Las mujeres científicas forman hoy parte activa, y en algunos casos muy destacada, de numerosos ámbitos trabajo donde se lleva a cabo una investigación de punta y de vanguardista innovación. Se trata de un hecho que día a día va conociéndose más gracias a los múltiples estudios con perspectiva de género desarrollados a lo largo de las últimas décadas.
Sin embargo, no debemos olvidar que las investigaciones hoy punteras en no pocas ocasiones hunden sus raíces en trabajos realizados por científicas anteriores. Fueron pioneras en tiempos pasados, pese a enfrentarse con situaciones considerablemente adversas. Ellas lograron liderar o enriquecer líneas de investigación que en la actualidad están revelando una gran potencialidad, alimentando vivos debates y rompiendo fronteras que parecían infranqueables.
En este post queremos referirnos a los primeros esfuerzos que cristalizaron en una fructífera colaboración entre la bioquímica y la genética, disciplinas ambas nacidas en los primeros años del siglo XX. A partir de la década de 1920, esa confluencia de conocimientos resultó de capital importancia para la vigorosa expansión de las ciencias de la vida que vendría después. Principalmente, permitió el nacimiento de la poderosa biología molecular, considerada «hija de la bioquímica y de la genética», y del fantástico desarrollo que las nuevas biotecnologías han escalado hasta el presente.
A lo largo de ese complejo camino, el papel jugado por las mujeres científicas no ha tenido un protagonismo menor. Como bien señala la catedrática de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Sevilla, Catalina Lara, «presentar y visibilizar las semblanzas de mujeres que han hecho grandes contribuciones al desarrollo del conocimiento en bioquímica y biología molecular, algunas más reconocidas, otras menos, pero que no suelen aparecer en los libros de historia de la ciencia» resulta de notable interés. «Muchas mujeres han estado ahí antes que nosotras y han hecho grandes cosas.»
En este sentido, queremos recordar a la perspicaz bióloga británica Muriel Wheldale, una innovadora experta en genética y en bioquímica de las plantas, quien en las primeras décadas del siglo XX desarrolló un original y trascendente trabajo de investigación.
La valiosa obra de una científica precursora
Muriel Wheldale nació en Birmingham el 31 de marzo de 1880. Fue la única hija de un conocido abogado, John Wheldale, quien mostró interés en que desde niña recibiera una buena educación. La joven asistió al colegio King Edward VI High School for girls, un distinguido centro porque allí se graduaban numerosas chicas muy buenas estudiantes.
Tras su bachillerato, Muriel Wheldale acudió al Newnham College de la Universidad de Cambridge, donde estudió ciencias naturales y se especializó en botánica. No pudo, sin embargo, recibir el título universitario correspondiente porque la citada universidad solo los empezó a otorgar a las mujeres a partir de 1948.
En 1903, la joven Wheldale, graduada con unas notas excelentes, se unió al grupo de investigación del biólogo William Bateson, quien en aquellos momentos era uno de los más fervientes defensores de las leyes de la herencia de Mendel. El científico se había rodeado de un entusiasta grupo de jóvenes investigadores, la mayoría de ellos biólogas, que emprendieron creativos proyectos, como ha descrito la historiadora especializada en el papel de las mujeres en las ciencias de la vida, Marsha Richmond.
Muriel Wheldale tuvo la lúcida idea de realizar experimentos sobre la herencia del color de las flores y, paralelamente, analizar la base química correspondiente a esas coloraciones. Su investigación la colocaría en la frontera de un nuevo ámbito de trabajo, la bioquímica genética, que dio impulso a la cooperación entre dos ramas de estudios biológicos en aquellos años muy novedosas. Recordemos que muchas plantas poseen unos pigmentos solubles en agua llamados antocianinas, que proporcionan a las flores, los frutos y también a las hojas un color rojo, púrpura o azul intenso.
En el equipo de trabajo de Bateson, la joven Wheldale se dedicó a estudiar la herencia del color de las flores de Antirrhinum majus, una pequeña planta mediterránea conocida como «boca de dragón» o «dragonera», típica de roquedales, paredes y pendientes pedregosas. En 1907, la prestigiosa revista Proceeding Royal Society B (biological) publicó un interesante artículo de Wheldale, que incluía en sus resultados un análisis factorial completo de la herencia del color de las flores. El trabajo fue muy comentado y alcanzó un notable reconocimiento.
Tras esa publicación precursora, el director del equipo, William Bateson, escribió: «El problema de la herencia del color de las flores en Antirrhinum, que Muriel Wheldale se propuso resolver, resultó ser mucho más complejo de lo esperado y la solución que ella sugiere es totalmente el resultado de su trabajo». La historiadora Marsha Richmond recuerda que, además, el científico agregaba «hay muchas razones para creer que sus datos son correctos y considero que el artículo publicado tiene un considerable valor».
Ciertamente, el trabajo de 1907 resultó trascendental. Fue el primero de una oleada de artículos de investigación con un perfil muy especial: vinculaban la herencia de los factores genéticos [que ya empezaban a llamarse genes] con la producción de unos pigmentos concretos, las antocianinas.
La historiadora de la ciencia, Marelene Rayner-Canham, y su marido, el profesor de química Geoffrey Rayner-Canham, han apuntado que en el prefacio de su monografía Muriel Wheldale señalaba con brillantez: «Aquí podemos encontrar el gran interés de los pigmentos antocianos. En base a lo que hoy conocemos, tenemos en una mano métodos satisfactorios para el aislamiento, análisis y determinación de la fórmula química de estos pigmentos. Y en la otra mano, disponemos de los métodos mendelianos para determinar las leyes de su herencia. Mediante la combinación de ambos métodos estamos a una distancia razonable de expresar algunos de los fenómenos de la herencia en términos de su composición química y de su estructura».
En torno a esos años, Muriel Wheldale había alcanzado ya el suficiente prestigio como para ser elegida una de las tres primeras mujeres que formaron parte del Biochemical Club, el referente precursor de la prestigiosa Biochemical Society. Las otras dos científicas fueron la bioquímica británica Ida Semdley Maclean (1877-1944), primera mujer admitida en la London Chemical Society, y la microbióloga y nutricionista, también británica, Harriet Chick (1875-1977). Asimismo, según ha relatado Marelene Rayner-Canham, Wheldale fue galardonada con una beca Prize (Prize Fellowship) en 1915 por la Federación británica de mujeres universitarias (British Federation of University Women), debido a su original investigación científica.
Los múltiples resultados de su trabajo convencieron a Wheldale de la significativa importancia que tiene la síntesis bioquímica de los pigmentos en determinadas características de las plantas. Con el fin de reforzar sus conocimientos, la joven científica optó por asistir a unos cursos de bioquímica en la Universidad de Bristol. Cursos que aprovechó con considerable éxito y que contribuyeron a consolidar sus ideas iniciales.
Alrededor de 1910, William Bateson abandonó Cambridge y se incorporó a la John Innes Horticultural Institution, en Merton, al sur de Londres. La historiadora de la ciencia Mary Creese ha apuntado al respecto que en esos momentos el científico trató con gran empeño retener a Wheldale en su grupo de investigación. Ella, sin embargo, optó por otro camino. Según la citada historiadora, Bateson perdió no solo a uno de sus miembros con más talento, sino también a su mejor artista.
Sobre este tema ha incidido igualmente Marsha Richmond, apuntando que en una carta de referencia que Bateson escribió sobre Wheldale, además de reconocer su considerable capacidad investigadora, añadía: «Como artista del color ella posee una habilidad extraordinaria. Si nos deja, su pérdida será muy seria, porque es la única persona que conozco que puede reproducir el color de las flores de una manera tan exacta. Con respecto al rigor y a la apreciación de lo que el coloreado científico significa, la calidad de su pintura excede con mucho la de cualquier profesional cuyo trabajo conozco.»
Pese a su estrecha relación con William Bateson y su equipo, en 1914 Muriel Wheldale decidió unirse al grupo de investigación del célebre bioquímico Frederick Gowland Hopkins, galardonado años después, en 1929, con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina (compartido con Christian Eijkman).
En la investigación bioquímica, el laboratorio de Hopkins no solo gozaba de gran prestigio, sino que además era excepcional porque, como ha especificado la historiadora Mary Creese, «en una época en la que prácticamente no había mujeres trabajando en la investigación en ningún otro departamento universitario de Cambridge, Hopkins les dio un lugar en el suyo, pese a las críticas que esto le acarreó.» Además, destaca la historiadora, «en las décadas de 1920 y 1930, llamaba poderosamente la atención que un premiado con el Nobel, con gran reputación internacional y que recibía cientos de peticiones para ocupar plazas en su laboratorio, concediese casi la mitad de los puestos de su departamento a mujeres científicas».
Miembros del Frederick Gowland Hopkin's Department of Biochemistry, ¿1917?
De pie: George Windfield, Ginsaburo Totani, Sydney W. Cole y F.G. Hopkins.
Sentados: H.M. Spiers, Elfrida Cornish, Harold Raistrick, Elsie Bulley, Dorothy Jordan-Lloyd y Muriel Wheldale.
En el laboratorio de Hopkins, Muriel Wheldale continuó con su trabajo enfocado en los procesos químicos implicados en la producción del color en órganos y tejidos vegetales. En 1916, publicaba una monografía titulada The Anthocyanin Pigments of Plants, abriendo el camino al naciente campo de la bioquímica vegetal. La repercusión de esta obra entre los expertos en la materia fue tan notoria que dio un poderoso impulso a la carrera de la científica. Ciertamente, la prometedora y novedosa línea de investigación que Wheldale inauguraba era el resultado de analizar químicamente con Hopkins los pigmentos antocianos que antes había estudiado genéticamente con Bateson (Rayner-Canham, 2002).
La investigadora continuó activamente con sus estudios sobre la bioquímica de los pigmentos vegetales. Los resultados obtenidos tenían un interés tan notable que la llevaron a escribir en 1925 una segunda edición de The Anthocyanin Pigments of Plants. No se trataba, sin embargo, de una mera reimpresión de la primera monografía de 1916, sino de una revisión completa realizada a la luz de los enormes avances bioquímicos de la década anterior.
«Desde que salió la primera edición, se han publicado diversos trabajos de gran valor relacionados con la química y la bioquímica de los pigmentos antocianos», escribía la autora en el prefacio de su obra. Seguidamente, apuntaba que «esos últimos trabajos no estaban incluidos [en la primera edición], y aquí destacamos, hasta donde nos ha sido posible, el presente estado de nuestros conocimientos sobre el significado de los pigmentos en relación con el metabolismo de las plantas».
El respetado historiador de la biología, el británico Robert Olby, apuntaba que el trabajo de Wheldale «proporcionó un soporte muy valioso a la idea de que los caracteres mendelianos tenían una base química». Pese a que el tema demostró ser muchísimo más complejo que identificar los modelos hereditarios, el trabajo de la científica, en palabras de Olby, «constituyó un poderoso punto de partida para numerosas discusiones especulativas sobre las bases químicas de la herencia» (Richmond, 2007).
Como ha descrito la biotecnóloga Cathie Martin, unos años más tarde (en torno a 1940), los expertos afirmaban que «es en la pigmentación de las flores donde puede examinarse la acción de los genes por primera vez en su sentido fundamental, esto es, controlando simples cambios químicos. La comprensión de los cambios químicos dirigidos por los genes daría lugar a la comprensión de su modo de acción.»
Retomando la vida de Muriel Wheldale, señalemos que en 1919 se casó con el bioquímico Huia Onslow, con quien colaboró hasta la muerte de él en 1922. Realizaron un trabajo conjunto particularmente centrado en el estudio del origen de la iridiscencia en algunas mariposas, polillas y cucarachas. Como resultado, salieron a la luz varios artículos. Wheldale, sin embargo, tal como atestiguan diversos historiadores, nunca fue reconocida en esas publicaciones.
No obstante, esa falta de reconocimiento no influyó a la rica carrera profesional de la investigadora. Al respecto, Marsha Richmond ha subrayado que «el interés de Muriel Wheldale por la investigación corría parejo a su entusiasmo por la enseñanza». De hecho, la científica fue profesora de fisiología vegetal en el laboratorio de biología para mujeres de Balfour desde 1907 hasta que éste se cerró en 1914. Además, entre 1915 y 1926 mantuvo un trabajo como asistente en el departamento de bioquímica vegetal de Hopkins, convirtiéndose en 1926 en profesora universitaria de bioquímica; una de las primeras mujeres en alcanzar este rango en Cambridge.
Su interés pedagógico la llevó a escribir Practical Plant Biochemistry en 1920, seguido por The principles of Plant Biochemistry, cuyo segundo volumen se publicó en 1931. Escribió el último libro en su casa de Norfolk, uno de sus lugares favoritos; el otro eran los Balcanes, donde durante muchos años pasó las vacaciones, tal como relatan Marelene y Geoffrey Rayner-Canham.
Tras una enfermedad, en mayo de 1932, un año después de completar el segundo volumen sobre bioquímica, Muriel Wheldale falleció a la edad de 52 años.
Para terminar, es obligado denunciar que, pese a su excelente labor, Muriel Wheldale está casi ausente en la historia de la genética y de la bioquímica. Tal como ha declarado Marsha Richmond, «en el mejor de los casos, solo se describen brevemente sus resultados más importantes, sin apenas tener en cuenta que sus artículos revelan los primeros intentos interesantes y bien concebidos para conectar los genes con sus productos». Además, continúa la historiadora, «gracias a su docencia en bioquímica vegetal, fue una de las primeras mujeres en disfrutar de una plaza fija como profesora en Cambridge».
Afortunadamente, en la actualidad son cada vez más numerosos los estudiosos y estudiosas que reconocen que los logros intelectuales y la trayectoria profesional de Muriel Wheldale ocupan, por derecho propio, un lugar destacado en la historia de la biología. Y, además, ofrecen un particular interés porque revelan el papel de las mujeres como piedra angular que cimentó el posterior desarrollo de la biología molecular de las plantas y de la biotecnología vegetal.
Referencias
- Creese, Mary R.S. (1991). «British women of the nineteenth and early twentieth centuries who contributed to research in the chemical sciences». British Journal of History of Science, 24, 275-305
- Lara, Catalina (2012). «Mujeres en bioquímica: una galería». SEBBM (Sociedad Española de Bioquímica y biología Molecular) 171: 28-29
- Rayner-Canham, Marelene and Geoffrey Rayner-Canham (2002). «Muriel Wheldale Onslow (1880 -1932): pioneer plant biochemist». Past times. The Biochemist, 49-51
- Richmond, Marsha L. (2007). «Muriel Wheldale Onslow and Early Biochemical Genetics». Journal of the History of Biology. vol. 40 (3), 389-426
- Wheldale, Muriel (1916).The Anthocyanin Pigments of Plants. Cambridge University Press, Cambridge
- Wheldale Onslow, Muriel (1920). Practical Plant Biochemistry. Cambridge University Press, Cambridge (2nd edn published in 1923)
- Wheldale Onslow, Muriel (1925). The Anthocyanin Pigments of Plants, 2nd edn. Cambridge University Press, Cambridge
- Wheldale Onslow, Muriel (1931). The principles of Plant Biochemistry. Cambridge University Press, Cambridge
Sobre la autora
Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.
Fuente: www.mujeresconciencia.com