A Gregorio López el mundo se le hacía soso, bueno, no el mundo en sí, la vida le encantaba, lo que encontraba soso era la forma en que se organizaban las cosas. Gregorio tenía alma de poeta, y no podía aguantar que el color blanco sirviera por igual para el papel, para la leche, o para definir la piel de su adorada María.
Gregorio era de letras, y como poco pueden hacer los poetas para ganarse el pan, se hizo bibliotecario.
En la escuela le enseñaron a manejar la Clasificación Decimal Universal, un invento de unos señores decimonónicos, que le cayeron bien a Gregorio desde el primer día.
Se trataba de organizar el mundo en 10 categorías, y en cada una de ellas, los números crecían de tres en tres, y se hacían más complejos según el asunto lo pidiera. Además, maravilla de maravillas, podían combinarse las materias y añadirse además números auxiliares, para matizar si el caso se refería a un hombre o a una doncella; si tuvo lugar en Alcalá de Henares o en Tombuctú; si lo podía leer cualquiera o sólo algunos elegidos; si estaba escrito en provenzal antiguo o en suajili; si el enfoque que se daba a la cuestión era económico, teórico o poético...
Gregorio temblaba de emoción: por fin estaba ante la lengua perfecta a la que nada se podía resistir, y ardía en deseos de volver a bautizar las cosas. Es verdad que su alma de poeta se resistía a utilizar esos números tan fríos, pero esto no era arte ¡Era ciencia!
Viéndose tan importante, aterrizó en su primer destino: La Biblioteca del Instituto de Socio-Política aplicada, del Centro Internacional de Estudios Psicoestratégicos, que se hallaba a la sazón de un cuartucho mal iluminado, cuyos únicos muebles eran una mesa destartalada, cuatro sillas, y un
imponente frente de estanterías de madera semivacías. Los libros esperaban en cajas, que un alma caritativa los colocara ordenados en aquellas nobles baldas.
- Genial -se dijo Gregorio- empezaré desde cero a organizar el universo.
Y con ese buen ánimo se puso a la tarea.
No veía la hora de salir, apenas sí comía. Los responsables del Instituto se felicitaban de su estupendo fichaje, y veían cercano el día en que al fin podrían presumir de sus libros ante los colegas extranjeros, siempre tan pesados hablando de sus bibliotecas.
Y por fin llegó el momento: el Director y los tres Vicedirectores, el Subsecretario, el Secretario y el Viceconsejero del Instituto, pudieron entrar en la biblioteca.
No consta que nadie dijera nada, ¿Y qué podrían haber dicho ante algo como aquello? Seguramente, paralizados por el estupor, contemplaron las blancas cintas, que tapaban entero el lomo de los libros, y caían al suelo como cascadas. Largas ristras de números ininteligibles, todas diferentes
pero igualmente inmensas, recorrían el suelo formando caracolas. Y mientras Gregprio, orgulloso en una esquina, empezaba a temer que las autoridades pisaran los tejuelos.