Cuando, casi al final del libro, me sorprendí a mí mismo intentando recordar dónde había oído hablar previamente acerca de la leyenda marinera de los peces rojos con rostro humano, caí en la cuenta de que estaba disfrutando de una buena lectura. Evidentemente, se trata de una superstición inventada por el propio autor al principio de la segunda parte de la historia, pero que había resultado tan cautivadora que yo la había incorporado a mi acervo y, al volverla a encontrar 150 páginas después, me produjo la curiosa sensación de familiaridad benigna que para mí es el signo de algo bien escrito. No lo esperaba, puesto que en la tienda el libro me había producido una impresión más bien mala. Por ejemplo, en la solapa se resume de manera poco reconfortante como: "un libro que se compone a sí mismo cuenta su propia historia". Además, el diseño de la portada es más propio de una edición juvenil, con su muchacha semidesnuda y todo. Aun así, pagué 5 euros por él, un poco por puro vicio de coleccionista y otro poco porque encuentro cierto placer en destripar un mal libro como lo parecía éste.
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