Había pasado mucho tiempo desde el último contacto (según la medida terrestre). Nombres como Quetzalcóatl y Viracocha solo eran parte de leyendas de algunos pueblos primitivos. Pero ya los habitantes del tercer planeta habían alcanzado un desarrollo técnico lo suficientemente grande como para poder establecer contactos con civilizaciones de otros mundos. Los dos exploradores sobrevolaron el tercer planeta en una nave de reconocimiento. Habían adoptado formas terrestres, las formas que según imágenes tomadas previamente eran las más gratas y bellas para los habitantes de este mundo: eran altos y rubios, de ojos azules y vestían trajes de contención interestelares adaptados al protocolo, llenos de broches, estrellas y cremalleras incluyendo protectores ópticos de luz visible (la luz solar era muy fuerte para ellos).
Aterrizaron en una urbe en ruinas. Signos de combate eran evidentes: varios biohumanoides carbonizados, uno infantil lamentándose hasta la agonía y mucho líquido vital coagulado en el suelo enrojecido. Caminaron por aquel lugar lleno de muerte preguntándose qué había ocurrido, al pasar una esquina hallaron a un hombre callado, los ojos vacíos, el gorro sucio. ¿Dónde están los demás?, le preguntaron tocándolo. Él se encogió de hombros y le señaló una calle estrecha entre dos edificios adornados con un quemado cartel en caracteres cirílicos. Montaron el todoterreno y se fueron por allí. Al aproximarse una detonación masiva destruyó el vehículo. El hombre del gorro miró con odio hacia el callejón y gritó, rusos de mierda, y mientras los restos de metal retorcidos ardían con fuerza llamó al resto de los miembros de la guerrilla urbana de Járkov que permanecían emboscados.