Ir al contenido

Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Miércoles, 18 de diciembre de 2024

Inicio | ¡Buenos días! (Presentación por Miquel Barceló) | ¿Quiénes somos? | ¿Cómo puedo participar? | Aviso legal | Revistas culturales

Hijos de azufre y estrella

Durante el primer tercio del año 2012 me hallé en las Canarias siguiendo el desarrollo de una erupción submarina que conmocionó ese año. Ya me disponía a cruzar el Atlántico de vuelta a casa cuando recibí el mensaje que habría de involucrarme en las circunstancias más problemáticas que he experimentado. No anoto estas memorias con la pretensión de que sean consideradas como pruebas irrefutables, lo hago motivado por mi deber profesional, aún a riesgo de dañar mi propia carrera. Debido al desenlace de estos eventos no pude hacerme con la imprescindible evidencia material que debe acompañar esta clase de estudios, pero no podía permitir que tales fenómenos pasaran desapercibidos ante la comunidad científica. Aun bajo fuertes dudas morales transmito estas palabras para revelar el trágico secreto de una familia destruida por fuerzas más allá de nuestra comprensión.

Me extrañó encontrar el e-mail en mi bandeja privada, firmado por un Enrico Vassali de la isla Meriva, al norte de Sicilia. En el mensaje me proponía un contrato como asesor científico en la exploración de su isla, propiedad del mismo señor Vassali. Me aseguraba que el sitio guardaba ricas promesas para mi especialidad y que por ello me ofrecía un pago adecuado, pasaje y estadía en su isla hasta que terminara el estudio. Aseguró contar ya con todos los equipamientos necesarios, por lo que me instó a acudir de inmediato y cito:

"...Dr. Xánder Cruz, soy un fiel seguidor de su trabajo alrededor de las fuentes hidrotermales y admiro el empeño con que ha estudiado esos ecosistemas durante tanto tiempo. Le garantizo que esta oportunidad será más que provechosa para su currículum oceanográfico. No puedo aguardar a descubrir qué nuevas contribuciones podremos hacer juntos. Pongo en usted toda mi confianza, por favor, acuda lo antes posible y será bienvenido a mi isla."

Enrico Vassali.                                                                    15/5/12

 

En aquel momento solo tomé al señor Vassali por uno de esos ricos entusiastas, un mecenas ansioso por aparecer en la National Geographic y acaparar portadas, pero ahora me doy cuenta de lo ingenuo que fui. No me eligió por mi experticia sino porque soy uno de los pocos biólogos marinos que trabaja independiente a centros de investigaciones o universidades. Lo que buscaba era discreción.

Seguí sus instrucciones con incauta rapidez. No me encontraba lejos, fue un vuelo de pocas horas desde Tenerife hasta Sicilia y allí, en la costa de Mesina, para mi sorpresa me esperaba un hidroavión para llevarme a la isla. Era extraña la premura de mi anfitrión, pero yo estaba distraído con el espectáculo de las Islas Eolias y su hermosa puesta de sol.

Volamos sobre una célebre zona volcánica, activa por milenios debido al movimiento de la placa africana hacia el norte en colisión con la euroasiática. El avión sobrevoló las numerosas islitas del archipiélago y se fue acercando a una en especial. Era extensa, con unos veinte kilómetros cuadrados, pero no era ese nuestro destino sino un islote verde oscuro al noroeste, conectado a la isla grande solo por un istmo rocoso, que por suerte era transitable durante la marea baja.

Antes de amerizar comprobé con excitación que las laderas de un elevado cráter ocupaban casi todo el territorio del islote. Costaba trabajo creer que el sitio estuviera habitado. El señor Vassali aguardaba en el muelle cuando arribamos. Me abrazó con gran entusiasmo y despidió al piloto de inmediato. Así de brusca fue la forma en que los dos emprendimos la subida por aquella colina arenosa hacia otro destino aún desconocido para mí.

Por mis indagaciones y la charla con el piloto supe que el señor Vassali era un exitoso agente de bienes raíces que había rentado aquella isla para dedicarse al cultivo de vides en las faldas del volcán. Corrían rumores de un divorcio y una disputa familiar, pero nada muy claro, excepto que el hombre era en extremo reservado, incluso con los pocos afortunados en pisar su isla.

Me sentí inquieto siguiendo a aquel hombrecillo de piel bronceada y shorts floreados. Hablamos sobre la cosecha que crecía saludable sobre unas fabulosas terrazas escalonadas. Se extendió en explicaciones sobre las grandes bondades de aquel suelo y la fortuna de no haber sufrido nunca la plaga filoxera.

Subimos en dirección norte y pude presenciar a los labradores en plena faena agrícola. Al doblar un recodo de la plantación, apareció la hermosa casona blanqueada con cal y construida sobre una suerte de planicie que terminaba a pico en un despeñadero sobre la costa, pero no vi ningún otro tipo de vivienda. Los trabajadores del señor Vassali debían abandonar la isla cada día al anochecer a través del istmo sin excepción alguna.

-Señor Vassali -le llamé al detenernos bajo la sombra del volcán.

-Xánder, pare ya, dígame, Enrico.

-Enrico, antes de salir hacia acá traté de aprender más sobre este volcán, pero no pude encontrar registros de actividad. ¿Desde hace cuánto notó la erupción?

-Oh, no, el volcán de la isla no ha hecho erupción. Eso que ve saliendo son los vapores de siempre -me informó como si nada.

-Ah, es que por su mensaje pensé que...

-No se preocupe por eso ahora. Todo a su tiempo. Venga, adelante, pase por acá. ¿Cree que voy a dejar que se ponga a trabajar acabado de llegar?

Bordeamos los últimos sembradíos, y por unos segundos mi mente olvidó todo lo relacionado a la vulcanología al ver el domo de cristal que cubría una sección de la casa. Enrico se dio cuenta y tomó mi equipaje para apresurarme.

Lucio, el reservado mayordomo cuyo rostro jamás olvido, esperaba en la entrada. Enrico le habló en veloz italiano. El hombre tomó mis maletas y para mi sorpresa, Enrico se despidió apresurado indicándome que siguiera al criado, ya que luego hablaríamos durante la cena.

Vi a mi anfitrión subir las escaleras del vestíbulo y perderse tras las fatídicas puertas blancas con filigranas dorados. A pesar de todas las gentes, sirvientes y labradores que rondaban por el lugar, me adentré en aquella lujosa residencia más incómodo que si buceara perdido por los cenotes de Yucatán. La casa contaba con dos pisos de puntal alto, repletos con adornos antiguos, lienzos y tapices que contrastaban con el gris inoxidable de las comodidades modernas. A penas pude disfrutar una ducha caliente en mi habitación que se encontraba en el ala norte, desde donde alcanzaba a apreciar el contorno del volcán. La noticia de su inactividad me dejó bastante decepcionado. Ese fue el inicio de una serie de sospechas en mi mente.

Bajé al comedor y luego de un buen rato bebiendo solo, mi anfitrión apareció acompañado por el doctor David Palenzo, ese era su nombre, el viejo médico de la familia Vassali. Por la expresión abatida de Enrico me llevé la falsa impresión de que padecía alguna grave condición. Hicimos las presentaciones y tras estrechar la mano del doctor, le noté las palmas tan frías rocas árticas.

-¡Ah, mis disculpas! -exclamó sonriente el doctor-. Enrico exagera un poco con la refrigeración de las salas. ¡Aquí sopla el viento de los polos!

El doctor gritó y uno podía adivinar los vestigios de una tremenda fuerza juvenil. David se frotó las manos para calentarse, pero Enrico le borró la sonrisa con una mirada.

-Un placer conocerlo, Xánder, disculpe que no me una a ustedes. Luego discutiremos sobre sus exploraciones -se despidió el médico con una expresión algo inquietante.

 Enrico se sentó a la mesa y trató de volver a disimular su estado de ánimo.

-Lucio, mangiamo -le comunicó al mayordomo-. Dígame, Dr. Cruz, ¿está todo a su gusto?

-Por supuesto, todo es hermoso.

-Grazie, déjeme, entonces, ponerlo al tanto. Seguro que ya notó al gigante dormido que tenemos en la isla, ¿eh? -sonó orgulloso- pues, esa es la razón por la que me mudé a este lugar. Verá, yo también soy vulcanólogo, más bien aficionado, pero quise estudiar este de aquí antes que nadie le echara el guante, ¿sabe de lo que hablo? -y me hizo un guiño alegre. Ahora sé que trataba de ocultar sus intenciones-. Pero he mordido más de lo que puedo tragar. El Feluno, así se llama este monte, es un bloque bastante duro de roer. Solo he tomado muestra de las colinas y los primeros niveles del cráter.

-¿Niveles? -intervine sorprendido.

-Sí, eso es lo raro, mi amigo. No es una caldera abierta al sol. ¡Para nada!  El cuello se va achicando a medida que uno baja hasta que se llega al pozo y luego hay toda una cueva.

-¿Una cueva? Eso es raro. ¿Lo ha visto escupiendo lava o cenizas en forma de humareda?

Dio mio! Sé lo que es un volcán activo -replicó y se le erizaron las puntas amarillentas del bigote-.  Pero no, nada de fuegos, solo gases de azufre. Hay fisuras por toda la isla como ve.

Enrico presumió minuciosamente sobre sus exploraciones en la isla y las promesas que adivinaba ocultas. Logró contagiarme con esa energía única de los italianos. Ya estaba impaciente, pero debíamos esperar a la mañana siguiente. Mientras tanto me enseñó su museo-laboratorio donde guardaba muestras minerales, catálogos de plantas locales, diagramas y mapas transversales del Feluno y hasta una colección de todos mis artículos publicados.

Enrico estaba mejor preparado de lo que pensaba. Poseía un inaudito dominio enciclopédico sobre la fauna en los ecosistemas volcánicos sumergidos. No paraba de preguntarme por microorganismos extraños que tal vez él no conociera. Yo, que en ese momento no sospechaba el origen de su interés, le hablé de la variedad de seres que se reúnen en las fumarolas, desde simples bacterias hasta almejas y camarones. Todos calificaban como peculiares, pues son animales de las profundidades que no dependen de la luz solar para sobrevivir, sino que están adaptados para sintetizar sus alimentos con los elementos químicos que brotan por las fuentes hidrotermales, por eso se les conoce como hipertermófilos y extremófilos, ya que soportan extremas temperaturas superiores a los cien grados centígrados. Le expliqué que estas criaturas tenían un grado tal de especialización que no podían sobrevivir en otro ambiente que no fueran esas aguas ardientes, ricas en azufre y metano, sustancias tóxicas para la mayoría de los seres vivos. Mis respuestas parecieron no complacerle mucho, pues su curiosidad se fue apagando poco a poco hasta que me di cuenta de que era hora de retirarme. Le di las buenas noches y Enrico se quedó meditabundo en su biblioteca. Subí las escaleras pasando junto a la doble puerta blanca con filigranas dorados sin imaginarme en ese momento que lo que se ocultaba detrás era la causa del tormento de mi anfitrión.

A la siguiente mañana desayunamos, montamos los equipos sobre un mulo y emprendimos la subida. Enrico guiaba al animal mientras yo tomaba fotos del paisaje y examinaba los detalles de la geografía. Ciertamente, las emanaciones volcánicas escapaban en elevadas cantidades por las grietas a medida que aumentaba la altura, creando una capa permanente de neblina blanca al nivel de los tobillos. El Feluno se elevaba unos ciento treinta metros sobre el mar, pero me sorprendió no encontrar residuos minerales de erupciones pasadas. Al menos, por aquella ladera no había corrido lava en los últimos millones de años, pero entonces, ¿cómo explicar el notable cráter que se abría a nuestros pies como una humeante cazuela de huevos fétidos?

-Pongámonos los trajes aquí y dejaremos al animal junto a aquel peñasco. Tú encárgate de las cuerdas, yo llevo la mochila de muestras -me indicó Enrico sin aliento.

Nos metimos en las escafandras amarillas y probamos que el oxígeno circulara. Teníamos para una hora, más o menos. El calor y la humedad no eran los únicos peligros, los gases tóxicos de un volcán pueden dejarte inconsciente de golpe y la muerte es bastante probable después por sofocación.

Fuimos bordeando el cráter y pudimos descender gracias a unas cornisas irregulares adosadas a las paredes de la garganta. Los muros se iban estrechando y los gases nos rozaban desde el vacío de la caldera. Dentro de los trajes la temperatura era constante pero mi indicador tenía una lectura de 48 grados y aumentando. El visor se empañó por la súbita humedad. Nos tomó casi veinte minutos completar esos pocos metros hasta el fondo de la chimenea. Quedé perplejo al encontrar una cámara aún más estrecha y oscura con el suelo semi-desplomado hacia un boquete abierto como embudo en el centro.

-Ese es el pozo. Conduce a una cueva seca, unos pocos metros más abajo -me señaló Enrico apuntando al agujero por el que brotaban los gases. 

Hicimos un rodeo cuidando de no resbalar por el suelo arenoso. La temperatura subió hasta los sesenta grados y perdimos casi toda visibilidad. Enrico quiso bajar primero por el estrecho hoyo, ayudándose con el arnés de seguridad y las anillas. Noté su ansiedad. Era la primera vez que bajaba.

A los pocos minutos escuché su voz en mi audífono y fui tras él. El suelo presentaba una buena pendiente como si algo hubiese empujado el suelo de roca hacia abajo. Era difícil mantenerse en pie, en especial por la grava suelta. Di unos pasos y me incliné por el agujero. Pude sentir el vapor elevar aún más la temperatura. La cuerda se tornaba más y más resbaladiza entre mis guantes, así que dejé que mi propio peso me deslizara poco a poco hasta el fondo. Las manos expertas de Enrico me recibieron y me liberaron de la cuerda.

-Esta es la caverna de las fumarolas -me aclaró sin alejarse mucho de mí, pues un vapor espeso y lechoso inundaba cada palmo a nuestro alrededor. Reconocí las típicas formaciones rocosas brotando del suelo y colgando de las paredes en las que me apoyaba. Para mí ya estaba claro, en aquel lugar nunca habían ocurrido erupciones. Enrico dirigió mi atención hacia un extremo de la caverna y fuimos hasta allá con la ayuda de unos bastones plegables, pues los objetos surgían de pronto a pocas pulgadas de distancia. Todas las superficies estaban cubiertas por cristales de carbonato de calcio, de azufre y yeso. Mi guía se detuvo y ambos nos agachamos a las orillas de un burbujeante charco de dimensiones inciertas.

-¿Qué cree, Xánder? -me preguntó sin aliento.

-Ahí abajo deben estar las fumarolas. ¡Es increíble que esta cueva se haya formado justo sobre el lecho marino y al fondo de un cráter! Y deben ser muchísimas fuentes para producir esta cantidad de gases. Necesito averiguar la profundidad a la que se encuentran, porque la muestra será más representativa mientras más cerca la tome de las fuentes.

Enrico despejó un espacio del suelo donde pude abrir la mochila de instrumentos. Lancé una plomada y esta llegó hasta los siete metros, no tan profundo. Luego fui sumergiendo las sondas hasta que recolecté una docena de cápsulas con el agua de aquella poceta. Enrico me advirtió del tiempo y confirmé que teníamos apenas 25 minutos para regresar. Me habría encantado lanzar un sumergible remoto, aunque tal vez las consecuencias habrían sido peores. Estaba yo enrollando el cordel de mi última sonda cuando esta se atascó. Tiré de ella con cuidado para no romperla y sentí cómo se me escapaba de entre los dedos. Finalmente sucedió lo peor, halé y se rompió el cable.

-¡Xánder, presto! Salgamos ahora mismo. ¡De pie, recoja todo! -me ordenó Enrico agitado.

Asentí y empecé a colocar las ampollas en sus estuches y de vuelta a la mochila. Me pareció escuchar un chapoteo, pero mi compañero no hizo comentarios, así que terminé de guardar los instrumentos y cuando me levanté vi a un joven desnudo de pie junto a Enrico. Reconozco que el miedo me dominó. Mis latidos martilleaban en el silencio de la cueva. Solo me atreví a limpiar el plástico del visor. El muchacho extendía las manos, rozando, palpando el traje de Enrico. Las luces de mi escafandra revelaron que tenía las cuencas de los ojos vacías. Su piel presentaba una especie de erupción generalizada, como un caso extremo de urticaria que lo cubría por completo con miles de ronchas y ásperas postillas amarillentas. Las gotas de líquido hirviendo se condensaban sobre su cabeza calva. Con una lengua roja en forma de pluma abanicó el aire y se relamió la frente y el cuello. Enrico no movía un músculo, pero su respiración entrecortada me llegaba a través del intercomunicador. Entonces, caí en cuenta de que el muchacho estaba inhalando los gases tóxicos.

-¡Oiga! -lo llamé y se volteó con violencia emitiendo sonidos ahogados como de arcadas desde el interior de sus encías negras.

-¡No hagas así ...! -lloró Enrico fuera de sí, sacó un arma del compartimento en su muslo y abrió fuego.

El disparo me taponeó los oídos. La niebla ocultó al joven y el agua del estanque me salpicó. Una luz apareció parpadeante al fondo de la cueva. En seguida me daría cuenta de que no era la claridad del sol sino una bolsa de gas encendida por el disparo.

-¡Rápido, hay que salir! ¡Enrico, el gas se prendió! -pero el hombre seguía apuntándole a las sombras.

Tuve que arrebatarle el revólver y arrastrarlo hacia la dirección donde nos guiaban las cuerdas hacia el nivel superior. Lo enganché a las anillas y gracias a algún milagro volvió en sí. Yo no dejaba de vigilar el soplido de fuego que se avivaba por minutos. Se me ha olvidado cómo fuimos capaces de volver a escalar todas esas paredes espirales cien metros más arriba antes de que pasaran los quince minutos que nos quedaban de oxígeno. Al llegar a la cima quise encarar a Enrico, pero este se alejó a tumbos colina abajo sin decir una palabra.

Lucio me estaba esperando junto a la casa con órdenes de guardar el mulo y conducirme al laboratorio para que iniciara los análisis. No respondió a ninguna de mis peticiones y simplemente abrió las puertas al museo-laboratorio. Yo no podía permanecer tranquilo. Traté de pensar con calma, pero traía un maremoto en la cabeza. Fui sacando las muestras y preguntándome si aquello en verdad acababa de pasar. En medio de mi perturbación noté lo bien equipado que estaba el laboratorio, con tecnología avanzada de muy alto costo y diseñada para análisis moleculares con potentes microscopios ópticos, electrónicos y confocales. No me creí que eso estuviera acorde a los objetivos de un simple aficionado. Y después de lo sucedido al fondo del cráter, estuve seguro de que Enrico no me había traído para clasificar las especies de las fumarolas, pero ni mis más alocadas hipótesis podían acercarse a la realidad.

Para silenciar las decisiones problemáticas que me venían a la mente extraje una gota de la primera sonda. A simple vista lucía limpia, pero aquel líquido contenía un verdadero caldo de vida. Bajo el lente, un mosaico microbiológico se desplegó ante mi campo visual. Comprobé el alto nivel de diversidad, típico de la vida congregada en esos sitios calientes y tóxicos. Aquellos seres bien podrían vivir en otro planeta sintetizando materia orgánica a partir de compuestos de azufre y metano. Allí estaba toda la comunidad esperada de arqueas junto a otros extremófilos, había bacterias, pero solo logré identificar al Pyrococcus furiosus por sus cabelleras rojizas, endémicos de la zona y uno de los pocos organismos con tungsteno en sus enzimas.

No tuve tiempo para seguir mi clasificación porque de pronto descubrí al doctor David Palenzo espiándome, silencioso y acariciando su barba rala encanecida. Sus manos temblaron ligeramente al entregarme el tubo de ensayo.

-Disculpe la interrupción, Dr. Xánder, pero me gustaría que usted me asistiera analizando esta muestra de sangre. Es solo una idea tentativa para buscar anomalías y comparar notas.

-¿De dónde salió esa sangre? -aquella situación me rebasó en ese instante. Estuve a punto de mandarlo todo al demonio.

-Tranquilícese, mi amigo. Enrico ya me contó lo que pasó en el volcán. Créame, él lo está pasando peor que usted. Lamentable que haya visto eso. A mí me costó trabajo al principio, pero debemos serle útiles a él que es el que más sufre.

-¿Útiles? Había un niño atrapado en esa... esa cueva, ¿lo sabía? Enrico le disparó. ¿Cómo diablos quiere que sea racional? Debería irme ahora mismo y regresar con las autoridades.

El viejo se lanzó hacia la puerta entreabierta, la cerró con seguro y se sentó a mi lado.

-Por favor, Xánder -me sujetó por los hombros-. Voy a confiar en usted, aún traicionando la confianza de un viejo amigo y mi paciente, porque es que no veo otra solución. La familia Vassali ha atravesado la más horrible de las desgracias durante este último par de años. Sus dos hijos sufrieron un accidente durante una excursión al Feluno. Creo que usted vio a Leo en la cueva. Los rescatistas nunca lo encontraron. ¿Usted imagina lo que es para un padre ver a sus niños lastimados? ¿Regresar a casa sin uno de ellos? Esta sangre que tengo aquí es la de Lia, ella está luchando contra la misma enfermedad, pero la estamos perdiendo. Es una patología inédita, nunca ha sido reportada, por eso convencí a Enrico de que necesitábamos a alguien de su especialidad.

-¿En qué podría ayudar yo? Tendrían que haber contratado un equipo de investigadores médicos.

-¡No!, imposible. Enrico no permitirá que nadie vea a sus hijos en estas condiciones. Él confió en mí porque he sido el médico de su familia por años, pero ya no sé qué más hacer. Nada tiene sentido. Lia está cada vez peor. He mantenido los síntomas a raya, pero creo que será cuestión de tiempo. Xánder, por favor, le ruego que nos comprenda. 

Tomé el frasco de manos de David y una lágrima se deslizó por las arrugas de su cara. Yo solo puedo analizar morfología animal y algo de tejidos mamíferos, pero gracias a las pruebas que el doctor ya había realizado pude comprender la gravedad del paciente. En las grabaciones sus leucocitos estaban como inertes, inmóviles, tal vez debido al congelamiento u otra razón. El médico me confirmó que el sistema inmunitario de Lia no respondía bien. Pero eso no era todo, luego de las horas más desquiciantes de mi vida estuve seguro que algunas células de la sangre habían transformado sus morfologías internas.

-Debe ser debido a la muerte celular. Son solo fragmentos de glóbulos ya destruidos -rechazó de plano el Dr. Palenzo.

-Bueno, si no son células mutadas, entonces debe ser un microbio extraño infectando los tejidos, y además carecen de núcleo.

-¿Una bacteria? Es posible, pero no podría estar tan extendida. ¡Yo las habría detectado!

-Creo que su medicina criónica las está eliminando, pero de paso también daña al resto de las células del organismo.

-Xánder, eso no tiene sentido. El frío solo sirve para bajar las fiebres constantes, además, ¿por qué la eliminación de una bacteria dañaría a las demás células?

-Porque son simbiontes y están adaptados a las altas temperaturas -conjeturé sin darme cuenta de lo que decía.

Los ojos pálidos de David me escrutaron con alarma.

-Verá, doctor -especulé-. En las profundas fumarolas negras del Pacífico habitan unos gusanos de tubo gigantes. Los descubrieron hace un tiempo, entonces causaron euforia, porque en vez de tener un sistema digestivo, cuentan con un extraño órgano lleno de bacterias simbióticas que sintetizan nutrientes con el azufre y el carbono de las fuentes hidrotermales. ¿Entiende?, existe una mutua dependencia entre el gusano y sus bacterias, entonces, si dañas a las bacterias...

David se alejó de mí y siguió tirándose de la barba. Las ideas acudían a mi mente como un monstruo develándose a la luz.

-Por eso el niño sobrevive en la atmósfera tóxica y el mar hirviendo. Ya tiene las bacterias simbióticas dentro de sí. -Tomé aire y lo dije-. Además, le vi sacar su pluma branquial para respirar.

-Los pulmones de Lía también están fallando, pensé que se debía a la silicosis -masculló el doctor refiriéndose a una enfermedad pulmonar asociada a las cenizas volcánicas.

-Y las costras en la piel, también sé lo que son. Es la esclerita, similar al esqueleto de los corales, pero tenía un tono amarillento, lo que significa que está usando sulfuros de hierro para construirla. Así es como su cuerpo humano soporta las temperaturas extremas.

-Pero, eso es imposible, Xánder ¡No hay nada en la tierra que pueda modificar todo el metabolismo de un organismo humano y mutarlo de esa forma! ¡Nada! -dijo el médico.

Una fiebre de fuego me dominaba. Por las ventanas divisé el cono perfecto del Feluno.

-No es un volcán, el cráter no es de una erupción, es de un impacto.

Como poseído, alcé un puño en lo alto frente a la expresión aterrada de David y justo en el momento que lo dejaba caer sobre la mesa, tembló la tierra. Acababan de encenderse las bolsas de gas bajo la isla. Sentí el estruendo de las explosiones. Las luces del laboratorio se apagaron y David echó a correr hacia el segundo piso. Le seguí por las escaleras en medio del terremoto. Atravesamos las puertas con filigranas y pasamos de largo la clínica doméstica con armarios de medicamentos, tanques de oxígeno, monitores y camillas. David usó su tarjeta para acceder a la sala esterilizada.    

  En la antecámara pude observar a través de las paredes de plástico transparente. Por la cúpula de cristal en el techo aprecié los fragmentos de roca incandescente cruzando el cielo como fuegos de artificio. Las luces parpadeaban mientras Enrico corría frenético de un lado para otro tratando de reiniciar las consolas. La temperatura aún era glacial en aquella jaula de hielo, pero pude sentir los últimos estertores del sistema de enfriamiento apagándose.

Cuando irrumpimos en la habitación Enrico se enfureció muchísimo, pero David se le plantó delante y evitó que se me lanzara encima.

-¡Cómo se atreve a entrar aquí! -explotó tras arrancarse la capucha de su traje blanco.

-Enrico, no hay tiempo para eso ahora. ¡¿No estás viendo?! La casa se viene abajo -trató de convencerlo.

-Todo está en orden, solo tengo que encender el maldito generador.

Enrico fue hasta la caja de interruptores y empezó a probarlos uno por uno. La última lámpara fluorescente se apagó y solo quedó la luz del atardecer. Unos minúsculos copos de nieve se deslizaron y cayeron desde las rendijas de la ventilación sobre la muchacha dormida en una cómoda bañera de porcelana. El salpullido de esclerita ya la cubría casi por completo, exceptuando un brazo que colgaba flácido por el borde, y un lado de la cabeza que aún conservaba mechones rojos y largos reposando sobre el hielo de la superficie.

-¡Apártese de ahí! -Enrico me empujó y yo solo permanecía en silencio.

Del exterior nos llegaban gritos de gente despavorida. Se percibían resplandores y humaredas en la distancia.

-¡Enrico, amico, despierta! Si no nos vamos morimos todos.

-Sabes que no puedo, Lia necesita este cuarto. Voy a repararlo lo más rápido que pueda. ¡Váyanse ustedes! Y cuiden de que no quede nadie.

-Si quieres salvarla, tenemos que llevarla con Leo. -El doctor agarró a Enrico por el cuello de la camisa-. Xánder descubrió la cura, ella ya no puede vivir aquí. Morirá sin que yo pueda hacer nada. ¡Me duele, maldita sea, pero es lo que hay que hacer!

-¡Si piensas que voy a abandonar a mi hija en esa cloaca para que viva con ese...!

Enrico dejó a mitad la frase porque una plancha de cristal cayó de la cúpula y se hizo añicos sobre él. Una neblina espesa se coló dentro de la habitación y el aire se hizo sofocante y escocía en la garganta. Entre las volutas de gas solo pudimos remover algunos vidrios porque los otros estaban incrustados en su cuerpo. Ya casi no se podía respirar. David desistió con un grito y se acercó a Lia que exhaló un hálito helado cuando el médico rompió el hielo de su bañera y la cargó desnuda como estaba. Tosiendo y casi ciegos nos dirigimos a la salida en medio de los derrumbes.

Bajamos las escaleras y corrimos afuera. Aquello era un infierno. Gran parte de los viñedos estaba ardiendo. Unas columnas negras brotaban desde las laderas del cráter. David sudaba con Lia cargada en brazos. Miré hacia el istmo y me pareció ver gente cruzando el mar. Frente a mis ojos la tierra se abrió y una aleta dorsal de fuego consumió el costado de la casa. La hermosa fachada blanca se ennegreció frente a mis ojos. Había que abandonar la isla. Busqué a David, pero ya no estaba a mi lado. Avancé hacia el sendero que atravesaba los sembradíos y tampoco había nadie. Finalmente, entre las llamaradas y cortinas de humo divisé la figura del médico con Lia tambaleándose hacia la cima del Feluno. No tuve más remedio que huir hacia la costa, pero con un último vistazo divisé otra silueta menuda esperando en lo alto.

Después de la catástrofe, la isla de Meriva desapareció bajo las olas, junto con mis esperanzas de mostrarle al mundo los primeros y únicos humanos hipertermófilos. Pero, al menos, me consuela pensar que los hijos de Enrico siguen viviendo en su hogar sumergido, donde también descansa su padre que hizo lo imposible por salvarlos. Sin embargo, no puedo evitar pensar en los efectos psicológicos en las mentes de esos jóvenes que aún tienen una vida por delante en bajo las aguas.

 De veras, espero que este recuento haga resonancia con las investigaciones de otros especialistas que tampoco han podido hallar explicación a esta clase de enigmas relacionados con el calor en las profundidades y el frío del espacio.

 

FIN

Bookmark and Share

Comentarios - 0

No hay comentarios aun.


Logotipo de la UCM, pulse para acceder a la página principal
Universidad Complutense de Madrid - Ciudad Universitaria - 28040 Madrid - Tel. +34 914520400
[Información - Sugerencias]
ISSN: 1989-8363