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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Martes, 19 de marzo de 2024

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Doy y recibo

Ahora corría campo a través. La mochila le golpeaba rítmicamente en la espalda y le asaltaban incómodos pensamientos sobre la posible inutilidad de haberla llevado. Los libros eran viejos y tal vez no supiera usarlos.

El sol se hallaba alto, casi en el cenit, y la sombra que arrojaba su cuerpo en movimiento era más bien escasa. Prácticamente no había árboles, sólo una vegetación pobre compuesta en su mayor parte de arbustos. No había sombras a su alcance. Control de clima había elegido un día sin nubes, y su cuerpo desacostumbrado se hallaba sometido a la inclemencia de un calor que le resultaba muy poco habitual. Sudaba.

Un cuerpo joven, ágil y en forma corriendo sin dificultad. Todavía sin excesivos sofocos.

Corría sólo desde la última hora, cuando había dejado atrás los límites de la ciudad. Antes había optado por no correr. Mientras estaba en la zona urbana andaba sin pausa y con cierta prisa. Andaba incluso en las aceras rodantes, sin dejarse llevar. Tal vez habría sido más seguro, menos conspicuo, pero no podía dejar de andar. Le parecía que así el tiempo se acortaba.

Las aceras rodantes le habían llevado hasta el exterior. Había tenido la precaución de cambiar repetidas veces de acera y dirección. Aunque deseaba ir deprisa, había optado por no utilizar las vías más rápidas pese a que hubieran sido las más concurridas y seguras. Aunque sabía que andar podía haber sido peligroso, no se atrevía a dejar de caminar. Afortunadamente otros viandantes atareados también se resistían a dejarse llevar y, al hacerlo, cubrían en cierta forma su escapada.

Julia le había aconsejado huir a la luz del día. Por la noche, decía, habría sido imposible. Las calles casi vacías le habrían delatado. Durante el día otros transeúntes deambulaban ocupando las aceras y, en esas condiciones, era más fácil pasar desapercibido entre la multitud. Había funcionado.

Ahora, algo más tranquilo por hallarse ya fuera de la zona urbana, rememoraba la última y breve conversación:

-¿Estás seguro? El peligro es grande -Julia estaba realmente preocupada.

-No tengo otra opción. Si no me presento, vendrán a buscarme. Mañana cumplo los dieciséis, se me acaba la moratoria por edad. No quiero cambiar.

-No puede ser tan grave -Julia dudaba y no parecía querer dejarle marchar.

-Estoy seguro de que hay algo. Ese tío me lo dijo. No supo concretarlo, pero me advirtió que me cambiarían. Que era inevitable en mi caso.

-Seguro que exageraba. Así justificaba los créditos que te cobró. Y, si he de decir la verdad, todavía no entiendo por qué fuiste a verle.

-A mi padre le cambiaron. También a mi madre. No quiero que me lo hagan a mí. Tenía que saberlo.

-Pero lo que te dijo ese tío no es seguro.

-Lo bastante para mí. Parece que es un estudio sencillo: sólo saber si mi ADN es seguro o contiene inestabilidades. Ese tío lo vio bien claro. Recuerdo cómo cambió su cara cuando los datos aparecieron en la pantalla.

-Puro teatro. Tenía que representar su papel de conspirador. Tú parecías desear que fuera así -Julia se resistía a darle la razón.

-Lo siento, la decisión está tomada. No quiero que me cambien. Hay otros que se han ido.

-Pero el chip del doy-y-recibo te delatará. 

-No necesariamente. Es seguro que no pueden controlar a todos. Todavía no tengo dieciséis años, no es lógico que me vigilen a mí. Es una vigilancia estadística y he de arriesgarme. No tienen porqué estar mirándome justo a mí. Somos demasiados en la ciudad.

Una raíz le hizo trastabillar y cortó el hilo del recuerdo. Volvió  a atender a su carrera y al suelo irregular. Sudaba, corría, y recordaba cómo Julia se había empeñado en no dejarle marchar. Para ella era una evidente derrota: habían hecho demasiados planes para un futuro juntos.

Planes que la cercanía de sus dieciséis años había empezado a ensombrecer. Si le cambiaban (y estaba seguro de que sería así) él no se daría cuenta, pero ella sí. No podía soportar la idea de convertirse en algo distinto de lo que ella había amado, devenir un yo distinto del que constituía su consciencia, de lo que era y, en el fondo, quería seguir siendo.

Meses atrás había hablado con sus padres de la revisión, pero habían tomado su evidente preocupación como el clásico temor de los dieciséis años. La reacción habitual ante el primer acto de ciudadano con derechos, la revisión confirmatoria del doy-y-recibo. La tradición, el aséptico rito de iniciación de la vida moderna. Sus padres, como todos los padres, sabían que era necesario.

Desgraciadamente, como solía ocurrir, sus padres no eran de fiar. No en eso. Ambos habían sido cambiados, lo sabían, pero no recordaban gran cosa de su yo anterior. Ni parecía interesarles. Eran estables. No podía ser de otra manera, no se sobrevivía en la ciudad con rasgos de inestabilidad.

Hablar con sus padres no había servido de nada y, de sus compañeros, sólo Julia podía entenderle. O, en el peor de los casos, si no le entendía ni aceptaba su opción, estaba seguro que Julia no le delataría.

No le había delatado.

Pudo atravesar la ciudad y llegar a su exterior. Sabía que tenía que haber otros huidos. Esperaba encontrarlos pronto. Mientras tanto, los libros le servirían para sobrevivir fuera de la ciudad. Se trataba de viejos libros sobre supervivencia individual. Los había robado. Había sido fácil. Los libros eran objetos sin valor que ya no se usaban. Los lectos de bolsillo ofrecían muchas más posibilidades que la simple lectura: comunicación, mensajería, acceso a bases de datos, sinopsis, juegos y videohistorias. Pocos leían los viejos libros.

En la mochila sólo llevaba los tres libros y bastantes alimentos concentrados. No se había atrevido a llevar nada más que pudiera ser fácilmente rastreado y le delatara. Aunque se sabía delatado por el chip del doy-y-recibo. Era inevitable.

Él no había podido decidir. Se lo hacían a todos los recién nacidos. El profesor de historia había explicado que se trataba de la nueva versión de antiguos ritos que distintos grupos de la vieja humanidad inestable del pasado habían celebrado desde la más remota antigüedad: bautismo, circuncisión, ablación del clítoris... Parecía como si la humanidad hubiera optado desde antiguo por marcar a sus retoños de una u otra manera, física o simbólicamente.

Pero las cosas habían cambiado en los últimos trescientos años. El doy-y-recibo tenía, además, otras utilidades y justificaciones. La ciencia avalaba el nuevo ritual y la mayoría de la humanidad, aún manteniendo los viejos ritos, se sometía, en la inocencia de sus primeros días, al doy-y-recibo.

De repente un ruido ensordecedor se acercó desde atrás. El corazón le dio un vuelco. Le habían localizado.

Mientras maldecía su mala suerte sintió un cosquilleo en la nuca. El chip acababa de ser activado.

Cayó  al suelo en el mismo momento. El negro oscuro de la inconsciencia invadió  su mente.

Había perdido.

El helicóptero-jet aterrizó a su lado agitando la maleza y los arbustos con la fuerza de un huracán de bolsillo. Polvo arrastrado por el viento se depositó en remolinos sobre su espalda cubierta por una mochila ya inútil y, en el fondo, tan absurda como había sido momentos antes.

Él no lo sabía pero no había huidos.

Nunca los había habido.

Los dos vigilantes bajaron de la aeronave. El piloto ni siquiera detuvo el motor, sería una espera breve.

En un momento le cargaron en la camilla autotransportada que acompañaron y dirigieron después con la sola fuerza de sus dedos. La alojaron en el compartimento de carga. El piloto alzó el vuelo casi inmediatamente después, prácticamente sin dar tiempo a que los vigilantes entraran. Era el fruto de una larga práctica y de muchos años de trabajo en equipo, sin olvidar los muchos huidos que ese mismo grupo de vigilantes había detenido anteriormente.

En la aséptica sala blanca había excepcionalmente dos mujeres junto a la cama en la que reposaba su cuerpo. La intervención era rápida y automática pero la ley exigía una supervisión humana para dejar constancia del hecho en los registros. A veces, como en este caso, se aprovechaba una de las múltiples correcciones como ejemplo y formación de nuevas operadoras.

La mujer de más edad habló con voz monótona para el registro del invisible sistema de audio:

-Start. Varón caucásico, E-32.455-ATJKL-87, dieciséis años. Huida rutinaria según pronóstico. Corrección de ADN y cambio según patrones normales. Estabilidad posterior garantizada en un 99.997% según parámetros. Reinserción en diez días. Seguimiento especial en los tres primeros meses. Stop.

Cerrado el proceso de intervención y registro, la mujer joven, posiblemente incómoda con su papel pasivo de observadora, inició una tímida conversación:

-Parece mentira que sean tantos. 

-Sí, es cierto. Demasiados. Los porcentajes son francamente altos.

-¿No podría hacerse antes? Si tantos intentan huir, porqué no corregirlos antes. Sería más fácil y con menos coste.

-Ya sabes que estoy de acuerdo, pero existen esos "derechos de los niños". Si el público supiera la cifra real de huidos se cambiaría muy pronto la ley pero... En el fondo da lo mismo. Ya sabes que la mayoría de revisiones incluyen la corrección.

-En realidad el doy-y-recibo no sirve para nada.

-Ahí  te equivocas. "Doy mi ADN y recibo el chip". Una sencilla y rápida intervención a los recién nacidos, un ritual en pro de la vida social estable y controlada. Es básico.

-Pero muchos huyen y están las revisiones...

-La revisión y la corrección son importantes, pero todo empieza en el doy-y-recibo. Sin el chip no les localizaríamos ni podríamos detenerles. Sin el ADN no podríamos prever quienes pueden devenir inestables y asociales. El doy-y-recibo es fundamental. Implantarles el chip permite el control y el ADN permite preparar la corrección...

-Y, en cierta forma, saber con antelación quienes van a ser los huidos.

-Bueno, no es tan exacto. Ya sabes. Hay márgenes de error, por eso se espera a los dieciséis años... Bueno, dejemos éste y pasemos al siguiente.  

Al tiempo que hablaba, accionó el pulsador y la cama se puso en movimiento. Un nuevo cuerpo, un ciudadano corregido y cambiado, se alejaba. Casi inmediatamente otra cama con un nuevo cuerpo adolescente, una chica esta vez, se acercó a las dos mujeres para el breve cumplimiento de un rito socialmente oculto pero imprescindible. El desconocido complementario del tan popular y aceptado doy-y-recibo.

La voz sonó de nuevo monótona.

-Start. Hembra caucásica, E-76.348-MTFRO-87, dieciséis años. Revisión rutinaria según pronóstico. Sin incidencias previas. Corrección de ADN y cambio según patrones normales. Estabilidad posterior garantizada en un 99.998% según parámetros. Reinserción en diez días. Seguimiento habitual en el primer mes. Stop.

La rutina se repetía.

Él nunca entendió qué le había ocurrido a Julia. A Julia le faltaban sólo unos meses para devenir ciudadana adulta con derechos completos, pero desde que él cumpliera dieciséis años, su relación se había ido enfriando. Posiblemente ya nunca hicieran realidad ese proyecto adolescente de un contrato de pareja. Ni siquiera uno de esos contratos basura de pocos meses. Un amor de juventud que había muerto con el tiempo y la madurez.

Pero lo cierto es que a él no le parecía que Julia fuera distinta. El cambio debía estar en otro sitio. ¿La madurez de sus dieciséis años recién estrenados? Tal vez.

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