Lo de la identidad, entre otras cosas, es una cuestión de nombres. Cuando queremos hablar de nosotros, lo más inmediato es usar el pronombre personal "yo", pero ésta no es más que una palabra vacía, que a la primera de cambio nos traiciona en boca de otro hablante.
Yo sólo soy yo cuando estoy hablando, igual que tú dejas de serlo cuando hablas de ti. El nombre propio, como el Documento Nacional de Identidad, nos asegura que somos siempre la misma persona, a pesar de envejecer o de cambiar de aspecto.
Pero eso no ha ocurrido siempre así. Para algunas sociedades el nombre no es eso que nos encontramos desde que tenemos conciencia, y que nos acompaña hasta la muerte; la pubertad, una enfermedad o el nacimiento del primer hijo, pueden renovar tanto nuestra identidad que llegan al punto de cambiar nuestro nombre. Hay incluso pueblos, como los Kwakiutl de Vancouver, que llegan a tener nombres diferentes para el invierno y para el verano.
Sin irnos tan lejos, el cognomen romano comenzó siendo un apodo referido a las características físicas del individuo, aunque más tarde se incorporara en calidad de segundo apellido al resto de los nombres de familia.
El valor administrativo de nuestros nombres actuales muchas veces les ha hecho perder la frescura necesaria para que nos reconozcamos en ellos. El problema es que además de identificarnos, nuestro nombre también nos adocena convirtiéndonos en el individuo X, registrado y cuantificable, perfectamente instalado en el taxón social que le confiere ser hijo y nieto de Y y de Z.
Los seudónimos sirven para hacer más liviano el peso que la sociedad hace gravitar sobre el nombre. Tienen una larga historia y están en plena forma, como demuestra esa pasarela de identidades virtuales que es Internet.
Adrien Baillet, en el siglo XVII, encuentra hasta 14 motivos por los que un autor querría ocultar su verdadero nombre. La mayoría de ellos podrían calificarse de vicios o virtudes (por prudencia, honestidad, modestia, vanidad, maledicencia....), pero también reconoce que hay quien cambia su nombre sólo por pura fantasía o capricho, por el simple placer de verse a sí mismo transformado en alguien distinto. Liberado por un tiempo de los compromisos y lastres de su posición social, el autor bajo la máscara se siente libre de las limitaciones y flaquezas de la vida real.
La sensación del lector es parecida a la de asistir a un baile de disfraces. El actor con máscara o el hombre disfrazado juegan a ocultar su propio cuerpo, otro de los "recipientes" de la identidad.
Privados de su cuerpo, el autor o el internauta lo único que pueden esconder es su nombre.
Como en cualquier representación en la que se utilizan máscaras, asistimos a un doble juego, pues la falsedad evidente de la máscara siempre lleva detrás una identidad escondida, que está siempre presente de un modo sutil, volviendo sospechosa cualquier ilusión de realidad.
Para redactar esta entrada hemos consultado estos libros, todos ellos de la BUC:
La pensée du pseudonyme / Maurice Laugaa
La identidad : seminario interdisciplinario dirigido por Claude Levi-Strauss 1974-1975 / J.M. Benoist...[et al.]
Artículo sobre la identidad de A. García Calvo en Diccionario crítico de ciencias sociales : [terminología científico-social] / Román Reyes (dir.)