En los turbulentos tiempos que nos toca vivir, donde el sentido común va cediendo lenta pero progresivamente ante el oscurantismo de falsas mixtificaciones de un pasado bucólico y cultos emergentes que se pretenden basados en la ciencia (esto es, cuando el propio principio científico, falseado o manipulado, inevitablemente se pervierte en una letanía litúrgica), merece la pena indagar el papel que la ciencia ficción ha jugado en el tratamiento de los temas religiosos, al margen de los credos y confesiones particulares. A primera vista, la ciencia ficción y las cuestiones religiosas o místicas parecen términos antitéticos, al menos si tenemos en mente las obras con un contenido técnico o científico considerable. No obstante, la proximidad es mayor de lo que pueda sospecharse a primera vista, y la cantidad de obras que tocan el tema, de modo central o tangencial, es muy abundante. El mito del "astronauta antiguo" se remonta a los orígenes de la historia escrita, y no falta quién le ha dado una interpretación mística, justificando de este modo la aparición de los diferentes credos.[1] Textos tan antiguos como el mito de Gilgamesh o las escrituras sagradas del hinduismo sugieren (con una dote no desdeñable de imaginación) una intervención externa a nuestra especie, que hubiese dado lugar a los mitos divinos. La eclosión del fenómeno OVNI, por su parte, ha revitalizado estos mitos, proporcionando nuevos escenarios para estas hipotéticas visitas de emisarios del cosmos. Desde una perspectiva científica, destacados autores como el famoso astrónomo Camille Flammarion trataron de reconciliar el progreso científico (fundamentalmente durante el siglo XIX) con las creencias religiosas, proporcionando de este modo una primera motivación para la literatura de ciencia ficción.
Hemos comentado en diversas ocasiones que el género de ciencia ficción no admite una definición exacta, sino que corresponde a un conglomerado de tendencias del pensamiento políticas y filosóficas, en ocasiones enfrentadas, pero que tienen como finalidad reflexionar sobre nuestra posición en el Universo y nuestra deriva en el mismo. Históricamente, la mitología y la superstición han sido el antecedente natural del racionalismo, en ocasiones acaparado por una élite (política, militar o sacerdotal) sin escrúpulos, para fortalecer y extender su control sobre la masa, a la que se ofrecían unos dogmas estrictos que no admitían réplica ni discusión, por absurdos y contraproducentes que fuesen. Con la eclosión del espíritu crítico y el enfoque desapasionado de las leyes naturales, tales dogmas fueron sucumbiendo ante la evidencia científica y una lógica fundamentada. No obstante, y como somos testigos actualmente, la propia ciencia puede desvirtualizarse para moldear una nueva e indiscutible doctrina, aunque ésta esté manifiestamente asentada en tecnologías novedosas y parcialmente incomprendidas, estadísticas incompletas o erróneamente planteadas, así como en cascadas de datos que, por sí mismos, se prestan a la interpretación que quien las manipula le desee dar, sin que esto añada nada a su veracidad.[2]
Aclamados autores de ciencia ficción han tratado el tema religioso en sus obras, desde la descripción de sociedades religiosas intransigentes y dominantes, que no dejan de ser una extrapolación de la rigidez escolástica medieval (como en la Historia del futuro de Robert Heinlein), a la reflexión seria de la mística y el mesianismo en un futuro distante o situado en planetas lejanos (siendo Dune de Frank Herbert uno de los ejemplos más impresionantes y logrados), pasando por la variante del viaje en el tiempo para ser testigo o desencadenar la mitología cristiana (He aquí el hombre de Michael Moorcock). Una variante más común es la proyección imaginaria de los temas religiosos en sociedades post-industriales, que normalmente se identifican con comunidades de tipo (nuevamente) medieval, donde el racionalismo científico es, bien el arquetipo del mal que ha devastado el mundo, o una nueva modalidad de liturgia que raya con la magia. En ambos casos, la (mala) ciencia conservada es exclusiva de una élite que ni la comprende ni la puede recuperar, y que la emplea como herramienta de poder. Como fenómeno claramente minoritario, algunos autores tratan de publicitar sus propias creencias a través del género, con mayor o menor éxito. Así, Orson Scott Card postula que el mormonismo es la vía de la salvación en su recopilación de relatos postapocalípticos The Folk of the Fringe (1989), mientras que Judith Moffett recrea en Pennterra (1987) un conflicto entre la población autóctona de un planeta recientemente colonizado con los exploradores cuáqueros, en el que la discusión teológica juega un papel central.
Un ejemplo característico del científico que va enajenándose hasta creerse una divinidad es el relato Dios microcósmico (1941) de Theodore Sturgeon. En este relato, un bioquímico llamado Kidder logra crear una vida artificial con una asombrosa capacidad evolutiva y racional a nivel microscópico, que decide explotar descaradamente para resolver problemas científicos en los cuales su incompetencia es manifiesta. Cegado por su soberbia, el protagonista tortura cruelmente a los inocentes seres cuando las respuestas no le parecen satisfactorias o cumplen sus expectativas, atribuyéndose un papel divino. Pese a su deplorable actitud, los pequeños seres le auxiliarán cuando Kidder, víctima de su ingenuidad social, se ve amenazado por élites financieras que tratan de eliminarle para apropiarse de lo que piensan que son sus inventos.
Como prototipo de novela basada en la extrapolación del hermetismo y la escolástica medievales, puede mencionarse Gather, Darkness! (1943) de Fritz Leiber,[3] en la que se nos describe una sociedad estratificada y altamente jerárquica en la que unos monjes, autoproclamados custodios de la ciencia, pervierten la misma con tintes sobrenaturales para controlar a una población ignorante e ingenua y mantener de este modo sus privilegios, que simboliza de algún modo la eterna lucha del bien contra el mal,[4] plasmando algunas de las experiencias y frustraciones religiosas del autor. La argumentación empleada, que será repetida hasta la saciedad por autores posteriores, se basa en una tecnología avanzada y desarrollada para controlar y no complementar al individuo, como vehículo natural para legitimar que una élite pertenece a un estrato superior, al que no tiene acceso el común de los mortales y que, en su inferioridad, debe ser tutelado constantemente.
Otro clásico es Un cántico por Leibowitz (1960) de Walter Miller Jr., en la que una orden monástica conserva los despojos de la antigua ciencia a través de la adoración de unos documentos de un ingeniero llamado Leibowitz, que por azar no fueron destruidos. La novela se divide en tres ciclos, en los que la asociación de religión con degradación intelectual permanece intacta, llevando a la sociedad emergente a seguir los pasos y reproducir fielmente los errores de sus antecesores, inevitablemente llevando la renacida sociedad a un nuevo ocaso del progreso.
Por otro lado, Un caso de conciencia (1958) de James Blish, es un texto notable por su profundidad filosófica y dimensión teológica. En la novela se relata como una pequeña expedición encuentra un planeta, llamado Litina, cuyos habitantes son pacíficos reptiles que caminan erguidos. El descubrimiento de una evolución no humana, además de pacífica y socialmente estable, aunque carente de religiones y de la noción de un Creador, supone un serio problema de fe para el sacerdote Ruiz Sánchez, jesuita y biólogo de la expedición, que ve en ello una maquinación del Maligno, por lo que propone ocultar la existencia de Litina a la humanidad. El conflicto estalla cuando los científicos descubren un filón de litio, que implicará su explotación (así como la de la población indígena) indiscriminada. El conflicto moral del sacerdote quedará parcialmente resuelto después de una audiencia papal, en la que se le recomienda exorcizar el planeta. No obstante, en el mismo momento de consumar el ritual, el planeta Litina estalla como consecuencia de un fallo en los reactores de fusión instalados por los científicos, brindándonos un final de la novela sumamente sugerente por su ambivalencia.
Una trama similar, pero modernizada y ambientada dentro del contexto del programa SETI, la hallamos en la novela Rakhat (1996) de Mary Doria Russell, en la que la Compañía de Jesús organiza una expedición a Alpha Centauri para investigar el origen de unas emisiones recibidas. El protagonista, un sacerdote llamado Emilio Sandoz, verá resquebrajarse sus creencias al contactar con la raza extraterrestre, volviendo a la Tierra física- y espiritualmente destrozado. La autora, licenciada en antropología biológica, consigue desarrollar una convincente disquisición sobre las implicaciones morales, religiosas y psicológicas de un primer contacto con una raza extraterrestre. Antes de abandonar el género, Russell escribió una secuela, Children of God (1998), con el mismo protagonista, pero la obra ya no resulta tan efectiva, al reiterar la argumentación de la primera parte y no aportar nuevos elementos de interés a la trama.
Un caso a todas luces extremo es Ron L. Hubbard, ya mencionado en anteriores ocasiones, que inventa una propia (y altamente lucrativa) religión a través de sus escritos, notablemente Dianetics (1950), una obra pseudocientífica que, no obstante, causó furor entre los aficionados a la ciencia ficción. Este último ejemplo es particularmente significativo, ya que se elige el término cienciología para legitimar un culto que, analizado objetivamente, no deja de ser un cúmulo de afirmaciones dogmáticas diametralmente opuestas a las leyes comprobadas experimentalmente y su formalización lógica o axiomática, es decir, lo que debería entenderse como ciencia seria. La circunstancia singular de este fraudulento movimiento, como es bien sabido, radica en que J. W. Campbell, destacado por su intransigente cientifismo, fue uno de sus propagandistas más activos, lo que sin duda contribuyó a que personas cabales dejasen de lado su (supuesto) raciocinio y se sumasen a esta farsa. No puede negarse, sin embargo, que el éxito de este movimiento se debe a una estudiada y magistral mercadotecnia, ingrediente que, como nos enseña la historia, resulta clave para lanzar y solidificar nuevos cultos, creencias y tendencias de toda índole.
Cabe citar la novela A Search for the King (1950) de Gore Vidal, un célebre autor que no se identifica en principio con la ciencia ficción. Esta obra trata de un empleado de pompas fúnebres que declara la muerte como la finalidad última de la humanidad, extravagante tendencia que, una vez adecuadamente publicitada y manejada por un opaco consorcio, progresivamente se va convirtiendo en un nuevo culto. Con el fin de legitimar esta emergente religión, los cabecillas del movimiento deciden que no existe mejor escaparate que el sacrificio de su creador. Éste, alarmado por la magnitud que ha adoptado su filosofía, obviamente se niega a suicidarse para ennoblecer su causa, motivo que ocasiona su (orquestada) eliminación para convertirle en un nuevo mesías.
Esta idea se encuentra asimismo en Las calles de Askhelon (1962) de Harry Harrison, donde un ingenuo, pero honrado misionero trata de evangelizar y llevar un mensaje de redención a una raza extraterrestre, impermeable a la superstición. Llevados por su racionalismo integral, y con el fin de obtener una prueba fehaciente de la resurrección y, por tanto, de la veracidad de las enseñanzas del misionero, los alienígenas deciden finalmente crucificarlo. Huelga decir que el protagonista no resucita, y los extraterrestres archivan el asunto como intrascendente.
Otros relatos, en lugar de desarrollarse en un ambiente declaradamente opresivo y deprimente, tienen como protagonista a un misionero o sacerdote, usualmente asimismo un erudito o científico. No es casual que diversos autores hayan elegido precisamente a los jesuitas como personajes representativos, sin duda inspirados en pensadores tan notorios como Pierre Teilhard de Chardin o Georges Lemaître, que ejemplifican la lucha entre el racionalismo puro y los dogmas de fe,[5] así como de ciertas controversias de ámbito científico (recuérdese, por ejemplo, el sofisticado montaje orquestado alrededor del hombre de Piltdown).
Entre los múltiples ejemplos de esta categoría, mencionamos brevemente En busca de San Aquino (1951) de Anthony Boucher.[6] En un futuro tecnocrático, en el que la religión se ha convertido en un movimiento clandestino, un sacerdote llamado Tomás recibe la orden de encontrar la tumba con el cadáver incorrupto de Aquino, un personaje legendario cuyas capacidades de evangelización son la gran esperanza para revitalizar el catolicismo. El protagonista emprende el viaje con un asno robótico que, para su sorpresa, está versado en cuestiones teológicas, con las que trata de persuadir constantemente a Tomás para que abandone su misión. Después de un largo y arduo viaje, en el que se reproducen algunos de los episodios de los textos sagrados, Tomás localiza finalmente la tumba, para descubrir, consternado, que el cuerpo incorrupto del santo se debe a su naturaleza artificial, al ser un robot y no un ser humano. En este punto cabe preguntarse si el asno que acompaña a Tomás, con su insistencia para convencer a Tomás de dejar correr el asunto, no estaba tratando de evitarle la decepción final, ayudando a mantener su fe, aunque fuese a través de una mentira (piadosa).
Arthur C. Clarke, por su parte, nos ofrece también las peripecias de un abnegado misionero espacial, nuevamente jesuita, en su relato La estrella (1955). Una expedición parte a un lejano sistema para analizar los restos de una civilización destruida por una supernova, cuyo legado encuentran en un satélite artificial situado en una órbita lo suficientemente lejana como para no haber sido destruida en el cataclismo. Los exploradores encuentran testimonio de que la raza extinta compartía muchas similitudes con la humana. El punto álgido del relato es el momento en el que el jesuita, a la par astrofísico, determina con exactitud la fecha del cataclismo, que coincide con la aparición de la conocida estrella de Belén, lo que provoca una profunda crisis de fe en el sacerdote. Al margen de este relato, la obra de Clarke está plagada de alusiones más o menos opacas a cuestiones transcendentes, que de algún modo constituyen una reflexión sobre la divinidad en combinación con civilizaciones tecnológicamente avanzadas, siendo El fin de la infancia (1953), 2001: Una odisea espacial (1968) o Cita con Rama (1973) las novelas más significativas.
El toque satírico lo volvemos a encontrar en la obra de J. T. Sladek. En la novela Roderick (1981), el protagonista es un ingenio (de hecho, una inteligencia artificial) desarrollada dentro de un programa gubernamental que es posteriormente cancelado, lo que obliga a su creador a ocultar su invención, para evitar su destrucción. El pequeño Roderick, que es como se llama el aparato, va pasando de un custodio a otro, ocasionando divertidos y rocambolescos episodios en cada una de sus estancias, para acabar en una escuela monástica, donde Roderick, sea por ignorancia, incomprensión o desprecio de los dogmas eclesiásticos, acaba por crear el caos, lo que proporciona al autor la oportunidad para ironizar abiertamente sobre las supersticiones convertidas en dogmas de fe.
Si los robots o las inteligencias artificiales son capaces de desarrollar misticismo constituye todavía un enigma que no somos capaces de resolver, aunque diversos especialistas ya discurren seriamente sobre el problema, e incluso se han desarrollado robots que cumplen la función sacerdotal, aunque, de momento, se trata tan sólo de ingenios que repiten sin descanso las mismas letanías.[7] Por su parte, la ciencia ficción ya ha tratado el tema en repetidas ocasiones, como en el relato de Boucher o la novela Project Pope (1981) de Clifford D. Simak, aunque en estos casos, los robots son tan sólo los depositarios de una creencia que no comparten (¿la entienden?), pero que tratan de mantener viva para no decepcionar a los humanos. Una situación radicalmente opuesta nos la ofrece Asimov en algunos de sus relatos sobre los robots positrónicos, en particular, Razón (1941), narración en la cual un robot denominado QT-1 experimenta una revelación mística y deja de obedecer a los humanos. Convencido de su papel como sacerdote supremo de la maquinaria de la estación espacial (a la que toma por el Gran Creador), y siendo el encargado del mantenimiento y funcionamiento, QT-1 convierte a los demás robots a su extraño culto, dificultando su misión y poniendo en peligro a sus supervisores humanos. Finalmente, aunque no llegan a sanar de su repentino e inexplicable mesianismo, los robots cumplen con su cometido técnico, pese a que las razones para su eficiencia no están en absoluto basadas en la lógica.
La idea de Asimov del robot que experimenta una revelación es sumamente original, y contrasta con otras variantes en la que un ordenador (o supercomputadora) adquiere en algún momento una conciencia y se autoproclama como dios de la humanidad, controlando todos los aspectos de la existencia y actividad humanas (Colossus (1966) de Dennis F. Jones; The God Machine (1968) de Martin Caidin; La fuga de Logan (1976) de William F. Nolan y George C. Jones).[8] Debe observarse que el temor a que una inteligencia artificial se convierta en una especie de dictador a nivel global va tomando forma lentamente, a raíz de la progresiva y no siempre beneficiosa automatización (o mejor dicho, digitalización) de la sociedad, aunque el peligro que esconde este proceso radica menos en la tecnología en sí misma que en aquellos que la controlan en su provecho.
El autor más prolífico en especulaciones místicas es sin duda Philip K. Dick, cuyas novelas nos adentran en sus propios miedos y experiencias oníricas, próximas a la insania. El tema religioso, o al menos transcendente, se encuentra en multitud de sus relatos, de forma más o menos disimulada, tales como Gestarescala (1969), en la que un frustrado ceramista al borde del suicidio es requerido por una extraña entidad extraterrestre que le ofrecerá la inmortalidad. Las más representativas coinciden con el período místico del autor, y, siendo novelas independientes, no dejan de formar una trilogía muy significativa. Nos referimos a las novelas Valis (1981), Invasión Divina (1981) y Transmigración de Timothy Archer (1982), aunque cabe plantearse si esta última está realmente concebida como una obra de ficción. En todas ellas, el protagonista es un ser atormentado que busca una señal divina, sea ésta de naturaleza mística o procedente de una comunicación extraterrestre. El trasfondo es encontrar una justificación de la existencia y una visión introspectiva de la naturaleza humana. Cabe reseñar que el protagonista de la última novela, un clérigo alcoholizado que emprende un viaje a Israel, está fuertemente basado en un amigo de Dick, James A. Pike, un obispo polémico que fue incluso acusado de herejía, y que falleció en extrañas circunstancias durante un viaje a Israel. El paralelismo existente entre la novela y la vida de Pike confieren a esta última obra de Dick un carácter especial, por lo que nos cabe la duda sobre si es correcto catalogarla como ciencia ficción. Los escritos exegéticos de Dick, aunque amplios, son poco conocidos y sólo se han editado parcialmente, aunque estos extractos son muy edificantes para comprender la tortura mental a la que el autor estuvo sometido durante sus últimos años de vida.
Otra interpretación, académicamente más interesante, se nos plantea en los diferentes ensayos de Stanislaw Lem, que aborda el problema desde una vertiente filosófica y tecnológica. Muchos de sus relatos referentes a contactos con entidades extraterrestres no dejan de traslucir la duda sobre si estos seres, tan ajenos a nuestra experiencia, pueden estar en el origen de las religiones y divinidades terrestres. Aunque la posición del autor en cuanto a las religiones es clara, nos concede al menos el beneficio de la duda, siendo una superioridad tecnológica de una raza extraterrestre una legitimación para los diferentes mitos aparecidos a lo largo de la historia. Destacamos en este sentido la Summa technologiae (1964), texto que, sin ser narrativo, es sumamente instructivo en la interpretación que da el autor al papel semidivino que jugará la tecnología una vez que resulte incomprensible por el común de los mortales, elevándola a un mensaje trascendental que acabará por determinar los designios humanos, inevitablemente conduciendo a nuestra especie a la destrucción.
Aunque resulta harto infrecuente encontrar alusiones directas a la divinidad en autores pertenecientes al bloque oriental, existen algunas excepciones curiosas y no muy conocidas, como la novela El lastre de la escafandra (1969) del autor búlgaro Lyuben Dilov, en la que unos expedicionarios descubren un planeta habitado y tratan tenazmente de establecer contacto con los moradores, que rechazan de plano cualquier contacto e intercambio de información. La obstinación humana, pese a la destrucción de sus sondas automáticas y el suicidio de uno de los expedicionarios, alienado por visiones generadas por los misteriosos extraterrestres, no les permite claudicar, y el autor plantea interesantes cuestiones sobre la legitimidad de intervenir o forzar contactos cuando sólo una de las partes está interesada. Finalmente, después de tensas negociaciones, se establece un encuentro en el satélite natural del planeta, en el que dos representantes de cada especie habrán de conferenciar y establecer una tregua de varios siglos antes de volver a contactar. Cuando uno de los emisarios extraterrestres trata de escapar y pedir asilo en la nave terrestre, los expedicionarios deciden romper el protocolo y aclarar, de una vez por todas, la extraña situación. Se descubre de este modo que los indígenas del planeta, seriamente afectado por la proximidad de su luna, lo que ocasiona periódicamente importantes desastres naturales, están siendo esclavizados y engañados por los ocupantes del satélite artificial del que proceden los emisarios, y que se han erigido en dioses del planeta. No obstante, estos extraños seres son, a su vez, organismos cibernéticos, fabricados y destinados al planeta por otra raza más evolucionada que, milenios atrás, decidió iniciar una serie de experimentos. La llegada de los humanos ha trastornado a ciertos de los cíborgs más jóvenes, que tratan de romper el dominio de sus amos, y en una misión suicida, destruyen el satélite artificial. Los expedicionarios, desalentados por el catastrófico resultado de un primer contacto inconcluso (no se descubre quién fabricó el satélite, ni de donde provenían), deciden suspender la exploración y no interferir con los desconocidos habitantes del planeta, que liberados de su (falsa) divinidad, deberán por sí mismos evolucionar y progresar, olvidando progresivamente el mito que por tantos siglos los ha tenido subyugados.
Puede parecer extraño que no mencionemos a los hermanos Strugatski, cuyas novelas están llenas de simbolismo y reflexiones filosóficas que abarcan asimismo las cuestiones religiosas, como Lastrados por el mal o cuarenta años después (1986), que trata sobre el nuevo advenimiento del Redentor a la Tierra. Un excelente y pormenorizado análisis de esta novela, y de la obra de los Strugatski en conjunto, así como del tema que nos ocupa, puede encontrarse en la reciente tesis doctoral de Yarina Hanych (incluida en la bibliografía y accesible por la red), motivo por el cual no nos detenemos explícitamente en estos autores.
La argumentación de la novela Planeta azul (1963), del autor alemán oriental Carlos Rasch, retoma nuevamente los mitos del astronauta en la antigüedad.[9] Por causa de una avería, unos exploradores deben aterrizar de emergencia en un planeta, en el que involuntariamente se encuentran con los pobladores. Los exploradores, pertenecientes a una sociedad perfectamente estructurada (esto es, posterior a la culminación del comunismo), están profundamente alarmados por la sociedad de clases que encuentran, por lo que deciden intervenir positivamente para llevarlos por el "buen camino". No obstante, su tarea se ve entorpecida por la clase sacerdotal, que trata de mantener sus prebendas, así como por alguno de los expedicionarios, que ve la oportunidad de autoerigirse como dios de un pueblo atrasado y explotarlo a sus anchas. El conflicto que se genera no se resuelve satisfactoriamente: la expedición, una vez reparada su astronave, captura a sus miembros disidentes y abandona el planeta, sin haber concluido su proceso de reeducación. No obstante, resta la esperanza de que las enseñanzas impartidas hagan despertar a la población, de modo que se libere a sí misma de la esclavitud de sus creencias.
La trama guarda ciertas semejanzas con otra novela aparecida el mismo año, Cuando los dioses murieron, de Günther Krupkat. En un lejano futuro, los cosmonautas encuentran en la Luna y en el asteroide Phobos huellas de una antigua civilización procedente del planeta Meju-Ortu (identificado con el mítico Faetón). Los habitantes, en el éxodo de un planeta destinado a la destrucción, hacen una parada en la Tierra, donde dejan algunos testimonios de su presencia, tal como las terrazas de Baalbek. Sin embargo, a diferencia del relato de Rasch, Krupkat se centra menos en las andanzas de personajes concretos, explayándose más en los aspectos técnicos, filosóficos e históricos de la hipótesis de un legado extraterrestre. En la secuela de esta novela, titulada Nabou, el enigmático monumento de Baalbek sigue estando en el centro de la trama, en la que unos geólogos descubren unos robots biónicos que fueron depositados allí por los habitantes de Faetón. La novela profundiza más que la anterior en los aspectos psicológicos, así como en los conflictos humanos que se derivan del contacto con entidades extraterrestres.
Reinhard Kriese, por su parte, trata de especular en Misión Setta II (1986) sobre la repetición de la pasión cristiana a nivel cósmico. El protagonista es un expedicionario llamado Arkhon, procedente de una civilización que se ha inmolado en un conflicto atómico. Con el propósito de evitar que la naciente sociedad del planeta Setta cometa los mismos errores, Arkhon se convierte en un predicador y un mesías de la paz, ayudado por una tecnología que le permite obrar ''milagros", instaurando una nueva religión a su muerte. Esta burda simplificación de los mitos cristianos, plagada de tópicos, dista de alcanzar un nivel de calidad aceptable, aunque constituye una lectura al menos entretenida, aunque sea sólo por comparativa del tratamiento de temas religiosos por autores marcadamente representativos del marxismo dialéctico.
Finalmente, mencionamos la obra póstuma de Franz Werfel La estrella de los no natos (1945), única de sus composiciones que se acerca claramente al género de ciencia ficción, y en la cual, mediante un viaje en el tiempo de su protagonista a un futuro muy lejano, nos ofrece une reflexión sumamente interesante sobre la simbiosis del judaísmo y el catolicismo, únicas confesiones que han sobrevivido al paso del tiempo y las convulsiones políticas.[10] Aunque no se trata de la típica novela de ciencia ficción, merece la pena por ser uno de los pocos ejemplos en los que un autor, externo al género que nos ocupa, ha tratado de combinar un ensayo filosófico serio, ambientándolo en un contexto propio de la literatura de anticipación.
En resumidas cuentas, no disponemos aún de una respuesta categórica sobre la existencia de un alma robótica (ni de la humana, para ser más precisos), o si estos ingenios artificiales, modelados a nuestra imagen y semejanza, supondrán un remplazo (¿adecuado?) de la Humanidad tarde o temprano, supuesto que la tecnología pueda acompasarse a los enfermizos sueños de un grupúsculo de especuladores embebidos en sus pretensiones de autoproclamada divinidad y omnipotencia. Asimismo, estamos aún lejos de resolver el problema del origen de las creencias, y si éstas pueden surgir a partir de un procedimiento completamente racional, como es la programación de las inteligencias artificiales.[11] El futuro, próximo o no, seguro que nos deparará alguna respuesta, que sin duda nos obligará a reconsiderar nuestra postura filosófica. Nos queda, no obstante, la posibilidad de seguir explorando las infinitas bifurcaciones que nos prestan los relatos y novelas de ciencias ficción, sin pretensiones mesiánicas, ínfulas doctrinarias ni imposiciones sustentadas en volátiles y etéreas suposiciones o mediciones y estadísticas pretendidamente científicas.
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[1] Dos de los autores más conocidos (y polémicos) en este contexto son Erich von Däniken y Salvador Freixedo, ambos contumaces paladines de la hipótesis de una exégesis extraterrestre y su intervención en nuestra evolución y cultura.
[2] Que este fenómeno dista de ser nuevo, puede comprobarse en el interesante ensayo de F. Di Trocchio mencionado en la bibliografía, donde se enumeran algunos de los fraudes científicos más notorios.
[3] Como dato anecdótico, mencionamos que las primeras narraciones de Leiber fueron publicadas en una hoja parroquial.
[5] Aunque se trata de dos personalidades claramente opuestas, constituyen un claro ejemplo de cómo esta orden ha dado lugar a notables científicos y pensadores, no exentos de polémica, y frecuentemente expulsados de la orden por su excesiva independencia.
[6] Incluido en la antología editada por R. J. Healy citada en la bibliografía.
[7] Véase el artículo de A. Puzio: Robot, let us pray! Can and should robots have religious functions? An ethical exploration of religious robots, AI & Soc. (2023) https://doi.org/10.1007/s00146-023-01812-z.
[8] El tema de la computadora casi omnipotente también es frecuente en Asimov, siendo La última pregunta (1956) una de las más logradas narraciones del autor.
[9] Según confesión del autor, la idea se la sugirió una noticia de la agencia TASS sobre la posibilidad de contactos extraterrestres en la antigüedad.
[10] Werfel, perteneciente a la confesión judía, siempre mostró una curiosa simpatía por el catolicismo, lo que explica la elección de credos en su última obra.
[11] Quedarían descartados los ingenios que, como los robots "sacerdotes", ya tienen incluidos en su programación datos referentes a las distintas religiones.