos de clichés descaradamente copiados de la literatura anglosajona, son notorias las historias del detective Timothy Tuckle, creado por el escritor Gert Prokop, autor por otra parte de notables novelas de misterio y policíacas. Auxiliado por una computadora arcaica denominada Napoleón, el investigador resuelve algunos de los crímenes más insólitos y fantásticos del Chicago del siglo XXI.[15] Tuckle, a diferencia de la figura tradicional del detective, es un vividor al servicio de la aristocracia financiera, de la que se aprovecha para llevar una vida llena de excentricidades y lujos, aunque de forma encubierta sea un agente cuya misión es precisamente debilitar a dichas élites y forzar cambios en una sociedad dominada y jerarquizada por las grandes corporaciones.[16] Dejando de lado las (inevitables) insinuaciones políticas, los relatos breves protagonizados por el detective Tuckle resultan amenos y son, hasta cierto punto, la contrapartida oriental de la ciencia ficción satírica de F. Brown.  

 

 

Finalizamos nuestro periplo con una de las novelas menos conocidas de los hermanos Strugatsky, llamada El hotel del alpinista muerto (1970), en la que los autores proponen una curiosa variante de los llamados misterios de "habitación cerrada". En un idílico hotel de montaña, el inspector de policía Glebski disfruta de sus merecidas vacaciones, rodeado de un grupo de huéspedes un tanto excéntricos. A raíz de una inesperada avalancha, en la que el hotel queda aislado del mundo exterior, comienzan a producirse unos extraños robos en el hotel, anomalías que culminan cuando uno de los turistas es encontrado muerto en extrañas circunstancias. La tragedia no afecta sin embargo a la moral de los restantes huéspedes, que siguen entregándose a sus frívolas actividades. El inspector Glebski, aunque concienzudo, no destaca por su perspicacia, y conforme se siguen reproduciendo extraños fenómenos, su fracaso se va fraguando. Completamente desorientado por los hechos, Glebski se percata de que una de sus aparentemente absurdas conclusiones, referente a una intervención extraterrestre, va perfilándose lentamente y constituye la única explicación plausible. Su intuición se verá corroborada conforme vaya descubriendo que algunos de los turistas no son en absoluto lo que aparentan, y que su presencia en el hotel no es en absoluto casual.    

 

En resumidas cuentas, pese a ser dos géneros plenamente autónomos e independientes, tanto la ciencia ficción como la novela policíaca comparten algunas particularidades que han sido bien explotadas por algunos autores, dando lugar a notables obras que pueden considerarse actualmente clásicos. Nos hemos limitado a una breve enumeración de autores y títulos, sea por cuestiones históricas, referentes al inicio del subgénero de detectives en la ciencia ficción, sea para poner de manifiesto y recordar obras poco conocidas que, sin embargo, han demostrado ser de gran calidad. Podrían añadirse cientos de títulos adicionales, algunos pertenecientes a largas sagas, pero que hemos excluido por tratarse más de novelas de entretenimiento y/o puramente comerciales que de obras representativas. Obviamente, se trata de un juicio plenamente subjetivo basado en hechos circunstanciales, y el perspicaz lector podrá diferir en sus conclusiones, a raíz de los indicios presentados. Sea como fuere, el hecho incontestable es que la ciencia ficción, lejos de ser un compartimento estanco, ha demostrado ser adaptable a todo tipo de situaciones y subgéneros literarios, saltándose todas las ficticias barreras que algunos puristas tratan de imponer. En este sentido, no debemos inquietarnos, puesto que el despliegue de imaginación de los autores es ilimitado, y nuevas y fascinantes combinaciones de tecnologías futuristas e investigadores a la usanza clásica seguirán deleitándonos. Para acabar, lanzamos una variante que consideramos interesante, y que todavía no ha sido sistemáticamente explotada: la del investigador policial incorpóreo, en forma de inteligencia artificial, al que por su naturaleza no puede controlarse, y que sin duda constituye el perfecto celador en las sociedades futuristas. Ahora bien, si suponemos que el criminal perseguido sea también una inteligencia artificial, se nos abren nuevas e inquietantes vías para la especulación. Aunque, pensándolo bien, tales inquisidores (e infractores) ya van abriéndose paso inadvertidamente, con el beneplácito de aquellos que, por comodidad, renuncian a su último reducto de libertad. ¿Será que ya formamos parte de una ficción?

 

 

 

REFERENCIAS

 

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STROUGADSKY, A. et B. 1988 L'Auberge de l'alpiniste mort (Paris, Denoël)

 

TUCKER, W. 1955 Time Bomb (New York, Rinehart & Co.)

 

TUSCHEL, K.-H. 1984 Inspektion Raumsicherheit (Berlin, Neues Leben)

 

WILLIS, C. 1999 Por no mencionar al perro (Barcelona, Ediciones B).

 



[1] El personaje de Lupin está a su vez inspirado por el de Raffles.

[2] Estas obras están catalogadas como un "roman de merveilleux scientifique", que puede considerarse un antecedente de la ciencia ficción moderna.

[3] Algunos antologistas incluyen también Le formidable événement (1920) como obra de ciencia ficción.  

[4] Algunas de las operetas espaciales son, fundamentalmente, historias "de misterio" con un decorado de cartón-piedra que se pretende vender como ciencia ficción. Éstas no son obviamente nuestro objeto de discusión.

[5] Relato presentando como una de las aventuras de Arthur J. Raffles, icónico personaje creado por E. W. Hornung, cuñado de Conan Doyle, y que supone una antítesis de la figura de Holmes. Recogido en la antología editada por Carlo Frabetti citada en la bibliografía.

[6] Al final de la historia resulta que Holmes sí que había deducido la verdad, pero que por cuestiones de seguridad pública, el asunto fue convenientemente mantenido en secreto. De este modo, los tres casos se catalogan como no resueltos, con el fin de evitar la divulgación de los hechos. Aquí Farmer rompe claramente una lanza en favor de la infalibilidad de Holmes.

[7] En este sentido, Urth es una versión futurista del personaje C. A. Dupin de Edgar A. Poe. 

[8] Traducida al castellano con el equívoco título "La mente asesina de Andrómeda".

[9] Aunque sujeta a ciertas limitaciones, como la necesidad de regresar periódicamente a una especie de caparazón que debe sumergirse en una solución plena de nutrientes.

[10] El movimiento browniano es un elemento recurrente en la obra de Lem, y que puede considerarse como un elemento de orden en un medio caótico.

[11] Debe recordarse que Tucker era asimismo un autor consagrado en el género policíaco.

[12] Es decir, las novelas de bolsillo que tan populares fueron, hasta su desaparición a principios de la década de 1990.

[13] Pseudónimo empleado por el escritor Francisco González Ledesma.

[14] Relatos reunidos en el volumen Inspektion Raumsicherheit. Véase la bibliografía.

[15] Los relatos aparecieron en 1977, de ahí que el "futuro" de dichas tramas sea cosa de nuestro presente.

[16] Es interesante observar cómo algunas de las características de la sociedad distópica de Prokop han dejado de ser meras especulaciones, tales como la intervención de las industrias alimentaria y farmacéutica. 

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