En una era donde nuestra existencia como individuos depende esencialmente (para bien y para mal) de la computación, la progresiva automatización de procesos y el crecimiento imparable de las redes de comunicación, resulta difícil recordar que, tan sólo un par de décadas atrás, la mayoría de los artilugios y aparatos que son ahora de uso plenamente cotidiano constituían el objeto de películas futuristas o quimeras tecnológicas, cuando no eran instituidos como entes de culto de un reducido grupo de personas aquejadas del trastorno de personalidad antisocial. Si bien a mediados de los años 1980 el ordenador ya era objeto de especulación por parte de los creadores del cyberpunk (Neuromancer de W. Gibson, 1984), todavía no constituía, al menos entre el público general, el objeto de reverencia y adoración que es hoy, sin el cual la supervivencia es virtualmente inimaginable, so pena de aislarse en el oscurantismo pretecnológico. La propagación imparable de los descendientes del ordenador personal tradicional, entre los que se cuentan los portátiles de tamaño ultrareducido, los reproductores de imágenes y sonidos y otros artefactos de bolsillo, pueden llevarnos a la equívoca creencia de que la existencia del ordenador (no los gigantescos cerebros electrónicos de la industria y organismos gubernamentales) fue una consecuencia lógica y natural en la literatura de anticipación. No obstante, nada más lejos de la realidad: el ordenador personal, constituyendo uno de los dispositivos esenciales en la rutina diaria de multitud de ciudadanos y sostén del sistema comercial y administrativo, es probablemente el más sonado fracaso de predicción en la historia de la ciencia ficción.
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