No era nada de este planeta, sino un
trozo del espacio exterior; y, como tal,
estaba dotado de propiedades exteriores
y desconocidas y obedecía a leyes
exteriores y desconocidas.
El color que cayó del cielo
H.P. Lovecraft
Ahora mismo me parece que la idea de un
tubo para contener la luz es, de pronto,
tan absurda como guardar al cielo en una caja.
Espanto del mundo nuevo
Gabriela Damián Miravete
La criatura levita en silencio. El cuerpo sube y se confunde con el mismo aire, hasta desaparecer. Esta es la octava vez que lo ven y de nueva cuenta no han podido atraparlo.
«Un fantasma», es la improvisada explicación dada por Oximení, al presenciar la aparición del ente. «Te digo que son fantasmas».
Su voz resuena cansada por el intercomunicador de su casco mientras avanza a zancadas por el suelo pedregoso de Osiris-37B. El gran sol naranja ilumina con intensidad el cielo morado mientras algunas estrellas se asoman tímidas en el firmamento.
«¿Cómo va a ser un fantasma?», responde Azimitl, incrédula por las palabras de su compañero.
Ella lleva en una mano la cámara de multifrecuencias con la que ha pretendido fallidamente analizar a la criatura y en la otra sostiene las cuatro pequeñas piedrecillas que siempre trae consigo y que frota con sus dedos. Oximení, por su parte, carga con una tableta electrónica portátil en donde consulta de vez en cuando la base de datos exobiológicos.
«Dime otra explicación. Un animal, o lo que sea que hayamos visto, estaba ahí y luego ya no. Se fue. Se esfumó», respinga Oximení, tratando de seguir el ritmo de su compañera.
«Eso no significa que sea un fantasma. Parecen espejismos, eso sí, pero fantasmas, no lo creo. El ente surge cada cinco minutos y su aparición dura tres a cinco segundos de forma constante y siempre va hacia el sur magnético. Los fantasmas no son famosos por ser tan puntuales y precisos», responde Azimitl con ironía, mientras frota las piedritas en sus manos y estas producen su ruido característico.
Oximení y Azimitl están siguiendo a uno de esos animales que surgen del aire para luego esfumarse. Desde que los vieron por primera vez quedaron intrigados por tan peculiar fenómeno, en especial Azimitl, quién convenció a Oximení a explorar el desierto para acercarse lo más posible a la criatura. Antes que ellos, otros cosmonautas habían reportado las apariciones en todas las capas de la atmósfera, aunque ninguno las había estudiado, al grado de confundirlas con simples espejismos.
«¿Qué otra idea se te ocurre?», le pregunta Oximení a Azimitl. Respira agitado, tratando de digerir la reciente experiencia.
«No lo sé. Algún tipo de camuflaje. Su cuerpo podría estar recubierto de algún material que refleja la luz; o la desvía. Como el cristal en el agua. Se vuelve traslúcido. Invisible », dice Azimitl.
«¿Invisible para quién?», le interrumpe Oximení.
«Para nosotros», concluye Azimitl.
«Es decir, se está camuflando para no ser visto por un depredador, o se trata del depredador mismo y ahora que le hemos seguido se esconde de nosotros», reflexiona Oximení, tartamudeando ante la idea.
«¿Sugieres que nos está acechando?», pregunta ella.
«¿Tú qué crees? Somos extraños en un mundo que no comprendemos. Somos presa fácil», le contesta Oximení.
Azimitl se detiene súbitamente y observa con la mirada perdida hacia el paisaje del desierto extraterrestre, como buscando algo.
«¿Azimitl?», le dice Oximení a ella, algo perplejo.
«Ya lleva varios minutos sin aparecer», murmura ella, con la vista concentrada hacia la distancia. Sus manos aprietan con fuerza las cuatro piedritas en su mano, chocan entre sí, castañeando. Azimitl parece estar en trance junto a ellas.
«Quizás sí sea un fantasma. O una ilusión, como una aurora boreal», reflexiona Oximení. «Es una manifestación que se da en todo el planeta, tiene sentido».
«¡Espera!», interrumpe Azimitl de repente, emocionada. «¡Mira, mira!, ¡ahí está otra vez!», grita, sacudiendo enérgicamente a Oximení del brazo, quien tarda unos momentos en encontrar lo que ve su compañera.
A lo lejos, sobre un grupo de grandes piedras, a unos metros en el aire, la criatura vuelve a aparecer. Deja ver su brillante cuerpo filiforme, lleno de flagelos, y exhibe movimientos silenciosos, parecidos a los de una medusa, para luego volver a desaparecer sin dejar rastro alguno.
«¡No nos está acechando!», exclama Azimitl, emocionada. «¡Está huyendo de nosotros! ¡Se está alejando! ¡Debemos seguirlo! Va hacia el sur magnético», dice ella.
«¿Seguirlo?», interrumpe su compañero, temeroso. «¿Y si nos hace creer que huye? Entonces lo seguimos y es ahí cuando nos mete en una emboscada para devorarnos o lo que sea que hagan en este mundo», explica Oximení, nervioso. «En la Tierra hay plantas cazadoras de insectos, peces parecidos a piedras en el lecho marino que devoran otros peces, y los tigres, ¡no olvides a los tigres! Las rayas en sus cuerpos los ayudan a camuflarse entre las plantas de la selva. ¡Esta cosa también se camufla, como un tigre!», dice Oximení.
«¿¡Tigres?!», responde Azimitl, sorprendida. «¿¡Tigres espaciales?!, ¿En serio, Oximení? Todas las formas de vida descubiertas en otros planetas no han representado ninguna amenaza para los seres humanos. Solo han sido entidades similares a bacterias cuya única injuria fueron dolores de cabeza a sus descubridores al momento de idear un nuevo sistema de clasificación taxonómica para una biósfera extraterrestre», le dice ella.
Nuevamente hace girar las cuatro pequeñas piedras en su mano. Producen su característico sonido y Azimitl experimenta una sensación reconfortante mientras sigue avanzando sobre el terreno árido.
«De acuerdo, de acuerdo, Azimitl. Esos microorganismos son inofensivos. Pero lo que hay aquí es mucho más grande. ¡Deberíamos ser más precavidos!», interrumpe Oximení, consternado.
«¡Y sin embargo se aleja!», dice Azimitl, gritando eufórica, dando unos cuantos saltos y volviendo a sacudir emocionada a Oximení mientras apunta a lo lejos.
La criatura vuelve a aparecer brillando en la distancia para esfumarse a los pocos segundos.
«Me encantaría analizar su composición química. Pienso en el silicio. El silicio podría tener propiedades ópticas desconocidas en los sistemas vivos como este. ¿No es emocionante?», pregunta Azimitl.
«Los microorganismos de Europa que mencionaste se componen de silicio y no son invisibles», responde Oximení, escéptico.
«¡Este planeta no es Europa!», interrumpe Azimitl. «Simplemente es otro planeta, con otras pautas biológicas. Lo que ocurre en la Tierra, en Europa, en Marte, en Júpiter puede no ocurrir aquí», añade ella, notablemente irritada.
Su mano aprieta nuevamente las piedritas, las estruja, las hace rechinar, girar y producir su sonido habitual, hasta que ella se calma.
Ambos se mantienen callados un par de minutos, mientras continúan avanzando en el desierto y lo único audible son sus pasos sobre la tierra.
«Si seguimos discutiendo, jamás haremos nada», reconoce Azimitl al cabo de un rato, observando la palma de su mano y las cuatro piedras con atención. Dos de ellas eran planas y lisas y las otras eran redondas con algunas irregularidades.
Oximení mira de reojo a su compañera pero prefiere no interrumpirla mientras se encuentra en ese lapso casi similar a una meditación.
«Tú tienes miedo de la criatura, está bien; yo solo quiero saber de una vez cómo se vuelve invisible y junto a ti aportar un nuevo conocimiento a la exobiología, cosa que los demás cosmonautas pasaron por alto. Después de eso, nos vamos», propone ella.
«¿En verdad?», pregunta Oximení, incrédulo.
«Sí. Unas pocas espectrofotografías con la mejor nitidez posible. Yo las tomo y tú usas la tableta para procesar los datos bioquímicos y los relacionados con la refracción de la luz para inferir la masa del organismo y las demás características esenciales para describirlo y, quien sabe, ser descubridores de una nueva forma de vida», explica ella.
«Es un trato razonable», dice Oximení, tras meditar el plan de su compañera. «Pero debemos ser eficientes. La criatura aparece en pocos segundos y sus movimientos son demasiado erráticos», reflexiona.
«Solo tenemos como certeza que va hacia el sur y aparece cada cinco a seis minutos. Si avanzamos un poco más rápido y nos preparamos, podríamos alcanzarla, como hacían los zoólogos en la Tierra cuando fotografiaban a los animales en su hábitat», dice Azimitl.
«En tal caso, debemos apurarnos, hace tres minutos apareció por última vez», dice él.
Azimitl y Oximení empiezan a correr a duras penas, cargando el instrumental y tratando de alcanzar la siguiente aparición de la criatura. Cuando el tiempo previsto se cumple, la entidad surge a quince metros de ellos. Azimitl toma la cámara espectrofotográfica de multifrecuencias e intenta registrar a la entidad, pero esta desaparece demasiado rápido como para que la cosmonauta tan siquiera pueda enfocar la lente.
«¡Hay que intentarlo otra vez!», grita ella, frustrada.
«¿Dices correr?», pregunta Oximení.
Ella asiente y empiezan a correr de nuevo, bajo un ritmo extenuante. Fatigados, los cosmonautas vuelven a perseguir una trayectoria probable en donde pudiera surgir la criatura. En ese momento, poco antes de cumplirse el tiempo previsto, Azimitl se coloca de cuclillas y sostiene firmemente la cámara apuntando hacia el aire.
Al momento de emerger la criatura, Azimitl enfoca rápidamente la cámara en su dirección y aprieta el botón de grabar hasta que la entidad se diluye en el aire y se vuelve totalmente imperceptible.
«¡Lo tengo, lo tengo!», celebra Azimitl, emocionada. «¡Al fin lo pude capturar!», añade, saltando de alegría, al corroborar en la cámara el corto video, nítido y con sumo detalle. Un verdadero golpe de suerte.
Ralentizando la grabación lo máximo posible, Azimitl se da cuenta de cómo la criatura sale disparada de la nada, atravesando y resquebrajando el mismo espacio y luego desaparece a los pocos segundos, produciendo una ligera perturbación en el aire.
«Me recuerda a las criaturas marinas cuando salen del agua a respirar y después se sumergen», dice Azimitl, apretando las piedras en su mano.
Oximení grita también emocionado al ver la imagen y procede a transferir el video de multifrecuencias hacia la tableta, para compararlo con los valores del espectro electromagnético del cuerpo de la criatura y los datos exobiológicos. El mismo procedimiento lo hacían los astrónomos para saber qué elementos químicos existían en las atmósferas de los planetas e incluso para saber de lo que estaban hechas las estrellas. Las criaturas vivas no eran la excepción.
La base de datos no encontró ningún valor compatible, fue el mensaje del artefacto tras concluirse el procedimiento.
«No entiendo», susurró Oximení, confundido. «Deberíamos saber por su marca espectral las moléculas y elementos que lo componen. Pero aquí no hay nada. Absolutamente nada. Tampoco puedo calcular su masa. Según los datos, la criatura tiene una masa cero».
Azimitl siente su piel erizarse.
«Analiza los otros tipos de radiación. Todos los patrones de difracción de la luz de la tabla periódica, los elementos pesados y radioactivos. Incluso considera a los electrones, a los muones, a todas las partículas subatómicas. Todas ellas dejan una marca energética, alguna perturbación medible. Dejan algo, siempre dejan algo», insiste Azimitl, nerviosa, mientras sus dedos giran rápidamente las piedritas con el fin de encontrar la calma ante el estado de la situación.
Oximení tarda unos minutos en esa tarea y el resultado es nuevamente el mismo.
«Es incomprensible», dice Oximení, leyendo los datos sin poder creerlo e invadido por una sensación de impotencia. «Necesitamos un control negativo. Fotografías de nosotros, del desierto, del sol. Verificar que las funciones de la cámara multifrecuencias son óptimas», sugiere él.
Azimitl emprende la tarea y con la cámara activa todos los filtros espectrofotográficos y toma una imagen a Oximení, otra al suelo y finalmente apunta al sol naranja que los ilumina intensamente.
En la pantalla del aparato, Azimitl calibra los valores de las espectrofotografías y ve a Oximení tanto en rayos X como en infrarrojo, e incluso en otras longitudes de onda reflejadas por biomoléculas específicas.
«Carbono, hidrógeno, nitrógeno, fósforo», lee Datizé rápidamente, perpleja. «Los datos son los correctos. Aquí muestra las líneas espectrales de cada elemento y biomolécula», agrega ella, observando las trazas en la pantalla.
Observan datos similares con las otras espectrofotografías. Con la del sol de Osiris-37B aparece una franja con varias líneas de colores brillantes pertenecientes a la marca espectral.
«Una estrella de clase G7V», dice ella, al ver la imagen de la estrella bajo diferentes filtros.
«Es correcto», responde él.
«Significa que el equipo funciona, no entiendo porqué no detectó la marca espectral de la criatura. Ni siquiera electrones ni los fotones de la luz de su cuerpo», dice Oximení, confundido al revisar los datos.
«Otra vez», le interrumpe Daizté. «Tomaré otra grabación. Las que sean necesarias. Los errores en las mediciones son comunes. Siempre sucede», dice ella, antes de tomar la cámara de multifrecuencias y emprender una nueva carrera en el desierto, dejando a Oximení a varias decenas de metros atrás. Él quiere decirle que lo espere, pero Azimitl ya se encuentra demasiado lejos.
Sola y extenuada, Azimitl se coloca en posición, espera a la criatura y, al momento de aparecer, la registra con la cámara. Hace esto otras seis veces, siguiéndola y volviéndola a fotografiar hasta quedar totalmente agotada y recostada sobre el suelo.
Acerca su mano con las piedras a su casco y las gira para arrullarse con su sonido hipnótico mientras contempla el cielo morado y las estrellas titilando, congregadas en constelaciones únicas en ese sitio del universo.
A los pocos minutos llega a su encuentro Oximení.
«Ya tengo más grabaciones, hay que procesarlas», jadea Azimitl al verlo y darle la cámara.
Los resultados fueron los mismos.
«Esta cosa no está hecha de átomos, ni de electrones, ni de quarks, ni fotones, ni bosones, ni de nada», dice Oximení, pasmado. «Por eso el equipo no encuentra similitudes con ningún registro existente en cuanto a elementos químicos y entidades energéticas».
«¿Entonces, cómo podemos verlo? Esa criatura brilla, pero su luz tampoco es detectada por nuestros equipos», susurra Azimitl, perpleja.
«No sé si eso pueda llamarse luz», interrumpe Oximení. «Si fuera luz de fotones, obtendríamos su espectro, como sucede con cualquier cosa del universo, pero ni eso. Es energía, pero una energía desconocida. Imita el aspecto de la materia, eso sí. Pero todo indica que no es ninguna de las dos cosas. Yo también me pregunto cómo diantres es posible que tú y yo podamos ver al ente. ¿Nos verá a nosotros?».
«La criatura sencillamente no deja residuos de ningún tipo. Nada de su cuerpo queda en el mundo. Aparece y desaparece. Diría que es generación espontánea», sugiere Azimitl, agotada.
«Sabes que no hay forma en que la materia se destruya y se recomponga. Es imposible», le responde Oximení.
«¿No surgió el universo del mismo modo?»
«Pero no hablamos del universo, sino de un animal».
«Entonces qué sugieres, ¿que se va a otra parte?»
«¿A dónde podría ir?»
«Ni idea. Da lo mismo. Todo lo que es la criatura deja de ser, en un término absoluto. Y después vuelve, como si nada de eso hubiera ocurrido», responde Oximení, sintiendo un dolor de cabeza por el dilema.
«Vuelve tranquilo, se pasea por el aire y se esfuma. No sigue ninguna pauta. ¿Qué puede explicar que algo no siga las pautas?», pregunta Azimitl, confundida.
«De nuevo, ni idea. Materia exótica, energía exótica, vida exótica. O algo exótico», contesta Oximení, mirando el paisaje.
En ese momento la criatura aparece nuevamente, mucho más lejos. Brilla como un espejo hasta disolverse otra vez. Después, otras criaturas, con cuerpos serpenteantes y otras globosas, surgen del aire, acompañando a la primera. Aparecen y vuelven a desaparecer.
«Solo podemos contemplar y admirar», dice Oximení, en tono resignado. «Estamos demasiado cansados y ningún equipo puede analizar estas cosas. Dudo mucho que nosotros o cualquiera pueda hacerlo, lo mismo que atraparlo y tocarlo. ¿Cómo atrapar algo que se escabulle entre la materia?»
Los dos cosmonautas se recuestan en la arena en silencio. Se sienten derrotados.
«Mencionaste la posibilidad de la vida exótica, hecha de materia exótica. Eso me hace pensar en algo...», reflexiona Azimitl, mirando hacia los animales fugaces a la distancia. «¿En qué piensas?», le pregunta Oximení, exhausto.
«La vida es un proceso complejo. Para que surja debe existir un ambiente compatible con la materia de la que está hecha. Nosotros y las criaturas de la Tierra estamos hechos de átomos, electrones, quarks y todas esas cosas. Primero un universo compuesto de esas partículas formó galaxias y planetas constituidos de lo mismo. Universo de átomos, planeta de átomos, vida de átomos y lo que sigue», explica Azimitl, alzando una de sus manos al cielo y moviéndola a cada palabra.
«Creo que entiendo tu punto. La vida es un estado evolutivo de la materia, ¿no?», pregunta Oximení.
«Sí, pero a lo que quiero llegar es que, si los animales que vemos en este mundo pertenecen a una vida exótica, de materia exótica, su existencia debe estar vinculada a un ecosistema hecho de esa materia exótica. ¿Entiendes?», dice Azimitl, titubeando.
«Entonces, hay otro planeta en este planeta. Y también otra estrella en la estrella de este sistema. Todas cosas hechas de lo mismo. La luz que la criatura refleja sobre su piel no es la de este sol, sino la de uno oculto».
Azimitl gira sus piedras entre sus dedos. Las observa atentamente, perdida en su sonido reconfortante. La idea de otro sol, invisible, la mortifica. Por un instante se siente observada por un astro enorme, colosal, iluminándola con una luz invisible y nada parecida a la luz conocida por ella.
«Esa cosa tiene el mismo comportamiento que tenían las tortugas marinas cuando salían a la superficie para respirar. Vivían en el agua y ocasionalmente era posible verlas antes de que regresaran a su mundo oculto, un mundo tan diferente al cielo o la tierra», dice ella, regresando su mirada a las cuatro pequeñas piedras en su mano. «¿Sabes por qué siempre llevo conmigo estas piedritas?», le pregunta a Oximení, mostrándole los pequeños cuatro objetos en la palma de su mano.
Él no dice nada, espera que su compañera responda.
«Cuando era niña, iba con mi familia a una playa donde había un río que desembocaba en sus aguas. A mí me gustaba meterme y ver a los peces nadar entre mis pies. También juntaba las pequeñas piedras que arrastraba la corriente. Un día estaba junto a mi mamá y vimos algo que se asomaba y luego se ocultaba entre las aguas del mar. Nos quedamos mirando largas horas hasta que finalmente distinguimos la forma del caparazón y la cabeza de una tortuga marina. Nunca me sentí tan viva como cuando vi a ese animal. Yo me llevé estas piedritas de ese lugar como recuerdo. Al frotarlas, evoco esa playa y la tortuga asomando entre la marea», cuenta ella, nostálgica.
«¿Pudiste verla de nuevo?», pregunta Oximení, mirando el rostro de Azimitl entre el cristal de su casco espacial.
«Esa fue la única vez. Años después se extinguieron y cuando contaba la historia nadie me creía. Este planeta de alguna forma se parece a esa playa. Tiene arena y muchas piedras. Cuando llegué, me maravilló su quietud, y si algo bueno ha salido de este fracaso científico es que ahora me siento igual a cuando era niña», responde Azimitl, girando sus piedritas.
Ella respira hondo, mirando al cielo, ordenando sus palabras.
«Ahora pienso en que estamos frente a una criatura alienígena con la conducta de una tortuga haciendo algo tan simple como salir a respirar para luego volver a sumergirse», dice Azimitl, pensativa.
«En tal caso, somos testigos y descubridores de una biósfera alienígena cuyas formas de vida vienen a este mundo hecho de fermiones y bosones, para zambullirse hacia donde sea que vivan. Nos visitan a su antojo. Creo que estoy divagando».
«Nunca está de más divagar. Es lo único que nos queda», le responde Azimitl.
Oximení no dice nada.
Ambos cosmonautas permanecen contemplando a las criaturas emergiendo y desapareciendo del aire con sus brillos esporádicos y movimientos erráticos dirigidos hacia lo que parecían ser las aguas de un océano iluminado por la luz de otro sol, uno presente y al mismo tiempo invisible.
De alguna forma se sienten observados por la presencia irreal de animales y plantas intangibles. Imaginan que, justo en donde están sus manos o sus pies, hay arrecifes y otros seres cuya existencia es insospechada.
Seres viviendo, creciendo, reproduciéndose, desarrollándose, alimentándose, depredándose y transformándose a merced de la dinámica de su mundo oculto.
Un mundo dentro de otro mundo.