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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Desayuno conmigo mismo

Escribo para distraer mi atención de la espeluznante realidad. Trato de esforzarme en las palabras que elijo, en el estilo de la narración, en su correcta puntuación, en cualquier detalle con el fin de mantener mi mente ocupada en alguna actividad creativa alejada de la rutina diaria. Sin embargo no puedo dejar de buscar una explicación lógica a los extraños acontecimientos ocurridos durante todo el día. Trataré de ordenarlo todo relatándolo desde el principio.

El despertador sonó a las 7.00 de la mañana como ocurría siempre, de lunes a viernes. Aún me costó media hora levantarme de la cama. Abrí el armario para escoger la ropa del día, luego los cajones con la ropa interior; la chaqueta y la corbata dispuestas sobre la cama. Salí del cuarto y me dirigí directamente a la ducha, me pareció escuchar el ruido de la cerradura de una puerta pero concluí que debía ser la puerta del vecino que salía a trabajar. Me fijé en el reloj despertador una vez más, ya era muy tarde.

Salí de la ducha y comencé a vestirme, dejé que la radio del despertador sonara con el fin de animar mi reciente despertar y cuando me acerqué al espejo para ajustar el nudo de la corbata sentí una intensa sensación de déjà vu que me mareó por unos instantes y me obligó a sentarme al pie de la cama. Ni un instante tardé en percatarme de una presencia a las puertas de mi habitación, me sobresalté e incorporé de un salto y señalándole con la mano pregunte: “¿Quién demonios eres tú?”

– Soy una versión de ti mismo, soy tú. – Respondió mi viva imagen, quien me observaba seriamente desde la puerta de mi habitación. Tenía la misma cara que cada vez que miro al espejo veo reflejada en él. Lucía el mismo corte de pelo, la misma barba y vestía la misma ropa que acababa de ponerme. – Escúchame – incluso su voz, distinta a la que suelo escuchar de mi mismo, poseía esa cualidad indiscutiblemente mía que permite reconocernos en las grabaciones de vídeo – vengo desde el futuro reciente para advertirte acerca de algo que no puedo revelarte porque traería demasiadas complicaciones. Pero si me crees, y sé que es así, no saldrás hoy de esta casa...

Supuse que iba a continuar hablando, sin embargo debió darse cuenta de mi cara de incredulidad porque se calló por un instante y luego añadió: “No tengo mucho tiempo, vayamos al salón y trataré de explicártelo mejor”. Supongo que sobra decir que no daba crédito a lo que estaba viendo y enseguida pensé que se trataba de alguno de esos sueños en los que la ficción se vuelve particularmente real, sin embargo también tenía esa extraña sensación de la vigilia o el reciente despertar y recordaba brevemente fragmentos de los verdaderos sueños que seguramente habría tenido aquella noche.

Irónicamente, me sorprendió como aquel visitante inesperado se movía por mi casa como si fuera la suya. Salió de mi habitación y se dirigió a la cocina sin encender una sola luz, esquivando todos mis muebles. Incluso enderezó ese cuadro del pasillo que llevaba tanto tiempo molestándome con su leve inclinación. Yo me dirigía hacia las persianas para dejar entrar la luz de la mañana, en un intento irracional de mi mente de cumplir algún tipo de rutina mientras trataba inútilmente de despertar de aquella incoherente fantasía. Luego me senté en uno de los sofás y fui a coger las llaves de casa, las cuales dejaba siempre sobre la mesa, antes de acostarme. Sin embargo aquella vez había dos juegos de llaves idénticos.

Miré hacia el pasillo y escuché proveniente de la cocina, como mi doble preparaba café en la máquina de expreso. Tomé ambos juegos de llaves, uno con cada mano y los examiné detenidamente. Primero comparé el número de llaves y a continuación la factura de las mismas: conté el número de muescas de cada una y medí la profundidad de las mismas. Luego exploré cada imperfección sobre la superficie del llavero, cada desgaste del esmalte, cada marca en su fabricación. A mi juicio, ambos juegos de llaves eran idénticos.

Volví a dejar los llaveros sobre la mesa y vi una cartera. Afortunadamente no era mía y supuse que se trataba de la de mi inesperado invitado. Alargué la mano hacia ella pero su voz (o mi voz, puesto que insisto, era como oírse a uno mismo a través de una grabación) me interrumpió.

– ¿No te enseñaron a no hurgar en las cosas que no son tuyas?

– Si lo que dices es cierto – respondí – entonces esa cartera también es mía, o lo será, ¿no?

Mi otro yo sonrió durante un instante, torciendo los labios en un gesto que me recordó exageradamente a mi padre o a mi mismo, no estoy seguro. Luego se sentó a mi lado dejando los cafés con leche sobre la mesa. El mío estaba amargo, como me gustaba, e intuí que el suyo sabría igual. Eran las 8.30 de la mañana y llegaba tarde al trabajo.

Callados, tomamos el café cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Me preguntaba cuán parecidas debían resultar las preocupaciones de cada uno. Al beber el primer sorbo me quemé la lengua y por fin sentí la certeza de que estaba despierto, totalmente despierto, o al menos tan despierto como podía estarlo el resto de la humanidad. Inmediatamente, empezaron a surgir algunas preguntas inevitables. Por su aspecto, idéntico al mío, su presente no podía distar mucho de este, sin embargo no existe la más mínima evidencia de que el viaje en el tiempo sea posible. ¿Tal vez tuviese algo que ver la inminente activación del LHC? El día del gran botón rojo, como se refería informalmente la comunidad científica a tal evento. Y de ser así o de cualquier otra forma, ¿cómo podía ser que, de entre todas las personas con acceso a la tecnología más avanzada, fuera precisamente yo, un simple trabajador de una subcontrata, quien protagonizara un viaje temporal?

– Ahora mismo te estarás haciendo muchas preguntas acerca de por qué estoy aquí, cómo he venido y por qué tengo tanta prisa. – Comenzó a hablar tranquilamente, recostándose sobre el sofá. – Yo también me las hice cuando él vino a visitarme. Quiero decir otro de nuestros yo. Vino a decirme lo mismo que yo trato de decirte ahora y te sorprendería saber lo increíblemente parecido que fue entonces.

– ¿Qué tengo que saber? – pregunté inquieto. – Existen tantas cosas que querría preguntarte...

– Escúchame con atención. Voy a marcharme en menos de diez minutos porque tengo asuntos importantes que atender aquí. Asuntos no relacionados conmigo, quiero decir, contigo pero que requieren pronta intervención por alguien que conozca lo sucedido. O viéndolo desde tu punto de vista, lo que está a punto de suceder.

– Sin embargo – prosiguió echándose hacia adelante y cruzando sus manos hasta adoptar la misma pose de preocupación que tenía yo en ese mismo momento – te diré esto: no salgas hoy bajo ningún concepto. Aíslate del mundo: no veas la televisión, no respondas al teléfono, no te conectes a internet, evita pensar en el futuro, no leas nada que no hayas leído ya. No llames a nadie, no envíes ningún mensaje... Sencillamente aíslate. Sólo hasta mañana y podrás volver a hacer lo que quieras.

– ¿Va a pasarnos algo malo, verdad? ¿Qué va a ocurrir? ¿De dónde vienes? ¿Cómo has viajado hasta aquí? – Lo pregunté todo al mismo tiempo, con la esperanza de que alguna de las preguntas tuviera respuesta.

– Van a ocurrir cosas, cosas que te harán dudar y harán temer. Ahora no lo entenderás, pero a mi no va a ocurrirme nada malo, nada más. Te ocurrirá a ti. –Hizo una pausa y me miró a los ojos seriamente. – Porque tú y yo compartimos cierta historia, cierta configuración térmica de las partículas que ha dado lugar a nuestros recuerdos del pasado, a nuestra apariencia física y a la historia de quien nos rodea. Incluso presenta un comportamiento radicalmente idéntico de cara al futuro. Es terriblemente probable que en esta realidad se sucedan los mismos acontecimientos que ocurrieron en la mía. Estoy aquí para cambiar eso pero mi mundo, mi pasado, mi familia y mis amigos, no los tuyos, ya no existen. Mi vida, tal y como ahora veo la tuya, no volverá a ser parte de mi. Este es mi futuro pese a todo y nadie puede cambiar su pasado.

Se levantó. Yo también me levanté de un brinco tratando de recobrar cierta autoridad sobre mi casa. Me sentía intimidado y nervioso. Quería gritar que se marchara, quería golpearle con todas mis fuerzas, coger sus llaves para que jamás volviese a entrar y echarlo a patadas de mi casa. Sin embargo tan sólo recogí los cafés y los llevé hacia la cocina en silencio. Mientras lavaba las tazas escuché como se despedía de mi.

– Lo único que quiero que tengas claro es que lo que hagas hoy, lo harás por ti. – Oí como abría la puerta del salón. – No te preocupes por mi y menos por el futuro puesto que pese a todo, nada está escrito. Adiós, te deseo suerte.

Echó el cerrojo tras salir por la puerta y yo me encendí un cigarrillo y me lo fumé en silencio mientras trataba de no pensar en nada.

Crucé el pasillo y miré la puerta, luego me acerqué hasta la ventana del salón y contemplé el bosquecillo de antenas que se elevaba sobre la ciudad, miré a la calle y hacia sus transeúntes apresurados, dirigiéndose a sus puestos de trabajo. Observé el denso tráfico de la Gran Vía mientras terminaba de fumar y trataba de decidir qué haría a continuación. Tenía la firme intención de quedarme en casa pero cada vez que recordaba lo que acababa de pasar, sentía una extraña sensación de vergüenza que me impulsaba a coger las llaves del coche y marchar hacia el trabajo desestimando la advertencia del desconocido.

Traté de aislarme y comencé por cerrar la persiana de nuevo y encender las luces del salón. Me tiré en el sofá y cogí el mando de la tele. Pero cuando fui a apretar el botón de encendido me quedé paralizado recordando las palabras del viajero del tiempo: “No veas la televisión, no contestes al teléfono...” Y tan pronto como las repetí en voz baja dejé el mando sobre la mesa otra vez y me llevé las manos a la cara. Me recosté sobre el sofá y traté de conciliar el sueño de nuevo.

Entonces sonó el teléfono. Me quedé helado antes de darme cuenta de que me había quedado dormido. Eran las 10.25 y probablemente me llamaran desde el trabajo. Me levanté y fui a descolgar. Pensé en decir que me encontraba enfermo con el fin de no tener que dar explicaciones al día siguiente.

Antes de descolgar se me ocurrió mirar el display del teléfono y comprobé que se trataba de un número desconocido. A juzgar por su longitud aún podría tratarse de la oficina si se indicaba la extensión del departamento de software, donde trabajo como analista. Pero la duda, la preocupación y probablemente la paranoia vencieron mi curiosidad. Esperé a que la terminal dejara de sonar y aproveché para desconectar el cable telefónico. Luego hice lo mismo con el teléfono de mi despacho y por último apagué el móvil. No, miento. Realmente sólo lo silencié y lo guardé en mi bolsillo.

Pensé que quizá podría coger el periódico del buzón y podría entretenerme leyendo o haciendo algún crucigrama. Pero recoger el periódico suponía abandonar el apartamento al menos durante algunos instantes y tan sólo la puerta cerrada infundía un profundo temor en mi. Víctima del aburrimiento más absoluto me dirigí al despacho y encendí el ordenador con la idea de poder jugar un solitario o busca minas.

Inicié sesión y me dispuse a leer el correo, como hacía de manera habitual, cuando sonó el telefonillo de la calle. Me levante rápidamente y alcancé la puerta para mirar a través de la mirilla. Volvió a sonar el telefonillo pero para cuando pretendía descolgar escuché como la puerta del recibidor se abría al tiempo que el interfono emitía ese aviso inconfundible de puerta abierta.

Cuando volvía al despacho, el salvapantallas se había activado y sin embargo pude escuchar la notificación de correo entrante. Fue entonces cuando me dí cuenta de mi error. Ni siquiera moví el ratón o apreté tecla alguna en el teclado. Sencillamente pulsé sobre el botón de apagado para terminar drásticamente la sesión. Luego fui hasta el router, al lado de la televisión y el teléfono y también lo desconecte. Ahora, el aislamiento entre la información y mi cerebro era total.

Pude hacer tiempo hasta las 15.30 leyendo unos ensayos sobre ciencia ficción que había leído durante mi juventud y que ahora me parecían muy acertados. Luego metí una pizza en el microondas y comí con el libro al lado, mientras terminaba de leer “Grandes relatos de la ciencia ficción rusa”. Durante algunos instantes, la habitación quedaba en completo silencio, sin ni siquiera el sonido del tráfico o de la calle. Tan sólo yo y mis pensamientos.

Después de comer tomé otro café y me senté en el sofá. Fue entonces cuando algo cambió, la poca luz natural se ausentó de repente. El tráfico quedó mudo de nuevo y tan sólo podía notar una pequeña vibración de fondo, como el silencio inquieto de los cables de alta tensión: un zumbido grave que parecía provenir de todas partes. Me acerqué a la ventana, en un vano intento de mirar a través de las rendijas de la persiana. Sin embargo no vi nada y entonces sentí un gran temblor y el sonido del metal retorciéndose en el interior del edificio.

Fui presa del pánico, me alejé de la ventana para refugiarme en mi habitación justo a tiempo, porque los cristales de toda mi casa, vasos y vajilla incluidos como me dí cuenta después, comenzaron a vibrar y a silbar y por último colapsaron en un estruendo tal que me hubiese reventado los tímpanos de haber estado más cerca. Las persianas retumbaron y se agrietaron pero no se descolgaron ni se rompieron. Su plasticidad las había salvado y me mantenían ajeno a lo que estuviese ocurriendo fuera.

Me apresuré al teléfono y lo conecté, no ya para comunicarme sino para cerciorarme de que seguía habiendo línea. Hice lo mismo con el router y me dí cuenta de que seguía habiendo luz así que, fuese lo que fuese que hubiese ocurrido ahí fuera, no parecía haber interferido ni en las comunicaciones ni en los servicios básicos. Esto me llevó a pensar en el agua así que me metí en un baño y dejé correr el grifo. Todo parecía ir bien.

Comencé a escuchar las voces de mis vecinos que se llamaban unos a otros supongo que para ver que todos estaban bien. Escuché algunos llantos de bebé probablemente del hijo del vecino del sexto que acababa de nacer hace no más de cuatro meses. Pegué la oreja a la puerta para tratar de escuchar qué había sucedido. No parecía haber heridos graves aunque las vajillas habían reventado produciendo algunos cortes. Miré por la mirilla pero en la recepción del piso no había nadie y no alcanzaba a ver nada más.

Llamaron de nuevo, entonces me dí cuenta de que no había desconectado el teléfono tras comprobar que había línea. En el display aparecía “MAMA”. Lógico, si el terremoto había sido tan fuerte probablemente ya fuera noticia en todo el país. Sin embargo no me atreví a descolgar. El fijo dejó de sonar y noté como se me iluminaba el pantalón. Miré el móvil y vi que me llamaban. También aparecía “MAMA”. Debían estar muy preocupados por mi... o tal vez todo fuera una simple coincidencia. ¿Qué podía estar pasando? ¿Por qué el viajero del tiempo me obligó a quedarme en casa? Si estuviera en el trabajo, no habría vivido nada de esto. ¿Acaso mis compañeros lo estarían pasando peor? ¿O me habría pasado algo de no haber estado en el refugio de las paredes de mi apartamento?

No colgué pero tiré el móvil hacia el sillón y lo miré hasta que dejó de iluminarse. ¿Tan difícil era permanecer un día al margen de todo? ¿Tan ligados a las comunicaciones estamos que no podemos pasar un día sin ver la tele, conectarnos a internet o hablar con nuestros amigos? ¿Es que no hay ninguna actividad que sólo pueda hacerse en soledad? Algunas respuestas obvias pasaron fugazmente por mi mente. Me dirigí hacia la puerta con la intención de rendirme y salir de mi apartamento de una vez por todas. Tiré del pomo y comprobé que mi doble había echado el cerrojo. Cogí las llaves y cuando me dispuse a dar la última vuelta algo golpeó violentamente mi puerta. Tanto, que me hizo dar un traspiés y alejarme súbitamente.

– ¿Quién anda ahí? – pregunté nervioso y algo asustado. – ¿Qué sucede ahí fuera?

No hubo respuesta. Maldije para mis adentros y me dirigí nuevamente hacia la puerta. Miré por la mirilla pero no conseguí ver nada. Algo bloqueaba el paso de la luz desde el exterior. Otra vez el golpe. Y otra vez. Entonces comencé a oír como si trataran de rascar la puerta, y al pegar la oreja pude percibir un jadeo al otro lado que me heló la sangre. Tenía que ser algún perro asustado pero no oí ladridos ni gruñidos. Sólo ese jadeo incesante.

Corrí hacia mi despacho, ahora no quería salir de mi apartamento por nada del mundo. Una vez allí, cerré la puerta y eché el cerrojo. Me recosté sobre la silla y traté de pensar. Noté un destello en la pantalla CRT de mi ordenador. Miré detenidamente la superficie y vi cómo se iluminaba en finas franjas blancas, rojas y verdes que se entrelazaban creando motivos geométricos con aspecto de fractales. Luego los discos duros se pusieron a girar y hacer ruido, como si los cabezales chocaran contra las pistas. Luego el reloj digital sobre mi mesa empezó a marcar horas inverosímiles hasta detenerse de nuevo en la hora actual, las 17.45, tras lo cual comenzó a marchar hacia atrás.

Automáticamente miré mi reloj de pulsera que, gracias a Dios, seguía contando los segundos hacia adelante. Salí de la habitación con el pulso temblante. Avanzaba pisando los cristales de los cuadros que habían reventado por culpa del terremoto. La luz se había ido pero sin embargo, el reloj de mi despacho seguía funcionando. Quizá con menor brillo, quizá ahora tomara su energía de las pilas de seguridad pero no conseguía recordar si ese era uno de aquellos relojes. Como fuera, avancé despacio por el pasillo hasta llegar al salón una vez más. La tele también mostraba aquellos patrones de franjas extrañas y los dispositivos digitales contaban el tiempo hacia atrás.

Me acerqué hasta la persiana y la abrí lentamente. El aire frío de la calle me golpeó en la cara secándome los labios y la puerta de mi despacho, debido a la corriente, se cerró de golpe. En el marco de la ventana aún descansaban los restos del cristal cuyos pedazos estaban sobre la acera. El tráfico se había detenido y las calles estaban vacías. Una nube negra como el carbón cubría la Gran Vía y rayos azules y blancos saltaban de cúmulo en cúmulo y a veces precipitaban sobre las antenas de los edificios cercanos. El zumbido eléctrico volvió a hacer presencia acompañado de un ligero olor a ozono. Sin darme tiempo a reaccionar, un poderoso haz de luz se estrelló contra el suelo dejándome ciego al instante y con un intenso pitido en los oídos lo que me desequilibró y me hizo caer sobre la alfombra del salón. Tan agudo era el dolor que perdí el conocimiento durante algunas horas.

Me despertó el frescor de la lluvia y a continuación un ligero ardor en la cara. Las gotas que se colaban por la ventana abierta me salpicaban de vez en cuando y donde tocaban mi piel abrían pequeñas laceraciones. Abrí los ojos y tardé un tiempo en acostumbrarme a la luz. Afortunadamente no estaba ciego y el pitido había desaparecido. Tan sólo me dolía la cabeza. Miré el reloj pero éste se había parado. Me acerqué a la ventana con cuidado, tratando de cubrir mi rostro de la lluvia y en la calzada, allí donde me pareció ver caer el chorro de luz, había un cráter de unos 5 metros de diámetro, con el pavimento hundido y marcado por aros concéntricos de lo que parecía piedra fundida. La nube oscura seguía sobre Gran Vía. El zumbido regresó y el olor a ozono se hizo más fuerte.

Esta vez bajé la persiana muy deprisa, me cubrí los oídos con los cojines y cerré los ojos. Sin embargo, la habitación se iluminó completamente y pude escuchar el estruendo amortiguado por los cojines. Me quedé paralizado, enroscado sobre mi mismo sobre el sofá, temblando como un animal asustado y sin atreverme a levantar la cabeza. A los diez minutos, se produjo otro. Y luego otro. Haciendo acopio de valor, busqué en el cajón de mi habitación mi reproductor de música y unos auriculares y comencé a escuchar temas de Deep Purple. Por suerte, los auriculares conseguían reducir casi todo el estruendo. Luego coloqué toallas y papel de cocina en las rendijas de las ventanas para evitar que entrara la luz, el frío y aquella lluvia salvaje.

Volví a echar el cerrojo en la puerta principal. Tomé papel y un boli, me encerré en mi despacho y comencé a escribir esto.

En este momento calculo que debo llevar más de dos horas escribiendo. No sé si me he quedado dormido de nuevo en algún momento. Para ser precavidos, suponiendo que no, deben ser casi las doce de la noche pero no tengo modo de saberlo. Tengo el móvil sobre la mesa pero no sirve de nada porque la batería se ha descargado completamente. Escribo a la luz de una vela porque no hay energía eléctrica. Tampoco línea telefónica, ni cable, ni siquiera agua corriente. He cogido el GPS del coche el cual guardo en mi casa y tampoco hay señal desde los satélites. Por fin estoy completamente aislado.

He terminado de narrar los acontecimientos hasta este preciso instante. También he tenido tiempo de pensar. Incluso, cuando he notado la ausencia de los rayos y la lluvia, he reunido valor suficiente para abrir la puerta de mi apartamento. En el recibidor no había nada. Fuera lo que fuera que bloqueara la mirilla ya no está y aquello que intentaba traspasar la puerta tampoco está ahí. He tomado algo de apoyo para poder seguir escribiendo y escribo estas palabras mientras decido si saldré o no a la calle. Me tiemblan las piernas y el pulso de las manos. Me duele la mandíbula y la espalda fruto del estrés y no puedo desviar mi atención del pasillo. Puedo salir ahora, o bien marcharme a mi habitación y tratar de conciliar el sueño unas horas más. Según la información que tengo, si aguanto hoy, mañana podré volver a hacer lo que quiera.

Por otra parte, si decido salir es posible que me suceda algo. Algo que me hará viajar en el tiempo y en el espacio hacia otra realidad. Quizá no tuviera por qué volver al pasado para advertirme de nada. Quizá el mero hecho de haber escrito esto y haber aguantado tanto ya haya cambiado mi destino... pero sólo quizá.

Bueno, he escrito hasta aquí y he tomado una decisión.

 

 

...

 

 

Vale, si me has hecho caso, habrás leído esta carta antes de cruzar esa puerta. Lee con atención: si quieres poner punto y final a esta secuencia incongruente de viajes en el tiempo, cerrarás la puerta de nuevo y te irás a la cama. Como te dije, como me dijeron a mi y como le dijeron a él, si aguantas hasta mañana serás libre y podrás hacer lo que quieras. Esta narración que escribí por puro tedio, te ha tenido que convencer, a través de mis vivencias escritas y las tuyas vividas, de las probabilidades de que ocurra lo mismo en tu realidad.

Por otro lado, si cruzas esa puerta, asegúrate de llevar esta nota contigo y escribir tu propio mensaje al final, porque se lo tendrás que explicar al siguiente.

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