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Viernes, 29 de marzo de 2024

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Pedro Saura: “Aquellas gentes que pintaron en las cuevas eran colegas nuestros, de hace 20.000 años, pero colegas”

El catedrático de la Facultad de Bellas Artes Pedro Saura es el encargado de impartir la lección inaugural de este curso 2017-2018. Este profesor de fotografía es internacionalmente reconocido por sus reportajes publlicados en National Geographic sobre tribus remotas de la Melanesia y por su participación en la reproducción de algunas de las pinturas rupestres más emblemáticas del mundo. Antes del acto académico que inaugura el curso hemos querido hablar con él para saber algo más de su trabajo y de los 35 años que lleva como profesor en la Facultad de Bellas Artes, a la que considera su casa. Cuando la decana Elena Blanch le encargó dictar la lección inaugural del curso, el tema que él mismo eligió fue el arte del Paleolítico.

 

De todos los temas que le interesan, ¿por qué ha elegido la pintura rupestre para esta charla?

Yo hice pintura cuando todavía había una Escuela de Bellas Artes, y no una facultad, aunque he sido fotógrafo toda mi vida. Poco después de licenciarme, con el plan nuevo, se implantó la asignatura de fotografía y me llamaron mis antiguos compañeros para que me presentase a la plaza, la saqué y desde entonces estoy aquí. Así que doy fotografía y cine, pero soy muy ecléctico y he picado en muchos terrenos y pensé que mejor no dar una clase de fotografía a catedráticos de otras disciplinas como Derecho, Medicina, Farmacia, Matemáticas, Historia o Física, y centrarme en otro de mis hitos: el arte paleolítico.

 

¿En qué momento empezó su interés por ese tema?

Mientras era estudiante fui fotógrafo y dibujante en el Museo Arqueológico Nacional, y en los veranos iba a las excavaciones como dibujante. Desde el principio, siempre que podía elegir, iba a excavaciones del Paleolítico Superior como Altamira o Tito Bustillo. De hecho a esta última cueva fui cuando se descubrió, a las primeras campañas de excavación en las que apareció esta joya de la corona del arte paleolítico asturiano. Cuando llegó la hora de hacer la tesis doctoral elegí las antípodas, me fui a Papúa Nueva Guinea, pero a mi mujer, Matilde Múzquiz, que también era profesora aquí, le recomendé que hiciera su tesis sobre Altamira, aunque en principio quería hacerla sobre el retrato.

 

¿Qué aprendió de aquella experiencia en Papúa Nueva Guinea?

Me di cuenta de la riqueza de los decorados corporales que utilizaban para las ceremonias, a las que dan mucha importancia, e hice mi tesis sobre el proceso decorativo. De ese modo conjugaba la plástica, porque son obras de arte vivientes, con la fotografía, que era el método para seguir el paso a paso de cómo se iban decorando y dónde obtenían los pigmentos para sus fiestas. Fui la primera vez en 1983 y era un país fascinante, porque había todavía mucho por descubrir. Teniendo en cuenta que esta gente fue descubierta para Occidente en 1930 estaban todavía en una fase impresionante, era como estar en una máquina del tiempo, era un salto a la prehistoria.

 

¿Ha cambiado mucho ese lugar desde entonces?

He vuelto allí cinco o seis veces, he grabado documentales... pero ahora no quiero volver, porque ha desaparecido todo lo que conocí. En el último año que fui, en 1994, en un poblado de los hombres de barro, con los que había estado antes, el suelo se había convertido en un empedrado completo de chapas de botellas de cerveza. Es como aquella cosa de los comancheros del Oeste americano que les vendían whisky a los indios, pues aquí lo primero que han cogido los papúas de los australianos es el alcohol.

Volvamos a Altamira y a su mujer.

Matilde era una gran pintora, así que le propuse hacer su tesis sobre Altamira, pero desde el punto de vista del pintor, porque hasta ese momento sólo había sido patrimonio de arqueólogos e historiadores, pero a fin de cuentas aquellas gentes que pintaron en las cuevas eran colegas nuestros, de hace 20.000 años, pero colegas. Fui a ver a Manolo Fernández Miranda, catedrático de Prehistoria de la UCM, y le pregunté si le podía dirigir la tesis a Matilde y me dijo que sí, que lo que ella quisiera, así que empezó a trabajar sobre la cueva y lo hizo desde una visión totalmente nueva.

 

¿Qué descubrió en ese trabajo?

Por ejemplo, cómo eran los trazos y el proceso de la pintura, incluida la postura del pintor de Altamira para conseguir esas figuras. Fue una tesis muy completa, y a partir de ahí, años después vino un grupo de japoneses a España para ver si alguien les hacía una réplica de Altamira, dieron con nosotros e hicimos un trozo de 35 metros cuadrados que elegimos nosotros a partir de un protocolo de trabajo que establecimos, que a partir de entonces siempre ha partido de que el soporte tiene que ser rigurosamente exacto, incluso físicamente, es decir, de piedra caliza.

 

¿Qué importancia tiene eso?

Fundamentalmente porque es la que, cuando das los pigmentos, los absorbe con el agua. Descubrimos que todas esas cosas que nos habían enseñado en el colegio, de que habían pintado con sangre, son totalmente falsas, porque si hubiesen pintado con materiales orgánicos habrían desaparecido. En realidad pintaron con óxido de hierro para el rojo, carbón para el negro o manganeso. Así que seguimos los mismos pasos que había seguido el pintor de Altamira, incluso la dirección del trazo, porque habíamos visto, por la huella que deja el carbón en la textura de la roca, si estaba trazado de derecha a izquierda o de derecha a izquierda. Seguimos los mismos pasos y aquello desempolvó una vieja historia en España que era hacer una réplica de Altamira, allí mismo, al lado de Altamira.

 

¿Esa vez era una réplica completa?

Claro, los 200 metros cuadrados. Tuvimos que concursar y al final la réplica completa que existe del techo de Altamira es de Matilde y mía, así que después de eso nos convertimos en los pintores de la Prehistoria y lo hemos hecho también en Asturias, en el Parque de la Prehistoria de Teverga, donde hay facsímiles de otras muchas cuevas como Tito Bustillo, Covalanas, Covaciella...

 

Hay un tópico, que es decir que Altamira es la Capilla Sixtina del arte rupestre. ¿Lo considera usted también así o le pondría otro apelativo?

En su día yo dije, para rizar el rizo, que la Capilla Sixtina era la Altamira del Renacimiento, pero hay algo de Altamira que se nos escapa y se nos escapará siempre. El arte paleolítico, que muchos historiadores dudan siquiera si llamarle arte, para la gente formada en esta Facultad, en general, sí que lo es, porque para la mayoría de mis compañeros detrás de cada obra, aunque sea una obra de fontanería (risas), vemos a una persona. Sin embargo, para los prehistoriadores el arte rupestre es fruto de una cultura que pintaba, pero sin darle categoría artística. Para mí, sin embargo, cuando estoy delante de Las Meninas estoy viendo a Velázquez pintándolas y me planteo por dónde empezó y por dónde terminó, y me ocurre lo mismo con el arte rupestre, aunque existan muchas teorías diferentes sobre lo que es realmente. Parece ser, y yo estoy convencido, como muchos otros investigadores, que era parte de un todo, era una forma de expresión, pero también un lenguaje, una escritura y de algún modo algo que invocaba otra cosa.

 

¿Algo místico?

No quiero usar la palabra religión, porque eso a mí me da un poco de repelús, pero sí era algo entendible por el grupo. A lo largo de la historia de la investigación prehistórica ha habido varias teorías, como que pintaban lo que cazaban o que pintaban lo que querían cazar. En Altamira hay 23 o 24 bisontes pintados, y en las excavaciones de allí se han encontrado dos huesos de bisonte, así que no pintaban lo que cazaban, porque allí había muchos restos de caballos, ciervos y creo que cabras, pero no bisontes. Así que los bisontes significan algo, aunque no sabemos qué. Está claro que es una escritura, pero con una componente plástica y artística que no se puede negar. De hecho, Matilde contaba que cuando entró en Altamira se dio cuenta de que los pintores actuales no hemos inventado nada nuevo, porque aquella persona, con puntas de piedra, carbones y sus manos dibujó a un nivelazo de pintura que es brutal. Este hombre, ¿qué habría podido hacer con buriles modernos?

 

¿O con una cámara de fotos?

Ahora la fotografía está en un momento muy extraño porque hay teléfonos que hacen fotos perfectas y hay sistemas con un software impresionante. Lo que ocurre es que la fotografía es mucho más que eso, la fotografía está en tu cabeza. En la primera fase del curso que imparto yo nos metemos al laboratorio, sobre todo porque hay un ejercicio que encanta a los estudiantes, que es la cámara estenopeica, que no es más que una caja de cartón con un agujero que realmente hace fotos. Muchos se enganchan a eso y a partir de ese momento quieren seguir con película, en lugar de con digital. Es cierto que ahora puede hacer fotografías todo el mundo, pero pocos saben lo que está pasando en la cámara, o en el teléfono, cuando aprietas el botón, y aquí en la Facultad sí que se lo explicamos y se dan cuenta de que hay diferentes ópticas y distintas formas de resolver una imagen.

 

¿Qué les enseña en la parte de cinematografía?

Les explico cómo funciona una cámara de cine y cuál es el protocolo que sigue un director de fotografía, que resumiendo mucho mucho es el que mide la luz y dice el diafragma (risas).

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Comentarios - 1

Luis Mayo

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Luis Mayo - 27-10-2017 - 07:02:44h

¡Enhorabuena por la entrevista! Felicidades para Pedro Saura, un gran fotógrafo, excelente profesor y persona genial, divertido y sabio a la vez. ¡Un abrazo para el equipo de Tribuna Complutense!


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