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Jaime Fernández. El fin de la guerra : turismo por el horror


El fin de la guerra: turismo por el horror
Jaime Fernández

Sala de Exposiciones de la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes 
26 de febrero - 20 de marzo 2007


Cada conflicto bélico comienza con una excusa, aunque casi todas se resumen en una sola: la posesión. “Quiero lo que tú tienes”. Si el principio es así de simple, el final lo es todavía más: el horror y la muerte. Aunque hemos visto y leído hazañas bélicas gloriosas representadas en películas, cómics, libros, pinturas y fotografías, en la muerte nunca hay gloria. Los únicos que la reciben son los altos oficiales que nunca pisan un campo de batalla y que sobreviven a todas las guerras cargados de condecoraciones.
Francia ha conservado gran parte de los escenarios bélicos de la primera y segunda guerra mundial. Allí murieron millones de personas de todos los bandos y en muchas ocasiones para conseguir avanzar unos pocos kilómetros. Visitar los campos de batalla es como observar aquellas primeras fotos bélicas que se tomaron en la guerra de Crimea. En ese conflicto se prohibió fotografiar cadáveres, pero la imagen de los campos llenos de proyectiles de cañón era fantasmagórica y mucho más terrible que la visión de los muertos. Pasear ahora por los enormes cementerios franceses, visitar los museos con aspecto de morgue impoluta, entrar en los búnkers, moverse por las trincheras, observar los agujeros provocados por las explosiones, ver el material bélico abandonado en los lugares en que se utilizó (aunque pulido y bruñido) y contemplar las alambradas que cerraban el paso a los desembarcos es una experiencia abrumadora.
Hacer turismo entre los restos del horror nos permite ver la obcecación del ser humano por aniquilarse a sí mismo. Y ya de paso, confirmar lo que muchos sospechábamos, que el homo sapiens, de racional, nada de nada.




Los campos de batalla de Jaime Fernández
Luis Mayo

Las amapolas son las flores de la primera guerra mundial: los pétalos rojos en torno a los estambres negros son un balazo. Las tumbas de los soldados, las cruces de los regimientos, los túmulos heroicos acribillados a amapolas –de papel cuando no es temporada- recuerdan en Francia los muertos armados de la guerra industrializada.

Jaime Fernández retrata los campos de batalla y cementerios de la primera y segunda guerra mundial con la misma luz alegre y diáfana con la que los surrealistas pintaron sus revelaciones más audaces. El camposanto australiano, con su capilla pétrea y sus ventanas tapiadas, es una foto que nos recuerda a la pintura de De Chirico.

El césped apretado de la campiña bien abonada con carne de cañón convierte las campiñas llovidas de bombas en simulacros de campos de golf. El cráter de la profundidad de un volcán provocado al dinamitar a todo un regimiento alemán parece hoy un accidente orográfico. Los blocaos de las playas del día D, con los bellos colores de las fotos de Jaime Fernández se tiñen de paseos marítimos. El artista busca esa contradicción en sus imágenes. La denuncia del horror bélico se encuentra en la distancia minimizada entre lo bélico y lo turístico que Jaime Fernández es capaz de captar en sus instantáneas.

La referencia a los libros de hazañas bélicas, a las novelas y cómics que apologizan sobre la guerra, es en la obra de Jaime Fernández un modo de subrayar el horror de la guerra. El contraste entre la fría objetividad de los mapas de los teatros de operaciones (con sus bonitos nombres en clave: “Juno”, “Gold”, “Omaha”) y las fotos sentidas por Jaime sobre el terreno ensangrentado nos ofrecen la dimensión inhumana del campo de batalla.  La literatura guerrera amplifica la belleza brutal de las imágenes fúnebres de Jaime Fernández.
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