El niño no quería apagar su ordenador personal. Tampoco la luz, aunque no la necesitaba. Estaba inquieto los últimos días. Creía que había un extraño en la casa, escondido en un armario, o debajo de la cama, esperando el momento propicio para salir.
Pasaba las horas con los ojos muy abiertos, pensando que en cualquier momento aparecería, como uno de esos monstruos de los cuentos que contaban los otros niños del colegio. Su madre le había dicho miles de veces que aquellos solo existieron en una época remota, pero ya no, así que nunca podrían hacerle daño, ni a él ni a nadie.
Esa noche estaba especialmente nervioso, le había parecido detectar una sombra en la habitación. Miró debajo de la cama. No había nadie. Se plantó delante del armario y, con un valor antes desconocido, ordenó que se abriera. La puerta automática obedeció y se abrió. No había nadie. El niño emitió un sonido metálico de alivio. La madre lo escuchó. Apaga la luz, apaga tu ordenador, dijo ella, y apágate de una vez, no debes temer a los monstruos humanos. Ya no existen. El niño robot se quedó más tranquilo y se desconectó hasta la sesión siguiente.