La desesperación es el precio que pagamos por el rastro divino que habita en nuestra alma. La sentimos al borde del abismo, mientras el vacío se abre a nuestros pies. Es el grito ahogado de nuestra finitud envidiosa de Dios.
“El hombre no podrá de una vez por todas arrojar lo eterno lejos de sí...lo eterno vuelve a cada instante, y eso significa que el desesperado está atrapando a cada instante la desesperación.” Las faltas que cometemos son pecados porque en cada una de ellas vemos la distancia que nos separa de la divinidad con la que nos medimos, y nos sentimos desnudos y solos ante su escrutinio:
No hay escape:
“El desesperado desespera por no poder destruirse, y esto es en realidad lo que constituye su tormento [...] por más que alcance el éxito en la pérdida del propio yo....la eternidad volverá a enclavarle en él [...] poseer un yo y ser un yo es la mayor concesión que se le ha hecho al hombre, pero además es la exigencia que la eternidad tiene sobre él”.
“Lo serio no es el pecado en general, sino que lo más tremendamente serio está en ser un pecador, un individuo”
De nada sirve diluir la culpa entre la multitud, los pecados tienen nuestro nombre, y el desasosiego nos espera siempre al llegar a casa. Por duro que parezca, el creyente cuenta con la fe, que guía su voluntad para conseguir el equilibrio y ser grato ante Dios.
Instalado en una etapa inicial de la fe, el poeta admira la desesperanza como objeto estético. Pero no es humilde, y goza en su desesperación sin importarle que ésta sea el producto de su hambre de Dios.
El poeta es realmente un pecador, pero hasta el mismo Kierkegaard reconoce en su arte:
“Un encanto y un brío lírico que jamás alcanzaron respectivamente ninguno de los casados ni ninguno de los reverendos” .
La enfermedad mortal / Søren Kierkegaard
Susana Corullón