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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Onirobionte

Todo, personas y cosas, se esfumarán un
 día convirtiéndose en un sueño e ingresando en el vacío.

 

            Sueño en el pabellón rojo

 Cao Xueqin

 

Loss of the genetic parasite initially results in loss of the unstable protective (immunizing) component of the addiction module, leading to activation of the stable harmful component and cell destruction. Thus, colonized cells are 'addicted' and must stably maintain the protective immunity function of the parasite for their own survival.

 

Origin of Group Identity

 Luis P. Villarreal

 

 

-No recuerdo cuándo fue la última vez que soñé -le explica el paciente a la doctora, con voz cansada. Sostiene en sus manos la libreta en donde escribe todos los pormenores de la conversación.

Sobre los márgenes de una de las hojas empieza a dibujar un par de peces entre las palabras recién escritas. El trazo es lento y a veces accidentado por el pulso nervioso de su mano, pero por fin, tras unos segundos, la tinta adquiere la forma deseada de las criaturas marinas.

Todo sea para no olvidar.

Después de hacer el dibujo sus ojos enrojecidos contemplan enfrente suyo a la doctora, quien desde su escritorio revisa con atención los resultados médicos. La expresión de ella es notablemente seria y su vista se dirige a veces hacia él y otras veces hacia el fajo de hojas.

-Aunque duermo siento que no descanso nada -agrega él, revisando entre sus notas los síntomas que en días pasados experimentó y anotó cuidadosamente:

 

Todo el tiempo estoy agotado.

Mi cabeza me duele mucho.

Siento como si mi mente estuviera inflamada.

Estoy empezando a escuchar sonidos que no deberían estar ahí.

Mi vista empieza a nublarse.

Lo que dice la gente lo olvido a los pocos minutos.

Mi noción del tiempo se ha roto...

 

La doctora, tras escuchar al paciente, da un profundo respiro y extiende las hojas clínicas hacia él.

Al recibirlas, el paciente solo ve la imagen impresa de un cerebro oscuro acompañado de una serie de tablas y números que no le dicen nada.

¿Qué es exactamente lo que está observando? ¿Qué información esconden todos esos números, columnas y líneas que, para sus ojos, están distribuidos completamente al azar y no tienen ningún sentido?

En otras circunstancias podría entender algo tan sencillo como esto, piensa el paciente, pero ahora cualquier cosa es ilegible.

Simplemente no lo sabe. Observa la hoja, los puntos oscuros y sus espacios en blanco, los tecnicismos científicos escritos en un incomprensible código alfanumérico.

Tiene ante él un verdadero enigma.

Como deduciendo su perplejidad, la doctora decide explicarle a detalle de qué trata todo eso.

-La imagen es la tomografía de su onirobionte -explica la doctora-. En un cerebro sano aparecería un brillo color azul en la imagen.

El paciente, como en las ocasiones pasadas, al escuchar que le hablan pone atención, pero pierde fácilmente la concentración. El sonido de las palabras de la doctora a momentos se transforma en un ruido indescifrable y él se siente estar hundiendo debajo de un profundo océano. La voz de la doctora suena metálica, con un extraño eco que deforma el sentido de lo que le está diciendo.

Tiene que poner un gran esfuerzo para lograr atrapar las palabras en esta atmósfera tan deformada en la que se encuentra sumida su mente.

Tras notar este ausentismo, la doctora repite lo que hace unos instantes acababa de decir. Esta vez toma el cuaderno del paciente, y con su bolígrafo anota con una ornamentada letra la oración. Después, el paciente recoge la libreta y lee lo que está escrito.

Lee las palabras. Al inicio las letras solamente son unas figuras extrañas. ¿Qué se supone que son esas cosas? Hay algo en ellas, un mensaje, un código, sí, pero su mente muy difícilmente comprende que tal ángulo, que tal curva y puntos en los caracteres tienen contenido un mensaje para él.

Poco a poco y no sin algo de dolor intenso de cabeza que va recorriendo la mitad derecha de esta, el paciente al colocar con su dedo índice sobre las letras, va leyendo en voz alta cada palabra. Al terminar, repite el proceso cinco veces, hasta que la oración que escribió la doctora resuena en su mente de tal forma que es el único sonido que reina en su cabeza.

Por fin, tras batallar con la decaída concentración él logra asimilar el mensaje.

-Creo entender lo que dice -le responde el paciente. Su forma de hablar es muy lenta ya que incluso hablar se ha vuelto una tarea muy difícil- Pero, si es así, ¿por qué no hay nada en la imagen? Solo veo lo que parece mi cerebro, ¿no es así? Un cerebro y nada más.

La doctora asiente.

-No hay brillo azul porque no encontramos ningún onirobionte dentro de usted.

Tras esperar un largo tiempo en el que el paciente asimiló lo que le dijo la doctora, él miró a un lado y a otro y continuó hablando.

-¿Cómo? ¿Qué no lo encontraron?, pero el examen, y todos los químicos que me hicieron tomar...

-Los químicos están diseñados para que se unan a las estructuras químicas del onirobionte. Como un dardo que acierta en su objetivo. Podemos ver en donde ha pegado ese dardo y medir esa información. Al hacer la tomografía, los químicos lo harán visible para el tomógrafo. Pero, como en su cerebro no lo hay, no salió nada reflejado en la tomografía. Ningún brillo ni color. Nada. Esto responde por qué no ha podido soñar en varios meses. No puede hacerlo porque el mecanismo responsable ya no existe en su cerebro.

El paciente, mientras tanto, escribe rápidamente lo que acaba de decirle la doctora, lo hace con cuidado. La letra es grande y en ocasiones adquiere curvas desproporcionadas que hace lucir a las palabras con apariencia asimétrica. La pluma se desplaza cansada. La respiración del paciente es trabajosa, inhalando y exhalando con dificultad, mientras escribe en una posición con su espalda encorvada. Mientras lo hace murmura lo que escribe, como para no olvidar lo que está haciendo. La doctora solo lo mira desde su escritorio.

-Mire -le dice la doctora, entregando otra tomografía en donde está el brillo azul, como un resplandor celeste sobre la imagen-. Esto que ve aquí es la imagen del cerebro de un soñante sano.

El paciente deja de escribir y sobre su cuaderno recibe las hojas de la tomografía. Mira la imagen con mucha atención. De entre todo el entramado de extrañas formas y contrastes, distingue un brillo azul en la tomografía.

-Y eso que brilla, como una aurora boreal, es el onirobionte, ¿no?, es el onirobionte de una persona que puede soñar -dice él, señalando con la pluma los brillos azules en la región de la tomografía.

-Sí, es correcto -responde la doctora.

El paciente se queda mirando largo rato la imagen. Pasa su vista a las hojas con su propio examen clínico para compararlo y vuelve a poner la vista sobre la imagen del paciente sano.

La doctora observa por un breve instante la libreta rayoneada de su paciente, y al regresar la mirada:

-Al hacer la onirometría no fue posible encontrar nada. Cuando hay un deterioro en la estabilidad del onirobionte pasa esto, los estudios clínicos muestran este tipo de resultados, manchas oscuras difusas, o simplemente un vacío que nos dan suficiente información como para comprender que la maquinaria encargada de generar los sueños se ha degradado y desprendido del sistema nervioso -agrega ella.

Las manos del paciente tiemblan. En su mirada hay estupor y un evidente desconcierto. Frunce el ceño y sus labios resecos se estrujan en una mueca de confusión.

Mira a la doctora, para luego bajar a mirar el escritorio, el techo y su alrededor.

Nuevamente ausente durante unos segundos, hasta que vuelve en sí.

-No entiendo. Aquí no hay ni azul, ni manchas difusas. No hay nada, solo negrura...  -tartamudea el paciente, negando con la cabeza al ver las imágenes. No puede creer que su mente se reduzca a una hoja clínica.

-Todo eso es así porque su onirobionte se degradó. Es la razón por la cual ya no puede soñar ni recordar bien. El onirobionte es como una segunda memoria, paralela al sistema nervioso central. Cuando los genes de los sueños se pierden, se pierde también esta segunda memoria -dice ella.

-¿Y qué causa todo eso? ¿Por qué no puedo soñar? ¿Qué pasó en mí que en otros no? -dice el paciente, con la voz rota.

La doctora guarda silencio durante algunos segundos, y vuelve a mirar a su paciente.

-Aún no se sabe con certeza -le dice ella-. Se sospechan varias cosas. Algunos médicos piensan que los microplásticos que hay en el ambiente afectan la comunicación de las neuronas y matan al onirobionte. Otros se decantan por creer que se trata de algo así como una enfermedad genética que mata los sueños.

-¿Enfermedad de los sueños? ¿Será acaso una enfermedad genética? ¿Dice usted algo parecido al cáncer? -le dice el paciente.

Él escribe atropelladamente la palabra 'CANCER' sobre las páginas del cuaderno y seguido de la palabra dibuja unos garabatos circulares que representan a un grupo de células reproduciéndose sin control.

-Cáncer, cáncer, cáncer, un cáncer de los sueños... -susurra el paciente, agarrándose la cabeza con las manos. Mira su cuaderno, mira a su alrededor y de nuevo su mirada vuelve a la doctora.

-Algo así, algo así -le responde ella-. Pero, le vuelvo a insistir, que no se sabe con certeza qué es. Hay muchas causas posibles, pero no tenemos nada confirmado. Lo cierto es que usted no es la única persona con este mal. Cada día son más y más los que dejan de soñar y su mente se colapsa -le confiesa la doctora.

El paciente frota sus párpados con sus dedos, luego cierra los ojos, respira profundamente mientras su boca tambalea dominada por un breve espasmo. Al abrir sus ojos sus pupilas están enrojecidas y se asoman entre ellas unas tímidas lágrimas que trata de contener. En ocasiones el rostro de la doctora se deforma frente a él, una especie de halo difuso rodea las facciones de ella impidiendo distinguirlas con detalle. Así también ha ocurrido con la mayoría de las cosas que observa del mundo. Los sonidos y las cosas que ve se distorsionan por todo el tiempo que ha pasado sin lograr soñar.

Respira nuevamente, ahora con más fuerza, cerrando los ojos otra vez y apretando con fuerza sus labios.

-Sé que es muy duro de asimilar -dice ella, tratando de calmarme, mientras sus manos se mueven ligeramente en el aire con suavidad entre cada oración-. Existen muchas alternativas a elegir en cuanto al tratamiento. Normalmente a los pacientes se les induce a dormir con sedantes, pero realmente no se ha resuelto el problema. Usted ha pasado por este tratamiento en el cual puede dormir, pero no volver a soñar. Lo que queremos los médicos es encontrar la forma de restaurar la habilidad del cerebro para soñar. Actualmente se ha aprobado una terapia experimental que consiste en trasplantar el onirobionte proveniente de un donante cadavérico. Un trasplante de sueños, si lo quiere ver así. Pero es más complejo de lo que suena.

Las palabras de la doctora se vuelven de nuevo difusas, extrañas. Lo único que puede entender de toda la plétora de oraciones y de ruidos es la idea general de un trasplante.

-Trans...plan...te; trasplante... de... sueños -repite el paciente, anotando en su libreta con una letra grande y con fuerza sobre el papel-. Se necesita una persona muerta... -susurra el paciente, repitiendo la frase una y otra vez, en un trance, tratando de comprender sus implicaciones-. No se puede sacar algo del cerebro sin abrir la cabeza de alguien, y si eso es la segunda memoria como dice usted, entonces, tiene que estar muerto, es eso ¿no?

La sensación de no estar en su propio cuerpo es algo normal en el estado en que se encuentra el paciente. Las palabras que él dice le parecen dichas por alguien que no es él, o alguna entidad que interpreta su papel, como en una obra de teatro que estuviera viendo desde las butacas de un teatro solitario. Al hablar sabe que habla pero al mismo tiempo no puede creer ni dar crédito de que las palabras que pronuncia sean de él, al igual que los movimientos de su cuerpo.

Escribe junto al resto de las ideas principales de la conversación, lo siguiente, en letra mayúscula, como queriendo gritar y no olvidar nada:

 

TRANSPLANTE DE SUEÑOS CON EL CEREBRO DE GENTE MUERTA.      

 

Traga  saliva y respira hondo.

-Sí, tiene sentido lo que dice. Es necesario un cadáver para el trasplante. No hemos sabido de ningún caso de curación de esta enfermedad, si le soy sincera -dice la doctora-. No le puedo mentir. Todos mueren a los años. Pero no perdemos nada con intentar esta nueva terapia. Quizás esta sea la solución. Quizás no.

La doctora calla y medita lo que va a decir a continuación.

-Hace poco se ha experimentado en ratas. Los resultados son prometedores -dice ella, tras la breve pausa.

-¿En ratas?

-Sí. Ratas que no pueden soñar vuelven a hacerlo.

-Pero, ¿ratas? ¿Esto no es una enfermedad exclusiva de los humanos?

-Lo es.

-¿Entonces cómo los diablos le quitaron el sueño a las ratas?

-Se les destruye la capacidad de soñar de forma artificial. Ingeniería genética y sustancias tóxicas. Después, se toman ratas sanas, se sacrifican, se toma su cerebro y se transfiere el onirobionte a las ratas enfermas. Tras la operación vuelven a soñar -explica.

-Y el paso siguiente es hacer eso en humanos... -dice él.

Ella asiente.

-Es lo lógico -responde ella.

-Entiendo, entiendo... -murmura-. Pero, en todo trasplante existe el riesgo de rechazo, de una reacción adversa -dice el paciente.

-La única reacción adversa es no poder soñar -interrumpe la doctora-. Cuando el sistema nervioso de los roedores rechaza al onirobionte simplemente el cuerpo lo degrada sin más efectos. Confiamos en que el trasplante en humanos sea efectivo. Si es rechazado lo sabremos porque usted no soñará. Estará igual que antes.

-No sé qué es peor... -responde él.

Tras decir esto se forma un sólido silencio entre ambos. Él siente que aquel silencio, punzante, se ha transformado en algo así como un fluido, quizás las rachas violentas de un oleaje de un océano invisible que ha inundado el consultorio de la doctora. Su impresión, dentro de estas sensaciones extrañas para su cuerpo y para su cordura, le hace pensar en que ambos están ahogándose en aquel mar invisible de silencio.

El paciente mira a su cuaderno, se queda un largo rato considerando la situación.  Desde que perdió la capacidad de soñar los sonidos los ha percibido distorsionados, le alteran, le confunden y olvida cosas con demasiada facilidad al grado de que debe anotarlo todo, como si su memoria ya no funcionara. En parte es eso, su segunda memoria ha dejado de existir. Él sabe que no es normal, que estas son secuelas acumulándose como una bola de nieve precediendo a una avalancha. Sabe perfectamente que llegará un punto en donde tal avalancha acabará con su vida.

Da vuelta a las páginas de su libreta, en donde hay dibujos de peces porque, según las palabras que acompañan las ilustraciones, a él le gustan los peces. Al ver las ilustraciones siente un poco de calma. Quizás por eso le gustan los peces, por la calma que le generan cada vez que los ve.

Encuentra un texto de hace dos semanas en donde viene escrito que el cerebro necesita soñar pues de lo contrario colapsa. Es una verdad tan obvia que pasa desapercibida hasta que uno ha perdido esa verdad en su vida y sufre los efectos de su ausencia.

Hay más dibujos de peces nadando junto a las anotaciones, mientras de sus bocas salen pequeñas burbujas que se transforman en planetas de agua.

-Parece que no tengo opción -dice el paciente, tras el silencio.

-Es eso, o esperar a que su cerebro se desintegre poco a poco y no quede nada -dice la doctora-. Así ocurre en todos los casos.

-Sí, sí -responde en voz baja el paciente, con la mirada perdida-. Si he sentido mi mente desmoronarse cada día que pasa. A veces solo lo sé porque lo tengo escrito. Otras veces el recuerdo aparece difuso.

Da un profundo respiro.

-Bien -dice el paciente, resignado-. La situación nos ha llevado hasta aquí. Es inevitable.

El paciente vuelve su vista a las páginas de la libreta. Encuentra la frase donde dice que podrá volver a soñar con el cerebro de gente muerta. La lee varias veces y repite en voz baja su contenido, como tratando de atrapar el significado de esa frase con la repetición. Sin embargo, siente que todo se le escapa fugazmente y que las palabras escritas tratan de transformarse en otra cosa. Finalmente, a pesar de la inestabilidad que siente al crecer dentro de sus capacidades de concentración, logra comprender.

-El trasplante, de gente muerta. Gente muerta...

-Gente muerta -dice la doctora-. Básicamente es eso. Como los trasplantes de órganos. Es algo muy similar. Solo que aquí se trata de una criatura que produce las sustancias de los sueños. No es un trasplante de un órgano, sino el de un organismo de su hábitat natural a otro. Aunque en esencia las dos cosas tienen en principio el hecho de esperar a que el nuevo inquilino se adapte en su nuevo lugar -explica la doctora, mientras ve al paciente leyendo la libreta. El paciente a veces mira, luego vuelve la vista a lo escrito y repite esto varias veces. Parece que capta el sentido del mensaje, pero la doctora en su interior lo duda. Sabe que sin la capacidad de soñar la mente paulatinamente va experimentando un proceso donde gradualmente se disuelve hasta que todas las funciones primordiales cesan y la persona se vuelve un muerto en vida.

-Con lo poco que puedo entender, debo aceptar. No hay otra opción -dice el paciente tras titubear un rato-. Acepto la propuesta.

Después de la entrevista con la doctora el paciente es llevado a un ala especial habitada por otros enfermos como él, personas incapaces de soñar.

Como el resto de los pacientes, él es sometido a regímenes estrictos de alimentación, realizan innumerables exámenes médicos, radiografías, análisis neurológicos, entrevistas y estudios genéticos. Lo que puede recordar lo anota en su cuaderno, aunque en su mayoría las ideas escritas resultan a la vista inconexas. Lo que predomina en el papel son dibujos de peces en los espacios blancos de la libreta.

Vienen y van las enfermeras, los médicos y sus inagotables preguntas clínicas que el paciente responde con ayuda de sus notas; aunque es la doctora quien responde por él. Pareciera que, en realidad, le hacen preguntas para ver el estado avanzado de su enfermedad y no para obtener información de él, información que la doctora provee.

Aun así, el paciente escribe todas las conversaciones entabladas con las enfermeras, todas las cosas que ha comido, los medicamentos que ha ingerido y las veces que ha hecho del baño.

Su estancia dentro del hospital se prolonga durante ocho semanas, en las que ha entablado conversación con algunos de sus vecinos, otros pacientes como él, en distintas fases de la enfermedad. Unos apenas han sido ingresados y no muestran un deterioro tan grave como el suyo; sin embargo, hay otras personas que simplemente ya han perdido la capacidad de hablar y permanecen todo el día boca arriba, mirando a la nada, con los ojos pelones y enrojecidos. Otros son sometidos a cócteles de sedantes para sumirlos en un coma indefinido. Algunos de ellos solo responden a los estímulos con los más básicos reflejos de sus cuerpos, pero otros parecen vegetales, no responden a nada y a la vista pareciera que están muertos.

Esto causa gran impresión en él, al grado de verse en el lugar de sus compañeros más graves. A veces, cuando su mente parece estar viajando de su cuerpo a otro, termina viéndose a sí mismo encerrado en su vecino, hasta que regresa a la cordura tras el breve trance que le parece toda una visión horrorosa.

La falta de sueño y el efecto de los sedantes que lo fuerzan a dormir lo noquean la mayor parte del día. La luz le duele en los ojos, la comida le sabe insípida a pesar de haber en ella ingredientes salados, picantes o dulces, el contacto con su lengua y con el estómago le produce agruras e incluso náuseas que vuelven su descanso en todo un tedio. Y las personas que se mueven alrededor de él en el cotidiano ir y venir de las tareas del hospital no son más que extrañas formas difusas, como sombras o espectros borrosos. Para tratar de calmarse él toma la sábana de su cama o el tejido de su ropa y pasa las yemas de los dedos para sentir su textura. Trata de concentrarse únicamente en eso, en la textura, en la forma, en el volumen y en los olores de algo en específico. Por momentos esto funciona para que su mente no divague demasiado y regrese la molesta y angustiante sensación de estar viéndolo todo desde fuera.

Durante los intervalos en donde él se siente un poco más calmado y ha recobrado el sentido de la realidad, intercambia algunas palabras con los otros pacientes cercanos a él.

Uno de sus compañeros, con quien ha hablado la última semana, es un hombre de cuarenta años de edad que parece bastante calmado a pesar del mal estado que tiene su cuerpo. Tiene unas ojeras pronunciadas, como si se tratara de dos cráteres en sus ojos, su cabello parece grasoso y quebradizo, y su piel a veces parece amarilla y otras veces es completamente pálida como el cartón, con pliegues y numerosas arrugas que dibujan entramados que más bien parecen la erosión de una antigua montaña.

-¿Cómo ha iniciado usted con la enfermedad? -le pregunta su compañero-. Yo me di cuenta hace una semana y media; me iba a dormir y al despertar sentía que no había descansado absolutamente nada. Creí que era un insomnio normal. Ojalá hubiera sido eso. Pasaron dos semanas más sin poder soñar y todas las cosas se me empezaron a mezclar y llegó un punto en donde fue peligroso para mí hacer tareas tan sencillas como ir al trabajo. Si le contara lo que me ocurrió aquel día... -dice él.

El paciente lo mira con interés, tratando de poner atención a lo que le decía. Quizás hablar con alguien más que estuviera en su situación le permitiera entender mejor la situación, o al menos sobrellevarla.

-Bueno, para no hacer largo el relato, diré que empecé a ver a la gente y a los autos y me pregunté qué eran aquellas cosas; mis ojos veían pero mi cerebro no sabía qué veían los ojos, no sé si me doy a entender... -le dice su compañero-. Entonces entré en pánico, corrí asustado por toda la calle y no sé cómo terminé en una de las estaciones del metro preguntándole a la gente qué día era y quién era yo. Incluso a uno de los choferes del metro le pregunté si podía llevarme a mi casa. Hasta que vino un policía, sacó mi billetera y me mostró la credencial de elector y me preguntó si era yo. Entonces miré la fotografía y pensé '¡Vaya, pero si ese sujeto se parece mucho a mí!, entonces caí en la cuenta de que en efecto, ese era yo.

El paciente, escucha a su compañero, y mientras las palabras de él llegan a sus oídos, busca entre su cuaderno las notas de las primeras páginas, encontrando párrafos que relatan acontecimientos similares, ocurridos meses atrás.

 

HOY NO SUPE CÓMO ME LLAMABA NI QUÉ DÍA ERA. VEO EL RELOJ Y NO SÉ QUÉ SON ESAS COSAS QUE TRAE ESCRITAS, PARECEN LETRAS PERO NO SON LETRAS. NO SÉ QUÉ HACEN ESAS COSAS LARGAS GIRANDO HACIA LA DERECHA. HAY OTRA COSA IGUAL QUE HACE UN RUIDO DE CLICK EN POCO TIEMPO. CONTÉ LAS VECES QUE HACE ESE SONIDO POR VUELTA Y SON SESENTA. HE INTENTADO HABLAR A UN SEÑOR EN EL AUTOBÚS Y HE OLVIDADO EL IDIOMA QUE HABLO. LE QUERÍA PREGUNTAR EN DÓNDE ESTÁBAMOS PERO ÉL SOLO ME MIRÓ RARO. LA VERDAD YA NO RECUERDO SI EN REALIDAD LE HABLÉ O LO IMAGINÉ. LAS COSAS QUE RECUERDO HABER HECHO HOY RESULTA QUE EN REALIDAD LAS HICE HACE DOS SEMANAS...

 

El paciente le muestra sus notas a su compañero y este asiente.

-¡Ah, claro! A mí también me pasó lo mismo. No solo con los números, sino con las letras. Cuando leía el periódico o algún libro no sabía qué eran esas cosas negras y pequeñas como minúsculas hormigas. Se me figuró de repente, que estaba leyendo un nuevo idioma, como el chino. Hay momentos de calma, como ahora, y hay otros súbitos que vienen cuando uno ni preparado está, y es entonces cuando no puedo entender las cosas que digo, ni puedo distinguir a una persona de otra. Como si todas las cosas y todas las personas fueran una enorme masa de lo mismo. Es agotador. Uno siempre está cansado aunque duerma, pero dormir no sirve de nada si la mente no descansa. La mente sin los sueños nunca descansa. Se quema, como una computadora a la que jamás hubieran apagado. Funciona, eso sí, pero funciona mal, hasta que se le prende fuego de tanto estar y estar así.

-¿Qué le han dicho a usted sobre la enfermedad? -le pregunta el paciente a su compañero.

-Bueno, pues lo mismo que a usted. Que existe un tratamiento nuevo que quieren probar en nosotros -le dice, mientras hojea la libreta del paciente-. Usted dibuja unos peces muy bonitos -le dice, señalando uno de los dibujos de la libreta-. No me acuerdo cuándo escuché que los sueños se originaron en el mar, ¿sabía usted? Lo recordé por los peces. Los peces son del mar. Aunque algunos otros son de ríos, ¿no? Hay peces que viven en los mares y los ríos, arroyos y lagos. Y también hay gente que tiene peces viviendo en pequeñas peceras. Pero en fin, como le decía, no recuerdo quién me dijo que los sueños surgieron en el mar.

-¿En el mar? -pregunta el paciente sorprendido.

-Sí, en el mar. Parece que todas las cosas surgieron del mar -le contesta su compañero.

-¿Cómo es eso? -pregunta el paciente, mientras en la libreta escribe:

 

LOS SUEÑOS VIENEN DEL MAR

 

-A ver, ¿cómo era? -titubea su compañero, pero aunque parece que tiene la respuesta se queda en silencio durante dos minutos sin que ninguno de los dos note que ha pasado ese tiempo. Su compañero sencillamente se ha quedado en blanco y tras volver en sí, dice-. ¡Ah, discúlpeme! La verdad es que ya no lo recuerdo. Estoy empezando a olvidar las cosas que me dicen. Eso fue hace, no sé, quizás una semana, o un mes, o... ¡Oh, ya no recuerdo cuándo me lo dijeron! Mi doctor me lo explicó, pero no sé en qué momento. Creo que  necesito hacer lo mismo que usted y anotar todas las conversaciones en una libreta, así no se me va a olvidar -le dice su compañero-. Una libreta es una buena idea en estas circunstancias. Uno ya no puede confíar en su mente.

-Es muy necesario, créame -le responde el paciente.

-Le preguntaré a mi doctor lo de los sueños y el mar, lo anotaré y se lo contaré. Es algo que prometo hacer -le dice su compañero.

-Bueno, quizás se me olvide el asunto y a usted también -responde el paciente, riendo-. Así tendremos varios pendientes olvidados y nosotros ni en cuenta.

Los dos se ríen de la broma.

 

 

 

 

 

Horas después viene la doctora acompañada de otros médicos y enfermeras. Miran al paciente, a la vez que hojean las notas médicas. Durante la visita la doctora le explica los pormenores del procedimiento al que será sujeto. Le explica que el cerebro del donante muerto será sometido a una serie de procesos químicos hasta separar el onirobionte de las neuronas.

Mientras le explican el procedimiento, el paciente escribe, garabatea y dibuja burdamente a una persona a la que le inyectan en la cabeza el pedazo luminoso del cerebro proveniente de un cadáver.

 

ABRIR EL CRÁNEO.

INYECTAR LA COSA DE LOS SUEÑOS.

ESPERAR...

6 DÍAS MÍNIMO (?), anota en la libreta, junto a los dibujos del procedimiento del trasplante.

El paciente está de acuerdo con la operación y tras innumerables trámites que incluyen firmas a documentos de bioética, autorizaciones, cartas de descargo de responsabilidad y otros procesos legales, llega por fin el día de la operación.

Cuando los médicos llegan para llevárselo a la sala de operaciones, su compañero le desea suerte. Además, se da cuenta de que llevaba consigo una libreta y una pluma que antes no había. Le sonríe.

-¡Mire, amigo! ¡Ya tengo una libreta, así ya no se me va a olvidar la historia de los sueños y el mar! ¡Mucha suerte! ¡Cuando vuelva de la operación sabrá usted todo sobre los sueños y podrá recordarlo todo por mí! -le dice su compañero, mientras es apartado por los médicos hacia los pasillos.

Llega a un quirófano en donde es sedado con un cóctel de anestesia y otras sustancias desconocidas para él.

Durante esos instantes, el cuerpo del paciente y todo lo que lo rodea está sumido entre telas blancas, y de entre ellas aparecen las figuras de los médicos cubiertas de máscaras, guantes, batas y lentes que ocultan sus rostros.

Él imagina que del otro lado del cuarto de operaciones donde se encuentra, hay un muerto del que están extrayendo una resplandeciente luz, como una pequeña estrella moribunda, y que varias personas batallan para atraparla, hasta meterla en un frasco o alguna otra cosa que pueda contenerla. Nunca ha visto un onirobionte, como tampoco ha visto las partes internas de un ser humano como los órganos. Sabe que no tiene idea de cómo luce un hígado real, ni un intestino ni un pulmón. Tampoco sabe, por supuesto, cómo luce una entidad tan abstracta como un onirobionte. Desconoce si el brillo que ha visto en las tomografías es un color artificial creado para hacer visible al fenómeno. Se pregunta, en pocos segundos, si acaso el onirobionte no será una entidad invisible con la que debe lidiar utilizando instrumentos que puedan ver su longitud de onda. 

Llegado cierto punto ya no puede imaginar más, pues la anestesia ha hecho su efecto y todo se empieza a transmutar en pura oscuridad. La sensación es algo similar a cuando le aplican el sedante diario, cuando cada noche lo hacen dormir. Sin embargo, el efecto es mucho más fuerte, como si alguna corriente invisible y poderosa lo arrastrara hacia una insondable profundidad.

No sabe cuánto tiempo ha pasado dentro de la absoluta penumbra. Solo puede ver, tras un tiempo cuya magnitud se desconoce, a la confusa luz disipando las tinieblas de su campo de visión. De ella surgen las formas de los médicos quienes empiezan a preguntarle infinitas cosas que no comprende. Prueban sus reflejos y hacen otras observaciones mientras lo toqueteaban aquí y allá. Babea y su mirada se va al techo. No tiene fuerzas para hablar, tras lo cual lo dejan en paz y le colocan unos chupones en la cabeza para medir sus ondas cerebrales.

Pasan los segundos, las horas, los días, y ninguna señal es detectada.

El resultado de la operación es más que evidente.

Sigue sin poder soñar.

 

 

 

 

-¡Amigo! -le dice su compañero al verlo cierto día de nuevo en la sala común- ¿Cómo ha ido todo? ¿Ya has soñado? ¿Te curaste?

El paciente no reconoce a su compañero. Hace un ceño en la frente que delata su confusión. Las punzadas en la cabeza se hacen presentes y recorren sus ojos y llegan hasta sus dientes.

Busca algún rasgo familiar en el semblante de su interlocutor.

-En su libreta -le dice su compañero- Busque en su libreta -le dice.

Entonces él busca entre las páginas de su libreta y encuentra escrito que el sujeto que le está hablando es su compañero.

-Lo olvidé, perdón -le dice, balbuceando, aún bajo los efectos del dopaje-. Estoy vivo, eso sí. Pero los médicos entienden que mi cuerpo ha rechazado al onirobionte, por lo que quieren intentar con otro donante.

-¿Otro donante? -le pregunta su compañero- Es decir, que le van hacer otra operación, ¿no?

-Sí, es correcto...

-¿Y qué piensa hacer usted? A lo que entiendo es un procedimiento complicado. Hay que abrir el cráneo y quién sabe qué otras cosas más rebuscadas.

- Voy a acceder -le responde el paciente. 

El compañero lo mira con sorpresa.

-Vaya, otra operación como esa debe ser agotadora. Pero todo sea por volver a soñar -le dice el compañero-. Sin el sueño uno solo puede aspirar a morirse.

El paciente hojea la libreta y junto a la descripción de su compañero y los temas que hablaron hace semanas encuentra la mención de los sueños y el mar. Cuando le recuerda a su compañero el tema, este no parece reconocer de lo que habla. Hasta que busca en su propia libreta y se da cuenta de que ha olvidado preguntarle a su doctor sobre el origen de los sueños.

-Le prometo que le preguntaré a mi doctor la siguiente vez que lo vea. Lo prometo. Se me ha olvidado otra vez. Ya sabe cómo es esto, los días pasan y la memoria es cada vez peor -le dice su compañero.

 

 

 

 

 

Tras varios meses de estudios y de espera de un nuevo donante cadavérico, el paciente ingresa de nuevo al mismo quirófano, le abren otra vez el cráneo, inyectan el nuevo onirobionte y monitorean sus ondas cerebrales sin resultado alguno.

Los médicos, sumidos en la frustración, no entienden porqué todo ha sido un fracaso. Discuten interminablemente todas las variables implicadas, pero nadie logra encontrar una resolución al problema, por lo que el asunto queda suspendido en un absoluto misterio.

¿Será que no es posible transferir los sueños de persona a persona? Pero, ¿cómo? Si entre animales es posible hacerlo. Quizás, razonan los médicos, el sistema onírico del organismo humano tiene un sistema mucho más complicado para ensamblarse al sistema nervioso. No es simplemente colocar al onirobionte en un nuevo cerebro, sino que la más mínima variación en el cerebro de cada persona determina si existe la aceptación o el rechazo total. Pasó con los primeros trasplantes de órganos; a veces eran un éxito y otras veces terminaban con el órgano destruido por el sistema inmune. Bajo estos razonamientos, los médicos, entre discusiones, teorías y frustraciones, algunos llegan a pensar que los sueños tienen incluso un sistema inmune. Por eso será, razonan, que incluso cuando una persona que es capaz de soñar se enferma gravemente desarrolla pesadillas. Quizás incluso los sueños tienen su lucha contra las enfermedades infecciosas.

Pero todo se queda en eso, en conjeturas, en ideas sobre la posible evolución en que los sueños se ensamblan en diferentes taxones del reino animal y qué sutiles pero importantes diferencias hay en cada especie.

Todo se queda en eso, en habladurías. Lo que importa ahora es que todas esas ideas sirvan para algo práctico e inmediato.

Los médicos contactan con biólogos, virólogos, veterinarios, infectólogos, neurólogos y todas las personas que sepan sobre la evolución, la vida y los sueños.

Unos dicen que el cuerpo humano tiene un nivel de complejidad muy alto y que eso resulta en una paradoja, al determinar que el intercambio de partes entre un cuerpo a otro resulte más riesgoso. En cambio, si se hace con una especie con un nivel de complejidad mucho menor el riesgo podría ser menor. El sistema inmune de los reptiles o los peces es más sencillo que el humano; no existe la abrumadoramente grande cantidad de factores que, por más pequeños que sean, resulten en el rechazo de un órgano y su dramática destrucción. Algunos de estos científicos proponen que mientras más atrás en la línea evolutiva se vaya, uno encontrará un animal que resulte un candidato ideal para trasplantar sus sueños a los humanos. Así como algunos médicos ya usaban la piel de las tilapias para tratar las quemaduras de personas, siendo mucho mejor que utilizar injertos de piel, quizás utilizar el onirobionte de una especie evolutivamente más distante del ser humano podría ser la solución.

El punto es que todo esto era teoría, hipótesis y conjeturas. Había que poner a prueba todas esas ideas, ver si funcionaban y no terminaban en una tragedia.

Aquí y allá, en todas las ciudades y países donde la enfermedad se ha diseminado sin control, se publican miles de artículos científicos como el pan caliente. Por la urgencia algunas de estas investigaciones no han sido debidamente revisadas, por lo que hay errores que son descubiertos una vez se intentan replicar los resultados.

Los científicos leen cuanto pueden, tratando de atar cabos, aunque, entre tanta información se vuelve difícil, no por decir imposible, discernir qué datos son relevantes y válidos.

¿A cuál investigación creerle?

Es cierto que la urgencia de la situación ha dado prioridad a investigar sobre el trasplante de sueños y sus posibles soluciones, pero entre tantas discusiones, entre tantos trabajos, todo se vuelve difuso, incomprensible.

El agotamiento llega también a los científicos, a los médicos, a todas las personas. En la televisión y en las redes sociales no se habla más que de la enfermedad de los sueños. Por primera vez, términos científicos como simbiosis, holobionte, onirobionte, onirometrías y otras palabras, pasan al uso común de la gente, aunque no bien se sepa qué signifique cada concepto.

¿Cómo pudo surgir la enfermedad? Nadie lo sabe, solo hay conjeturas.

Pudo haber sido la contaminación de los microplásticos, cuyas partículas diminutas se acumularon durante generaciones en los seres humanos, hasta destruir el soporte del onirobionte e intoxicar al cerebro. Quizás pudo ser también un nuevo tipo de virus que infecta al onirobionte, matándolo y provocando la ausencia de sueño.

O tal vez fue el sol y su radiación; la ingesta de tal o cual comida...

Todo cae en la incógnita. Sobre todo al estudiar a los demás animales no humanos y encontrar que ellos sí sueñan.

Algunos piensan, angustiados, en que si los humanos no serán los primeros de muchos animales en perder el sueño. En ese caso, ¿cuánto tiempo quedaría hasta que los sueños desaparecieran de todo el árbol de la vida?

Pero, la respuesta a estas preguntas es solo una de muchas incógnitas. Quizás esto sería algo transitorio, quizás sería algo exclusivo en los humanos y desencadenaría su extinción. O quizás ninguna de estas cosas.

Para llegar a responder algo tan complejo se necesitarían no años, sino décadas de investigación, de prueba y error, para resolver el enigma.

En un periodo de unos cuantos meses, era imposible resolver tantos campos del conocimiento vacíos.

Lo único que está al alcance de la mano no es encontrar el origen, las causas y las implicaciones evolutivas en los seres humanos de la pérdida del sueño, sino cómo volver a soñar.

Primero hay que encontrar un donante idóneo que el sistema nervioso humano no rechazara.

Después se podrán investigar las demás conjeturas, si no es que es demasiado tarde cuando llegue ese momento.

 

 

https://webs.ucm.es/BUCM/revcul/sci-fdi/281/art4327.php (Continuación)

 

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