Había saboreado las mieles que sus labios eran capaces de proporcionar a mi enjuto espíritu. Titubeante y algo melodramática, me consideré una diosa deshaciéndome de mi mortal preferido, el objeto de todas mis obsesiones de los últimos años.
La juventud había prevalecido mientras que la inocencia había dejado paso a un sinfín de ambiciones y fantasías. Sin embargo, me había convertido en una mujer de arrestos suficientes como para conseguir todo lo que me propusiera. Desenfundé mi espada y me dirigí con valentía hasta la morada del dragón. No me resultó difícil matarle. Un par de tragos en la taberna del pueblo junto a mis más acérrimos enemigos y cuando me quise dar cuenta, estaba protagonizando una sangrienta pelea. Victoriosa, salí de allí en busca de saciar mi sed de venganza. La violencia era el modo en el que la conseguía, las muertes de mis adversarios era lo que me nutría y me incentivaba para adquirir nuevas habilidades, armas más potentes y sanguinarias...
-Mamá -una voz infantil me turbó al desconcentrarme-. Déjame jugar a mí... ¡Llevas mucho rato!
Tras perder la partida en la que había invertido tanto tiempo cuando él estaba en el colegio, solté el mando de la play station, intentando disimular mi impotencia.
Lo mío no era la informática, ni los videojuegos... pero mi vida estaba tan falta de aventuras que había tenido que buscarlas dentro de la pantalla.
Suspiré.
No podíamos seguir así... me compraría una play station para mí sola.