La pequeña y delgaducha Loreto cerró el grifo y terminó con la gotera con la sensación de haberlo arreglado varias veces. Fuera las nubes ardían con el fuego amarillo del sol. Las noticias en la pantalla resumían guerras, conflictos y la predicción del tiempo. En una repisa, el barco pirata se mecía con los vientos alisios producidos aleatoriamente por el sistema de generación ambiental de la botella de simulaciones. Loreto entró en el salón y con el mando a distancia de la casa hizo sonar una canción del último recopilatorio de música de cámara francesa. El trabajo para la tarde.
Cayó en el sofá y también caían las notas de un piano. Fijó la vista en la alfombra, y su mirada recorrió los ángulos rectos a la cadencia exacta de las teclas. Al principio no era así. Analizar un tema resultaba un esfuerzo respetuoso. Su concepto de la ética profesional le impedía tomar a la ligera pormenores minúsculos que al propio intérprete le parecerían ajenos. Seis años de dedicación monástica a la agencia la habían vuelto capaz de abstraerse en formas y colores, de asociar ritmos y melodías a elementos vivos... sin escatimar detalle crítico.
Garrapateó tres páginas en media hora. Su capacidad de redacción florecía con eficiencia. Al terminar dejó el texto a un lado y dio dos palmadas seguidas.
-¡Tono cálido! -los proyectores del techo filtraron la luz, moderándola y añadiendo un matiz arenoso, que cambió el color de las paredes a uno más confortable que el blanco plano.
Revisó el resto del correo. Cuatro nuevos de admiradores. Leyó uno por uno, borrándolos al terminar. El último -más ingenioso que la media- lo conservó, divertida. Cada vez llegaban más comunicaciones, muchas engalanadas con bellas tipografías, imágenes y canciones. Casi todas eran amables e impersonales y le causaban una satisfacción prudente e inofensiva. En raros casos alguno se pasaba de la raya y entraba en territorios íntimos, gracias a un anonimato inrastreable. La carrera de Loreto era corta y no se había acostumbrado a intromisiones en su privacidad. Recordaba las primeras noches y los tranquilizantes, no muy lejos de su mesilla.
Le gustaba ajustar el final de su jornada de trabajo con las primeras nubes de actividad magnética del crepúsculo. Teñían éstas de un brochazo violáceo la verticalidad del paisaje urbano y lo sumían en un contraluz costoso de combatir. Por razones económicas, la ciudad dormitaba sin apenas arrojar luces artificiales. Con el anochecer de la contaminación, Loreto apagaba su equipo y volvía a llenar cajas de cartón. Aún no había aparecido el piso ideal pero una fe ciega le impulsaba a llenar una caja con algunas de sus pertenencias antes de dormir. Disfrutaba con el proceso. Armaba la caja, la rellenaba con papel de burbujas de aire, seleccionaba al azar un objeto y lo dejaba caer. No todos los electrodomésticos o juguetes eran igual de robustos y más de uno se rompía al llegar al fondo. No le daba importancia. Empezar una casa suponía tirar cosas y comprar otras. Era parte del juego.
Lo que más le dolió fue deshacerse de las cartas de Camille. Aparecían en los lugares más insospechados. Debían tener vida propia, refugiados de su revisión diaria. Tabletas electrónicas personalizadas, olorosas, la mayoría acompañadas de breves párrafos musicales y opciones sensoriales. Su tacto, una excelente reproducción de la seda, le traía recuerdos casi indelebles. Casi. Tiró las que pudo encontrar por el conducto de reciclaje de plástico y tecnología.
Dedicó unos calculados cinco minutos a meditar por qué los chicos en su vida eran tan rematadamente tontos. Cierto, había hombres inteligentes. Pero aquellos que consideraba brillantes, o que al menos admiraba -Isaac Newton, Albert Einstein, Beethoven, Joyce, su profesor de matemáticas- resultaban siempre incapaces para la convivencia diaria con sus semejantes. Tanto daba entonces si eran genios o fenómenos extraños de la naturaleza. Pertenecían a otro mundo y no podían adaptarse. Abandonó estas ideas, que rumiaba al apoyarse en el quicio de la puerta del baño, y se condujo al dormitorio sin concederse un bostezo.
Tras las últimas rutinas nocturnas, Loreto finalizaba la jornada con un sentimiento de mariscal de campo. Uno a uno revisaba platos, cubiertos y demás vajilla. Controlaba el cierre de los cajones. Decidía el vestido de mañana. Programaba a los servobots para su planchado a las seis en punto. Otros dudaban del uso de tales modelos, aún en fase beta, sin la supervisión de un adulto despierto. Ella confiaba lo suficiente para dejarlos hacer. Un mariscal de campo debe delegar en sus tropas. Ser meticuloso era alcanzable, ser omnisciente algo muy distinto.
Preguntada en su fuero interno y con total sinceridad, Loreto no se consideraba una persona ejemplar en ninguna disciplina. Era forzoso reconocer sus notas modestas, su disoluto historial adolescente y las más de una -y más de dos- peleas en las que se había envuelto en el pasado. Trató de compensar lo que veía como un defecto con una disciplina militar que la condujera por el lado recto, sin desviarse un centímetro. También adoptó la religión cristiana, aunque en este punto admitía haberse dejado llevar por la influencia de su madre. Soñaba con su reencuentro en otra vida.
Apagó la música con el mando a distancia y bajó las luces. La melodía del piano masajeaba su cabeza. Recordó cuando la suite para violoncelo que escuchó tocar a un mendigo había puesto patas arriba su desordenada existencia. Dejó de envidiar los instantes de epifanía de investigadores o artistas. Su descubrimiento era igual de portentoso. Al llegar a casa escribió un comentario personal, las grandes obras barrocas sonaban en su equipo en modo repetición. En Monteverdi halló dragones casi extintos. Purcell escribió a las emociones con la facilidad con que los vientos besan los árboles. Para Bach se le acabaron los símiles. Las medidas humanas eran un insulto. No paró de escribir hasta que le sangraron las manos, y al hacerlo se descubrió la camiseta bañada en lágrimas. Costó un esfuerzo mínimo reducirlo a un formato de un centro de noticias y enviarlo. Hacía seis meses y seis días. Desde entonces trabajaba como escritora.
La noche le cayó con el cansancio habitual, y no le negó su abrazo. Se preciaba de dormir de un tirón hasta el sonido de la alarma. Cuando no era así aprovechaba para levantarse, ir al baño y entretenerse con los objetos de las cajas. Cada uno tenía su lugar imaginario donde colocarse en un futuro. Reposaban en hipotéticas estanterías los vasos de cristal, en hipotéticas paredes los cuadros de cristal líquido y en hipotéticos cajones sus productos de maquillaje.
Pero nada para aquella caja negra.
Devolvió todo a su sitio. En la calle el ocaso cerraba los puños. Necesitó pedir un poco de luz al sistema doméstico, que inició un ascenso lumínico y térmico hasta el nivel que usaba al despertar. Pasó el objeto de una palma de la mano a otra. Pasmada, se revolvió el pelo hasta formar un pelirrojo remolino de bucles. No recordaba el origen del oblongo estuche negro de un único puerto y piloto apagado, ni su utilidad. Jamás olvidaba un detalle de su casa. Sus pertenencias eran lo bastante escasas para ello. Lo miró desde varios ángulos. El puerto no tenía la forma de los clásicos usados para la conexión al sistema doméstico.
Era liso, frío, y muy, muy ligero.
Intrigada, lo colocó en la mesa del salón y tanteó en la pared hasta que el sistema doméstico la saludó con su acento neutro. Internet ofreció múltiples respuestas para objetos negros, pero ninguno con el orificio de entrada y salida plateado, de fibras pequeñas de cobre por un solo lado. Era difícil buscar algo sin saber su nombre. No había marca o información escrita o tallada, ni siquiera indicios de estar formado por más de una pieza, ni hendidura por donde abrirlo. Loreto resopló y entró en su campo visual la cama, tan grande, tan blanda y recta.
-Por esta vez has ganado, pero mañana me tendrás que contar tu historia.
No lo hizo. Ni en la semana siguiente. En una sociedad donde se hallaba la vida de los ciudadanos al alcance de un clic, ningún producto se le había resistido de una manera tan férrea, tan hermética. Buscó en sitios de venta de objetos curiosos, de alta tecnología, de herramientas obsoletas. No parecía ser ni lo uno ni lo otro. Por desgracia para aquel extraño trasto y para ella, los dos contaban con demasiado tiempo libre y muy pocos planes para los ratos de ocio. Subió un par de fotos en sus perfiles sociales. Nadie le supo informar y empezó a sentirse como un gato que rodea la nevera donde se guardan sus latas.
Finalmente, y como medida desesperada, llamó a Auguste. Después de una serie indefinida de años sin contacto le avergonzaba marcar su número. Solo se habían cruzado en la iglesia un domingo. Bromearon sobre el hecho de que el párroco estuviera formado por cables y microchips revestidos de una resistente aleación, y la probabilidad de que su pila de litio pudiera terminarse de forma abrupta en plena misa.
Auguste se asomó por encima del detector para verla entrar en el descansillo cuando ya creía que era la hora de cierre. Lucía un moreno poco favorecedor y juraría que se había arreglado los dientes y teñido el pelo. Peculiar para un individuo tan austero en otros tiempos que desayunaba tostadas sin mantequilla ni mermelada.
No aparecieron otros visitantes y pudo pasar el objeto por la cinta de la máquina. En la vieja pantalla monocromo desfiló delante de sus narices, orgullosa e inescrutable. La imagen final lo dejaba todo a la imaginación, y Auguste, que había atendido la llamada de Loreto sin objeciones, extendió el labio inferior y alzó las cejas.
-Circuitería. Fíjate en esos cuadrados y rectángulos blancos y pequeños. Hay cables por los lados, y eso de la izquierda es una resistencia. ¿Me has traído un juguete?
-Auguste, por Dios, jamás se me ocurriría jugar con tu tiempo. Eso es cosa de tus jefes. Yo sólo te cogía prestados los apuntes del colegio.
-Sí, y enviabas el archivo a la clase entera, firmado por ti y a cambio de gominolas.
-Está bien, Don alumno modelo, si es tan importante, te invito a un café por las gominolas que me llevé de beneficio. Además tienes que saber que me he reformado. El Señor no vería con buenos ojos mis negocios fraudulentos.
Tomaron un café, hicieron las paces y Loreto disfrutó de la conversación en los asientos acolchados de la cafetería del ministerio sin desviar su atención del peso liviano de su bolso. Empatizó con la historia más terrible de Auguste; un accidente de tráfico, meses atrás, que casi acabó con su vida, pero cuando se puso un poco pesado y propuso continuar la velada en casa de ella, decidió despedirse. Él la saludó a lo lejos sin quitarle la vista de encima.
Nada más entrar en el vagón del monorraíl su mente volvió a la caja y se alejó de la breve reseña biográfica de Boccherini que le esperaba a medio redactar. Avergonzada, Loreto colocó el objeto una vez más en la mesa, bien centrado, de manera que sus lados discurrían paralelos al mueble, y lo señaló con el dedo.
-Me rindo. Pero te quedas conmigo. No te pienso perder en la mudanza.
Gracias a la moda imperante de recuperar obras pasadas, los artículos de Loreto, cada vez más demandados -e ingeniosos- corrían por los circuitos literarios como una obra ensayística notable. Cuando le llegó la invitación a la fiesta de los mil números de su revista, empleó una mañana en seleccionar la ropa que ponerse. De repente los modelos y sus posibles permutaciones resultaban infinitos, lo cual suponía una auténtica paradoja para su espíritu práctico. Necesitó pedirle al ordenador de la casa que combinara al azar las posibilidades y le propusiera una opción.
El sistema, programado para ofrecer una simulación de personalidad, alabó caballeroso cómo le sentaba el vestido. De camino a la fiesta en el aerotaxi Loreto solo pensaba en escapar del asunto. Sin embargo, cuando superó el hecho de que un hotel entero, de doscientos pisos, se encontrara de celebración, descubrió que los asistentes se terminaban por arrinconar en cualquier sitio con sus conocidos y pudo relajarse. Incluso bailó un par de canciones en alguna de las pistas de música electrónica de los pisos inferiores y halló el camino a una barra sin mucha dificultad.
Al principio pensó que el individuo trajeado, de gafas de sol y pelo blanco y lacio no veía bien, pues se apoyó en ella con poca maña en una barra con espacio de sobra para cualquiera. Trató de desplazarlo con cuidado y sutileza. El hombre, que no esperaba al camarero ni tenía copa en la mano, notó el empujón, se retiró las gafas y la analizó con sus ojos cristalinos y profundos. Los focos cenitales realzaron su silueta y le separaron del fondo. Se sintió como una niña pequeña frente al rey de Roma pero el hombre pareció no percatarse del efecto que provocaba en ella. Sonrió y guiñó muy despacio los ojos. Le sorprendió la propiedad quebradiza y tostada de su cabello, mucho más fino y débil que el de un albino.
-¿Loreto? ¡Cuánto tiempo, ha pasado! ¿Qué es de tu historia?
Llegó su bebida, que localizó a tientas entre la barra, y dio un sorbo que no le supo a nada. Se ajustó el pelo, segura de que estaba arruinando su peinado. El extraño deje del individuo fluctuaba con musicalidad como el francés pero hacía pausas en los lugares incorrectos y separaba las sílabas de forma tajante, con el cuidado con el que una ama de casa deposita la carne en una sartén. No había mucha gente que hablara así.
-Perdona pero has debido equivocarte de Loreto, cosa normal en un hotel donde cabe la población de una ciudad pequeña.
-Cómo eres, absolutamente, no puedo creer que no me recuerdes. Quinto curso en Nantucket, ¿es verdad que no?
Loreto movió la cabeza.
-No has cambiado nada. Tampoco antes era fácil de hacerte entrar en razón a ti. Por cierto, ¿Sigues teniendo el álbum de fotos?
-Sigo sin tener ni idea de lo que hablas, lo siento.
-Vas a tener que cambiar tu dieta, cámbiala por algo con más calcio. Hace unos años olvidé en tu casa un álbum de fotos, en una caja de datos negra de conexión VTC. ¿Tampoco recuerdas eso?
Loreto apuró la bebida con calma y se limpió los labios de un solo movimiento.
-No insistas. No estoy interesada. Te irá mejor con otras chicas, es un edificio enorme. Yo soy cristiana, eso me hace un poco difícil en las primeras citas.
En otra situación le hubiera dado una segunda oportunidad, pero el lugar era demasiado caluroso, saturado y humeante como para forzar la maquinaria. Le dejó con la boca abierta, a punto de hablar de nuevo, y zigzagueó entre la multitud hasta cambiar a otra sala y otro piso. Aprovechó la intimidad del ascensor para resoplar y limpiarse la frente. Ya podía relajar la tensión de la espalda que le producía la noción de que acababa de conocer al dueño de la caja. Y que éste sabía su nombre.
Al cambiar de escenario se vio forzada a perder de vista a sus conocidos y por ende, a asumir su desorientación. La cobertura de los implantes telefónicos iba y venía, y aunque podía aislarse de la música con un solo pensamiento, el excluir los sonidos exteriores le provocaba mareos y falta de equilibrio. Creyó vislumbrar a su profesor de matemáticas a lo lejos, pero su estómago pedía un descanso. Terminó la copa y rechazó con el dedo el ofrecimiento de un androide camarero. Adiós, fiesta.
Le costó recordar una noche en la que hubiera dormido un sueño más endeble y agotador. Se acercaba lo que llamaba "la factura de Eva", y aunque los dolores eran intensos, se negó a tomar una sola pastilla. Cualquiera del mercado la dejaba atontada, y el malestar le hacía sentirse alerta como un apache que vigila desde lo alto de un cañón. No en vano la foto de un actor indio de una película de John Ford la representaba en sus perfiles sociales.
Gracias a la claridad mental facilitada por su indisposición no tuvo un segundo de retraso al identificarlo. La sombra, agazapada, se hundía, aprovechada de las mejores tinieblas del hogar. Sin tiempo para pensar en el funcionamiento de su sistema de seguridad, alzó la mano para tantear en la mesa de noche y asir un jarrón. Supo que había tenido ideas mejores cuando éste impactó en la pared en mil pedazos. Fue tras la forma que, alertada y fugitiva, retrocedía con agilidad insólita para su peso y situación en una casa ajena. No le dio tiempo a alcanzarle antes de que se encerrara en el baño. Pudo oír su respiración frenética, tanto como su teclear desesperado en un panel.
-¡Intruso en baño! -el sistema emitió una luz tenue en la casa y los servomotores bloquearon las salidas del cuarto con un silbido fino- Te tengo, vaquero. A ver cómo te las apañas ahora. Solo siento que hayas hecho el bobo en la casa equivocada, mi mayor posesión es una olla wok.
-¿Podemos hablar, nosotros?
Así como el sentido de la vista, los dolores menstruales potenciaban sus sentidos. El acento sinuoso, la pausa innecesaria y la composición inusual retrataban como una foto al desconocido del hotel.
-Puertas abiertas, vigilancia por electroshock -susurró al micrófono de pared más cercano.
El ordenador liberó los controles de los pestillos y engranajes y las puertas volvieron a funcionar. Con gesto digno y las mandíbulas apretadas como la puerta de un castillo, el hombre accedió al salón con dignidad y calma.
-No, no hacía falta que te pusieras así. ¿Ibas, a llamar a la autoridad en serio?
-Ese era mi segundo paso, el primero era electrocutarte al menor gesto sospechoso. Espero que me des una razón convincente para esto.
-Tú guardas mi caja negra. Mi álbum.
-Sí, es verdad, ¿me puedes decir qué hay en ella?
-No queda más remedio a estas alturas. La batalla de Waterloo, quince minutos, una clase de Newton en la Universidad de Cambridge, veinte minutos y Mahler improvisando con su piano, solo audio, ocho minutos.
Loreto se tuvo que reír. El aplomo con el que soltaba aquellas barbaridades resultaba cómico. Quizá fuera un actor de la televisión en un programa de cámaras ocultas, o simplemente un chalado con dotes de infiltración del Mossad. Se sentó en el sofá, consciente de que seguía en pijama delante de un lunático y le permitió a él lo propio, en el asiento más cercano al sistema represor.
-¡No me digas! ¡Sir Isaac Newton en persona! ¿Y cómo se encontraba ese día?
-Algo mal de salud, el vídeo es de 1692 y venía, de sufrir una crisis de ansiedad. Aún así se nota lo que es, un cerebro privilegiado.
-Tiene gracia, sabes que el sistema de defensa te está apuntando, que a una orden verbal mía te puedo convertir en un charquito en el suelo y sigues de broma. Creo que voy a quedarme la caja y a pedirte que te marches.
El hombre se puso en pie de inmediato y la miró con ojos grandes y luminosos como rosetones de catedral. Encogió los hombros y extendió la mano en su dirección.
-Señorita, me llamo Cristóbal Viator, nunca hablo en broma, mas en serio. Para demostrarlo permítame algún gesto de amistad y confianza antes de explicarle mejor lo que ocurre. Si le agrada le puedo comprar un terreno, ¿es eso lo habitual aquí?
Con la boca abierta y sin responder al chocar de manos propuesto, Loreto se había olvidado hasta de pestañear. Cristóbal retiró la mano y se rascó la frente.
-No, es bastante curioso lo de comprar parcelas de tierra a la gente como regalo.
-Disculpe, de donde yo vengo somos muy pocos, al menos comparados con ustedes, y el obsequio de superficies es una costumbre de cortesía. Pasaré mejor a informarla de lo que pasa. Vengo de muy lejos, de siete siglos en su futuro.
Fuera tosió el motor de un aerocamión de la basura en su recogida del turno de las tres, y su sonido se mezcló con la canción del equipo de un vecino del bloque. Retumbó el golpear de un pecho al ritmo de la melodía, y éste fue el único ocupante del piso entre el hombre y la mujer, callados y tensos, más ella, menos él. Un servobot de modales apocados intuyó el cambio en el ambiente y, acorde a su programación de iniciativa, se permitió extraer de un cuadrante lateral dos tazas de té. También según las normas del panel del sistema, dos cubos de azúcar acompañaban las bebidas y cucharas. Nadie prestó atención y el sistema retiró la bandeja con igual indolencia, lo que despejó de nuevo el espacio vacío y el silencio de las paredes y los ocupantes.
-Además opino que su vida se encuentra en riesgo grave. Por eso, lo mejor es quitarme de en medio lo antes posible.
-Espera. ¿Puedes empezar por lo de venir de otro tiempo y luego llegaremos a lo de mi vida?
Los colmillos de Cristóbal brillaron como rejas de una cárcel entre sus labios. Dejó verlos un momento en una sonrisa de mastín, luego recuperó la compostura y volvió a su sofá. Incluso agarró un cojín, que colocó entre ambos.
-Utilizo un transmisor, en línea con un colisionador de taquiones en mi centro de estudios. Un taquión es...
-...una partícula que presuntamente viaja más rápido que la luz, lo he leído en un libro. También sé que es hipotética y que su masa es imaginaria. Una de esas ocurrencias de Dios para entretener a los físicos. Podría hacerte muchas preguntas pero, ¿cómo las creas, y cómo te las apañas para no convertirte en un fideo microcósmico por el camino?
Del bolsillo extrajo un pequeño rectángulo dorado, reflejó éste la luz difusa del techo y como por un acto de prestidigitador, desapareció delante de sus ojos.
-El transmisor deconstruye mi masa y la reconstruye en el lugar de llegada. Tiene mi mapa completo insertado en el laboratorio y conmigo en la nave, por lo que puedo regresar, siempre el mismo. Los taquiones se forman con un acelerador, generando supercuerdas bosónicas de veintiséis dimensiones. Para cada salto, un viaje a las cuerdas. Es una concesión del Gobierno, claro, no hubiera podido pagarlo yo. Ellos habían paralizado el proyecto, demasiado endeudados con la búsqueda de una vacuna de la epidemia en las colonias. Lo guardaban cogiendo polvo. La nave en cambio sí es mía, diseñé su cerebro como proyecto universitario con materiales derivados del grafeno. El sistema operativo funciona insertando moléculas de agua que van de unas placas de silicio y dióxido de silicio al grafeno, como transistor de datos. Muy potente, muy listo, no tan caro como piensas.
Loreto extendió la mano en busca de la taza que ya no estaba, y el programa se apresuró a cumplir su deseo. Llegó una fracción de segundo tarde y el borde de la bandeja le golpeó la muñeca sin querer. Un escueto y neutral "bip" sonó de los altavoces y las varillas metálicas corrigieron su trayectoria sin derramar una gota de leche. El té aún humeaba y calentó su garganta mientras el olor de la canela acariciaba su olfato. Cristóbal no quiso beber.
Nunca había pensado que fuera compatible tener sueño y morir de curiosidad, pero la espalda de Loreto le recordó que llevaba veintitrés horas despierta, un récord personal.
-Cristóbal, esto suena muy bien pero necesito una pausa para asimilar tu historia. Hagamos un trato, tú te marchas, yo me voy a dormir y no llamo a la policía. Mañana seguimos.
Esta vez sí sellaron el acuerdo estrechando las manos. Un sueño, dos cafés y tres artículos más tarde, los dos se sentaban en la biblioteca municipal, un bloque enorme y con un grave déficit en su sistema calefactor. Ocuparon la esquina más desangelada del último piso, donde sólo puertos con centrales de información en muebles metálicos les hacían compañía.
-Eso que dijiste ayer de que mi vida corre un riesgo me ha incomodado ligeramente para dormir.
-En mis viajes, nunca había trabado conocimiento con nadie. Claro, las personas nos cruzamos, nos miramos, pero no es lo mismo. En el salto a tu época perdí parte del equipaje por un error de transmisión. He tratado de impedirlo pero al final he irrumpido en tu cronología y he provocado una fractura en tu tiempo. No sé muy bien qué puede ocurrir.
-Puede que nada. En todo caso no me ha venido mal un poco de diversión.
-Cuentan muchas teorías que existe una serie infinita de universos, según las posibilidades. Nos conocemos, no nos conocemos, consigo la caja sin que te des cuenta. En otros llamas a la policía y conservas el álbum. Imagino que estamos determinados a hacer lo que tengamos que hacer. Aún así me preocupa lo que te pueda pasar.
Loreto relajó las manos, antes cerradas.
-¿De verdad te importa lo que me suceda?
-No me perdonaría si ocurriera... algo. Así que con tu permiso cogeré lo que era mío y dejaré de molestar en tu vida.
-¿Y qué te espera de vuelta a casa?
-Mi proyecto artístico. El instituto de arte moderno convoca un certamen anual para obras vanguardistas. Junto a un equipo de físicos diseñé el aparato que tienes en casa. Capturamos las funciones de ondas del sistema físico en el que nos encontramos, en un lugar y momento precisos, como si fueran coordenadas, incluyendo las partículas del sistema y su representación, en lo que es una muestra espacio-tiempo de tipo corpuscular y de corta duración. De vuelta a casa recrearé esas coordenadas en un entorno controlado en mi laboratorio. La historia recreada tal y como pasó. Hallazgos, hechos que luego se tornaron mitos, eventos que transformaron la historia, expuestos como cuadros restaurados. Si no gano ese concurso, sé que ganaré otros. Tendré para vivir el resto de mi vida.
-¡Eres un artista!
Cristóbal se arregló la corbata, sonriente.
-¿No te ayudó nadie más? ¿Familia, amigos...?
-No hay familia ni amigos. Han muerto por la epidemia.
-Yo tampoco tengo a nadie. Te conozco poco pero ya sé que eres lo bastante inteligente como para esto. Aún así, no puedo reprimirme. Imagino que habrás pensado en volver hacia atrás, con ellos.
-Sí, claro, cada día y cada noche. Pero no es bueno. No es lo correcto. Puedes visitar otros mundos pero si en este universo están determinados a morir, no merece la pena. Quizá podría salvarlos o quizá no. A día de hoy no hay cura.
-Para lo que necesitamos cura es para tu forma de hablar, o necesitarás un traductor cuando pronuncies tu discurso de recogida del premio. ¡Qué lío!
Risas por lo bajo. Los fluorescentes del techo parpadearon y salpicaron de sombras sus rostros. Un encargado de limpieza de gorra calada los vio en la mesa, sin un ordenador encendido, ni una tableta de notas. Apenas se percibieron de que no estaban ya solos. Al comprobar su reloj de pulsera habían pasado tres horas.
Charlaron de comida, de bebida, de política. Ella no contuvo su admiración por las grabaciones de Casals, limpias, presentadas en bobinas nuevas de mejor fidelidad por primera vez en décadas. Cristóbal sonrió pero dejó en el aire si conocía o no al violoncelista. Esquivaron con cuidado la comparación de épocas, y aunque al principio parecía un juego imposible, como saltar de una baldosa a otra a quince metros de distancia, pronto descubrieron que el esfuerzo no era insuperable.
Ya en casa, Loreto extrajo la caja de debajo de la cama, donde la había ocultado por precaución. Él la sostuvo entre los dedos con un respeto reverente, e inclinó la cabeza una y otra vez, hasta que ella le dijo que podía parar. Dado que su nave se encontraba escondida en un depósito abandonado en las afueras, lo razonable sería no perder el tiempo, o el toque de queda de salida interurbana le haría perder un día. Ella estuvo de acuerdo. Siguieron hablando en el pasillo, tras el pasillo continuaron en el quicio de la puerta, y la luz automática del descansillo se encendió y apagó sola cuatro veces antes de que sus bocas se fundieran.
Loreto percibió un intenso sabor a especias, un aroma de plantas que daba la impresión de pertenecerle de forma natural. El choque duró apenas unas décimas; suficiente para que ambos retrocedieran un paso, se enfrentaran y casi por instinto volvieran a juntarse. Salieron de sí, las manos y cabellos de una confundidos con las de otro, el tiempo volvió a indefinirse en el transcurso cálido del piloto automático de la luz.
De común acuerdo pasaron la noche separados, no sin antes prometerse el quedar de nuevo la mañana siguiente. Cristóbal llevó la caja consigo en un zurrón de cuero pero ella no dudó en que cumpliría su promesa. Sentada en el sofá donde aún podía reconocer sus huellas, accionó la música y reflexionó sobre los matices, más armónicos y verdaderos, que ganaba el mundo a su alrededor. Con naturalidad y sin vacilar, dio gracias a Dios.
Amaneció un viernes jubiloso y fresco, y las nubes cedieron el paso a nuevos rayos, amarillos y templados como nunca. Dos naves gemelas monoplaza surcaron los estratos a los que ningún transporte público llegaba. Se entretuvo en intuir el ocioso curso de su desplazamiento, que parecía jugar con las casas, las torres y antenas. Su destino era incierto, pero cuál no lo era. Lo sustantivo era el viaje, y mejor en compañía de un alma inquieta, despierta, singular. Un timbrazo la obligó a separarse de la ventana, que tintó la luna para disminuir la luz del interior, y a dejar la taza de café en la mesa. Había llegado temprano.
Le divirtió recibirle en la puerta con un tímido beso, y entretenerse en descubrir detalles nuevos en su indumentaria, como un zurrón distinto que colgaba de su hombro y una chaqueta negra con inscripciones en la pechera que no consiguió traducir.
-No sé tú pero a mí me ha costado conciliar el sueño.
-¡Vaya! Mira quién ha estudiado gramática durante la noche. ¡No has perdido el tiempo!
-No suelo hacerlo, y el estar contigo es la mejor manera que se me ocurre de emplearlo ahora. Podríamos pasar el día en casa. Planificar el viaje. Conocernos mejor. ¿Qué te parece?
-Como quieras, solo dame cinco minutos para ducharme, que estoy horrible. Descansa un rato, tienes el periódico en la tableta.
Dedicó a la ducha el menor tiempo de que fue capaz, y ni siquiera el vapor del agua la retuvo más de lo necesario. Después de once horas de incertidumbre, sabía que podía confiar en su palabra. No estaba segura de mucho más pero era un principio, y todo aquello que era importante solía basarse en actos de fe.
-¿Cristóbal?
El salón estaba vacío, salvo un cenicero en el que humeaba una colilla. Se asomó, todavía en bata y temblando. Debió olvidarse de programar el sistema calefactor para el invierno cuando formateó el sistema operativo. El parquet crujió detrás y se giró, pero no llegó a completar el movimiento: un objeto romo le golpeó en la frente y necesitó ambas manos para asirse a la pared y no caer. Dos nuevos empujones se sucedieron, uno le encogió el estómago y le provocó náuseas, otro lo reconoció como unos nudillos fibrosos clavándose en su mandíbula. El techo, lo único que era capaz de ver, se hizo borroso, quizá por la impresión o la sorpresa, quizá por el fluir de la sangre caliente, desbordada más allá de las cejas.
Consiguió asir la pata de la mesa antes que se abalanzara sobre él de nuevo. Con un gruñido la alzó sobre su cabeza y se la tiró encima. No llegó a derribarle pero sí lo detuvo y ganó unos segundos para poder verle protegiéndose del impacto del mueble contra él. Debía ser un efecto de la herida en su cabeza, pues al incorporarse, magullada, distinguió dos figuras enzarzadas en combate, sus rostros en contraluz. Las dos del mismo tamaño, los mismos gestos en ambos, el mismo combate cuerpo a cuerpo. Se empujaron hacia la cocina con el estrépito de los cacharros al rebotar por la encimera y el suelo.
A trompicones alcanzó la cocina. Ruido y puñetazos que dibujaban ya un mosaico de sangre en las baldosas de la pared. Los dos rabiosos, los dos Cristóbal.
Se trataba de una alucinación, o acaso seguía tumbada, inconsciente, en el suelo de parquet, mientras el ordenador procedía a reanimarla. Fijó la vista. Era tan palpable como que la noche dejaba paso al día. En las mismas condiciones físicas, de edad y carácter, por lo que podía verse.
Dentro de la cocina había poco margen de maniobra. Loreto acalló al sistema de seguridad, que al detectar ruidos por encima del parámetro establecido había hecho sonar la alarma. Entre los electrodomésticos, uno de los Cristóbal, armado de una sartén, golpeó en la cabeza al enemigo, que cayó al suelo con una brecha del largo de un dedo índice. Luego se acercó a ella.
-Tienes que creerme que esto no entraba en mis planes.
Ella retrocedió tres pasos.
-Quieto ahí. No vas a moverte hasta que me des una prueba de que eres... el verdadero.
Antes de poder reaccionar, el hombre la cogió por el talle y le propinó un beso, cálido y especiado, idéntico al de la noche anterior.
-Esto. Me gusta que conserves la caja mientras estemos juntos. Es la mejor garantía de que soy el de ayer y no deseo tu mal. Debe haber venido a por ella.
-Pareces muy seguro.
-Diría que se trata de una competición entre universos paralelos. Imagino que de alguna manera se ha enterado de que tengo este álbum, por el que se va a pagar una suma millonaria en mi mundo. Es un objeto muy goloso, cualquiera recibiría el Nobel por él, y suplantarme no es tan difícil.
-Espera, me estás hablando de universos paralelos como quien habla de cambiarse de camisa.
-Deduzco que éste venía de un mundo en el que se ha conseguido desarrollar naves de energía lo bastante potentes como para permitir el viaje a través de supercuerdas cósmicas. Un universo de más de tres dimensiones. En algunos de ellos existen versiones nuestras, y nos han detectado el rastro desde que salí de mi presente. Lo mejor será volver a casa cuanto antes.
-Está bien. Vámonos.
Cristóbal la miró petrificado, con el terror en la mirada y la alegría en su sonrisa.
-¿"Vámonos"?
-Quisiera ir contigo. Cruzar un puñado de siglos es una minucia si podemos estar juntos.
-Por favor, confírmame. ¿Te das cuenta de que la brecha entre universos probablemente ha sido culpa mía por generar estos cambios? ¿Que el viaje que nos espera es peligrosísimo?
-Claro que sí. Por eso lo mejor será marcharnos cuanto antes, ¿no crees?
No dijo más. Le agarró una mano con dos de las suyas y las besó con dulzura, como si no hubiera por delante nada más que ellos. El instante pareció eternizarse como una pintura en un marco. Luego soltó sus manos, le dio la caja y se colgó al hombro su zurrón.
Tomaron el primer aerotaxi de la dársena y volaron en dirección a las afueras sin quitarse de encima la sensación de estar siendo vigilados. De nuevo en tierra, media hora después, llovía a cántaros y rayos y truenos se turnaban en el control de los cielos. Encontraron la nave donde él la había dejado, bajo un depósito de agua fuera de uso y vallado. Ya desde la distancia a Loreto le pareció un artilugio tan pequeño e insignificante que parecía de juguete. No más de tres metros de largo bastaban para albergar lo que el vehículo necesitaba. Sortear los alambres fue sencillo y pronto se hallaban en la carlinga, el panel de mandos activado.
Cristóbal extrajo de un compartimento empotrado dos pares de cascos y le tendió uno a Loreto. Después de comprobar que se había colocado correctamente el cinturón y que los niveles de energía y combustible estaban en orden, encendió los controles, asió el timón y la nave elevó su ligero fuselaje con suavidad. Pronto alcanzaron velocidad de crucero.
El balanceo tranquilo de la nave comenzó a entumecer las extremidades de Loreto, que se estiró con un bostezo, a tiempo para girarse y ver a Cristóbal con una cuerda fina, casi invisible, alrededor del cuello.
-¡Cuidado!
Tras él otro Cristóbal tiraba de la cuerda. Salvo la tez de éste, más tostada, y unos dientes casi inexistentes, la imagen -ahora familiar- semejaba a una persona forcejeando contra su propio reflejo. "Su" Cristóbal tardó en reaccionar y ya rodeaba el nylon su garganta y las mejillas se abrasaban por la asfixia. Se lanzó a sus ojos con un rugido y agradeció llevar las uñas largas. La adrenalina le hizo apuntar con más precisión y notó los ojos del otro Cristóbal desgarrarse como un huevo y un fluido espeso y caliente empapar sus manos. El hombre aulló como un lobo herido y no tuvo tiempo de defenderse de Cristóbal, que estampó un extintor en su cara y lo derribó como un saco de patatas. No se volvió a levantar.
-Corre, arrójalo a la bodega. Está en el piso inferior, hay unas escaleras al fondo. No tengas piedad porque sea guapo y fuerte.
Hizo lo que le decía, pero cuando regresó a la cabina supo por el rostro cubierto de sudor de Cristóbal que los problemas no habían terminado.
-El panel no funciona correctamente. Alguien lo está saboteando. Voy a tratar de elevarme hasta...
Una sacudida manoseó la nave como el viento con las hojas y los hizo perder altitud. Rozaron una torre de comunicaciones, pero Cristóbal trató de frenar la caída a partir de ahí.
-¡Hijos de puta! Están bloqueando el espacio radioeléctrico, el radar funciona a ratos. Parece que de alguna manera también afecta a los estabilizadores y motores.
Frente a la pantalla cruzó un objeto volador, a distancia tan cercana que su vuelo los arrastró con fuerza. Era una nave panzuda, de alas cortas y motores de fusión.
-Bueno, pensándolo mejor quizá lo de los estabilizadores se deba a los láseres de ese bastardo extradimensional. Se nos acumula el trabajo.
En la débil señal del radar pudieron captar otras tres naves, más pequeñas, que se acercaban deprisa pero con mayor precaución. Esta vez Loreto sabía de qué se trataba. Lo había visto otras veces.
-Fantástico, ya tenemos a la policía encima. Aprisa, sal como puedas de la atmósfera y dejarán de tener jurisdicción sobre nosotros.
Los dedos de Cristóbal volaban como abejas de los mandos a los botones del panel y de vuelta a los mandos. El ascenso fue brusco y casi lanzó a Loreto contra la pared de la carlinga. La nave principal reaccionó como si pudiera leer sus pensamientos, y cargó contra ellos, casi anticipándose a sus maniobras. Una señal de tráfico los avisó que habían superado los límites urbanos de la estratosfera. Casi al mismo tiempo que avistaban los primeros meteoritos y demás cuerpos celestes, dos rayos láser rozaron la estructura de la nave con un silencio tétrico. Cristóbal maldijo entre dientes una blasfemia desconocida para ella, tiró de los mandos hacia sí y la nave rotó sobre su eje. Frente a ellos, el vehículo enemigo aceleraba y descargaba sus láseres, que Cristóbal trató de esquivar.
-Lo siento, Loreto. Creí que podríamos salir de esta.
-¿No contamos con nada de armamento?
-Diez torpedos, dos a cada lado. Recemos, que sea suficiente.
Destapó del panel de control una palanca doble.
-Por favor, acciónala. Tienes, que empujar hacia arriba y luego girar la rueda a la posición uno. La nave, hará el resto.
Loreto hizo como le indicaba y dos luces blancas la deslumbraron. Le sorprendió la ausencia de sonido o efecto de retroceso. La nave expulsó los dos primeros torpedos, que activaron sus propios motores y se lanzaron contra el adversario. Éste, tan próximo que podían leer el número de serie de sus compuertas de emergencia, ejecutó una finta demasiado ágil para su tamaño y destruyó los dos proyectiles cuando se encontraban lo bastante lejos para no verse afectado por la onda expansiva. Luego tuvo tiempo de encararlos de nuevo y disparar.
Cristóbal no tuvo tanta suerte. Los mandos respondieron con torpeza y uno de los rayos perforó la base de la nave. Las luces y el escudo se vieron afectadas y el radar aulló sonidos de emergencia, indicando en un mapa los daños.
-Es el fin. Un impacto más y somos polvo cósmico.
Se cogieron de la mano. Cristóbal, con la mano libre, hizo lo que pudo por esquivar los siguientes rayos. Sólo falló uno, pero agitó la nave con violencia e hizo que las mascarillas antipresión se descolgaran del techo. Oían más fuerte la alarma que sus propios pensamientos. Tras la última batería de disparos pudieron ver la representación de los otros a su espalda. Un nuevo rayo verde los embistió en los motores y Loreto esperó el reencuentro con el Padre en el Cielo.
Luego, no pasó nada.
Sintieron que les arrebataban el control de la embarcación y que los enemigos aceleraban a gran celeridad. Las estrellas perdieron su sentido, borrones sin fin en la bóveda negra. Cristóbal se puso en pie, aprovechando la estabilidad, y tomó los análisis del ordenador.
-Un rayo tractor. Nos están desplazando a algún sitio a alguna velocidad terrible. ¿Ves cómo cada segundo hay una detonación en sus motores? Es una nave, de propulsión de pulso nuclear.
Loreto percibió cómo Cristóbal trataba sin éxito de dominar el temblor en sus manos.
Pasaron una semana escoltados por las cuatro naves. Los alimentos y el aire duraron los suficiente como para que pudieran pensar en una solución. No se les ocurrió ninguna. Compuertas, motores, armas, incluso el transmisor de viaje temporal estaba desactivado. Jugaron a identificar planetas y cuerpos celestes. Compartieron la música preferida de ella. Él desplegó sus mejores talentos de cocinero y bromeó con que sus platos eran más bien una prueba de adivinanzas. En aquel lúgubre escenario sus chistes eran tan agridulces como sus recetas pero para su sorpresa, ella las disfrutó.
Al fin, las pantallas les adelantaron una imagen de un grupo compacto de estrellas situado en el centro de la Vía Láctea. La constelación de Sagitario. En los lectores de radiación y ondas, un objeto irrumpió con datos que se salían del gráfico, algo invisible pero cuya masiva existencia quedaba clara en las medidas. Todo el universo se veía abocado a su gran sustancia voraz.
-Un agujero negro. No nos van a destruir, solo a abandonarnos donde no tendremos masa. Es la manera cuánticamente más higiénica. Ni siquiera es un asesinato.
-¡Pero eso no tiene sentido! ¡Si nosotros somos destruidos, ellos también!
Un mensaje trinó en los altavoces con un arpegio cantarín. Luego bramó una voz metalizada y sin vida que se unió a la conversación, tan a propósito como si una presencia etérica les hubiera acompañado desde el principio.
-Entregadnos el álbum o pereceréis. La nave tractora está teledirigida. Soltad el cargamento por la borda en un soporte especial y os liberaremos.
Cristóbal respiró con la fuerza de un oso. Loreto lo miró sin poder evitar una risa histérica.
-¿Teledirigido? Entonces, ¿nos rastrean de alguna manera?
-Es de suponer, que sí.
-No hay más que hablar, en ese caso.
Fue a la cocina y volvió con un encendedor de mano. Cristóbal se mordió los labios y desvió la mirada. En las estrellas de materia moribunda pudo leer como en las huellas de un árbol las luces que iluminaron las mentes más agudas, las batallas y los descubrimientos, todo lo que tenía de glorioso y despreciable el hombre. Cogió el encendedor, colocó el álbum en una mesa auxiliar y presionó el gatillo. La caja negra tardó poco en humear y fundirse. El aparato, tan enigmático no hacía mucho tiempo, emitió un lánguido código sonoro y en su estertor final proyectó en el corredor a un parpadeante Sir Isaac Newton, en tres perfectas dimensiones, ojeroso y enfermo y vivo. Gesticulaba, débil pero con énfasis de creyente, sobre mecánica y gravedad.
Parejo a la desintegración del álbum fue mermando la potencia del rayo tractor y la imagen del brillante físico se corrompió en colores pardos mientras su fraseo degeneraba en un idioma primitivo y confuso. Cuando el álbum no era más que un amasijo de cables y chips, la nave los liberó de la presa, modificó su trayectoria y desapareció de su vista junto a las otras tres. Los controles resucitaron.
-¿Sabes? Tenías razón. Nuestras vidas corrían más peligro del que pensábamos.
-No sé qué decir. He sido un imprudente.
-No te preocupes y vayamos a casa. Estaba deseando mudarme. Construiremos nuestros recuerdos pasados. Juntos.