En el salón de la sencilla casa de adobe, la abuela Eva enseñaba a leer a su nieta. La abuela sabía que ya no necesitaría volver a saber leer en el tiempo que le quedaba de vida, así que podía por fin darle su conocimiento de lectura a alguno de sus nietos, concretamente a su nieta preferida.
Mientras, en el patio de la casa, Caín, hijo de Eva e inventor de la rueda de profesión, examinaba cuidadosamente un carro. Se agachó para examinar su eje y el encaje de la rueda dentro de él. Se preguntó cómo se podía fabricar un círculo semejante con un agujero del tamaño apropiado en el centro. Decididamente, necesitaría que los soportes agarrasen la rueda al eje con suficiente fuerza. Tendría que elegir sabiamente las herramientas. Decidió cortar un trozo de madera y comenzar a hacer pruebas.
Caín seguía el mismo procedimiento de volver a inventar la rueda, una y otra vez, durante todos los días de su vida. Todas las mañanas, volvía a examinar un carro, volvía a inventar la rueda, y volvía a escribir en un papiro las instrucciones detalladas de cómo construir una rueda. En cuanto acababa de escribir el papiro, volvía a olvidar cómo se hacía una rueda, así que se volvía a acercar al carro para poder volver a reinventar la rueda. Por las tardes, vendía sus papiros a los artesanos constructores de carros, que venían desde tierras lejanas para aprender a hacer ruedas.
Por supuesto, muchos de esos artesanos hubieran podido dedicarse también a ser inventores de la rueda, pero no todos tenían la misma habilidad para que se les volviera a ocurrir cómo hacer una rueda después de que hubieran entregado dicho conocimiento a otros (fuera por escrito o de manera oral) y por tanto lo hubieran perdido, igual que hacía Caín todos los días. Inexorablemente, los papiros con las instrucciones sobre cómo hacer una rueda se quedaban en blanco en cuanto eran leídos, eran de un solo uso. El conocimiento no se multiplicaba sin más. Si se daba, se perdía.
Ojalá dar conocimiento fuera tan fácil como dar comida. Cuando alguien daba a otro una pera, el que daba y el que recibía pasaban a tener una pera. Pasaba lo mismo si dabas pan, dátiles o cualquier otro alimento. Pero no, el conocimiento era distinto. Dar conocimiento era perder conocimiento. Por eso, había que volver a inventar o descubrir el conocimiento que se trasmitía a otros. Trasmitir conocimiento era un proceso costoso.
Unas semanas después, Eva terminó de enseñar cómo leer a su nieta. Entonces se percató de que, efectivamente, no sabía leer.
Contrariada, Eva se dio cuenta de que este trato que les había ofrecido Dios no acababa de convencerla. En lo que le quedaba de vida, cambiaría las cosas.
Con firmeza, se dirigió al Árbol de la Ciencia.
Estaba decidida. Comería la manzana, rompería el trato. Por fin el conocimiento, la Ciencia, se trasmitiría sin perderse. Aunque entonces la comida dejase de hacerlo.
Eva decidió que merecería la pena.