El pasado diecisiete de diciembre recibimos el siguiente mensaje en el blog. No sabemos todavía si es una broma o algo más serio. El asunto ha sido puesto en manos de las autoridades competentes.
"Fue poco después de la jubilación de Ernesto que empezamos a quedar todas las tardes después del trabajo en el bar de Paco. Nos gustaban su tortilla de patatas, no demasiado cuajada, su póster de Autocares Rivas, donde cada mes una chavala medio desnuda diferente nos saludaba, y que Paco en su vida había leído un libro. Después de tantos años en la biblioteca habíamos desarrollado una querencia especial por los semianalfabetos. Tanto que los que leían el “Marca” ya nos empezaban a parecer un poco demasiado intelectuales.
Eran tardes de beber cerveza, decir ordinarieces y ciscarnos en todo. Tal vez sea el efecto de pasar todo el día rodeado de libros, silencio y lectores.
En esas tardes hablábamos de cosas que jamás se nos hubiera ocurrido hablar dentro de las sacrosantas paredes de la biblioteca. Primero empezaban las confesiones vergonzosas, como que la mitad de nosotros no había leído el Quijote y que a los tres que se habían leído la Celestina, les aburrió. Luego venían las afirmaciones más fuertes, como las torturas a las que se debería someter a las autoridades educativas del país. En aquel entonces aún no éramos partidarios de la violencia y el castigo más fuerte que se nos ocurría era ponerles de cara a la pared y de rodillas sosteniendo en un brazo las obras completas de Tolstoi y en el otro las de Vizcaíno Casas. Había dudas de si las primeras (cincuenta y dos volúmenes) serían más pesadas que las segundas (diez volúmenes). Macario afirmaba que el contenido da a los libros una pesadez intrínseca muy superior a la de la forma: “Una edición de bolsillo de Juan Manuel de Prada siempre pesará más que una encuadernada de “Los hermanos Karamazov”.
Al final, cuando ya empezábamos a estar bebidos, venían las conversaciones sobre gustos. La mitad adoraban la ensaladilla rusa y la mitad la detestaban. Tres éramos del Atlético de Madrid, tres del Real y los restantes tres no sabían/no contestaban (a uno de ellos siempre le sospeché simpatías barcelonistas). Lo único que teníamos en común es que a todos nos gustaban el rock y “Police”. Fue así, casi sin pensarlo, que empezamos a autodenominarnos “Biblio-Police”.
Una tarde de verano murió Paco. Había hecho inventario de las existencias de la bodega en su estómago. Tras el inventario se durmió en la terracita y el sol de agosto hizo el resto. Cuando llegamos, ya estaba en estado comatoso. Hicimos lo que pudimos, pero lo único que conseguimos fue que echara la madre de todas las potas. Después de eso murió. Al menos sonreía.
Fue en el entierro que entendimos la futilidad de nustros conocimientos. Allí estábamos nueve bibliotecarios, que juntos habríamos leído más de diez mil libros, y ¿qué habíamos podido hacer por Paco? Nada. Lo mismo que cualquier analfabeto.
- Los libros son una mierda- musitó Andrés mientras las primeras paletadas de tierra caían sobre el féretro. Y tenía razón.
Los libros son intentos de encapsular el universo. “La Guerra Civil Española” de Hugh Thomas arranca con una breve referencia a la Guerra de Independencia. ¿Por qué empezar ahí? ¿Es que no influyeron el espíritu bélico de los Tercios de Flandes y la tradición cantonal de los Reinos de Taifas? ¿Acaso se pueden introducir cortes en el Tiempo y decir este acontecimiento empezó justo aquí? Y quien dice cortes en el Tiempo, también puede decir cortes en la naturaleza. Franco sufría de dispepsia, Millán Astray de piorrea y Azaña estaba acomplejado por su fealdad. ¿Se puede hablar de la Guerra Civil Española y dejar de lado la dispepsia? Cuanto más lo pensábamos, más nos dábamos cuenta de que los libros son intentos futiles de imponer orden en un universo donde todo está interrelacionado, donde un elefante se tira un pedo en Kenya y las Torres Gemelas se caen en Nueva York. Ya sé que la imagen es la del aletear de las alas de una mariposa, pero nosotros éramos los bibliotecarios rockeros, las imágenes suaves no iban con nosotros.
Si los libros eran falacias, nosotros, sus custodios, éramos también falaces. Contribuíamos al engaño universal de que es posible reducir el universo a categorías. Decidimos que había llegado el momento de redimir a la Humanidad. Y si no redimirla, al menos joder un poco a las autoridades de Cultura, que nos pagaban mal y tarde.
Se nos ocurrió que en lo sucesivo no daríamos exactamente los libros que nos pidieran. Si alguien nos pedía una Historia de la Guerra de los Treinta Años, le daríamos “La Guerra del Fin del Mundo” de Vargas Llosa. Y el que quisiera “Camino” de Escrivá de Balaguer, obtendría la Guía de carreteras de España de Campsa.
Así lo hicimos durante algunos días, pero Macario encontró que no éramos lo suficientemente radicales. Nos faltaba osadía. Si todo está relacionado, el aparato digestivo del nematodo está vinculado a la Guerra Civil Española y a las declinaciones del sánscrito. Un universo donde todo está relacionado es también un universo caótico.
- Eso quiere decir que todo es azaroso- dijo Alicia, que era un poco lenta en coger las ideas. Precisamente yo sospechaba que era ella la seguidora oculta del Barcelona.
- Efectivamente- dijo Macario.- Sabéis que se ha dicho que por pura ley de probabilidades si le das a un mono una máquina de escribir y le dejas un tiempo infinito, tarde o temprano escribirá “Hamlet”. Eso es cierto. Entonces, ¿por qué admirar tanto a Shakespeare? Lo único que hizo fue adelantarse a un mono que hubiera podido hacer lo mismo con una máquina de escribir y suficiente tiempo.
- Shakespeare también escribió “Macbeth”- apuntó Tomás, que era el único del grupo que aún seguía pensando que tal vez los libros tuvieran algún valor después de todo.
- El mono también lo hubiera escrito- respondió Macario un poco mosqueado.- El mérito de Shakespeare fue solamente que se adelantó a lo que un mono hubiera podido hacer igual de bien. Si la velocidad fuese un mérito, los guepardos serían los reyes de la creación, ¿no os parece?
Los argumentos de Macario eran cócteles Molotov del pensamiento filosófico. Contra ellos sólo hubiera servido el agua y en aquellas tardes etílicas en Casa Paco, ahora rebautizada Casa Bautista, no había agua, sólo cerveza.
Macario nos convenció de que darle “La Guerra del fin del mundo” a alguien que te había pedido una Historia de la Guerra de los Treinta Años era inútil. No hacíamos más que reforzar la idea de que, pese a todo, había relaciones más importantes que otras. El lector podría decirse: “Este libro no habla de la Guerra de los Treinta Años, pero sigue tratando de un conflicto”. Cambiamos de estrategia. Si alguien nos pedía una antología de poemas de García Lorca le dábamos un zapato y si se interesaba por la “Política” de Aristóteles le besábamos en la boca o le dábamos un piñon, o le disparábamos en el pie. Todo era posible en nuestra biblioteca, que era un reflejo del universo caótico en el que nos desenvolvíamos y que sólo nosotros habíamos sabido advertir.
Las autoridades de Cultura advirtieron nuestras actividades, aunque no nuestra sabiduría. Se anunció que para fin de mes vendría una inspección. “Expliquémosles por qué lo hacemos y ya veréis cómo al día siguiente tendremos aquí al Ministro de Cultura haciéndole una tortilla de patata a quien le pida la “Crítica de la Razón Pura” de Kant”, propuso Alicia.
- ¿Crees que un político sabrá entender una concepción del universo que no da votos?- le respondí yo, que tengo un hermano concejal y sé de lo que hablo.
Nadie dijo nada. Sabíamos lo que nos esperaba: una apertura de expediente, un traslado, el oprobio.
Hicimos lo único que podíamos hacer: convertir la biblioteca en un remedo del universo. Cada uno cogió unas tijeras y con paciencia empezamos a recortar cada página de cada libro, letra a letra. Hicimos que la bilioteca volviera al caos original del que vino el universo. El día anterior a la inspección terminamos nuestra tarea. Apagamos la luz, cerramos la puerta y nos fuimos.
Nos dispersamos por todos los rincones de este universo divertido y caótico. Apenas sé nada de mis compañeros. Sé que Macario se metió a franciscano y anda intentando convencer a sus correligionarios de que Dios no existe o, si existe, nada prueba que no tenga la textura de un queso de Camembert. A Alicia le dio por creerse que era una máquina expendidora de tabaco y ahí andan los servicios sociales, que no saben si meterla en un psiquiátrico o ponerla en un bar. Andrés le cogió gusto a lo la tijera después de aquello y ahora es aprendiz de un sastre en un pueblo de Soria. En cuanto a mí, me hice fontanero. El universo es una mierda y en mi nuevo trabajo tengo que tocar mucha mierda, pero al menos me pagan por ello.
Compañeros bibliotecarios, si habéis llegado hasta aquí, creo que habréis comprendido el mensaje. Dejad vuestros ficheros y vuestros lápices. Coged unas tijeras y…"
Tiburcio Samsa