En 1979 el escritor Danilo Kiš se vio forzado a trasladarse a París después de una furibunda campaña de acoso y derribo promovida por la Unión de Escritores de la ahora extinta Yugoslavia. Hasta ese momento, Kiš había sido un escritor aclamado en su país, pero su obra publicada en 1976, Una tumba para Boris Davidovich, cambió radicalmente los juicios encomiosos que hasta ese momento siempre había recibido. La palabra que más se repetía en las críticas airadas que repentinamente sustituyeron a los cálidos elogios era "plagiador". A Kiš se le acusaba de plagiar en su última obra, entre otros, a autores como Joyce, Bruno Schulz, Solzhenitsyn y, sobre todo, Jorge Luis Borges. La polémica, que le crucificó en su país, extendió su fama al resto del mundo.
La mención de Solzhenitsyn puede ofrecer una buena pista del foco más auténtico de los problemas de Kiš. Ahora parece un tópico fácil criticar el estalinismo -semejante crítica se ha convertido, de hecho, en uno de los dogmas indiscutibles del catecismo actual de lo políticamente correcto- pero en los años 70 del siglo pasado -¡qué jóvenes éramos algunos!- las cosas pintaban de otra manera. Desde su primera obra, La buhardilla, Danilo Kiš había recurrido a eso que teóricos de la literatura, intelectuales postmodernos y pedantes sin más adjetivos denominan intertextualidad. En un momento crucial de La buhardilla, Kiš insertaba un pasaje de la Montaña Mágica de Thomas Mann. A nadie le importó. La combinación de recursos "postmodernos" y crítica al estalinismo resultó bastante más escandalosa para los críticos yugoslavos.
Sacando pecho patriótico -la patria, ya se sabe, es el lenguaje-, los críticos de habla hispana se apresuraron a insistir en la deuda de Kiš con Borges. Kiš jamás lo negó. En su Lección de anatomía, ensayo que escribió para defenderse de sus críticos, Kiš afirma que la historia del cuento se divide en "antes de Borges" y "después de Borges". Insinúa, asimismo, que su controvertido Boris Davidovich podría entenderse como una cierta respuesta a la obra borgiana. ¿A cuál? No es difícil deducir que Kiš se está refiriendo a La historia universal de la infamia.
El Boris Davidovich comparte una misma estructura interna con la obra de Borges: siete relatos que pueden leerse independientemente -si no me equivoco, Borges los fue publicando inicialmente uno por uno en un periódico-, pero con un fondo común. Para seguir con las similitudes, ambas obras juegan con las complejas relaciones entre realidad y ficción. Ambas dan cabida a lo imprevisible, aunque sea de muy diversa índole. Finalmente, los contenidos del libro de Kiš pueden tomarse como una réplica al tan hermoso como presuntuoso título de la obra de Borges. Borges nos relata la historia de siete infames villanos: piratas, pistoleros, navajeros y malhechores. La infamia de la que nos habla Kiš es de mucho mayor calado: la historia triturando sin piedad a sus propios hijos y factores.
En el iluminador prólogo de Joseph Brodsky que la editorial El Acantilado ha tenido el acierto de incluir en su versión al castellano del Boris Davidovich, el poeta ruso-americano afirma: "Lo último que podemos decir de Boris Davidovich es que logra la comprensión estética allí donde la ética fracasa. (...) Con este libro, Danilo Kiš da a entender que la literatura es el único medio capaz de conocer aquellos fenómenos cuya magnitud, de lo contrario, adormece nuestros sentidos y escapa a nuestra comprensión". Aquí radica, para mí, la superioridad de Kiš sobre Borges, y que no se me enfaden los borgianos de pro. Lo que en Borges es una increíble brillantez en la creación del artificio literario -"ejercicios de prosa narrativa", los denomina el propio Borges- es empleado por Kiš, con no menos brillantez, para incidir dolorosamente en la carne de lo real.
Escrito en una prosa de precisa belleza, densa y abigarrada, Una tumba para Boris Davidovich posee una estructura casi musical: los diferentes relatos que componen el libro podrían considerarse, en un sentido muy literal, como variaciones sobre un mismo tema. Al igual que esos grupos de notas recurrentes que nos recuerdan que continuamos escuchando la misma sinfonía, los personajes que aparecen en un relato regresan, a veces incidentalmente, otras con mayor presencia, en alguna de las otras historias, acaso para mostrarnos que el sufrimiento humano, la muerte y la insignificancia acaban por atraparnos a todos.
El pretendido tono documental, en el que documentos reales son utilizados como parte de la ficción, alienta una reflexión sobre la Historia y la memoria. La descripción de miniaturista en la que Kiš se demora a veces es una reivindicación de los individuos. De los individuos reales, con sentimientos reales -ante todo, el dolor, que atenaza el cuerpo y la mente-, empleados como barata carne de cañón por la Historia que, después de usarlos, se deshace sin remilgos de ellos. Kiš nos pide que no concedamos a la Historia esa fatalidad que sólo puede construirse prescindiendo sin miramientos de los "detalles" -personas de carne y hueso- para ofrecer así un relato nítido y consistente; aunque en ocasiones, como sucedía bajo el estalinismo, la Historia deba reescribirse cada día.
Como ocurre en la verdadera literatura, no hay nada arbitrario en Una tumba para Boris Davidovich. No se persigue una belleza vana, ni se da rienda suelta a vagas veleidades metafísicas que encubren una cierta banalidad. La buena literatura se pone al servicio del compromiso ético, reforzando su eficacia con su exigencia estética. Por bienintencionada que sea, la mera denuncia tampoco es suficiente para hacer literatura. Pues, como Kiš nos recuerda con ironía en la frase que cierra el libro: "para escribir, no basta con tener huevos".