Me veo en la obligación moral de explicar por escrito los extraños sucesos de los que fui testigo y partícipe durante mi huida de la justicia francesa, cuando llegué a aquella remota finca perdida en medio de la selva virgen, a un día de viaje desde Iquitos. Quizá si relato lo que viví durante mi estancia en aquel suntuoso palacete, alguien pueda dar por fin un sentido a todo aquello, o acaso ese alguien pueda por fin certificar mi locura. Aun demostrándose mi demencia, hallaría cierta serenidad para mi espíritu, puesto que lo acontecido no sería algo distinto de una pesadilla que se hubiera filtrado hasta mi conciencia durante la vigilia. Mi locura sería una respuesta consoladora, pues de lo contrario sería horrendo no solo para mí, sino para cualquiera de nosotros pensar en la naturaleza de los componentes del alma de todo ser humano.
(I)
Comenzaré mi historia contando cómo me convertí en un fugitivo. Yo era miembro activo de la sociedad ocultista más ligada al poder político que hay en París. Dentro de esta sociedad ocultista dedicada al estudio de la filosofía hermética, había miembros de distintas ideologías; estos miembros pertenecientes a la aristocracia pugnaban en su vida pública por el poder sobre la ciudad y sobre toda Francia. Las luchas políticas terminaron trasladándose soterradamente también a nuestra sociedad. Durante las reuniones secretas que nuestra hermandad celebraba en las húmedas catacumbas con el noble propósito de avanzar en el conocimiento humano, se empezaron a tejer las conspiraciones más aviesas y ladinas. Entre murmullos dichos al oído se tramaban traiciones y chantajes hacia otros miembros de la sociedad. Con el tiempo todos tuvimos que posicionarnos dentro de alguna de las facciones que mantenían una lucha intestina que acabaría teniendo resultados fatídicos. Yo me encontré entre los perdedores cuando la situación por fin estalló. Tres de mis compañeros y aliados fueron asesinados por nuestros enemigos. La escena del crimen fue manipulada de tal manera que todo me señalaba a mí como autor de los asesinatos. Nuestros poderosos enemigos tenían a su servicio a algunos policías corruptos que lo organizaron todo para inculparme. Así me convertí en un fugitivo. Tenía que huir de Francia, incluso abandonar Europa si quería seguir con vida. Uno de mis aliados que aún no había sido capturado me aconsejó que huyera a América, y que allí buscara a un distinguido científico que veinte años atrás había formado parte de nuestra malograda sociedad.
El doctor Athanasius Lemoine podría proporcionarme protección y quizá una identidad nueva en América.
Así dejé París rumbo a un mundo nuevo. Me embarqué como pasajero de tercera clase en el primer barco que partía hacia Guayana. Una vez allí tendría que buscar el medio de llegar hasta Perú y, finalmente, encontrar la finca del doctor Lemoine. Todo pareció ir según lo previsto hasta que llegué a la etapa final de mi viaje. El día que me dispuse a partir desde Iquitos hasta mi destino final sucumbí a unas fuertes fiebres, mi débil organismo europeo no estaba preparado para el clima tropical. La fiebre empezó a manifestarse, cada vez lo hacía con mayor virulencia según avanzaba el trayecto, y conforme la diligencia que me trasladaba a la aldea donde vivía Lemoine se adentraba más en la jungla, yo sentía que me dirigía hacia un mundo atávico y extraño. Mi percepción de lo que me rodeaba conforme avanzaba la diligencia se tornaba cada vez más irreal, tenía la sensación de que mi largo viaje no solo me había desplazado en el espacio, sentía que había retrocedido en el tiempo a una época en la que el mundo aún estaba inacabado. La selva tenía un aspecto virgen y primitivo, sentía que me adentraba en una región del mundo que aún no había sido pisada por hombre alguno.
Estaba adentrándome en la tierra que habitaron los primeros hombres. El jardín del Edén se extendía ante mí con una frondosidad que nunca hubiera imaginado, extrañas y coloridas aves poblaban los árboles. Los colores vivos de la selva -en particular el verde con miles de tonos- y las estilizadas formas de los infinitos árboles saturaban mis fatigados sentidos, y en mi conciencia se confundían percepciones y pensamientos. Sonidos, imágenes y fragancias que propalaba ese mundo intenso se amalgamaban en mi enfebrecido cerebro. La naturaleza parecía hablarme de una forma severa, con un rugido de vida capaz de fulminarme en un instante. Entonces, reparé en la mirada que me dirigía uno de los pasajeros que me acompañaba en la diligencia. Se trataba de un indígena que pareció preocupado por mi evidente estado de aturdimiento. El hombre, de una edad indeterminable para mí, me sonrió amablemente y me dirigió unas palabras dirigidas a iniciar una conversación.
-Nosotros llamamos Cayahuari a nuestra tierra. Es el país donde Dios no terminó su creación. Muchos creemos que cuando los hombres hayan desaparecido de la faz del mundo, Dios regresará y terminará aquí su creación.
Las palabras de este hombre parecían confirmar mi particular aprehensión de aquel arcaico lugar. Mi respuesta a este hombre se vio frustrada en ese momento cuando la voz del cochero anunció que había llegado a mi destino. El palacete de Lemoine ya se dibujaba ante mí, como un espejismo en medio de la naturaleza, a apenas unos 500 metros. Bajé de la diligencia con mi escaso equipaje. El vehículo partió con inustada presteza tras apearme de él. Anduve con lentitud por la senda que conducía hacia la edificación solitaria de suntuoso estilo versallesco. No podía ver ninguna otra cosa más allá de mis pasos. Cuando llegué a la puerta llamé golpeando pesadamente la aldaba. Tras hacer esto perdí el conocimiento.
(II)
Tras mi desvanecimiento se sucedieron una serie de pesadillas y delirios durante los que tuvo lugar mi primer contacto con el doctor Lemoine, y también con aquella celestial criatura que fue Eva. Lo siguiente que recuerdo tras mi desmayo fue encontrarme tendido en una cama cubierta con un dosel de fina seda azul cielo. Allí fui atendido por los sirvientes de Lemoine, quienes con rostros temerosos y palabras atribuladas se esforzaron en decirme que el propio doctor me atendería cuando le fuera posible. Pronto tuve la ocasión de ver por primera vez a mi terrible anfitrión. Un hombre de aspecto repulsivo y ojos crueles me auscultaba, el tacto de sus manos era frío como el de un cadáver. Luego me administró sobre la piel un fétido ungüento que me quemaba desde la epidermis hasta las entrañas. El terrible Galeno se presentó, efectivamente era Lemoine. Aquel personaje siniestro estaba lejos de parecerse al hombre sabio y bonachón que mis compañeros de la sociedad me habían descrito cuando tuve que huir de París. Me fijé en su rostro macilento y cubierto de supurantes úlceras. Su sonrisa, lejos de demostrar cordialidad, parecía ser una burla hacia mí y mi destino. Dijo que sabía quién era yo y que me acogería con gusto. No obstante, su voz era cavernosa y carecía de humanidad. Había encontrado al que iba a ser mi protector, sin embargo me sentía más en peligro que nunca. Sentía que me había convertido en huésped del mismísimo demonio.
Las pesadillas y una febril vigilia se sucedían, de manera muchas veces indistinguible para mí, durante mi convalecencia en los primeros días de mi estancia en aquella morada. Por las noches presentía la visita de terribles criaturas infernales, de íncubos, súcubos y grotescos duendes. Aquellos seres me acechaban durante mis pesadillas, de las que a veces despertaba sobresaltado al oír en la noche la carcajada de Lemoine cuyo eco reverberaba, como un terrible trueno, por todas las estancias del oscuro palacete hasta llegar a mi alcoba.
Finalmente la fiebre remitió; según me dijo uno de los sirvientes de Lemoine a quien le había encomendado mi cuidado habían transcurrido tres días desde mi llegada. Este sirviente me dijo que el doctor seguía mi recuperación con todo el interés que sus investigaciones le permitían, y que apenas me había visitado unos minutos al día desde mi llegada. Sin embargo, yo tenía la certeza de haber sido acechado en mis pesadillas a cada instante por aquel hombre que me hospedaba, y pensaba que mi enfermedad se había agravado hasta casi matarme desde el momento en que él se había hecho cargo de mí.
Observé el rostro de mi taciturno cuidador, se llamaba Benavides y había empezado a estar al servicio de Lemoine desde hacía un par de años. Supe que aquel hombre de rostro triste y ojos turbados era el sirviente más antiguo que quedaba en aquella casa. Me contó cómo a su llegada el resto del servicio se había ido poco a poco, espantado por la figura de su amo; otros simplemente desaparecieron un día sin llegar a dar explicación alguna sobre sus intenciones de abandonar el lugar. Aquella revelación sobre el incierto destino de algunos de los sirvientes, fue entendida por mí como una solapada insinuación que me heló la sangre por unos instantes. Pregunté a Benavides quiénes visitaban y abastecían el lugar. Me dijo que regularmente llegaban suministros, no solo de alimentos, sino también de lujosas mercancías procedentes de los lugares más dispares del mundo. Lemoine era un buen cliente para aquellos intrépidos comerciantes de objetos lujosos que se atrevían a adentrarse hasta su palacio. Lemoine era asiduo comprador de telas y cerámicas procedentes de China.
Compraba también lujosos muebles a los mismos comerciantes que vendían a los aristócratas parisinos y que ahora, en América, habían encontrado en los nuevos potentados del caucho de Manaos una nueva y generosa clientela. También eran periódicamente visitados por vendedores de piedras preciosas que encontraban allí un magnifico cliente, ya que rara vez el doctor regateaba con ellos. Benavides dijo que las piedras preciosas eran celosamente guardadas por su amo en el laboratorio en el que pasaba la mayor parte del tiempo. Le pregunté por el trabajo del doctor, pero Benavides solo pudo decirme que su laboratorio era abastecido también por comerciantes que le traían extraños aparatos, minerales preciosos, algo que llamó "productos sulfurosos" y recipientes de cristal que tenían las formas más inverosímiles.
-¡Ese hombre hace trabajos para el demonio en su laboratorio -dijo por fin Benavides-, le entregó su alma a cambio de sus secretos!
Pregunté a mi cuidador qué le detenía en aquel lugar, por qué no se había ido como habían hecho casi todos.
-Alguien tiene que cuidar a la señorita Eva -me dijo.
(III)
Cuando me disponía a preguntar quién era esa señorita Eva, llamaron a la puerta. Tras responder Benavides que pasaran, entró en la estancia una mujer de excepcional belleza. Se presentó, dijo que se llamaba Eva y que era la hija del doctor. Al escuchar esto me sentí turbado. ¡Cómo era posible que aquel decrépito demonio fuera el padre de un ángel! Se trataba de una joven adolescente de piel nívea, toda ella parecía irradiar una suave luz. Sus cabellos parecían dorados, como los de las princesas de los cuentos de hadas, y sus ojos eran de un azul intenso que brillaba como el de dos verdaderos zafiros. Sus rojos labios dibujaban una boca de rubí finamente tallada. En su rostro percibí las facciones que había percibido en el rostro de su padre; sin embargo, en ella formaban una expresión bondadosa y dulce. Me pareció increíble que aquel ángel que acababa de aparecer en mi alcoba tuviera la misma sangre que el demonio que me acogía y que me había atormentado durante mi enfermedad, en mis delirios y pesadillas.
Advertí que ella iba vestida con prendas azul marino de finos tejidos, estas prendas eran la última moda entre las mujeres más elegantes poco antes de que huyera de París. Eva, con su dulce voz, expresó su sincera alegría por mi recuperación y deseó que me encontrara plenamente restablecido para que yo pudiera explicarle cosas de Europa y de todos los lugares que había recorrido en mi viaje. Ella se comprometió a enseñarme todas las estancias del palacete que su padre le permitía transitar y los degradados jardines que habían sucumbido sin remedio al hostigamiento de la selva.
Aquella promesa pareció acelerar mi total restablecimiento, ya que esa misma tarde me encontraba recorriendo la suntuosa mansión acompañado por aquella encantadora joven. Desde el primer momento me quedé impresionado al recorrer los salones de aquella casa, parecía que alguien hubiera arrancado un trocito del París más opulento para esconderlo en medio de aquella selva.
Hermosos tapices cubrían las paredes de casi todas las salas. Aunque el abandono de la casa se hacía evidente por la falta de servicio, el esplendor y la opulencia de aquel palacio era evidente. Pude ver los refinados muebles de los que me había hablado Benavides. Mirara donde mirara encontraba objetos valiosos procedentes de los lugares más remotos del mundo: porcelanas orientales, ornamentos tallados en marfil africano, varios huevos de Fabergé cuya autenticidad quedaba fuera de toda duda, y un valioso cuadro de Watteau.
Todos estos objetos compartían espacio en los salones de esa casa perdida en la selva. Maravillado por tanto lujo, pregunté a mí guía cómo era posible algo semejante en un lugar que a mí se me antojaba tan alejado de la civilización. Ella no pareció entender mi fascinación y me respondió que cualquiera de los grandes terratenientes y empresarios vecinos poseían casas más grandes y riquezas aún mayores. Sin embargo, fue al volver a fijarme en Eva cuando comprendí que ella era lo más valioso de aquel lugar, y quién sabe si también era lo más valioso de este mundo. Se trataba de un ser dulce, de una exquisita bondad. En aquel momento tuve la ocurrencia de pensar que un ángel a su lado parecería un ser tosco y sin gracia. La pureza de su alma se revelaba a través de su mirada azul. Mi corazón se estremeció pues descubrí entonces que existía una salvación para mí, entre los brazos de aquella mujer existía un verdadero cielo, una auténtica promesa de gloria.
Me pregunté si mi debilitado corazón había sucumbido a aquella mujer. Mi sospecha se vio confirmada cuando pasaron pocos días.
(IV)
En las jornadas que siguieron mantuve breves entrevistas con el aborrecible Lemoine. Mis conversaciones con aquel hombre giraban en torno a las intrigas de la sociedad teosófica a la que ambos habíamos pertenecido. Las respuestas que yo le daba eran lacónicas a fin de contener mi hostilidad y no revelarle nada que pudiera usar en mi contra. Me sentía como un títere a su merced, él parecía regocijarse en el temor que me inspiraba. En sus palabras marcadas por un burlón tono irónico expresaba su deseo de ayudarme, y sonreía maliciosamente diciéndome que, como pago, bastaba con que yo trabajara fielmente a su servicio en sus investigaciones y operaciones comerciales. De sus palabras hipócritas y condescendientes deduje que tenía la intención de chantajearme para que me convirtiera en su incondicional esbirro. Si no hacía lo que ordenaba me entregaría a la justicia, o quizá me tuviera preparado un castigo peor. En cada entrevista que manteníamos, las palabras que usaba eran menos ambiguas que en la anterior, y cada vez expresaba más a las claras que tendría que estar a su merced si no quería terminar ante la justicia y, por tanto, ante el cadalso.
El chantaje que aquel monstruo me propuso en sus breves apariciones diarias, me provocó una ansiedad y un odio que atenazaron en silencio mi alma. Ante Eva procuraba ocultar en la medida de lo posible el odio que me inspiraba su ruin padre. Sin embargo, ella parecía capaz de adivinar en mi rostro mis temores, e intentaba a través de dulces palabras convencerme para que le dijera qué me atribulaba. No quise perturbar a un ser tan puro como Eva revelándole la pérfida coacción a la que me quería someter su padre.
Eva nunca hablaba de su padre, cada vez que yo le preguntaba algo sobre su vida o sus experimentos, ella esbozaba una melancólica sonrisa y permanecía en silencio desviando su mirada hacia el vacío.
Me parecía inconcebible que ella fuera ajena a la naturaleza perversa de su padre, era casi tan inconcebible como asumir que ella fuera realmente la hija de ese monstruo. En todo el tiempo que llevaba en aquella casa nunca los había visto juntos, de hecho también parecía inconcebible que seres tan opuestos pudieran llegar a cruzarse uno al lado del otro. Sin embargo, entre ambos había un parecido físico, sus rostros tenían en común unas facciones que evidenciaban el parentesco entre ellos.
Hasta que llegó una tarde en la que por fin aconteció ante mí el encuentro entre padre e hija. Eva y yo nos encontrábamos en la biblioteca de la mansión, conversando sobre libros de viajes, sobre los lugares lejanos y misteriosos a los que ambos quisiéramos viajar algún día. Yo soñaba con complacerla, con recorrer el mundo de la mano de aquella ninfa a la que amaba más a cada instante. Quería llevarla lejos de su padre, de su prisión en aquella prisión de mármoles y oropeles en la que siempre había vivido. Tuve la audacia de coger su blanca y fina mano y acariciarla, me fijé en sus uñas entre diamantinas y nacaradas. Ella parecía ruborizarse a la vez que se complacía con mi tacto y el cariño que mi gesto le transmitió. Sus mejillas se tiñeron de arrebol y su respiración se aceleró. Supe que mi amor era correspondido, y que el destino me había llevado hasta allí para cumplir sus sueños. Fue entonces cuando irrumpió súbitamente su padre en la biblioteca y con su voz cavernosa nos espetó un saludo que a ambos nos pareció una maldición.
-Veo que Eva profesa hacia usted el cariño que tanto escatima a su... padre.
Al escuchar estas palabras, Eva se apartó de mí dando unos pasos hacia atrás mientras clavaba sus ojos en la mirada de su padre. Miré a Lemoine, este dirigía una mirada lujuriosa y abyecta hacia su propia hija. Él parecía dominar con su pensamiento la aterrada voluntad de su hija, ejercía sobre ella un poder hipnótico que controlaba sus movimientos y su conciencia. Eva se retiró de la biblioteca con el paso de un sonámbulo, sin reparar ya en mí. Pero fue la lúbrica mirada de Lemoine lo que más me sobrecogió. Él fijó entonces los ojos en mí y, al reparar en mi rostro desencajado por el terror, profirió una escabrosa carcajada que me heló una vez más la sangre. Inmediatamente se retiró de la biblioteca, dejándome postrado allí por el terror. Una idea atroz cruzó mi mente y la sacudió como un relámpago. ¿Acaso era posible que aquel monstruo perpetrara el incesto con su propia hija? La mirada lujuriosa de aquel demonio, el terror que su presencia inspiraba en Eva... Sí, sin duda Lemoine era un monstruo capaz de cometer semejante pecado con su propia hija. Lejos de la civilización y de cualquier coacción moral, aquel sátiro se sentía libre para dar rienda suelta a su sadismo.
Supe entonces que tenía que matar a Lemoine. Debía librar a Eva y a mí mismo de los designios de aquel diablo. Si lo hacía, el mundo se vería librado de un monstruo que personificaba el mal. Mis escrúpulos ante cometer semejante acto contra el padre de mi amada se vieron pronto disipados cuando pensé en el sufrimiento de Eva. Ella empezaría una vida feliz, una auténtica vida, una vez que la hubiera salvado del monstruo de la que era prisionera y cuya paternidad parecía una abominación. Juntos huiríamos a cualquier lugar exótico y alejado donde nuestro pasado no nos persiguiera.
No me importaba cometer un asesinato, ya era perseguido injustamente por haber cometido semejante crimen en París. Si era apresado mi sentencia sería la misma tanto si había matado a Lemoine como si no.
(V)
Aquella mañana hablé con Benavides, le dije que nuestra vida en aquella casa peligraba y que era mejor que abandonara la casa antes del anochecer. Le dije que buscara trabajo en Iquitos, que por su propio bien no le hablara a nadie de mí o de Lemoine y que yo cuidaría bien de la señorita Eva. El hombre no quiso saber nada del plan que yo me proponía, pero me deseó suerte. Pasadas un par de horas Benavides abandonó sigilosamente la mansión con su petate para no regresar jamás.
Pedí a Eva que no abandonara su alcoba hasta que volviera a visitarla, le pedí que descansara hasta que se recobrara de la impresión que había sufrido el día anterior al sorprendernos su padre. Por su propio bien le ocultaría la verdadera suerte de su padre diciéndole que había fallecido como consecuencia de uno de sus experimentos. Las horas se sucedieron lentamente a la espera de que Lemoine abandonara su laboratorio y saliera a mi encuentro para mantener conmigo una de esas conversaciones diarias con las que pretendía demostrar su poder sobre mi destino.
Cuando vi su silueta asomarse en el umbral de la biblioteca, sin mediar palabra me abalancé sobre él, hundiendo en su pecho un puñal hasta la empuñadura. Justo entonces escuché el grito de dolor de Eva procedente de su alcoba. El doctor Lemoine, aún de pie, se llevó la mano hasta la herida de la que brotaba la sangre a borbotones. Me miró, y entre estertores me dijo sus últimas palabras:
-¡Infeliz... también las ha matado a ella! -dijo antes de desplomarse sobre el suelo de mármol cubierto por un charco de su propia sangre.
Corrí entonces angustiado al encuentro de Eva. La encontré tendida muerta sobre su lecho, con una herida sangrante en su pecho, justo en el mismo sitio donde había clavado el puñal a Lemoine. El llanto y la desesperación se apoderaron de mí, ya que incomprensiblemente ella yacía sin vida pero aún bella. Creí haberme vuelto loco hasta que perdí el conocimiento durante horas.
Cuando me recobré, aún embargado por el dolor, me propuse averiguar qué había sucedido. Así, por primera vez me adentré tras las puertas del laboratorio de Lemoine. Allí, entre recipientes de cristal, un horno de atanor, instrumentos científicos inverosímiles y piedras preciosas, encontré el diario de sus investigaciones. Lo que leí en él supera el saber de cualquier alquimista o científico moderno y explicaba todo lo que en aquella casa había sucedido.
Las investigaciones de Lemoine habían comenzado con el estudio de los tratados alquímicos de Paracelso, Cornelius Agrippa, David Christianus y John Dee sobre la creación de homúnculos. Un Lemoine, muy distinto del que yo conocí, había investigado y perfeccionado hasta un punto insospechado los procesos de creación de estos engendros antinaturales. Así, a partir de ciertos ingredientes como su propia sangre, algunos metales preciosos como el oro y la plata; algunas piedras preciosas como rubíes, diamantes, zafiros y perlas, había sido capaz de crear un ser perfecto, muy distinto de los grotescos homúnculos que describieron los sabios alquimistas en sus obras. Aquel ser era Eva. Sin embargo, el experimento tuvo consecuencias trágicas e inesperadas para el sabio. En el proceso alquímico que fue la concepción de Eva se produjo una escisión en el ser de Lemoine. A través de la propia sangre que había extraído para su experimento, en un acto que solo encuentra parangón con el de Adán cediendo su costilla para la creación de la Eva bíblica, se habían transmitido todos los elementos puros y asociados al bien que integran el alma humana. Por el contrario, en el cuerpo del científico quedó todo lo abyecto y corrupto, el mal que también habita en todos los hombres. Como en una reacción química de descomposición que separa las moléculas y los átomos que estaban unidos, los elementos del alma del sabio sufrieron un proceso análogo. El bien y el mal de la misma alma se habían disgregado hasta encontrarse en un estado puro, respectivamente en Eva y en Lemoine. Quizá este sea el castigo divino que aguarda a todos aquellos que quieren emular el poder creador de Dios. Eva y Lemoine no eran exactamente padre e hija, eran un mismo ser escindido por el prodigio que había obrado una arcana ciencia. La muerte de uno implicaba la de ambos.
Dejé caer el diario de mis manos. Me fijé entonces en unos zafiros azules que había sobre la mesa de trabajo. A partir de unas piedras similares a esas se habían creado los ojos de Eva. Sus labios estaban hechos realmente a partir de rubíes, su cabello fue una vez oro fundido en aquel horno alquímico. Eva era en sí misma un tesoro, una metáfora y un ángel.